6. Marcus Fletcher

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Marcus me miraba desde la puerta con una sonrisa en la cara de mucha burla y eso me encendió tanto que me levanté y cuando hablé pues me salió voz de grito:

—¡¿Pero qué haces tú aquí, pedazo de imbécil?! —Para mi desgracia, mis gritos no hicieron otra cosa que aumentar su sonrisa de pedazo de idiota.

—¿Crees que esa es una buena forma de saludar a tu nuevo papi?

Esas palabras fueron como un puñal en mi corazón. No, más que eso, como si un millón de cubos de agua helada me cayeran encima... ¿Él niñato del niñero, mi padre? ¿Cómo era eso ni siquiera posible? Pero... ¿cuántos años tenía ese paliducho repeinado? Y lo conocía de hacia ¿cuánto? ¿Tres minutos y medio? ¿En qué clase de mundo estaba?

—¡Abogado! ¿Qué significa esta locura? ¿Es de verdad que este imbécil va a ser mi padre?

—No, yo no lo llamaría padre... —dijo Bruce Stevens sudorosamente, no dejaba de pasarse el pañuelo por su frente —. Pero vas a tener que vivir con él y... uh... bueno... esto... Es una situación rara, pero... pues... vas a tener que vivir con él... hasta cumplir... la edad estipulada.

Mi mirada saltó de Bruce Stevens a Marcus Fletcher como si estuviera en un partido de tenis, al igual que mis sentimientos. Todo era confuso, mareante y no entendía nada.

—¡Ey, que soy un chico de oro! —dijo Marcus, con aquella sonrisa de oreja a oreja que tanto me angustiaba.

Pensé en gritar y hacer de ese despacho un basurero, comenzar a tirar todo por todas partes y dejarme llevar por un ataque de rabia, que sin duda es lo que crecía en mi interior, pero decidí que lo mejor era seguirles el juego. Puede que todo no fuera otra cosa que un sueño, entonces... ¿por qué no disfrutar del rodeo?

—Está bien, papi —le dije con una sonrisa y voz infantil —. ¿Nos vamos a casa ya?

—Por supuesto, hija mía —dijo él, de nuevo con una sonrisa en la boca como si aquello fuese muy gracioso.

Entonces pasó una cosa rara (otra más) cuando íbamos a salir del edifico donde tenía el despacho mi abogado, aunque después de lo que había pasado ya no me hacía tanta gracia llamarlo mi abogado... sin duda este último trabajo había sido una decepción muy grande; bueno pues entonces Marcus se puso unas gafas de sol y sacó un paraguas, a pesar de que hacía un solazo de esos que daban muchas ganas de ponerse el bikini más revelador e ir a la playa a mirar chicos guapos pasar.

—¿Qué te pasa, Marcus? ¿Te da miedo quemarte?

Él me miró, ahora con poco humor. ¿A dónde se había ido la burla de antes? De todas formas, ya sea serio o alegre, aquel tipo me gustaba menos que el olor de un perro mojado.

—Se podría decir así... —comentó con desgana y entonces se metió en una limusina que estaba parada justo delante nuestro, en mitad de la calle y empezó a hacerme aspavientos y gestos para que entrara.

—Vamos niñata... que no tenemos todo el día...

—¿Y qué pasa con mi coche, imbécil? —si pensaba que también iba a renunciar a mi precioso biplaza rosa, lo llevaba claro.

—Entra de una vez y no te preocupes por él. De momento no lo necesitarás y ya mandaré a alguien que lo recoja —dijo con hartazgo.

No me quedaba otra que obedecer. Entré y saludé al conductor, un hombre viejo y arrugado, pero que mantenía cierto toque. Es decir, se podía ver que de joven había sido bastante guapo y eso se mantiene lo quieras o no.

La limusina nos llevó a la urbanización Paradise, que es donde vivíamos la gente bien de New Eden. El coche paró delante de una mansión, grande y lujosa, pero no era mi casa. Allí no estaban mis padres y eso me hacía sentir una pena y una preocupación inmensa. Me apeé y caminé hacia la entrada. Marcus salió detrás de mí: él seguía con las gafas de sol y nada más pisar el suelo desplegó la sombrilla.

—¿Siempre vas así? Menuda vergüenza que das...

—Ya, por lo menos no soy como tú que no necesitas accesorios para dar vergüenza ajena —me soltó y eso fue como un puñetazo directo al estómago.

Abrí la boca, pero no me salía decir absolutamente nada de nada. Me aguanté las ganas de darle un guantazo a esa cara tan perfectamente esculpida y arrastré los pies hasta "mi nueva casa".

—Señorita, ya hemos arreglado un cuarto con todas sus pertenencias —me dijo el conductor que estaba de pronto a mi lado. Era bastante alto y a pesar de la vejez había algo en él en plan de ser muy digno.

—¿Tú qué eres, también el mayordomo o qué? —pregunté un poco enfadada, no con ese señor sino con el capullo, cretino, supremo imbécil de Marcus Fletcher que volvía a lucir esa sonrisa de suficiencia y burla que tanto me molestaba.

Entonces ese hombre se inclinó en mi dirección y me dijo:

—Sí, señorita. Soy Steven Gates, a su servicio.

No supe que contestar, así que pasé deprisa hasta la entrada de casa y empujé la puerta, que estaba abierta, sin pestillo ni llave de ningún tipo.

 ✅ La Diablesa del AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora