Holywell Street

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Me siento. El puente es más alto de lo que me imaginaba. ¡Nunca he estado en un lugar tan alto! Pensarlo me aturde. Toco mi calzado roto. ¿Puede una mujer curarse un pie en un puente público? No lo sé. El tráfico fluye rápido y continuo, como agua rugiente. ¿Y si llegara Chanyeol? Vuelvo a taparme la cara. Seguiré andando dentro de un momento. El sol calienta. Una pausa, para recuperar el resuello. Cierro los ojos. Ahora, cuando la gente me mira, no la veo.

Entonces viene alguien, se me planta delante y habla.

—Me temo que usted no se encuentra bien.

Abro los ojos. Un hombre, bastante mayor. Un desconocido. Dejo caer la mano.

—No tema —dice. Quizás parezco desconcertada—. No quería asustarla.

Se toca el sombrero, inclina un poco la cabeza. Podría ser un amigo de mi tío. Su voz es la de un caballero, y el cuello de su camisa es blanco. Sonríe y me examina con mayor atención. Tiene una cara afable.

—¿Se encuentra mal?

—¿Me ayudará usted? —digo. Oye mi voz y su expresión cambia.

—Por supuesto —dice—. ¿Qué le ocurre? ¿Está herida?

—No —digo—. Pero me han hecho sufrir horriblemente. Yo... —Lanzo una mirada a los coches y carros que hay encima del puente—. Tengo miedo de algunas personas. ¿Me ayudará? Oh, ¡ojalá me dijera que sí!

—Ya se lo he dicho. ¡Pero esto es extraordinario! Y usted, una señorita..., ¿vendrá conmigo? Tiene que contarme toda su historia. La escucharé. No intente hablar todavía. ¿Puede levantarse? Me temo que tiene una herida en el pie. ¡Dios mío! Voy a buscar un coche. Eso es.

Me tiende el brazo, lo tomo y me pongo de pie. El alivio me ha debilitado.

—¡Gracias a Dios! —digo—. ¡Oh, gracias a Dios! Pero escúcheme. —Le aprieto más fuerte el brazo—. No tengo nada, no tengo dinero para pagarle...

—¿Dinero? —Pone su mano en la mía— No lo aceptaré. ¡Ni por asomo!

—... Pero tengo un amigo que creo que me ayudará. Si me lleva usted a donde él está.

—Claro, claro. ¿Cómo no? Mire, veamos, aquí está lo que necesitamos. —Se inclina hacia la calzada y levanta el brazo: un coche de punto se aparta del flujo del tráfico y se detiene delante de nosotros. El caballero agarra la puerta y la abre. El coche tiene capota y está oscuro—. Tenga cuidado —dice—. ¿Se arregla? Cuidado. El estribo está bastante alto.

—¡Gracias a Dios! —repito, levantando el pie. Entretanto, él se coloca detrás de mí.

—Muy bien —dice, y añade—: ¡Caramba, qué agradable es su forma de subir!

Me detengo, con el pie en el estribo. Él me pone la mano en la cintura.

—Adelante—dice, instándome a subir al coche.

Retrocedo.

—Pensándolo bien —digo, rápidamente—, creo que debería caminar. ¿Me indicará el camino?

—Hace demasiado calor para ir andando. Está muy cansada. Suba.

Tengo su mano todavía encima. Aumenta su presión. Me revuelvo y casi forcejeamos.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora