El testamento

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De modo que cuando empaqué las cosas que quería llevarme a Woolwich, no quedaba casi nada. Y cuando pensé en las personas a las que debía visitar para despedirme, no se me ocurría nadie. Sólo había una cosa que sabía que tenía que hacer antes de irme, y era recoger las pertenencias de la señora Boa en Horsemonger Lañe.

Me acompañó Joy. Pensé que yo sola no podría cargar con todo. Fuimos a la cárcel un día de septiembre, más de un mes después del juicio. Londres había cambiado desde entonces. Habíamos entrado en otra estación, y los días se volvían más fríos. Las calles estaban llenas de polvo y paja, y de hojas curvadas. La cárcel parecía más oscura y tétrica que nunca. Pero el portero me conocía, y me dejó entrar. Creo que me miró con compasión. Lo mismo hicieron las celadoras.

Tenían ya preparadas las cosas de la señora Boa, en un paquete de papel encerado y atado con cuerdas. «Entregado a la hija», dijeron, escribiendo en un libro, y me hicieron poner mi nombre debajo. Después de mi estancia en el manicomio, sabía escribir mi nombre tan rápido como cualquiera... Luego me condujeron a través de los patios al terreno gris de la prisión donde sabía que la señora Boa estaba enterrada, sin lápida sobre la tumba para que nadie fuese a llorar la; y pasamos por debajo de la puerta, con su tejado bajo y plano, donde yo había visto erigido el cadalso. Pasaban por debajo de aquel tejado todos los días de su vida, sin inmutarse. Cuando vinieron a despedirse de mí, hicieron ademan de tenderme la mano. No pude estrechársela.

El paquete era liviano. Lo llevé a casa, sin embargo, con un vago temor que lo hacía pesado. Cuando llegamos a Lant Street, yo caminaba casi a trompicones: me apresuré a llevarlo a la mesa de la cocina, donde lo deposité, recuperé el aliento y me froté los brazos. Lo que temía era abrir el paquete y ver todas sus cosas. Pensé en lo que contendría: sus zapatos, sus medias -quizás todavía con la forma de sus dedos y talones-, sus enaguas, su peine -quizás con algunos pelos suyos...- ¡No lo abras!, pensé. ¡Déjalo! ¡Escóndelo! ¡Ábrelo en cualquier otro momento, no hoy, no ahora...!

Me senté y miré a Joy.

—Joy —dije—. Creo que no puedo.

Puso su mano sobre la mía.

—Creo que deberías poder —dijo—. Nos pasó lo mismo a mí y a mi hermana, cuando recogimos las cosas de mi madre en el depósito de cadáveres. Y luego dejamos aquel paquete en un cajón y no lo miramos durante casi un año, y cuando Yeri lo abrió, el vestido estaba podrido, y de los zapatos y el sombrero casi no quedaba nada, por haber pasado tanto tiempo con agua de río dentro. Y después no teníamos ningún recuerdo de nuestra madre, menos una cadenita que llevaba siempre... y que papá empeñó, al final, para comprarse ginebra...

Vi que le empezaba a temblar el labio. No pude afrontar sus lágrimas.

—Vale—dije—. Vale. Voy a abrirlo.

Tenía las manos todavía temblorosas, y cuando acerqué el paquete y traté de quitar las cuerdas comprobé que las celadoras las habían atado demasiado fuerte. Así que lo intentó Joy. Tampoco ella pudo.

—Necesitamos un cuchillo —dije—, o unas tijeras...

Pero durante algún tiempo, después de la muerte de Caballero, había sido incapaz de ver sin aprensión cualquier clase de objeto cortante; y como le había pedido a Joy que se los llevara todos, no había en la casa ninguna cosa afilada, salvo yo misma. Tiré otra vez de los nudos, pero estaba más nerviosa que antes y se me habían humedecido las manos. Por fin, levanté el paquete hasta la boca y clavé los dientes en los nudos, finalmente las cuerdas se desataron y el papel se desprendió de su contenido. Me eché hacia atrás. Los zapatos, las enaguas y el peine de la señora Boa cayeron sobre el tablero de la mesa, produciendo el efecto que yo había temido. Y sobre ellos, oscuro y extendiéndose como alquitrán, apareció su viejo vestido de tafetán negro.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora