Lecciones

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Al día siguiente, recluida en mis dos cuartos inhóspitos, me obligan a coser. Me olvido de los terrores de la noche oscura. Los guantes me estorban, la aguja pincha mis dedos. «¡No lo haré!», grito, rasgando la tela. Entonces Stiles me pega. Como mi vestido y mi corsé son tan tiesos, al pegarme en la espalda se hace daño en la palma, lo cual me procura un pequeño consuelo.

Creo que me pegan a menudo durante los primeros días de mi estancia. ¿Cómo podría ser de otro modo? He conocido costumbres animadas, el estruendo de los pabellones, los mimos de veinte mujeres; ahora el silencio y la regularidad de la casa de mi tío me incitan a arranques de furia. Creo que soy una niña afable que se ha vuelto testaruda por culpa de las restricciones. Tiro tazas y platillos desde la mesa al suelo. Me tumbo y pataleo hasta que las botas vuelan de mis talones. Me desgañito gritando. Mis arrebatos topan con castigos cada vez más virulentos. Tengo la boca y las muñecas atadas. Me encierran en cuartos solitarios o en armarios. Una vez -he volcado una vela y permitido que la llama lameteé los flecos de una silla, hasta que humean-, el señor Way me lleva al parque y me conduce, por un camino desierto, al almacén de hielo. Ahora no recuerdo el frío del lugar; recuerdo los bloques de hielo grises -debería haber supuesto que eran claros como el cristal- que hacen tic tac en el silencio invernal, como otros tantos relojes. Resuenan durante tres horas. Cuando Stiles viene a liberarme me he transformado en una especie de nido y no se me puede desenrollar, y estoy tan débil como si me hubieran drogado.

Creo que ella se asusta. Me lleva a casa en silencio, por la escalera del servicio, y ella y Hwasa me bañan y luego me frotan los brazos con alcohol.

—Dios mío, ¡como pierda el uso de sus manos, él no nos perdonará nunca!

No es poco, verla asustada. Me quejo de debilidad y de dolores en los dedos durante un par de días después de este suceso, y observo cómo se inquieta; luego me olvido y la pellizco, y de este modo ella averigua que puedo apretar fuerte, y pronto vuelve a castigarme.

Transcurre un período, quizás, de un mes, aunque para mi mente infantil parece más largo. Mi tío aguarda durante todo ese tiempo, como si esperase la doma de un caballo. De cuando en cuando manda a Stiles que me lleve a la biblioteca y la interroga sobre mis progresos.

—¿Cómo vamos, señora Stiles?

—Mal todavía, señor.

—¿Todavía salvaje?

—Salvaje e irascible.

—¿Ha probado a ponerle la mano encima?

Ella asiente. Nos manda retirarnos. Sobrevienen nuevos ataques de furia, más rabietas y lágrimas. De noche, Hwasa mueve la cabeza.

—¡Qué pena de chica, que seas tan rebelde! Stiles dice que nunca ha visto a una fiera como tú. ¿Por qué no te portas bien?

Lo hacía, en mi casa anterior, ¡y mira cómo me lo pagan! A la mañana siguiente vuelco el orinal y esparzo su contenido por la alfombra. Stiles alza las manos y grita; después, me cruza la cara. A continuación, a medio vestir y aturdida como estoy, me arrastra fuera del vestidor y me lleva ante la puerta de mi tío.

Él se espanta al vernos.

—Cielo santo, ¿qué es esto?

—¡Oh, algo horroroso, señor!

—¿Otro ataque violento? ¿Y me la trae aquí, donde puede estallar, entre los libros?

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora