Cercanía

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Ha cambiado conmigo. Tiene más seguridad, es más afable. Margaret trae agua y ella me llena un cuenco.

—¿Preparada, señorita?—dice—. Más vale usar la aprisa.

Moja un paño, lo retuerce y, cuando estoy de pie y desnuda, me lo pasa, sin que se lo haya pedido, por la cara y por debajo de mis brazos. Me he convertido en una niña para ella. Me sienta para cepillarme el pelo. Me regaña: «¡Vaya enredo! El truco para esta maraña consiste en empezar por abajo...»

Agnes me lavaba y vestía con rápidos dedos nerviosos, torciendo el gesto cada vez que el peine se enredaba. Una vez le pegué con una zapatilla, tan fuerte que la hice sangrar. Ahora estoy sentada pacientemente ante Seulgi -Seul, como ella se ha llamado esta noche- mientras ella deshace los nudos de mi pelo y yo me miro la cara en el espejo....

Buena chica.

—Gracias, Seul—digo luego.

Lo digo a menudo, en los días y noches siguientes. Nunca se lo dije a Agnes. «Gracias, Seul.» «Sí, Seul», cuando ella me pide que me siente o me levante, que levante un brazo o una pierna. «No, Seul»,cuando teme que el vestido me pinche.

No, no tengo frío. Pero a ella le gusta inspeccionarme cuando paseamos, para cerciorarse; me sube la capa un poco más sobre el cuello, para protegerme de las corrientes de aire. No, mis botas no están absorbiendo rocío: pero desliza un dedo entre mi tobillo cubierto por una media y el cuero de mi zapato, para estar segura. Debo evitar a toda costa resfriarme. No tengo que cansarme.

—¿No le parece que ya ha paseado bastante, señorita? —No debo caer enferma—. Mire, aquí está su desayuno: intacto. ¿No comerá un poco más?

No debo adelgazar. Soy un ganso que debe estar rollizo, cebado para la matanza.

Por supuesto, aunque ella no lo sepa, es ella la que debe estar rolliza, ella la que aprenderá, en su momento, a dormir, despertar, vestirse, caminar siguiendo una pauta de señales y campanas. Ella cree que me anima. ¡Cree que me compadece! Aprende las costumbres de la casa, sin comprender que los hábitos y tejidos que ahora me atan a mí no tardarán en encadenarla a ella. A encuadernarla como el tafilete o el becerro... Me he habituado a considerarme una especie de libro. Ahora me parezco a un libro tal como deben de ser para ella: me mira con sus ojos analfabetos, ve la forma, pero no entiende el sentido del texto. Ve la piel blanca -«¡Qué pálida está!», dice-, pero no ve la sangre veloz y corrompida que hay debajo.

No debería hacerlo. No puedo evitarlo. Me impone demasiado la idea que ella tiene de mí: la de que soy una chica simple, maltratada por las circunstancias, propensa a las pesadillas. No las tengo cuando ella duerme a mi lado, y de este modo encuentro maneras de atraerla a mi cama, una segunda y una tercera noche. Al final viene de una forma rutinaria. Al principio la juzgo cautelosa; pero lo que le aterra no es más que el dosel y las cortinas; todas las veces se planta ante la cama con una vela en alto, escrutando a través de los pliegues de tela.

—¿No piensa, señorita —dice—, que ahí arriba podría haber polillas y arañas a la espera de caer?

Agarra un poste y lo sacude: cae un solo escarabajo, con una nube de polvo.

Sin embargo, en cuanto se ha habituado a esto, está muy tranquila, y de la forma pulcra y cómoda que tiene de recoger sus miembros deduzco que está acostumbrada a dormir con alguien; me intriga saber con quién.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora