La reina de diamantes

12 3 0
                                    


13

De la noche que sigue recuerdo fragmentos. Recuerdo que estoy en un lado de la cama con los ojos totalmente tapados, y que no me levanto para bajar a la cocina, como quiere la señora Boa. Recuerdo que Chanyeol viene a verme y me empuja de nuevo las faldas con su zapato, y se ríe al ver que no reacciono, y después se marcha. Recuerdo que alguien me sube una sopa que no pruebo. Que se llevan la lámpara y el cuarto se queda a oscuras. Que a la larga tengo que levantarme para ir al excusado, y que mandan, para que me acompañe, a la chica pelirroja y de cara aplastada -Joy-, y que ella monta guardia en la puerta para impedir que yo huya hacia la noche. Recuerdo que vuelvo a llorar y que me dan más gotas vertidas en brandy. Que me desvisten y me ponen un camisón que no es mío. Que duermo, quizás, una hora, que me despierta el frufrú de tafetán y que al mirar aterrada veo a la señora Boa con el pelo suelto, que se despoja de su vestido, descubre la piel y una ropa interior sucia, apaga la lámpara de un soplo y luego se acuesta a mi lado. Recuerdo que yace creyendo que duermo -sus manos me tocan, luego las retira- y que, al final, como una avara con una moneda de oro, me coge un mechón de pelo y se lo mete en la boca.

Sé que soy consciente del calor de su cuerpo, de su volumen, que se me hace extraño, y de sus olores rancios. Sé que no tarda en sucumbir a un sueño regular, y que ronca mientras yo me hundo en intervalos de sopor. El sueño discontinuo hace que las horas discurran más lentas; me parece que hay muchas noches en ésta -¡años de noches!- que no tengo más remedio que atravesar a trompicones, como a través de ráfagas de humo. O bien despierto creyendo que estoy en mi vestidor de Briar, o en mi habitación en casa de la señora Cream, o ya en una cama del manicomio, con una enfermera corpulenta y confortable a mi lado. Me despierto cien veces. Me despierto gimiendo y anhelo dormirme, pues al final me asalta el recuerdo aterrador y agudo de dónde estoy realmente acostada, de cómo he llegado hasta aquí y de quién y qué soy.

Finalmente me despierto y no vuelvo a dormirme. La oscuridad se ha disipado un poco. Una farola encendida ha iluminado los hilos del pañuelo desteñido que cuelga de la ventana; ahora está apagada. La luz se vuelve de un tono rosa sucio. El rosa cede el paso, poco después, a un amarillo enfermizo. Se intensifica, y con él los sonidos, al principio tenues, y después subiendo, vacilantes, en crescendo: gallos que cantan, silbatos y campanas, perros, bebés que gritan, llamadas virulentas. Toses, escupitajos, ruidos de pisadas, el interminable y hueco batido de cascos y el chirrido de ruedas. Se alza desde el fondo de la garganta de Londres. Son las seis o las siete de la mañana. La señora Boa sigue durmiendo a mi lado, pero ahora estoy completamente despierta y hecha pedazos y con el estómago revuelto. Me levanto y tirito, a pesar de que es mayo, y el tiempo es más templado aquí que en Briar. Llevo los guantes puestos, pero mis ropa, calzado y maleta de cuero están en una caja que la señora Boa ha cerrado con llave: «Por si te levantas aturdida, querida, y, creyendo que estás en casa, te vistes, sales y te pierdes», recuerdo ahora que me dijo cuando yo estaba drogada y atontada. ¿Dónde guardó la llave?¿Y la de la puerta de la habitación? Vuelvo a tiritar, más intensamente, y me siento más mareada que nunca; pero mis pensamientos son tremendamente claros. Tengo que salir. ¡Tengo que salir! Tengo que irme de Londres -ir a cualquier parte- y regresar a Briar. Pero necesito dinero. Tengo, pienso -es el pensamiento más claro de todos-, ¡tengo que ver a Seul! La respiración de la señora Boa es pesada y regular. ¿Dónde habrá guardado las llaves? Su vestido de tafetán cuelga del biombo de crines de caballo: me acerco a él con sigilo y palmeo los bolsillos de su falda. Vacíos. Examino los estantes, la cómoda, la campana de la chimenea; no hay llaves, pero sí muchos escondrijos, supongo, donde podría haberlas puesto.

En esto ella se mueve; no se despierta, pero mueve la cabeza, y entonces empiezo a recordar... Tiene las llaves debajo de la almohada: recuerdo el diestro movimiento de su mano, el tintineo sofocado del metal. Avanzo un paso. Ella tiene los labios separados, el pelo blanco esparcido sobre la mejilla. Doy otro paso, y las tablas del suelo crujen. Me coloco a su lado y aguardo un instante, insegura; luego meto los dedos debajo del borde de la almohada y lenta, muy lentamente, exploro.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora