Sentimientos

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Mujeres así harían cualquier cosa por caballeros como él. Volvió aquella noche a Briar más contento que unas castañuelas y más apuesto que nunca; y vino a la sala de Irene y nos hizo sentarnos y nos contó en cuchicheos todo lo que había hecho.

Cuando hubo acabado, Irene parecía pálida. Había empezado a mal comer y la cara se le había adelgazado. Tenía los párpados oscuros. Juntó las manos.

—Tres semanas —dijo.

Creí entender a qué se refería. Tenía tres semanas para querer a Caballero. La vi contando los días en su cabeza, y pensando.

Pensaba en lo que se avecinaba al término de aquel plazo.

Porque no había aprendido a quererle. Nunca llegaron a gustar le sus besos o el tacto de su mano en la de ella. Todavía se encogía, muerta de miedo, cuando él se acercaba; después, se armaba de valor, le dejaba aproximarse y le permitía que le tocase el cabello y la cara. Al principio supuse que ella tenía por una retrasada. Más tarde presumí que a él le gustaba que ella fuera tarda. Era cariñoso con ella, después apremiante y después, cuando ella se mostraba torpe o confusa, le decía:

—¡Oh! Ahora eres cruel. Creo que sólo quieres aprovecharte de mi amor.

—No, en absoluto —respondía ella—. No, ¿cómo puedes decir eso?

—No creo que me ames como deberías.

—¿Que no te amo?

—No lo manifiestas. ¿Quizás —y aquí me lanzaba una mirada maliciosa—, quizás suspiras por alguna otra persona?

Entonces ella le dejaba besarla, para demostrarle que no había nadie. Estaba envarada, o débil como una marioneta. Algunas veces estaba al borde de las lágrimas. Él la consolaba. Se acusaba de ser un animal que no merecía el amor de Irene, que debía cedérsela a un pretendiente mejor; ella le consentía que la besara otra vez. Yo oía la unión de sus labios desde mi sitio frío junto a la ventana. Oía la mano de él trepando por su falda. De vez en cuando miraba, sólo para cerciorarme de que no la había asustado demasiado. Pero entonces no sabía qué era peor: si ver sus ojos cerrados, sus mejillas pálidas y su boca contra la barba, o cruzarme con su mirada cuando las lágrimas afluían y brotaban de ella.

—Déjala en paz, ¿por qué no la dejas? —le dije a él un día en que a ella la llamaron para que fuera a buscarle un libro a su tío—. ¿No ves que no le gusta que la acoses de ese modo?

Me miró extrañamente durante un segundo; enarcó las cejas.

—¿Que no le gusta?—dijo—. No desea otra cosa.

—Te tiene miedo.

—Tiene miedo de sí misma. Les pasa a todas las chicas como ella. Pero por muchos melindres que hagan y reparos que pongan, al final todas quieren lo mismo.

Hizo una pausa y después se rió. Lo consideraba un chiste sucio.

—Lo que quiere de ti es que la saques de Briar —dije—. De lo demás no sabe nada.

—Siempre dicen que no saben nada—respondió, bostezando —. En su corazón, en sus sueños, lo saben todo. Lo maman en la leche del pecho de sus madres. ¿No la has oído en la cama? ¿No se retuerce y suspira? Suspira por mí. Tienes que aguzar el oído. Debería ir a escuchar contigo. ¿Lo hago?¿Voy esta noche a tu habitación? Me llevas a la de ella. Observaremos lo fuerte que le late el corazón. Le quitarás el vestido para que yo la vea.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora