Capítulo 11.

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Los días siguientes a la cirugía no dormí bien. Ni yo ni nadie. Todos nos turnabamos para cuidar de Alan, aunque las políticas del hospital nos restringian mucho, el padre de Robert lograba mover influencias para no dejar solo a mi amigo. Era un completo y arduo trabajo en equipo.

Lo menos que queríamos era que Alan se sintiera triste, así que cada día que estuvo hospitalizado, nos la ingeniamos para distraerlo de sus dolores por todo el mes que debía estar bajo atención médica. Aunque la hospitalizacion por la cirugía solo duraba, por lo general, diez días, el señor Doubront prefirió mantenerlo vigilado más tiempo

Llegó el día de volver a casa, y todos lo acompañamos en la gran prueba. Alan se detuvo frente a las escaleras del porche de su casa, arrastrando la maleta con el suministro de oxígeno, Robert se le acercó y rozó su mano.

El primer escalón fue fácil.

El segundo fue una prueba.

Al tercero le faltaba el aire.

Y al último, cuando ya estuvo allí, se apoyó de su padre, recobrando el compás de su respiración.

—¿Estás bien?

—Sí, sí... Bueno, entremos.

Adentro, Kenia, Angie, mi madre y Nani se unieron en la cocina para charlar y hacer los bocadillos, mi padre y el de Alan hablaban sentados en los sillones de la sala, y Robert iba y venía entre ambos grupos repartiendo bocadillos. Observé con atención cómo Alan escribía algo en su celular. Poco después se levantó y fue a su habitación.

Lo seguí.

Al asomarme por la puerta abierta, lo vi reflejarse en su espejo, mirándose con tristeza. Conocía esa mirada mejor que nadie. Tocó la gasa de la herida y siseó de dolor.

—¿Crees que me veo mal?—me preguntó por encima del hombro.

—Tan feo como siempre—respondí.

Alan rió suavemente. Claro, ahora solo podía reírse así.

—Bueno, en verdad no estoy tan mal; mira ese trasero. 

—Tantas curvas y yo sin frenos. 

Ambos soltamos una estridente carcajada. 

—De todos modos el mío es más grande—dije tirándome a la cama. Alan rodó los ojos y se puso su camisa holgada. 

Me dolió verlo fruncir la cara cuando la tela rozó su herida, y el cómo buscó rápido los cables del respirador hasta colocarlos sobre sus orejas, curvando por sus mejillas hasta su nariz. 

—Lo hiciste con Angie, ¿verdad?—le escuché decir de repente. 

—¿Ah?—Alan alzó las cejas, cruzando los brazos sobre su pecho—. Sí...—confesé. 

—¿Usaste...? 

—Claro, no soy estúpido. 

—Bien. Recuerda que ella es mi hermanita, y si la hieres, me hieres a mí—amenazó. 

—Oye, tan solo le llevas un año. 

—Uno siempre hace lo que sea por su hermano menor. 

Me mordí la mejilla ante sus palabras, pronto mi amigo se dio cuenta del peso de aquella frase y se sentó a mi lado para disculparse, pero yo le sonreí sin reparo. 

Siempre pensé que hay una larga línea entre las cosas que llegan a herirte, y tu reacción a ellas. Si una persona que estimas dice algo hiriente de forma accidental y prentende genuinamente disculparse, tu derecho de enojarte y no perdonarlo por ello se reduce considerablemente.

El monstruo dentro de síDonde viven las historias. Descúbrelo ahora