Capitulo 1

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¿Alguna vez han probado una ostra de Midvale? Se acordarán, si lo han hecho. Cierta peculiaridad de la costa de Kent hace que las ostras nativas de Midvale —como se las llama— sean las más grandes y jugosas, las más sabrosas y sin embargo las más finas ostras de toda Inglaterra. Las ostras de Midvale son justamente famosas. Los franceses, conocidos por su paladar sensible, cruzan el Canal en busca de ellas; las expiden por barco, en toneles de hielo, a los comedores de Hamburgo y Berlín. Caramba, he oído decir que hasta el rey en persona hace viajes especiales a Midvale en compañía de Mrs. Keppel para cenar ostras en un hotel privado; y en cuanto a la reina, cenaba una ostra nativa todas las noches (o eso dicen) hasta el día de su muerte.

¿Han ido alguna vez a Midvale, a ver sus ostrerías? Mi padre tenía una; yo nací en ella; ¿se acuerdan de una casa estrecha de madera, pintada de un azul descascarillado, a mitad de camino entre High Street y el puerto? ¿Se acuerdan del letrero que sobresalía colgado encima de la puerta y que decía que en el interior había Ostras de Danvers, las mejores de Kent? ¿Han franqueado esa puerta y entrado en la sala fragante, de techo bajo e iluminación tenue? ¿Se acuerdan de las mesas con manteles de cuadros, la lista de precios escrita con tiza en un tablero, las lámparas de alcohol, las rezumantes porciones de mantequilla? ¿Les sirvió una chica de mejillas sonrosadas, pelo rizado y mucho desparpajo? Era mi hermana Alex. ¿O fue un hombre más bien alto y encorvado, con un delantal níveo colgando desde el nudo de la corbata hasta el arco de las botas? Era mi padre. ¿Vieron, al abrirse y cerrarse la puerta de la cocina, a una mujer que miraba ceñuda las nubes de vapor que ascendían de una cazuela burbujeante de sopa de ostras, o de una parrilla que chisporroteaba? Era mi madre.

¿Y no estaba a su lado una chica delgada, blanca de cara, de aspecto anodino, con el vestido remangado hasta los codos, un mechón de pelo lacio e incoloro siempre caído sobre los ojos, y que movía sin parar los labios musitando la letra de alguna canción de músico ambulante o de music-hall?

Ésa era yo.

Como Molly Malone en la vieja balada, yo era pescadera porque mis padres lo eran. Tenían un restaurante y las habitaciones que había encima de él: me crié como una ostrera, versada en todos los sabores del oficio. Di mis primeros pasos infantiles alrededor de cubas de ostras nativas dormidas y toneles de hielo; me dieron un cuchillo ostrero y me enseñaron a usarlo antes de tener siquiera una pizarra y tiza; cuando todavía balbuceaba el alfabeto sobre las rodillas de mi maestra, sabía enumerar lo que contiene la cocina de una ostrería, probar pescado con los ojos vendados y decir cuál era. Midvale era para mí el mundo entero, el restaurante Danvers mi país particular y el jugo de ostra mi medio natural. Aunque no me creí mucho tiempo la historia que me contaba mi madre —que de bebé me habían encontrado dentro de la concha de una ostra, y que un cliente glotón había estado a punto de comerme—, durante dieciocho años no dudé nunca de mis afinidades con las ostras ni busqué nunca trabajo ni amor fuera de la cocina de mi padre.

La mía era una vida singular, incluso comparada con la que es habitual en Midvale, pero no era desagradable ni tampoco durísima. Nuestra jornada laboral comenzaba a las siete de la mañana y terminaba doce horas después; y a lo largo de ese horario mis tareas eran siempre las mismas. Mamá cocinaba, Alex y papá servían y yo, sentada en un taburete alto, junto a una cuba de nativas, refregaba, escurría y manejaba el cuchillo de ostras. A algunos clientes les gustaban crudas, en cuyo caso mi tarea era la más sencilla de todas, pues bastaba con sacar del tonel una docena de ostras, enjuagarles el agua salada y colocarlas en una bandeja, con un ramito de perejil o de berro. Pero cuando las tomaban estofadas o fritas —o cocidas, gratinadas o empanadas— mi cometido era más delicado. Tenía que abrir cada ostra, desbarbarla y trasladarla a la olla de mamá con toda su pulpa suculenta intacta y sin que se perdiera ni se adulterase nada de su zumo. Como una bandeja contiene doce piezas, como merendar ostras es barato, y como nuestro local, que tenía una cabida para cincuenta personas, solía estar muy concurrido, pues ya pueden ustedes calcular el gran número de ostras que cada día pasaban por mi cuchillo, y pueden imaginar también lo rojos y ásperos y empapados de sal que tenía los dedos al final de la tarde. Incluso hoy, cuando hace más de dos decenios que dejé el cuchillo de ostras y abandoné para siempre la cocina de mi padre, siento un tirón fantasmal y cómplice en la muñeca y en las articulaciones de los dedos cada vez que veo un tonel de pescadero u oigo el grito de un ostrero; y todavía, en ocasiones, creo percibir el olor a jugo y agua salada debajo de la uña del pulgar y en las grietas de la palma de mi mano.

He dicho que, en mi juventud, no había en mi vida nada más que ostras; pero no es del todo cierto. Tenía amigos y primos, como cualquier chica con una amplia y antigua familia que crece en una ciudad pequeña. Tenía a mi hermana Alex —mi amiga más querida—, con quien compartía un dormitorio y una cama, a la que contaba todos mis secretos y que me contaba, a su vez, los suyos. Hasta tenía una especie de novio: un chico que se llamaba Adam y que trabajaba en una draga, en la bahía de Midvale, con mi hermano Clark y mi tío Jor-el.

Y, por último, tenía una gran afición —podría decirse que casi una pasión— por el music-hall; y, más en especial, a escuchar y a cantar sus canciones. Si han visitado Midvale sabrán que la mía era una pasión algo inconveniente, pues la ciudad no tiene music-hall ni teatro, sino tan sólo una farola delante del Hotel Duke of Cumberland, donde de vez en cuando cantan grupos de trovadores, y donde en agosto instalan su caseta los titiriteros. Pero Midvale está a sólo quince minutos de tren de Canterbury, y allí hay un music-hall —el palacio de variedades— con funciones que duran tres horas y entradas de seis peniques, y cuyos espectáculos eran los mejores —se decía— que podían verse en todo Kent.

El Palace era un teatro pequeño y, sospecho, bastante destartalado; pero en mis recuerdos lo sigo viendo con los ojos de cuando trabajaba en una ostrería; veo los espejos que revestían las paredes, la felpa carmesí que tapizaba los asientos, los cupidos de yeso y pintura dorada que coronaban el telón. Como nuestro restaurante, despedía un olor particular; ahora sé que era el olor de los music-halls de todas partes, el olor a madera, a maquillaje y a cerveza vertida, a gas y a tabaco y a loción capilar, todo mezclado. Era un olor que, como la chica joven que era, adoraba sin ningún sentido crítico; más adelante oí que los empresarios de teatro y los artistas lo describían como el olor de la risa, el aroma mismo del aplauso. Más tarde aún, llegué a saber que era la esencia no del placer, sino de la pena.

Pero me estoy adelantando en mi relato.

Yo estaba más familiarizada que la mayoría de las chicas con los colores y los aromas del Palace de Canterbury —al menos en el periodo del que estoy hablando, aquel último verano en la casa de mi padre, cuando cumplí dieciocho años—, porque Alex tenía un pretendiente que trabajaba allí, un chico que se llamaba Maxwell Lord, y que nos conseguía entradas a precio de saldo o gratis. Maxwell era sobrino del gerente del teatro, el famoso Damien Lord, y por tanto un buen partido para Alex. Al principio mis padres desconfiaban de él, le tenían por un «listo» porque trabajaba en un teatro, llevaba puros encajados detrás de las orejas y tenía mucha labia cuando hablaba de contratos, de Londres y de champán. Pero Maxwell no podía resultar antipático a nadie mucho tiempo, de buenazo y tratable y agradable que era; y adoraba a Alex, como todos los demás chicos que la cortejaban, y en atención a ella se esforzaba en ser amable con todos nosotros.

De modo que por eso Alex y yo íbamos tantas noches de sábado al Palace de Canterbury, a remeter nuestras faldas debajo de los asientos y a corear las canciones más alegres de las funciones mejores y más populares. Como el resto del público, teníamos preferencias. Teníamos nuestros artistas favoritos, cuyos números presenciábamos y pedíamos a gritos; y canciones que les suplicábamos que cantaran una y otra vez, hasta que la voz de la cantante se resecaba (pues la mayoría de las veces nuestras intérpretes predilectas eran mujeres) y ya no podía cantar, sino tan sólo sonreír y saludar.

Y cuando terminaba la función, y después de haber saludado a Maxwell en el aire viciado de su pequeño despacho, detrás de la taquilla, nos llevábamos las tonadillas con nosotras. Las cantábamos en el tren a Midvale, y algunas veces también las cantaban con la misma alegría otras personas que volvían a casa tras haber asistido al mismo espectáculo. Acostadas en la cama, las susurrábamos en la oscuridad, y soñábamos nuestros sueños al compás de sus letras, y al despertar a la mañana siguiente seguíamos tarareándolas. Luego servíamos el pescado junto con un poco del encanto del music-hall: Alex silbaba transportando bandejas y los clientes sonreían al oírla; yo, encaramada en mi taburete alto, junto a mi cuenco de salmuera, les cantaba a las ostras que frotaba, abría y desbarbaba. Mamá decía que yo debería estar en el escenario.
Lo decía riendo, sin embargo; y yo también me reía. Las chicas que yo veía en el resplandor de los focos, las chicas cuyas canciones me encantaba aprender y cantar, no eran como yo. Se parecían más a mi hermana: tenían labios de cereza y bucles que bailaban alrededor de sus hombros; tenían el busto prominente, codos con hoyuelos y tobillos —cuando los enseñaban— tan finos y torneados como botellas de cerveza. Yo era alta y bastante delgada. Tenía el pecho lleno, el pelo rubio, los ojos apagados y de un azul incierto. Mi tez, desde luego, era perfectamente tersa y clara, y mis dientes muy blancos, pero esto, al menos en mi familia, no se consideraba nada extraordinario, pues todos estábamos tan blanquecinos y macerados como sepias, a fuerza de pasar el día en un miasma de hirviente salmuera.

No, las chicas como Alex estaban hechas para bailar con faldas de satén en un escenario dorado, aclamadas por cupidos; y las chicas como yo eran las que las miraban desde el gallinero, oscuras y anónimas.
Eso era, al menos, lo que yo pensaba entonces.



La rutina que he descrito —la de abrir, desbarbar, cocinar y servir, y las visitas de la noche del sábado al music-hall— es lo que más recuerdo de mi juventud; pero sólo era, por supuesto, la pauta del invierno. De mayo a agosto, en que hay que dejar que las ostras desoven, las dragas arrían las velas o se hacen a la mar en busca de otras presas; y las ostrerías de toda Inglaterra se ven obligadas, en consecuencia, a cambiar de menú o a cerrar sus puertas. Aunque excelente, el negocio que mi padre hacía entre el otoño y la primavera no era tan pingüe que le permitiera cerrar el local durante el verano para tomarse unas vacaciones; pero, al igual que en el caso de muchas otras familias de Midvale cuya fortuna dependía del mar y sus riquezas, el trabajo se relajaba mucho en los meses más calurosos, en que había una especie de remanso con un ritmo más Lento, más libre y más alegre. El restaurante tenía menos clientela. En lugar de ostras servíamos cangrejos, platijas, rodaballos y arenques, y cortarlos en filetes era una labor más liviana que el interminable fregoteo y desconchado de los meses de invierno. Teníamos las ventanas levantadas y abierta la puerta de la cocina; ni nos quemaba vivos el vapor de las ollas ni nos entumecían y congelaban los toneles de hielo como en invierno, sino que nos refrescaban las brisas suaves y nos arrullaban el aleteo de las lonas y el chirrido de las poleas que entraban en la cocina desde la bahía de Midvale.

El verano en que cumplí dieciocho años hacía un calor que fue aumentando a medida que pasaban las semanas. Durante días enteros, mi padre confiaba a mamá la dirección del restaurante y ponía un tenderete de berberechos y buccinos en la playa. Alex y yo teníamos la libertad de visitar el Palace de Canterbury todas las noches que nos viniera en gana; pero del mismo modo que nadie quería, en julio, comer pescado frito y sopa de langosta en nuestra ostrería sofocante, la sola idea de pasar una o dos horas con guantes y sombrero, bajo las llamas de las lámparas de gas, en el music-hall mal ventilado de Maxwell Lord, nos producía jadeos, desfallecimientos y picores.

Hay más similitudes de las que parece entre un pescadero y un empresario de music-hall. Cuando mi padre cambiaba su mercancía para satisfacer el paladar embotado y recalentado de sus clientes, lo mismo hacía Maxwell. Despedía a la mitad de sus artistas y traía a nuevas huestes de los music-halls de Chatham, Margate y Dover; la más avispada de sus ocurrencias fue ofrecer un contrato de una semana a una auténtica celebridad de Londres: Gully Sutherland, uno de los mejores cantantes cómicos del gremio, cuya presencia garantizaba llenar media sala en los días más calurosos del verano de Kent.

Alex y yo fuimos al Palace la misma noche del estreno de Gully. Para entonces teníamos un apaño con la taquillera del teatro: al llegar la saludábamos con una sonrisa y un gesto de la cabeza, pasábamos tranquilamente por delante de la taquilla y elegíamos a nuestro antojo las localidades. Solíamos sentarnos en el gallinero. Nunca entendí el atractivo de las primeras filas; no me parecía natural instalarse debajo del escenario y tener que mirar hacia arriba a los artistas, desde una altura cercana a sus tobillos y a través de la tenue y reluciente bruma de calor que se elevaba de las candilejas. Desde las filas de atrás se veía mejor, pero el gallinero, aunque más alejado, era, a mi entender, la atalaya ideal, y a Alex y a mí nos gustaban en especial dos butacas de la primera fila, en el centro mismo del gallinero. Allí te sentías no sólo en una función sino en un teatro: veías la forma del escenario y las filas de butacas, y te maravillaba la cara de tus vecinos y el saber que la tuya era igual que la de ellos, todas extrañamente iluminadas por el resplandor de las candilejas, con los labios húmedos y una sonrisa en la boca, como la del demonio en una revista infernal.

Hacía, desde luego, un calor de mil diablos en el Palace de Canterbury aquella noche de estreno; tan es así que cuando Alex y yo nos asomamos por la barandilla para contemplar al público de abajo, nos echó para atrás una ráfaga de aire con olor a tabaco y a sudor que nos produjo un acceso de tos. El teatro, tal como había previsto el tío de Maxwell, estaba casi lleno, pero reinaba en él un extraño silencio. La gente no hablaba o lo hacía en murmullos. Desde el gallinero sólo se veía el aleteo de sombreros y programas en el patio de butacas. Esta agitación no cesó cuando la orquesta atacó unos compases de obertura y atenuaron las luces de la sala, pero disminuyó un poco y la gente se puso más tiesa en sus asientos. El silencio fatigado se convirtió en expectante.

El Palace era un music-hall anticuado y, como muchos otros locales similares de los años 1880, aún disponía de un presentador. Éste, por descontado, era el propio Damien: sentado en una silla, entre la orquesta y la primera fila, presentaba los números, y llamaba al orden si el público alborotaba demasiado, y dirigía los brindis a la reina. Llevaba un mazo y un sombrero de copa —nunca he visto a un presentador sin mazo—, y tenía una jarra de cerveza. Sobre su mesa había una vela: la mantenía encendida mientras había artistas en el escenario, pero la apagaba en los entreactos y al final de la función.

Damien era un hombre con una cara vulgar y una voz muy bonita, que sonaba como un clarinete, a la vez líquida y penetrante, y muy agradable de escuchar. La noche del estreno de Gully Sutherland nos dio la bienvenida y nos prometió una velada que nunca olvidaríamos. ¿Teníamos pulmones?, preguntó. ¡Tendríamos que usarlos! ¿Teníamos pies y manos? ¡Tendríamos que patear y aplaudir! ¿Teníamos nalgas? ¡Se nos iban a partir! ¿Lágrimas? ¡Verteríamos cubos! ¿Ojos?

—¡Abridlos de par en par, maravillados! Orquesta, por favor. Listos los de los focos. —Golpeó la mesa con el mazo, con un clac que redujo la llama de la vela—. Os presento a los fantásticos, los musicales, los alegres, muy Alegres —volvió a golpear la mesa—. ¡Randall!

El telón se agito y se alzó. Al fondo del escenario apareció un decorado costero y, en las mismas tablas, arena de verdad, y la pisaban cuatro figuras joviales con un atuendo vacacional: dos damas —una rubia y otra morena— con sombrillas y dos caballeros altos, uno de ellos con un ukelele colgado de una correa. Cantaron muy lindamente «All the Girls are Lovely by the Seaside»; después el del ukelele ejecutó un solo y las damas se levantaron las faldas para un número de baile de claqué sobre la arena. Para ser un estreno, estuvieron bien. Las aplaudimos y Damien, muy gentilmente, agradeció la ovación.

Después actuó un humorista y tras él una señora vestida con traje de noche y guantes, que leía el pensamiento y que permanecía en el escenario con los ojos vendados mientras su marido se desplazaba entre el público con una pizarra e invitaba a la gente a que escribiera en ella nombres y números con una tiza, para que su esposa los adivinara.

—Imagínense el número que flota por el aire en una llamarada púrpura —dijo el hombre, para impresionarnos— y se abre un camino ardiente que traspasa la frente de mi esposa hasta su cerebro.

Con el ceño fruncido, entrecerramos los ojos hacia el escenario y la señora se tambaleó un poco y se llevó las manos a las sienes.

—El poder —dijo ella— es muy fuerte esta noche. ¡Ah, noto cómo quema! Luego llegó el turno de un grupo de acróbatas, tres hombres con Lentejuelas que

daban vueltas de campana a través de unos aros y se ponían de pie sobre los hombros de sus compañeros. En el momento culminante del número formaron una especie de aro humano y rodaron por el escenario al compás de una canción de la orquesta. Les aplaudimos, pero hacía demasiado calor para acrobacias y hubo cuchicheos y un arrastrar de pies general a lo largo del acto, mientras mandaban al bar a chicos que volvían con botellas, vasos y jarras que había que pasar ruidosamente a lo largo de las filas, entre cabezas, regazos y manos estiradas. Lancé una mirada a Alex. Se había quitado el sombrero, se abanicaba con él y tenía las mejillas muy rojas. Yo también empujé hacia la nuca mi sombrero, me recosté en la barandilla, con la barbilla descansando en los nudillos, y cerré los ojos. Oí que Damien se levantaba y pedía silencio con su mazo.

—Damas y caballeros —gritó—, ahora un pequeño regalo para todos vosotros. Un poco de elegantez y gran estilo. Si tenéis champán en las copas —hubo vítores irónicos al oír esto—, levantadlas. Si es cerveza... bueno, la cerveza tiene burbujas, ¿no? ¡Levantadlas también! Y sobre todo levantad la voz mientras os presento, recién
llegada de Dover, del teatro Phoenix, a nuestra fantástica, a nuestro diminuto donjuán de Faversham... ¡Miss Imra —¡clac!— Ardeen!

Hubo una salva de aplausos y unos cuantos gritos ahogados. La orquesta atacó una pieza alegre y oí el chirrido y el susurro del telón que se alzaba. Abrí sin querer los ojos; los abrí de par en par, y levanté la cabeza. Olvidé por completo el calor, mi cansancio. Perforando la penumbra del escenario desnudo había un solo rayo de luz de candilejas, y en su centro había una chica: la chica más maravillosa —¡lo supe al instante!— que había visto nunca.

Por supuesto que no era la primera vez que en el Palace había números de travestidos; pero en 1888, en los music-halls provincianos, no eran en absoluto como en la actualidad. Seis meses antes, cuando Nelly Power nos había cantado «The Last of the Dandies», llevaba leotardos y faldita dorada, igual que una bailarina; sólo un bastón y un bombín le daban un aire masculino. Imra Ardeen no llevaba leotardos ni Lentejuelas. Era, como Damien la había anunciado, un prototipo perfecto de gran dandy del West End. Vestía traje, un traje precioso de hombre, cortado a su medida y con puños y solapas forrados de ostentosa seda. Lucía una rosa en el ojal y guantes de color espliego en el bolsillo. Por debajo del chaleco relucía una pechera de un blanco inmaculado, con un alzacuello de cinco centímetros de alto. Atada al cuello llevaba una pajarita, y una chistera le coronaba la cabeza. Cuando se la quitó —lo que hizo para saludar al público con un jovial «¡Hola!»—, vimos que llevaba el pelo casi al rape.

Creo que fue el pelo lo que más me atrajo. Las mujeres que yo había visto con el pelo tan corto lo llevaban así porque habían estado en el hospital o en la cárcel; o porque estaban locas. Nunca se habrían parecido a Imra Ardeen. El pelo se le ajustaba a la cabeza como un gorro cosido, expresamente para ella, por un sombrerero de dedos diestros. Yo diría que era castaño; palabra que, sin embargo, en este caso resulta pobre. Era casi, quizás, de color chocolate bitter, pero el chocolate no posee brillo y aquel pelo brillaba como tafetán en el fulgor de las candilejas. Se le rizaba ligeramente en las sienes y encima de las orejas; y cuando Imra Ardeen giró un poco la cabeza para volver a ponerse la chistera, vi una franja de piel dorada en su nuca, donde el cuello terminaba y nacía el cabello, que me estremeció, a pesar del calor asfixiante que reinaba en la sala.

Supongo que tenía aspecto de chico muy guapo, pues tenía una cara perfectamente oval y los ojos grandes y de oscuras pestañas, y los labios rosados y carnosos. Su silueta, también, era delgada y viril, aunque torneada, de una forma vaga pero inequívoca, a la altura del busto, las caderas y el estómago, cosa que jamás ocurre en un chico de verdad; y al cabo de un rato advertí que calzaba tacones de unos cinco centímetros. Pero caminaba como un chico y tenía un porte masculino, con los pies muy separados y las manos metidas con desenvoltura en los bolsillos de los pantalones, y la cabeza en postura arrogante, en el borde mismo del escenario; y cuando cantó, su voz era de muchacho: dulce y terriblemente auténtica.

Fue prodigioso el efecto que causó en la sala caldeada. Todos mis vecinos se

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora