¡Me han engañado! ¡Socorro!

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TERCERA PARTE
La Verdad


14


Chillé. Chillé a voz en cuello, con toda mi alma. Me debatí como un demonio. Pero cuanto más me convulsionaba, más fuerte me sujetaban. Vi a Caballero recostarse en su asiento y al coche que se ponía en marcha y empezaba a virar. Vi a Irene que pegaba la cara contra la ventanilla de cristal empañado. Al ver sus ojos, grité otra vez, levantando la mano y señalándola:

—¡Es ella! ¡Es ella! ¡No la dejen marchar! ¡No la dejen marchar, cojones...!

Pero el coche prosiguió su camino, y las ruedas levantaban polvo y grava a medida que el caballo cobraba velocidad, y cuanto más se alejaba, con tanta más ferocidad forcejeaba yo. Vino el otro médico en ayuda del doctor Chris. También vino la mujer con delantal. Intentaban acercarme a la casa. Yo me resistía. El coche aceleraba, se hacía más pequeño. «¡Se están yendo!», chillé. La mujer se me puso detrás y me agarró de la cintura. Apretaba tan fuerte como un hombre. Me subió en volandas los dos o tres escalones que llevaban a la puerta principal de la casa, como si yo no fuese más que una bolsa rellena de plumas.

—Ya vale —dijo, mientras me arrastraba—. ¿Qué es esto? Patalea, si quieres, y molesta a los doctores.

Tenía su boca cerca de mi oreja, y su cara detrás de mí. Apenas me daba cuenta de lo que hacía. Lo único que sabía es que a mí me tenían atrapada y que Caballero e Irene huían. Oí hablar a la mujer, incliné la cabeza hacia delante y luego la proyecté bruscamente hacia atrás.

—¡Oh! —exclamó. Aflojó la presión—. ¡Oh, oh!

—Está enloqueciendo —dijo el doctor Chris. Pensé que estaba hablando de la mujer. Luego vi que se refería a mí. Sacó un silbato del bolsillo y dio un silbido.

—¡Por el amor de Dios! —grité—,¿no van a escucharme?¡Me han engañado, me han engañado...!

La mujer volvió a agarrarme, por la garganta esta vez, y cuando giré en sus brazos me asestó, con las puntas de los dedos, un golpe fuerte en el estómago. Creo que lo hizo de tal modo que los médicos no la vieron. Yo me revolví y me tragué el aliento. Ella me asestó otro golpe.

—¡Ahí duele! —dijo.

—¡Quietas las manos! —gritó el doctor Changbin—. Podría partirse.

Entretanto, me habían introducido en el vestíbulo de la casa y otros dos hombres acudieron al toque de silbato. Llevaban bocamangas de papel de estraza sobre la chaqueta. No parecían médicos. Me cogieron de los tobillos.

—¡Mantenga la quieta! —dijo el doctor Changbin—. Tiene convulsiones. Podría dislocarse las articulaciones.

Yo no podía decirles que no sufría un ataque, sino que sólo estaba sin resuello; que la mujer me había lastimado; que de todos modos yo no era una lunática, que estaba tan cuerda como ellos. No podía decir nada, mientras intentaba recuperar la respiración. Sólo acertaba a graznar. Los hombres me colocaron las piernas rectas y la falda se me subió hasta las rodillas. Empecé a temer que se me subiera más arriba. Supongo que me retorcí por eso.

—¡Sujeten la bien! —dijo el doctor Chris. Había sacado una cosa parecida a una cuchara grande, plana y de hueso. Se puso a mi lado, me sujetó la cabeza y me metió la cuchara en la boca, entre los dientes. Era una cuchara lisa, pero la empujó con fuerza y me hizo daño. Creí que me asfixiaba: la mordí, para impedir que me traspasara la garganta. Sabía mal. Todavía pienso en las demás personas en cuya boca habría entrado antes que en la mía.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora