Briar

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Al mediodía del día siguiente abandoné la casa. Empaqué todas mis cosas en el baúl cubierto por una lona y me puse el vestido marrón y la capa y una gorra sobre mi pelo liso. Había aprendido todo lo que Caballero pudo enseñarme en tres días de trabajo. Me sabía mi historia y mi nuevo nombre, Seulgi Smith. Sólo quedaba una cosa por hacer, y Caballero la hizo mientras yo me sentaba a tomar mi última comida en aquella cocina, que consistió en carne seca con pan, la carne tan seca que se me pegaba a las encías. Sacó de su bolsa un pedazo de papel, una pluma y algo de tinta, y me escribió unas referencias.

Las escribió de un voleo. Estaba acostumbrado a falsificar papeles, por supuesto. Lo mantuvo en alto para que la tinta se secara y luego lo leyó. Decía:

«A quien pueda interesar. Lady Alice Dunraven, de Whelk Street, Mayfair, recomienda a la señorita Seulgi Smith...», y continuaba de este modo, pero me he olvidado del resto, aunque me pareció muy bien. Posó la hoja y la firmó con la escritura redondeada de una dama. Después se la enseñó a la señora Boa.

—¿Qué le parece, señora B.? —dijo, sonriendo—. ¿Servirá para que Seul consiga el puesto?

Pero la señora Boa dijo que no podía juzgarlo.

—Tú sabes más, querido —dijo, apartando la vista.

Naturalmente, si alguna vez recurríamos a ayudas en Lant Street, no buscábamos tanto referencias como ausencia de ellas. Había una chiquilla casi enana que venía a veces a hervir los pañales de los bebés y a fregar los suelos; pero era una ladrona. No habríamos podido contratar a gente honrada. Al cabo de tres minutos se habría percatado de los negocios que se despachaban en la casa. No podíamos arriesgarnos.

Así que la señora Boa rechazó la hoja y Caballero la leyó de nuevo entera, me guiñó un ojo, la plegó, la selló con lacre y la metió en mi baúl. Tragué lo que quedaba de pan y carne seca y me até la capa. Sólo tenía que despedirme de la señora Boa. Johnny Vroom y Joy no se levantaban nunca antes de la una. Yunho se había ido a reventar una caja de caudales en Bow: me había besado en la mejilla una hora antes y me había dado un chelín. Me puse el sombrero. Era un feo gorro marrón, como el vestido. La señora Boa me lo enderezó. Luego me cogió la cara entre sus manos y sonrió.

—¡Dios te bendiga, Seul! —dijo—. ¡Vas a hacernos ricos!

Pero entonces se le agrió la sonrisa. En toda mi vida no me había separado de ella más de un día. Se dio media vuelta, para ocultar sus lágrimas.

—¡Llévatela aprisa! —le dijo a Caballero—. ¡Llévatela y que yo no la vea!

Y así, él me rodeó los hombros con su brazo y me sacó de la casa. Encontró un chico para que nos siguiera, con el baúl a cuestas. Iba a llevarme a una parada de taxis que nos transportara a la estación de Paddington, donde me acompañaría al tren.

Hacía un día de perros. Aun así, como yo no tenía muchas ocasiones de cruzar el río, dije que me gustaría ir andando hasta el puente de Southwark, para contemplar el panorama. Había pensado que desde allí vería todo Londres, pero la niebla se espesaba a medida que avanzábamos. En el puente era donde más había. Se divisaba la bóveda negra de St. Paul, las gabarras en el agua; se veían todas las cosas oscuras de la ciudad, pero no las claras; las claras se perdían o parecían sombras.

—Qué raro pensar que el río está ahí abajo —dijo Caballero, mirando por el pretil. Se inclinó y escupió.

No habíamos contado con la niebla. Lentificaba el tráfico hasta casi atascar lo, y aunque encontramos un taxi, veinte minutos después pagamos al taxista y nos apeamos para seguir a pie. Yo tenía que haber partido en el tren de la una; mientras cruzábamos una plaza grande, oímos que sonaba esa hora, seguida del cuarto y luego de la media, con un tañido enloquecedoramente húmedo y mortecino, como si los badajos y las campanas contra las que resonaban hubieran sido enfundados en franela.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora