Capítulo 24.

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Angie

Cada mañana frente al espejo, desde que tenía memoria, me dedicaba a arreglarme y ponerme tan bonita como pudiera. Y unos pocos años después, Alan y yo compartíamos ese ritual.

—Tienes una mancha en la cara—se burlaba

—Bobo, ambos las tenemos.

—Malditas pecas.

—Adiós, melanina.

Ambos reíamos.

Alan siempre fue luz de sol, era como si siempre lo persiguiera un foco. Mientras, yo estaba a un lado, con un gran grupo de compañeros, pero no muchos amigos.

Alan tenía el mejor amigo del mundo.

Él siempre estuvo un paso adelante de mí. Siempre creí que me ganaría en todo, hasta que se enteró que Dylan había estado con una chica. Dejó de intentarlo.

Tres meses después que le diagnosticaron cáncer, lo encontré enrollado en su manta, sonriendo con las mejillas rojas. Me invitó a sentarme a su lado con emoción.

—¿Recuerdas a Robert?—preguntó con entusiasmo.

—Sí, ¿no venía a estudiar hoy?

—Sí vino. Pero...

—¿Pero?

Alan se mordió los labios.

—Quizá nosotros...dejamos de lado un poco la tarea y nos...bueno, nosotros...—se echó a reír a mitad de la frase al ver mi expresión.

—¡No puede ser!

—¡Y eso no es todo!—bajó la manta hasta sus hombros, y percaté varios chupetones en su cuello.

—¡Dios Santo, Alan!

—Y no has visto los demás—rió.

Ambos nos carcajeamos por varios minutos, hablando del hecho. Ver a mi hermano así de emocionado, feliz y risueño era algo que, aunque lo viera siempre, era único en ese momento.

Sé que lo herí muchas veces, que aunque sonreía por mí, le dolía compartir ciertas cosas; entre ellas, Dylan.

—¡Te odio!

—¡Cálmate, loca!

—¿Cómo pudiste, Alan? ¿No habías dicho que dejarías de intentarlo?—ladré esa vez, dos días después que Alan llevó a Dylan a aquel bar.

—¡No hicimos nada!

—¡Claro, manosearse es no hacer nada!

—¡Pero...!

—¡Cállate, te odio, te odio!

Me sentía adolorida y traicionada por ambos, pero no podía odiar o dejar de amar a ninguno. Quizá el chico de mis sueños también debía causar algunas pesadillas para seguir en su pedestal, nivelando el caos de emociones que llega a ser el amor.

—Deberías dejarlo—me aconsejaban mis amigas.

—¿Cómo sabes que no hará lo mismo después? Que te venga rogando para que lo perdones no significa que va a cambiar, Angie.

—Lo sé. No lo perdoné—me mordí el labio—. Pero no puedo dejarlo. O sea, no quiero.

—Si sigues así, lamentablemente vas a quedar como una boba.

Dylan era igual al bombillo que parpadea y fastidia, pero que no quieres cambiar porque su luz no se iguala a ninguna otra.

[...]

El monstruo dentro de síDonde viven las historias. Descúbrelo ahora