En Briar, por lo menos, siempre sabías la hora que era. Dieron las doce, y después la media, y fui a la escalera de servicio y esperé allí hasta que pasó una de las criadas y me indicó el camino a la biblioteca. Se hallaba en el primer piso y se llegaba a ella por una galería que daba a una gran escalera de madera y un vestíbulo; pero estaba a oscuras y en penumbra y destartalado, como lo estaba todo en aquella casa..., nunca habrías pensado, mirando alrededor, que aquello era la casa de un sabio tremendo. Junto a la puerta de la biblioteca, sobre un escudo de madera colgaba la cabeza de una criatura con un ojo de cristal. Me alcé para tocar sus pequeños dientes blancos, mientras esperaba a que dieran la una. A través de la puerta se oyó la voz de Irene. Muy débil, pero lenta y serena, como si le estuviera leyendo un libro a su tío.
Primero vi a Irene, sentada a un escritorio, con un libro delante y las manos sobre la tapa. Tenía las manos desnudas, había dejado en orden sus pequeños guantes, pero estaba sentada junto a una lámpara con pantalla cuya luz iluminaba sus dedos, que parecían pálidos como ceniza sobre la página impresa. Encima de Irene había una ventana. El cristal estaba pintado de amarillo. Alrededor de Irene, en todas las paredes de la habitación, había estanterías, y en ellas una cantidad nunca vista de libros. Una cantidad increíble. ¿Cuántas historias necesita un hombre? Me estremecí al mirarlos. Irene se levantó, tras cerrar el libro que tenía delante. Recogió los guantes y se los puso.
Miró a la derecha, hacia el fondo de la biblioteca, que yo no veía por culpa de la puerta abierta. Una voz enojada dijo:
—¿Qué es eso?
Empujé un poco más la puerta y vi otra ventana pintada, más estanterías, más libros y otro escritorio grande. Sobre él había una montaña de papeles y otra lámpara con pantalla. Detrás estaba sentado el señor Bae, el tío anciano de Irene; describirle como le vi es decirlo todo.
Llevaba una chaqueta y un birrete de terciopelo del que asomaba un cordel de lana roja donde en otro tiempo habría habido una borla. Tenía una pluma en la mano y la mantenía a distancia del papel; la mano misma era tan morena como la de Irene era blanca, porque estaba manchada por todas partes de tinta china, como podrían estar manchadas de tabaco las de un hombre normal. Su pelo, sin embargo, era blanco. La barbilla estaba bien afeitada. La boca era pequeña y descolorida, pero la lengua -que era dura y puntiaguda- la tenía casi negra, porque debía de chuparse el pulgar y el índice cuando pasaba las páginas.
Tenía los ojos húmedos y débiles. La nariz sostenía unas gafas con cristales verdes. Me vio y dijo:
—¿Quién demonios eres?
Irene se ataba los botones de la muñeca.
—Es mi nueva doncella, tío —dijo con voz suave—. La señorita Smith.
Detrás de sus gafas verdes, vi que los ojos del tío, después de entre cerrarlos, se humedecían más.
—Señorita Smith —dijo, mirándome a mí pero hablando a su sobrina—¿Es papista, como la anterior?
—No lo sé —dijo Irene—. No se lo he preguntado. ¿Eres papista, Seulgi?
Yo no sabía lo que era aquello, pero dije:
—No, señorita. Creo que no.
El señor Bae se tapó al instante el oído con la mano.
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EL ENGAÑO
FanfictionSeulGi Kang, una joven huérfana de diecisiete años que vive en el Londres más salvaje, protegida por la señora Boa, la gran «madre» de una dickensiana comunidad de delincuentes, es enviada a una mansión en el campo como doncella de la joven Irene Ba...