Londres

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Al día siguiente partimos hacia el manicomio.

Ella viene a vestirme, por última vez.

—Gracias, Seul —digo con la suavidad de otro tiempo, cada vez que me abrocha un botón o me ata un lazo. Todavía llevo puesto el vestido con que abandoné Briar, que está manchado de barro y de agua del río. Ella lleva mi vestido de seda, de seda azul, que confiere un tono crema a la blancura de su garganta y sus muñecas, y realza el color castaño de su pelo y sus ojos. Ha embellecido. Se mueve por la habitación, recogiendo mi ropa interior, mis cepillos y alfileres, y guardándolos con cuidado en las maletas. Hay dos: una destinada a Londres, la otra al manicomio; ella supone que la primera es para ella y la segunda para mí. Es duro ver cómo elige la ropa, ver cómo frunce el ceño mirando unas enaguas, un par de medias o de zapatos, saber lo que está pensando. Esto sobra y basta para locas y médicos. Esto otro debería llevárselo ella, por si las noches son frías. Esto y aquello (el frasco de gotas, mis guantes) debe quedárselos. Cuando se va, los cojo y los meto en el fondo de la otra valija.

Y hay otra cosa que guardo con ellos y que ella no sabe que conservo: el dedal de plata del costurero de Briar, con el que me limó el diente puntiagudo.

El coche llega antes de lo que yo pensaba. «Gracias a Dios», dice Chanyeol. Lleva puesto el sombrero. Él es demasiado alto para esta casa baja y torcida: cuando salimos fuera, se yergue en toda su estatura. He pasado tanto tiempo recluida en mi cuarto que la luz del día me parece inmensa. Camino enlazada del brazo con Seul, y en la puerta del coche, cuando debo soltarlo -¡soltarlo para siempre!-, creo que vacilo.

—Vamos, vamos —dice Chanyeol, separando mi mano de la de ella—. No hay tiempo para sentimientos.

Partimos. Siento que es algo más que un galope de caballos y ruedas que giran. Es como desandar mi primer viaje, con la señora Stiles, del manicomio a Briar: pego la cara a la ventanilla cuando el carruaje reduce la marcha, y casi espero ver la casa y las madres de las que me han arrancado. Sé que aún debería acordarme de ellas. Pero aquella casa era grande. Ésta es más pequeña y más apacible. Sólo tiene habitaciones para mujeres. La otra se asentaba sobre tierra desnuda. Ésta tiene un arriate de flores al lado de la puerta: flores altas, con puntas como púas.

Me recuesto en mi asiento. Chanyeol capta mi mirada.

—No tengas miedo —dice.

Después se la llevan. Él la pone en sus manos y se sitúa delante de mí ante la puerta, mirando fuera.

—Esperen —la oigo decir—. ¿Qué están haciendo? —Y a continuación—: ¡Caballero! ¡Caballero!

Una palabra extraña y formal.

Los médicos le hablan en tono apaciguador hasta que ella empieza a jurar, y entonces sus voces se hacen más ásperas. El suelo del coche se ladea, la entrada se levanta y veo a Seul: las manos de los dos hombres le sujetan los brazos, y una enfermera la agarra de la cintura. La capa se le desliza de los hombros, lleva el sombrero caído hacia un lado, los alfileres le rasgan el pelo. Tiene la cara colorada y blanca. Su expresión es ya frenética.

Sus ojos están clavados en los míos. Yo estoy sentada como una piedra, hasta que Chanyeol me coge del brazo y me aprieta fuerte la muñeca.

—Habla, maldita—susurra.

Yo entono, mecánicamente:

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora