Al final de la escalera hay puertas, todas ellas cerradas: la mujer abre la primera y me muestra un cuartito cuadrado. Una cama, una jofaina, una caja, una cómoda, un biombo de crines... y una ventana, a la que me encamino de inmediato. El picaporte lleva mucho tiempo roto: los marcos están asegurados con clavos. La vista es una franja de una calle embarrada, una casa con postigos de color pomada y orificios en forma de corazones, una pared de ladrillo con espirales y curvas pintadas en ella con tizas amarillas.
Lo examino todo, sin soltar mi maleta, pero los brazos empiezan a pesarme. Oigo que Chanyeol se detiene, luego sube un segundo tramo de escaleras y deambula por el cuarto de arriba. La mujer se dirige a la jofaina y vierte en ella un poco de agua de la jarra. Ahora advierto mi error al haber corrido a la ventana, pues ella se interpone entre la puerta y yo. Es robusta y tiene los brazos gruesos. Creo, sin embargo, que podría apartarla de un empujón si la pillara desprevenida.
Quizás ella esté pensando lo mismo. Sus manos se ciernen sobre la palangana, su cabeza se ladea, pero me está observando de la misma forma atenta y ansiosa que antes, mitad sobre cogida y mitad admirativa.
—Aquí hay jabón perfumado —dice—. Y aquí tienes un peine. Y aquí un cepillo. —Yo no abro la boca— Aquí tienes una toalla para la cara. Y aquí agua de colonia. —Quita el tapón del frasco y el líquido se derrama. Viene hacia mí, con la muñeca desnuda y mojada por el nauseabundo perfume—. ¿No te gusta el espliego?
Me he distanciado de ella y miro hacia la puerta. Llega claramente desde la cocina la voz del chico: ¡Eres una furcia!
—No me gusta que me engañen —digo, avanzando otro paso.
Ella también avanza.
—¿Qué engaño, querida?
—¿Crees que yo quería venir aquí? ¿Crees que quiero quedarme?
—Creo que sólo estás asustada. Creo que no eres tú misma.
—¿Yo misma? ¿Qué soy yo para ti? ¿Quién eres para decirme cómo debería o no debería ser?
Al oír esto baja la mirada. Se cubre la muñeca con la manga, vuelve a la jofaina, toca otra vez el jabón, el peine, el cepillo y la toalla. Abajo arrastran una silla por el suelo, algo cae o lo tiran, el perro ladra. Arriba, Chanyeol camina, tose, murmura. Si voy a huir, tengo que hacerlo ahora. ¿Hacia dónde voy? Abajo, abajo, por donde he venido. ¿Cuál era la puerta, al fondo, por la que he entrado, la segunda o la primera? No estoy segura. Da igual, pienso. ¡Vete ya! Pero no lo hago. La mujer levanta la cara, capta mi mirada, yo vacilo; y en este momento de duda Chanyeol atraviesa el cuarto y baja pesadamente la escalera. Entra en la habitación. Lleva un cigarrillo detrás de la oreja. Se ha remangado hasta el codo y tiene la barba oscurecida por el agua.
Cierra la puerta y pasa el cerrojo.
—Quítate la capa, Irene —dice.
Yo pienso: Va a estrangularme.
No me desato la capa y retrocedo despacio, alejándome de él y de la mujer, hacia la ventana. Romperé el cristal con el codo si es preciso. Caeré a la calle, gritando. Chanyeol me mira y suspira. Agranda los ojos.
—No hace falta que pongas esa cara de conejo —dice—. ¿Crees que te hubiese traído hasta aquí para hacerte daño?
—¿Y tú crees que voy a confiar en que no lo harás? —respondo—. Tú mismo me dijiste en Briar que por el dinero estabas dispuesto a todo. ¡Ojalá entonces hubiera escuchado mejor! Dime ahora que no te propones arrebatarme toda mi fortuna. Dime que no piensas conseguirla por medio de Seul. Supongo que irás a recogerla al cabo de un tiempo. Supongo que para entonces ya estará curada. —Se me encoge el corazón—. La inteligente Seul. Una buena chica.
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EL ENGAÑO
FanfikceSeulGi Kang, una joven huérfana de diecisiete años que vive en el Londres más salvaje, protegida por la señora Boa, la gran «madre» de una dickensiana comunidad de delincuentes, es enviada a una mansión en el campo como doncella de la joven Irene Ba...