Capítulo 9.

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Recopilación de correos enviados hasta el [10/05/2017]

Memorias de Alan Laurens. 

Recuerdo que cuando tenía unos cinco o seis años, empecé a fijarme en lo que decían los adultos a mi alrededor. Las madres siempre, sin falta, soltaban aquella frase que tanto cambió mi vida.

«¿Ya tienes novia?»

A mi corta edad no sabía el significado de aquella frase, y mis padres no me la decían, lo que me causaba bastante curiosidad. Yo quería saber qué era esa tal «Novia» y por qué las señoras preguntaban por ella a sus hijos varones mientras apretaban sus mejillas. Un día, cansado de no comprenderlo, le expresé mi duda a mi padre, quien me lo explicó con mucha emoción y energía.

Una novia era la chica que se tomaba de la mano de un chico; una niña, esas de lazos rosas, faldas y camisas estampadas de flores o animales tiernos. Una novia era quien los chicos buscaban para pasar una vida y crear una familia.

Y cuando cumplí seis, me enamoré súbitamente de los varones. Los admiraba tanto que las mejillas se me ponían rojas. Adoraba pasar tiempo con ellos, jugar sus juegos bruscos, mirar sus ropas sucias por arrastrarse por el suelo con sus autos de juguete. Pero, ¿si no era niña, cómo podría gustarles más, tanto como para tomarme de la mano?

Entonces, contrariado, tuve la idea de empezar a parecer una chica para así gustarles tanto como ellos a mí. Con ello, un día escarbé el armario de mi hermana menor y encontré una camisa de un rosa pálido muy lindo con una flor de seis pétalos bordada en el centro; era muy grande para ella, pero le quedaba perfecta a mi yo de siete años. 

Caminé hasta el espejo de mi habitación y observé ese nuevo look que me proporcionaba aquella camisa de una tienda de niñas. Me sentí cómodo al notar que me veía más delicado, como una niña. Desde ese momento empecé a encapricharme por las camisas de la tienda Bee's y aunque mis padres se veían confundidos, aceptaron vender mis otras camisas para poder comprarme algunas de allí. 

Pero no todo salió como yo deseaba. 

En vez de poder acercarme a los chicos, recibía miradas de ceños fruncidos, y otras asqueadas de sus familiares. Me sentí raro; muy, muy raro. Me preguntaba si el problema era por no ser una niña completamente, quizá yo aún me veía como varón y eso no les gustaba. Pasé semanas pensando eso, sintiéndome extremadamente solo y mal, ni siquiera me miraba al espejo cuando me ponía aquellas camisas que tanto amaba. 

Luego conocí a Dylan; el niño que dejaba que tomara su mano sin decir nada, el niño que aceptaba mis abrazos, que jugaba conmigo sin importarle lo que vistiera. Pronto acabé enrollado en las suaves telas del amor infantil, pero aún así, Dylan le sonreía de una manera especial a las chicas. 

Quería que me dedicara esa sonrisa mientras me tomaba de la mano. 

Un día, a mis diez años recién cumplidos, envuelto en ansiedad por querer saber la respuesta a mis dudas, volví a asaltar el armario de mi hermana hasta tener entre mis manos un vestido turquesa y corrí hasta mi recamara para probármelo. Di pasos lentos hasta el cristal que me reflejaba y quedé pasmado al ver a un niño. Intenté con todas mis fuerzas verme como una chica; con senos, cabellos largos y moños, pero no me gustó. Solo podía verme como un varón, y eso era imposible de arrancarlo de mi cabeza. 

Cuando mi padre llegó y me encontró llorando en mi pieza con aquel vestido, se agachó a mi lado. 

—¿Alan, qué sucedió? 

—Papi, no soy una niña—sollocé, intentando parar las lágrimas con mis manos. 

Mi padre arrugó las cejas unos instantes, confundido, posó su mano en mi espalda con empatia y dijo:

El monstruo dentro de síDonde viven las historias. Descúbrelo ahora