Vacilación

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La carta obra sobre mí como el chasquido de un hipnotizador: pestañeo, miro aturdida a mi alrededor, como saliendo de un trance. Miro a Seul; miro su mano, la marca de mi boca en ella. Miro las almohadas de mi cama, con la huella de nuestras cabezas. Miro las flores en el jarrón sobre el tablero de la mesa, miro el fuego de la chimenea. Hace demasiado calor en el cuarto. Hace mucho calor pero yo sigo temblando, como si tuviera frío. Ella lo ve. Capta mi mirada y hace un gesto hacia el papel en mi mano. «¿Buenas noticias, señorita?», pregunta, y es como si la carta también hubiera obrado un hechizo en ella: porque su voz me parece suave -espantosamente suave-, pero su cara parece afilada. Se quita el dedal, pero observa, me observa. No me atrevo a mirarla.

Chanyeol vuelve. ¿Ella siente lo mismo que yo? No da indicio alguno. Camina, se sienta, con igual desparpajo que antes. Almuerza. Saca la baraja de mi madre, empieza el paciente reparto de los solitarios. Parada ante el espejo, veo el reflejo de Seul, que extiende una mano para coger una carta y la coloca, le da la vuelta, pone otra encima, levanta los reyes, separa los ases... Miro mi cara y pienso en sus rasgos distintivos: una determinada curva de la mejilla, el labio demasiado lleno, demasiado grueso, demasiado rosa.

Por fin junta la baraja y me dice que si yo la barajo y la sostengo y quiero, ella estudiará las cartas que salen y me dirá el futuro. Lo dice sin la menor traza de ironía; y a mi pesar me veo arrastrada a su lado, me siento y mezclo torpemente las cartas, y ella las coge y se las coloca delante.

—Estas son su pasado —dice—, y éstas su presente.

Agranda los ojos. Súbitamente me parece joven: por un momento inclinamos la cabeza y cuchicheamos como me figuro que hacen otros chicas corrientes en salones o escuelas o antecocinas normales: Mira, aquí hay un hombre joven a caballo. Esto es un viaje. Aquí está la reina de diamantes, que significa riqueza...

Tengo un broche engastado de brillantes. Me acuerdo ahora. Pienso -como hacía antes, aunque no desde hace muchos días- en Seul soplando posesivamente sobre las piedras, evaluando su precio...

Al fin y al cabo no somos chicas corrientes en una sala normal; y a ella le interesa mi fortuna sólo en la medida en que la supone suya.  Entrecierra los ojos otra vez. Su voz se eleva más alto que el susurro y se torna insolente. Me aparto de ella mientras recoge la baraja, voltea las cartas en sus manos y frunce el ceño. Se le ha caído una pero no la ve: el dos de corazones. Coloco mi talón encima, imaginando que uno de los corazones pintados de rojo es el mío; la aplasto contra la alfombra.

Ella ve la carta cuando levanto el pie, y trata de alisar la hendidura que hay en ella; después juega un solitario, tan tercamente como antes.

Le miro otra vez las manos. Las tiene más blancas, y cicatrizadas en torno a las uñas. Son manos pequeñas, y con guantes parecerán aún más pequeñas y se asemejarán más a las mías.

Es preciso hacerlo. Debería haberse hecho ya. Viene Chanyeol, y me asalta una sensación de tarea incumplida: una sensación aterradora de que las horas, los días -oscuro, sinuoso pez del tiempo- han pasado de largo, sin ser capturados. Paso una noche inquieta. Cuando nos levantamos y ella viene a vestirme, aferró el volante que hay en la manga de su vestido. Le digo:

—¿No tienes otro vestido que esta cosa fea y marrón que siempre llevas?

Dice que no tiene otro. Cojo de mi ropero un vestido de terciopelo y hago que se lo pruebe. Desnuda los brazos a regañadientes, se quita la falda y se da media vuelta, con una especie de recato, para que no la vea. El vestido le está estrecho. Tiro de los cierres. Arreglo los pliegues de tela sobre sus caderas y voy a mi joyero en busca de un broche de brillantes, y se lo prendo con todo cuidado encima del corazón.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora