Capítulo 2

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A muchos niños les dicen que si te peleas en la escuela por defenderte a ti mismo, eres valiente. Otros padres solo te regañan y te hacen sentir un niño malo.

En la opinión de mi padre, la primera pelea en la escuela abría paso al primer escalón para convertirte en un hombre. Lo repetía mucho, agregando que si lo hacía debía ser por una causa noble que valiera la pena reforzarla con golpes.

Creo que mi primer encontronazo sí fue bastante bueno.

Muchos niños veían raro a Alan por las camisas que traía. Yo me había acostumbrado, al fin y al cabo, eran lindas. Tenía de todos los colores y de diferentes estampados, con las mangas anchas hasta los codos, cuellos a veces en v y otras veces circulares. Tengo que admitirlo, su cuerpo las hacía lucir; como una niña.

Una niña...

Cerré los ojos, arrugado la nariz, recordando lo que hacíamos siempre después de clases, y me sonrojé. Teníamos ya diez años, y todos nuestros compañeros de clases parecían querer separarse en bandos, era un comportamiento raro. Pero Alan no pertenecía a ningún bando, no lo necesitaba; y yo parecía ser de todos los bandos, pues debía ser parte de algo.

Alcé la vista, sorprendiendome al mirar cómo unos chicos acorralaban a mi mejor amigo, ¿qué hacían? Tarde me percaté de sus intensiones, ya que cuando estuve por llegar al lugar, Moisés ya tenía a Alan contra la pared, revisando la etiqueta de su camisa.

Me dieron fuertes ganas de decir una grosería.

-¡Lo sabía!-exclamó mientras estallaba en carcajadas junto a sus otros dos amigos. Alan lo encaró, y el moreno lo señaló con dedo acusador-. Usas camisas de niña.

-¡Eso es ser un...un...!-Moisés miró a su amigo, Geremy, que seguía recordando la palabra, pero no lo conseguía. El más alto se adelantó, mirando con sorna a Alan.

-Eso es de maricas. Eres un marica, Laurens.

Y fue ahí cuando los cables cruzados hicieron cortocircuito en mi cerebro, me guiaron hasta el muchacho y le conecté varios golpes, cegado de furia. Moisés me puso bajo su cuerpo tras unos minutos, pero yo quería golpearlo en la cara hasta que se refractara de lo que dijo. Todo el salón aplaudía y nos hacía barras, excepto Alan, que cuidadosamente trataba de meterse para separarnos.

Estuve a punto de darle un golpe de gracia al de cabellos enroscados cuando dos profesoras nos separaron. Al instante, Moisés se puso a sollozar, tapando su ojo, pero yo, aunque me ardía el labio y los nudillos me cosquilleaban, mantuve mis ojos en él. Estaba muy enojado como para sentir empatía por sus heridas.

Mi insistencia lo hizo lloriquear más, asustado.

Sonreí con malicia.

[...]

-No fue buena idea-comentó Alan.

-¿En serio? -le respondí sarcástico a mi pelirrojo y nervioso amigo.

-Te caíste a golpes solo por eso...

-Te dijeron que eras un marica-acaricié mis adoloridas manos y él balanceó sus pies. Yo llegaba de puntilla al piso, pero a Alan le faltaban unos centímetros para poder tocar el piso con sus tenis.

Soltó un corto suspiro y llevó una de sus manos a las mías.

-No me duele-me dijo-. Solo es una palabra-y sonrió.

Entrelacé mis dedos con los de él y nos quedamos allí. Aún recuerdo ese tacto, era suave y terso. Cálido.

Antes que Alan entrara a mi vida como un remolino hablador de fuego, yo intentaba mantener las distancias con otros cuerpos; no me gustaba que me tocaran, era raro. Solo mis padres y Nani podían hacer eso. Pero Alan me acostumbró a tomarnos de la mano.

El monstruo dentro de síDonde viven las historias. Descúbrelo ahora