Últimas palabras

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La semana que vino después no la recuerdo como una semana, sino como un único y largo día interminable. Fue un día sin sueño, pues ¿cómo iba a dormir cuando el sueño quizás alejase mis pensamientos de la señora Boa, que pronto iba a morir? Fue un día, casi, sin oscuridad, porque mantenían luces encendidas en su celda durante toda la noche; y en las horas en que no podía estar con ella, yo dejaba luces encendidas en Lant Street, todas las luces que había en la casa y todas las que pedí prestadas. Sentada a solas, me ardían los ojos. Observaba, como si ella estuviese enferma a mi lado. Apenas comía. Apenas me cambiaba de ropa. Cuando caminaba, era para ir a toda prisa a Horsemonger Lañe, a estar con ella; o para volver lentamente, después de haberla visitado.

Ahora la tenían, por supuesto, en la celda de condenados, acompañada siempre por una u otra de un par de celadoras. Eran lo bastante afables, me figuro; pero eran mujerotas robustas, como las enfermeras del doctor Chris, y llevaban delantales de lona, y tenían llaves: me amedrentaba mirarles a los ojos, y me parecía que mis antiguas contusiones empezaban a dolerme. Una vez más, no conseguía que me gustasen por sí mismas, ya que sin duda, si eran personas que valían la pena, ¿no deberían abrir la puerta para que la señora Boa se marchara? Al contrario, la tenían encerrada para que unos hombres viniesen a ahorcar la.

Sin embargo, yo procuraba no pensar en eso; o, mejor dicho, descubrí que no podía pensar en ello, no podía creerlo. No sé si la señora Boa, por su parte, lo rumiaba. Sé que le enviaron al capellán de la prisión y que pasó unas horas con él; pero nunca me dijo lo que él le había dicho o si le proporcionó algún consuelo. Ahora más que nunca parecía no tener ganas de hablar, sino sólo de sentir el suave contacto de mi mano en la suya; aunque ahora más que nunca, cuando me miraba, su mirada a veces parecía empañarse, y se sonrojaba y se debatía como si cargase con el peso terrible de cosas silenciadas...

Pero únicamente me dijo una que quería que yo recordase, y me la dijo el penúltimo día, el último en que la vi. Fui a verla con el corazón casi deshecho, pensando que la encontraría deambulando por la celda o empujando los barrotes de la ventana; de hecho, estaba tranquila. Era yo la que lloraba, y ella estaba sentada en una silla; y me dejó que me arrodillara con la cabeza en su regazo y me puso la mano en el pelo, le quitó los alfileres y lo dejó caer suelto hasta que quedó extendido sobre sus rodillas. Yo no había tenido ánimos para rizarlo. Me parecía que nunca volvería a tenerlos.

—¿Cómo voy a sobrevivir sin usted, señora Boa?—dije.

Noté que un ligero temblor la recorría.

—Mejor que conmigo —susurró entonces.

—¡No!

Ella asintió.

—Mucho mejor.

—¿Cómo puede decir eso? Si me hubiera quedado con usted, si nunca hubiera ido con Caballero a Briar... ¡Oh, nunca debiera haberme alejado de su lado!

Oculté la cara en los pliegues de su falda y lloré de nuevo.

—Chitón, ahora —dijo ella. Me acarició la cabeza—. Silencio, ahora...

Notaba en la mejilla la aspereza de su vestido, y en el costado la dureza de la silla. Pero dejé que me sosegara como si yo fuese una niña; y por fin las dos nos callamos. Había una ventanita, en lo alto del muro de la celda, por la que entraban dos o tres franjas de luz del día: observamos cómo reptaban por las losas de piedra del suelo. No sabía que la luz reptase de aquel modo. Eran como dedos. Y cuando habían cruzado una pared a la otra, oí una pisada y luego noté que una celadora me ponía la mano en el hombro.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora