Celebración antes de partir

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Aquella noche -que iba a ser mi última en Lant Street y la primera de todas las que supuestamente desembocarían en la obtención por Caballero de la fortuna de la señorita Bae-, Yunho mandó ir a buscar para la cena un asado caliente y puso hierros en el fuego para hacer un ponche de celebración.

La cena consistió en una cabeza de cerdo con las orejas rellenas, uno de mis platos favoritos, y ofrecido en mi honor. Yunho llevó el cuchillo de trinchar al escalón de la puerta trasera, se remangó y se agachó para afilar la hoja. Con una mano se apoyaba en el marco de la puerta, y yo lo observé con una extraña sensación en las raíces de mi cabello, pues a lo largo de dicho marco estaban las marcas que cada Navidad, cuando yo era una niña, el cuchillo había hecho encima de mi cabeza para ver cuánto había crecido. Ahora lo pasó sobre la piedra, hacia atrás y hacia delante, hasta que el filo chirrió; entonces se lo dio a la señora Boa y ésta repartió la carne. En nuestra casa siempre trinchaba ella. Una oreja cada uno, para Caballero y Yunho; el hocico para John y Joy, y las carrilleras, que eran la parte más tierna, para ella y para mí.

Todo esto, como he dicho, era en mi honor. Pero no sé..., quizás fue ver las marcas en el marco de la puerta; quizás fue pensar en la sopa que haría la señora Boa, con los huesos de la cabeza del cerdo asado, cuando yo ya no estuviera allí para tomarla; quizás fue la cabeza misma -que me pareció que hacía muecas; más bien eran las pestañas de sus ojos y las cerdas de su morro pegadas y tostadas por lágrimas de melaza-, pero cuando nos sentamos a la mesa, me entristecí. John y Joy devoraron su cena, riendo y peleándose, enardeciéndose en los ratos en que Caballero bromeaba, y a ratos enfurruñados.

Yunho trabajaba pulcramente su plato, y la señora Boa despachaba con toda limpieza el suyo, y yo miraba sin apetito mi ración de cerdo.

Le di la mitad a Joy. Ella se la dio a John. El chasqueó las mandíbulas y aulló, como un perro.

Después, cuando ya se habían retirado los platos, Yunho batió los huevos y el azúcar y el ron para hacer el ponche. Llenó siete vasos, sacó los hierros del brasero, los agitó durante un segundo para rebajarles el punto de calor y los metió dentro de los vasos. Calentar el ponche era como flambear al brandy de un budín de ciruelas: a todo el mundo le gustaba ver cómo se hacía y oír el chisporroteo de la bebida. John dijo: «¿Puedo hacer uno, Yunho?», con la cara colorada por la cena y reluciente como pintura, como la cara de un chico en un dibujo del escaparate de una juguetería.

Nos sentamos y todo el mundo hablaba y se reía, diciendo lo bonito que sería cuando Caballero se hiciese rico y yo volviera a casa con mis preciosas tres mil libras; pero yo estaba bastante callada, y nadie parecía advertirlo. Finalmente la señora Boa se palmeó el estómago y dijo:

—¿No nos cantas algo, Yunho, para acostar al bebé?

Yunho sabía silbar como una cafetera, durante una hora seguida. Apartó su vaso, se enjugó el ponche del bigote y empezó con «The Tarpaulin Jacket». La señora Boa le acompañó tarareando hasta que se le humedecieron los ojos y dejó de cantar. Su marido había sido marino y se había perdido en el mar. Perdido para ella, quiero decir. Vivía en las Bermudas.

—Precioso —dijo cuando terminó la canción—. ¡Pero cantemos algo más animado, por el amor del cielo! Si no me pondré muy sensiblera. Que los jóvenes bailen un poco.

Yunho entonó entonces una canción rápida, y la señora dio palmadas y John y Joy se levantaron y retiraron las sillas.

—¿Me guarda los pendientes, señora Boa? —dijo Joy. Bailaron la polca hasta que saltaron los adornos de porcelana sobre la repisa de la chimenea y el zapateado levantó el polvo varios centímetros. Caballero se levantó y les observó, fumando un cigarro, y gritaba «¡Hop!» y «¡Adelante, Johnny!» como gritaría, riéndose, a un terrier en una pelea en la que hubiese apostado.

EL ENGAÑODonde viven las historias. Descúbrelo ahora