Ahora manos a la obra

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Imagino que entonces -o, mejor dicho, sobre todo entonces, cuando nuestro pacto es todavía tan nuevo, tan inédito, y sus hilos son aún tan débiles y finos- todavía puedo volverme atrás, desgajarme del empuje de su ambición. Creo que despierto pensando en hacerlo, pues la habitación, la sala en que él, susurrando, en el conticinio, tomó mi mano y expuso su peligroso plan, como un hombre que abre el envoltorio de papel crujiente de un veneno, recobra, en la media hora glacial del alba, todos sus rígidos contornos conocidos. Los observo, tumbada. Conozco cada rincón, cada curva. Los conozco demasiado bien. Recuerdo que lloraba, a los once años, por la extrañeza de Briar: su silencio, su quietud, los pasillos sinuosos y paredes atestadas. Suponía que aquellas cosas me serían extrañas para siempre, sentía que su rareza me volvía rara: me convertía en una cosa con púas y ganchos, en un abrojo, una astilla en el gaznate de la casa. Pero Briar se adueñó de mí. Briar me absorbió. Ahora siento el simple peso de la capa con que me he abrigado y pienso: ¡Nunca escaparé de aquí! ¡No estoy hecha para huir! ¡Briar no me dejará!

Pero me equivoco. Chanyeol Park ha entrado en Briar como una espora de levadura en la masa y la ha alterado entera. Cuando voy, a las ocho, a la biblioteca, me despachan: él está allí con mi tío, examinando los grabados. Pasan tres horas juntos. Y cuando, por la tarde, me llaman para que baje a despedir a los señores, sólo están Xia y Huss para tenderles la mano. Los encuentro en el vestíbulo, abrochándose el abrigo y poniéndose los guantes, mientras mi tío se apoya en su bastón y Chanyeol se mantiene a cierta distancia, con las manos en los bolsillos, observando. Es el primero que me ve. Nuestras miradas se cruzan, pero no hace el menor gesto. Los otros oyen mis pasos y levantan la cabeza para verme. Xia sonríe.

—Aquí llega la bella Galatea—dice.

Huss se ha puesto el sombrero. 

Ahora se lo quita.

—¿La ninfa o la estatua? —pregunta, con los ojos fijos en mi cara.

—Las dos —dice Xia—. Pero me refiero a la estatua. La señorita Bae está pálida, ¿no creen?—Me coge la mano—. ¡Cómo la envidiarían mis hijas! ¿Sabe que comen arcilla para blanquear su tez? Arcilla pura. —Mueve la cabeza—. La moda de la palidez no me parece muy saludable. En cuanto a usted, señorita Bae, me duele, ¡como siempre que debo despedirla!, la injusticia de su tío al retener la aquí de un modo tan lamentable, como si fuera un hongo.

—Estoy totalmente acostumbrada —digo en voz baja—. Además, creo que la penumbra me hace parecer más blanca de lo que soy. ¿El señor Park no se va con ustedes?

—La penumbra es la culpable. La verdad, señor Bae, apenas distingo los botones de mi abrigo. ¿No tiene pensado unirse a la sociedad civilizada y traer gas a Briar?

—No mientras coleccione libros —dice mi tío.

—O sea, nunca. Park, el gas emponzoña los libros. ¿Lo sabía?

—No —dice Chanyeol. Después se dirige a mí y añade en voz más baja—: No, señorita Bae, no me marcho a Londres todavía. Su tío ha tenido la amabilidad de ofrecerme un pequeño trabajo con sus grabados. Al parecer, compartimos una pasión por Morland.

Tiene los ojos oscuros. Xia dice:

—Dígame, señor Bae, qué le parece esta idea: mientras se dedican a enmarcar los grabados, ¿por qué no autoriza a su sobrina a hacer una visita a Holywell Street? ¿No le gustaría pasar unos días en Londres, señorita Bae? Veo por su expresión que sí le agradaría.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora