22. El Dr. Guaperas

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—Buenos días, Estefanía. ¿Qué tal te encuentras? —me preguntó el médico, exhibiendo una gran sonrisa que me recordó a gusanos y sentándose con toda naturalidad en la cama, a mi lado.

¿Por qué gusanos? ¿Por qué gusanos cayendo de su boca? No lo sé. Me encontraba bastante confundida porque en apariencia él era muy guapo, con una de esas caras modélicas donde cada parte estaba en su sitio correcto y unos ojos azules muy sensuales, pero completamente muertos, que no me transmitían nada más que asco.

—Bien... —dije, con frialdad: no soportaba su presencia y no me gustó nada que se sentara a mi lado.

El doctor miraba una tablilla que llevaba en la mano y comenzó a sisear, casi un silbido. Ese sonido me molestaba cosa mala, era como si me metieran palillos por los oídos y me removiesen lo que había dentro.

—Me alegro mucho, Estefanía. ¿Sabes qué? Estás casi recuperada del disparo, no tendrás que estar demasiado tiempo en el hospital y eso es algo bastante inusual. Y has tenido suerte, hemos quitado la bala de tu interior y no ha afectado a ningún órgano vital ¿sabes? —me preguntó el médico y su sonrisa se hizo más grande, lo que no ayudó a mejorar lo que sentía por él precisamente.

—¿Y cuándo me podré ir? —le pregunté, apartando la mirada de él.

—¿Por qué tantas prisas? —inquirió, acercándose a mí. Noté el leve tufo que desprendía su cuerpo y me revolvió el estómago aún más —. Seguramente podrías divertirnos un poco... —me dijo con un aire de lascivia que me descolocó, y empecé a verlo todo a cámara lenta.

Su mano izquierda se posó sobre mi pecho desnudo, solo cubierto por el fino camisón hospitalario, y me agarró la teta izquierda sin delicadeza, estrujándola como si quisiera sacar leche de ella y rápidamente sus asquerosos índice y pulgar, atraparon mi pezón y lo hicieron rodar levemente. Miraba a mis pechos, ya sin sonrisa en la cara, con una expresión de nauseabundo deseo.

Después de que se me pasara el asombro por el descaro de aquel capullo, le pegué tremendo tortazo que se cayó de la cama. Se aferró una cortina blanca que separaba mi camilla de la que tenía al lado, pero esta se descolgó y el médico acabó el suelo.

Se me quedó mirando, con la boca abierta y la marca de mi mano en la mejilla. Bien roja y definida, tanto que una sensación de orgullo y placer me calentó por dentro. Se levantó de forma rápida, cogiendo la tablilla y mirándome con una rabia chispeante en sus ojos.

—¡¿Por qué has hecho eso, mocosa?! —me dijo, como si no estuviera perfectamente claro.

—¡Por tocarme las tetas, pervertido! —le grité, con ambas manos sobre mis pechos, protegiéndolos de aquel médico horrendo.

El tío se puso súper pálido, parecía que iba a replicarme, pero se dio la vuelta y, murmurando algo entre dientes, se marchó de la habitación a toda prisa. Yo me quedé con los brazos cruzados y aun siendo capaz de sentir sus manos, como garras, aferrándome el pecho. Me sentía sucia, casi como si fuera culpa mía que él gilipollas degenerado ese, hubiera hecho aquello.

—¡Hola, Fani! —dijo una voz suave a mi lado derecho y giré la cabeza rápida, con violencia, pues no estaba yo para tonterías.

Pero la molestia se esfumó enseguida en cuanto la vi.

En la camilla de al lado se encontraba una muchacha de más o menos mi edad. Lo primero que me llamó la atención de ella fueron sus grandes y expresivos ojos claros en los que se podía leer una tristeza convencida, a pesar de que su pequeña boquita de labios rosados se deslizaba en una sonrisa.

—Hola... —le dije, sin saber quién era ella y porque me llamaba por el nombre con el que me llamaban mi gente más cercana.

—¿De verdad te ha tocado? —me preguntó.

 ✅ La Diablesa del AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora