Capítulo 4

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A veces, cuando pensamos mucho, tendemos a sentir más de la cuenta , y eso la mayoría del tiempo es contraproducente. Como me pasaba solo la mayoría del tiempo, encerrado en mi habitación mirando cada esquina de la estancia, mis pensamientos se volvían en mi contra; las gotas de sangre caían sobre la alfombra de mi cuarto.

Me desplomaba a un costado de mi cama, esperando poder saborear el profundo beso de la muerte, del que tanto hablaba todo el mundo, el que yo ni siquiera podía conseguir aunque lacerara todo mi brazo. Nani entraba a mi habitación, y siempre tenía la misma cara de horror, ¿acaso no estaba acostumbrada?, me levantaba, revisaba mis signos vitales y procedía a curar mis heridas. A veces me bañaba por si me encontraba lleno de vómito de tanto tomar.

—Maldición, Dylan, ¿qué te metiste?—vociferó zarandeándome. Yo señalé una jeringa a los pies de mi cama—¿¡Cuántas veces te has inyectado esa cosa?!—alcé un dedo, aun divagando entre mis pensamientos—¿...Primera vez?

Asentí.

—¿Podrías, por favor, parar?—sollozó.

Quizás creyó que entre mi inconsistencia nunca lo recordaría, o estaba tan acostumbrada a mi indiferencia que no pensó que aquella frase se quedaría en lo más profundo de mi corazón y saldría cuando menos me lo esperase.

Y a pesar de mis continuos intentos de morir, nunca lo lograba; siempre llegaba Nani al rescate y me curaba, o me llevaba al hospital. Mi historial médico era bastante extenso, pero con la misma enfermedad de siempre, nunca entraba por dolores abdominales, apendicitis, migrañas u operaciones, solo vagas transfusiones de sangre. Sentía que todos me veían con cansancio.

«¿Por qué no se muere?»

«¿No se cansa?»

Era un círculo vicioso, y yo no sabía cómo escapar de él.

A veces me miraba al espejo y no me reconocía, apenas lograba recordar el niño que fui, porque quizá había sido muy feliz, pero algo me quitó esa luz.

¿Cómo el cielo recuperaba a las estrellas que se apagaban?

¿A las demás estrellas les dolía ver desaparecer a una de ellas?

¿Yo emanaba alguna luz siquiera?

-Tierra llamando a Dylan-di un respingo cuando sentí un tirón en mi oreja. Alan tenía la manía de tirar de mis piercings.

—¿Qué pasa?

—¿Escuchaste?—Negué—. Nos invitaron a una fiesta.

Me encogí de hombros, era normal en esa época del año, y me suponía quién la había organizado; esos hipócritas que hacían fiestas en sus lujosas casas llenándose la boca de frases acerca de lo mucho que iban a extrañar a sus adorados compañeros de clase, cuando apenas y te dirigían la palabra si no estabas a la altura de sus parámetros.

Ahí me daba cuenta el tablero de ajedrez que se desenvolvía sobre nosotros: Están los reyes, gente insípida e inservible que solo es famosa por el dinero o su familia, parecidos a las reinas, que estaban casi al mismo estatus económico, pero lograban moverse con el poder de sus bocas de serpiente. Los arfiles tenían alto poder de comunicación, y sus notas eran rebosantes de orgullo, perfectos lacayos para los reyes y las reinas. Las torres y los caballos tendían a ser personas que se habían pegado como sanguijuelas a esa línea de poder y disfrutaban los atributos que los del alto mando les brindaban, a cambio de lamer sus botas, o mejor, sexo. Por último estaban los peones, anárquicos ante todo el sistema, personas casi siempre de recursos económicos moderados o bajos que tenían notas regulares, pero que, aun así, trataban de comunicarse con los monarcas, recibiendo sonrisas falsas.

El monstruo dentro de síDonde viven las historias. Descúbrelo ahora