La Boda

21 4 0
                                    

La iglesia era de pedernal y, aun iluminada por la luna, parecía muy negra. El interior estaba encalado, pero el blanco se había tornado amarillo. Había unas cuantas velas encendidas alrededor del altar y de los bancos, y unas polillas en torno a las velas, algunas muertas en la cera. No intentamos sentarnos, sino que fuimos derechos hasta el altar y el párroco se colocó delante con la Biblia. Pestañeó ante la página. Al leer se embrolló con las palabras. La señora Cream resoplaba como un caballo. Yo sostenía mi pobre y encorvada ramita de lunaria, y observaba a Irene muy rígida en su sitio, al lado de Caballero. Yo la había besado. Me había tendido sobre ella. La había tocado con una mano acariciante. La había llamado «perla». Ella había sido más buena conmigo que cualquier otra persona salvo la señora Boa, y me había hecho amarla, cuando mi sola intención había sido buscar le la ruina.

Estaba a punto de casarse y estaba muerta de miedo. Y pronto nadie volvería a amarla nunca.

Vi que Caballero la miraba. El párroco tosió encima de su libro. Habíamos llegado a la parte de la ceremonia en que preguntaban si alguno de los presentes conocía algún impedimento para que el hombre y la mujer que tenía delante contrajeran matrimonio; miró por encima de las cejas y durante un segundo la iglesia permaneció en silencio.

Contuve la respiración y no dije nada.

De modo que él prosiguió, mirando a Irene y a Caballero, y les preguntó lo mismo, diciendo que el día del juicio final tendrían que confesar todos los secretos horribles de su corazón, y que más valía confesar los ahora y zanjar el asunto.

De nuevo hubo un silencio.

Se dirigió a Caballero.

—¿Quiere usted...?—dijo, y todo lo demás—. ¿Honrará a su esposa durante toda la vida?

—Sí—dijo Caballero.

El párroco asintió. Después se dirigió a Irene y le preguntó lo mismo, y ella respondió, tras un titubeo.

—Sí, quiero —dijo.

Entonces Caballero se destensó un poco. El párroco se despegó el cuello de la garganta y se la rascó.

—¿Quién entrega a esta mujer en matrimonio?—dijo.

Permanecí totalmente inmóvil hasta que Caballero se giró hacia mí; hizo un gesto con la cabeza y yo fui a colocarme al lado de Irene, y me indicaron que tenía que cogerle la mano y pasársela al párroco para que él la pusiera en la de Caballero. Más que nada en el mundo, habría querido que esto lo hiciera la señora Cream. Los dedos de Irene, sin el guante, estaban rígidos y fríos como si fueran de cera. Caballero los tomó y repitió las palabras que le leyó el oficiante; a continuación Irene cogió su mano y pronunció las mismas palabras. Su voz era tan débil que parecía ascender como humo en la oscuridad y luego desvanecerse.

Caballero sacó un anillo, tomó de nuevo la mano de Irene y se lo insertó en el dedo, repitiendo al mismo tiempo las palabras del párroco, de que la veneraría y le daría todos sus bienes. El anillo producía un efecto extraño en la mano de Irene. Parecía de oro a la luz de la vela, pero, como vi más tarde, era falso.

Todo lo era, y no habría podido ser peor. El párroco leyó otra oración, levantó las manos y cerró los ojos.

—Lo que Dios ha unido —dijo—, que el hombre no lo separe.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora