Capitulo 10

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Aquel año, los meses parecían pasar muy velozmente, ya que, por supuesto, estábamos más ocupadas que nunca. Seguimos interpretando nuestro gran éxito —la canción sobre monedas y guiños— durante toda la primavera y el verano, pero siempre había canciones nuevas, novedades que perfeccionar ensayando, nuevas orquestas a las que habituarnos, teatros nuevos y nuevos trajes. De estos últimos compramos tantos que vimos que no podíamos arreglarnos sin ayuda, y contratamos a una chica para mi antigua tarea: remendar los trajes y ayudarnos a vestirnos entre bastidores.

Nos hicimos ricas; o, al menos, yo lo era, por lo que a mí respectaba. En el Star, en Bermondsey, Imra había empezado ganando un par de libras a la semana, y yo consideraba que la pequeña parte que yo percibía como asistenta era lo bastante suntuosa. Ahora ganaba yo sola diez, veinte, treinta veces esa cifra, y en ocasiones más. Las sumas me parecían inconcebibles: prefería, quizás neciamente, no pensar en ellas y dejar que Mike se ocupase de nuestros sueldos. Él, en vista de nuestros grandes éxitos, había encontrado agentes para sus otros artistas y se consagraba a nosotras a tiempo completo. Negociaba nuestros contratos, la publicidad, y nos guardaba el dinero; le pagaba a Imra y ella, como hacía antes, me daba en efectivo las cantidades que necesitaba cuando yo se las pedía.

La situación con Mike era un poco extraña, ahora que Imra y yo nos habíamos hecho íntimas. Le veíamos con tanta frecuencia como antes; seguíamos saliendo con él en coche; pasábamos largas horas los tres juntos ensayando con el piano de Mrs. Dendy (aunque lo habíamos cambiado por otro más caro). Era tan amable y tonto como siempre, aunque estaba un poco apagado, un poco en la sombra, desde que el fuego de los encantos de Imra se había decantado claramente en mi favor. Quizás era sólo que yo tenía esta impresión; pero compadecía a Mike y no podía por menos de preguntarme qué pensaría. Estaba segura de que no había intuido que Imra y yo estábamos enamoradas, ya que, desde luego, nos mostrábamos más bien frías en público.

Por ricas que llegáramos a ser aquel año, no teníamos tanto dinero como para ser muy tiquismiquis sobre las salas en que actuábamos. Durante todo septiembre cantamos en el Trocadero: era un teatro muy elegante, y uno de los que Mike nos había enseñado en nuestro primer y mareante recorrido del West End, hacía más de un año. Cuando salíamos del Troc, sin embargo, era para ir en coche al music-hall Deacon, en Islington. Este local era totalmente distinto: pequeño y antiguo, con un público compuesto de gente de las calles y patios de Clerkenwell, y proclive, por lo tanto, a comportarse con rudeza.
Por lo general, no nos importaba un auditorio alborotador, porque podía resultar incómodo trabajar en los teatros remilgados del West End, donde las damas eran demasiado finolis o estaban tan bien vestidas que no aplaudían ni pateaban, y donde sólo los dandys borrachos silbaban y gritaban como debe hacer en el music-hall un público que se precie. No habíamos actuado nunca en Deacon, pero sí una semana en el Sam Collins, un poco más arriba de la calle. Allí los espectadores habían sido humildes y festivos —obreros y mujeres con bebés en brazos—, la clase de personas que yo prefería, porque era el estamento al que yo había pertenecido hasta muy poco antes.

La gente del Deacon era notablemente más populachera que la del Green de Islington, pero no menos amable; en realidad, tendía a ser más agradable y jovial, más dispuesta a conmoverse, emocionarse y divertirse. La primera semana allí nos fue bien; llenamos la sala. El problema ocurrió la noche del sábado de la segunda semana, una noche de sábado a fines de septiembre, una noche de niebla: uno de esos atardeceres de un gris pardusco, en que todas las calles y edificios de la ciudad parecen vibrar un poco por los bordes.

En una noche así, las calles están siempre congestionadas, y en aquélla en particular el tráfico entre Windmill Street e Islington era lentísimo, porque había habido un accidente viario. Un furgón había volcado; una docena de chicos se había apresurado a sentarse encima de la cabeza del caballo para impedir que el animal se levantase; y nuestro coche no pudo pasar durante cosa de media hora. Llegamos a Deacon con una gran retraso y el local estaba tan frenético como la calle de la que veníamos. El público había tenido que esperarnos y estaba impaciente. Habían encargado a un pobre artista que saliera a cantar una canción cómica para entretenerlo, pero habían empezado a interrumpirle sin misericordia: por último —el hombre había iniciado un baile con zuecos—, dos gamberros se habían subido al escenario, le quitaron las botas y se las arrojaron al gallinero. Cuando llegamos, acaloradas y sin aliento, pero listas para cantar, atronaban el aire los gritos, bramidos y carcajadas. Los dos vándalos tenían agarrado al cómico por los tobillos y le sujetaban de tal forma que su cabeza colgaba sobre las llamas de las candilejas, con intención de prenderle fuego al pelo. El director de la orquesta y un par de tramoyistas habían cogido a los dos incendiarios y estaban intentando empujarles hasta bastidores. Había otro tramoyista cerca, aturdido y con la nariz sangrando.

Mike estaba con nosotras, porque habíamos quedado en cenar con él después de la función. Miraba horrorizado al escenario.

—Dios mío —dijo—. No podéis salir con este ambiente. Mientras lo decía, el empresario llegó corriendo.

—¿Que no salen? —dijo, angustiado—. Tienen que salir o habrá un motín. Este maldito jaleo, con perdón, señoritas, ha empezado precisamente porque ellas no han salido cuando estaba previsto.

Se enjugó la frente, que estaba muy húmeda. Sin embargo, desde el escenario llegaban indicios de que la trifulca se estaba calmando.

Imra me miró y asintió.
—Tiene razón —le dijo a Mike—. Dígales que anuncien nuestro número.

El empresario se embolsó el pañuelo y se alejó rápidamente antes de que pudiéramos cambiar de idea, pero Mike seguía igual de serio.

—¿Estáis seguras? —nos preguntó. Lanzó otra mirada al escenario. Habían conseguido llevarse a los gamberros, y al artista le habían sentado en una silla, en el otro lado de los bastidores, y le habían dado un vaso de agua. Debían de haber devuelto los zuecos al escenario, o bien algún alma bondadosa los había rescatado y entregado; en todo caso, estaban muy bien puestos debajo de la silla y al lado de los pies magullados y descalzos del cómico. En la sala sonaban todavía algunos gritos y silbidos.

—No tenéis que salir —continuó Mike—. Podrían lanzar algo; podrían heriros.

Imra se enderezó el cuello. Mientras lo hacía oímos un gran rugido y el estruendo de un pateo general, y así supimos que ya habían anunciado nuestro número. Un segundo después, elevándose tercamente sobre el griterío, sonaron los primeros compases de nuestra canción inaugural.

—Si nos lanzan algo nos agacharemos —dijo Imra, deprisa. Avanzó un paso y me hizo una señal de que la siguiera.

Y después de todo aquel alboroto, nos recibieron con bastante gentileza. —¿Qué ha pasado, Imra? —gritó alguien, cuando nos acercábamos bailando a

las candilejas—. ¿Te has perdido en la niebla o qué?

—Un tráfico espantoso —gritó ella en respuesta; la primera frase estaba a punto de empezar, y Imra se metía más en su papel a cada paso que daba—, pero no tan malo como el atasco que tuvimos mi amiga y yo la otra tarde. Caray, tardamos la mitad del día en llegar de Pall Mall a Piccadilly...

Y sin esfuerzo, sin el menor percance, y conmigo a su lado, más cerca y más fiel que una sombra, dimos comienzo a la tonadilla.

Una vez acabada, hicimos mutis y fuimos adonde estaba Flora, nuestra ayudante, que nos aguardaba con los trajes. Mike se mantuvo a distancia, pero juntó las manos delante del pecho cuando aparecimos, y las movió, en ademán de triunfo. Tenía la cara rosa y sonreía de alivio.

Nuestro segundo número —una canción titulada «Scarlet Fever», que interpretábamos con el uniforme de la Guardia Real (casacas y gorras rojas, cinturones blancos y pantalones negros, muy elegantes)— fue como la seda; el follón se armó durante el siguiente. Había un hombre en las primeras filas; yo ya me había fijado en él, pues era corpulento y estaba a todas luces muy borracho; dormía ruidosamente en su butaca, con las rodillas despatarradas, la boca abierta y la barbilla ligeramente reluciente por el resplandor del escenario. Que yo supiera, podía ser que hubiese estado durmiendo durante toda la escandalera del baile con zuecos; sin embargo, por un terrible infortunio, en aquel momento se había desperrado. Era un teatro muy pequeño y yo le veía con toda claridad. Se había tropezado con las piernas del vecino en su intento de llegar al final de la fila, jurando continuamente y recibiendo improperios de todos los espectadores a los que pisaba. Cuando por fin alcanzó el pasillo, algo le ofuscó. En vez de dirigirse al bar, a los urinarios o adondequiera que hubiera decidido ir su mente empapada de ginebra o de whisky, había descendido hasta un costado del escenario. Allí plantado, nos miraba, con las manos encima de sus ojos alzados.

—¿Qué demonios...? —dijo; lo dijo en una pausa entre versos, y sonó muy fuerte. Algunas personas apartaron la mirada de nosotras y le miraron a él, y se rieron o le chistaron.

Crucé una mirada con Imra, pero seguí cantando y acordando mis pasos con los de ella, con los ojos todavía brillantes y una amplia sonrisa en mi boca. Al cabo de un segundo el hombre empezó a jurar aún más alto. El público -que supongo que seguía estando bien dispuesto a un poco de diversión -empezó a chillarle para que se callara.

—¡Echen a ese pelma! —gritó alguien, y—: ¡No le hagas caso, Kara, querida! Esto último lo dijo una mujer sentada en el patio de butacas. Capté su mirada,

ladeé el sombrero —era un canotier; llevábamos bombachos y canotier— y vi que ella enrojecía.

El griterío, no obstante, sólo sirvió para enfurecer y confundir aún más al hombre. Un chico se le acercó, pero fue derribado de un golpe; vi que los músicos del foso empezaban a mirar con ojos desorbitados por encima de sus instrumentos. Al fondo de la sala habían llamado a dos porteros que bizqueaban para ver en la penumbra. Media docena de manos se agitaron y señalaron el sitio donde el hombre se estaba inclinando sobre las candilejas, con los bigotes ondeando en el calor.

Ahora estaba aporreando el escenario con el pulpejo de la mano. Reprimí un arrebato de acercarme a él bailando y estamparle el pie contra la muñeca (porque, aparte de todo, le creía muy capaz de agarrarme del tobillo y arrastrarme al patio de butacas). Opté por observar lo que hacía Imra. Me había cogido de la mano y la había apretado, pero tenía la frente lisa y despejada. Pensé que en cuestión de un momento cantaría más despacio, se abalanzaría sobre el intruso o llamaría a los porteros para que se lo llevaran.

Pero ellos le habían localizado finalmente, y se aproximaban. El hombre, sin darse cuenta de nada, continuaba su perorata ebria.

—¿Eso es una canción? —gritó—. ¿Eso es una canción? ¡Quiero que me devuelvan mi chelín! ¿Me oyen? ¡Quiero que me devuelvan mi puñetero chelín!

—¡Lo que quieres es que te den una patada en el culo! —respondió alguien desde el patio de butacas.

Otro espectador, una mujer, gritó:
—Para esa murga, ¿quieres? No oímos a las chicas con toda tu tabarra.
El hombre hizo una mueca despectiva; luego carraspeó y escupió.

—¿Chicas? —gritó—. ¿A esto llamas chicas? ¡Pero si no son más que un par de... marimachos!

Recalcó con toda la fuerza de su voz esta palabra: ¡la palabra que Imra me había susurrado una vez, temblando de miedo al decida! En aquel momento sonó más estridente que un toque de corneta; pareció que rebotaba de una pared de la sala a la otra, como una bala perdida de un tirador de exhibición.
¡Marimachos!

Al oír esto, el público tuvo un gran estremecimiento colectivo. Se hizo un silencio repentino: los gritos se convirtieron en murmullos, el vocerío fue disminuyendo. A través de la luz de las candilejas yo veía sus caras; mil caras cohibidas y horrorizadas.

Aun así, este engorro podría no haber durado más que un instante; podrían haberlo olvidado enseguida, y haberse reinstaurado el bullicio y la alegría, de no ser por lo que ocurrió en el escenario al mismo tiempo que se hacía el silencio en la sala.

Porque Imra se quedó agarrotada, y después había trastabillado. Estábamos bailando enlazadas del brazo. Ahora tenía la boca abierta. Se había callado. Temblaba. Su voz, su voz potente, deliciosa y brillante, flaqueó y había enmudecido. Yo nunca la había visto así. La había visto navegar a sus anchas por mares de indiferencia y borrascas de pitidos. Ahora, al oír aquel grito único y atroz del borracho, Imra se había hundido.

Yo, por supuesto, habría tenido que cantar más alto, sacar poco a poco a Imra del escenario, animar al público; pero, claro está, yo sólo era su sombra. El silencio súbito de Imra paralizó mi garganta y me dejó inmóvil. La miré a ella y luego al foso de la orquesta. El director había advertido nuestra confusión. La música sonó más lenta y cesó durante un segundo para reanudarse más briosa que antes.

Pero la melodía no afectó ni a Imra ni a los espectadores.

A un lado del patio de butacas, los porteros ya habían atrapado al borracho y le tenían cogido por el cuello. La gente no le miraba a él, sino a nosotras. Nos miraban y veían... ¿qué? Dos chicas con traje, con el pelo muy corto y unidas del brazo. ¡Chicazos! A pesar de los esfuerzos de la orquesta, la exclamación del hombre parecía resonar en todo el teatro.

Al fondo del gallinero alguien gritó algo que no entendí, pero hubo una incómoda risa de respuesta.

Si el grito obró como un sortilegio en el teatro, la risa lo rompió. Imra se movió y pareció caer en la cuenta de que teníamos los brazos unidos. Lanzó una exclamación y se separó de mí, como horrorizada. Se tapó los ojos con una mano y salió de escena, con la cabeza gacha.

Yo me quedé unos segundos, aturdida y confusa; luego corrí tras ella. La orquesta seguía tocando. Al final se oyeron gritos en la sala, gritos de «¡Qué vergüenza!». Creo que bajaron el telón a toda prisa.

Entre bastidores reinaba un estado de desconcierto absoluto. Imra había ido corriendo donde estaba Mike; él le estrechaba los hombros, con expresión grave. Flora, con un zapato sin atar y preparado en la mano, estaba escandalizada y no sabía qué hacer, pero también le embargaba una curiosidad acuciante. Un corro de operarios y tramoyistas observaba la escena, cuchicheando entre ellos. Me acerqué a Imra y extendí la mano; retrocedió como si la hubiera levantado para pegarle, y me retraje al instante. En eso apareció el empresario, más ofuscado que nunca.

—Me gustaría saber, Miss Ardeen y Miss Zor-el, qué demonios pretenden con...
—A mí me gustaría saber —le interrumpió ásperamente Mike— qué demonios pretende usted mandando a mis artistas delante de esa chusma que usted llama su público. Me gustaría saber por qué se le tolera a un imbécil borracho interrumpir la actuación de Miss Ardeen durante diez minutos, mientras sus empleados se arman de valor y se deciden a quitarlo de en medio.

El empresario pateó el suelo.
—¿Cómo se atreve, señor?

—¿Cómo se atreve usted...?

La discusión prosiguió. Yo no escuchaba, sólo miraba a Imra. Tenía los ojos secos, pero estaba pálida y tirante. No había retirado la cabeza del hombro de Mike y ni una sola vez me había mirado.

Por último, Mike bufó y despidió con un gesto al sulfurado empresario. Se volvió hacia mí. Dijo:

—Kar, me llevo ahora mismo a Imra a casa. No tiene sentido que salgáis a hacer el último número. Me temo, además, que tendremos que cancelar la cena. Llamaré a un coche. ¿Nos sigues en el cupé con Flora y los pertrechos? Me gustaría llevar a Imra a Ginebra Road lo más rápido posible.

Titubeé y miré otra vez a Imra. Ella por fin levantó hacia mí los ojos, muy brevemente, y asintió.

—De acuerdo —dije. Vi cómo se iban. Mike cogió su capa y, aunque era demasiado grande para Imra y se arrastraba por el suelo polvoriento, le envolvió con ella sus hombros delgados. Ella se la ciñó muy fuerte alrededor de la garganta y se dejó conducir por Mike por delante del empresario y del corro de chicos que cuchicheaban.

Para cuando llegué a Ginebra Road —tras haber recogido nuestras cajas y bolsas en el Deacon y dejado a Flora en su casa de Lambeth—, Mike se había ido, nuestras habitaciones estaban oscuras y Imra estaba acostada, en apariencia dormida. Me incliné sobre ella y acaricié su cabeza. No se movió, y no quise despertarla y que quizás se disgustara aún más. Me desvestí, me acosté a su lado y coloqué la mano sobre su corazón, galopante en sus sueños.

La noche desastrosa en Deacon deparó cambios y trastornó algunas cosas. No volvimos a cantar en la sala; rompimos el contrato y perdimos dinero. Imra se volvió más quisquillosa respecto a los teatros en que actuábamos; también empezó a interrogar a Mike sobre los otros espectáculos con los que teníamos que compartir la cartelera. En una ocasión teníamos que aparecer en un programa junto con un artista norteamericano, un hombre que se llamaba «¿Paul o Pauline?», cuyo número consistía en bailar entrando o saliendo de un armario de ébano, ya vestido de mujer, ya de hombre, y en cantar por turnos con voz de barítono y de soprano. A mí el acto me parecía bueno, pero cuando Imra lo vio, nos obligó a deshacer el trato. Dijo que aquel hombre era un bicho raro y que, por contaminación, nos haría parecer igualmente anormales...

También en esta ocasión perdimos dinero. Al final me maravillaba la paciencia de Mike pues él representaba otro de los cambios. Ya he hablado de la curiosa transformación de su alegría en apocamiento, de la sutil distancia que se había establecido entre nosotros desde que Imra y yo nos hicimos novias. Mike estaba más reservado y distante. Seguía siendo afable, pero una sorprendente tirantez atemperaba su afabilidad; en presencia de Imra, sobre todo, se aturullaba y se cohibía fácilmente; y luego se comportaba de una forma jovial, pero con una jovialidad horrible y forzada, como si se avergonzase de ser tan patoso. Sus visitas a Ginebra Road se hicieron más espaciadas. Al final le veíamos sólo para ensayar canciones nuevas o en compañía de otros artistas con los que a veces cenábamos o bebíamos algo.

Yo le echaba de menos, y me preguntaba por qué habría cambiado; pero debo confesar que tampoco me intrigaba tanto, pues creía saber la causa del cambio. Aquella noche en Islington se había enterado por fin de la verdad; había oído el grito del borracho, y al ver la reacción tremenda y aterrada de Imra había comprendido. La había llevado a casa —ignoro de qué hablaron en el trayecto, porque ninguno de los dos parecía inclinado a comentar nada de aquella velada atroz—; la había llevado a casa, pero aquel detalle tierno de envolverle en su capa los hombros temblorosos y acompañarla a su puerta había sido el último. Ya no podía sentirse a gusto con ella; quizás porque tenía la certeza de que la había perdido; más probablemente, porque le repugnaba la idea de que nos amásemos. Y en consecuencia se mantenía a distancia.

Si nos hubiéramos quedado mucho tiempo en casa de Mrs. Dendy, creo que nuestros amigos de allí se habrían percatado de la ausencia de Mike y nos habrían interrogado al respecto; pero al final de septiembre se produjo el mayor cambio de todos. Nos despedimos de nuestra casera y de Ginebra Road, y nos mudamos.

Habíamos hablado vagamente de mudarnos desde el comienzo de nuestra fama, pero siempre habíamos pospuesto el momento crucial de marcharnos; parecía insensato abandonar un lugar donde habíamos sido y seguíamos siendo tan felices. La pensión de Mrs. Dendy se había convertido en nuestro hogar. Era la casa donde nos habíamos besado y nos habíamos declarado nuestro amor; era, yo pensaba, la casa donde pasamos la luna de miel; y a pesar de su fealdad y sus apreturas, a pesar de que nuestra ropa de trabajo ocupaba en el dormitorio más espacio que la cama, me resistí muchísimo a dejarla.

Pero Imra dijo que resultaba extraño que siguiéramos compartiendo un cuarto y una cama cuando teníamos dinero para vivir en otro sitio diez veces más espacioso; y había encargado a un agente inmobiliario que nos buscara alojamiento en un lugar más apropiado.

Al final nos trasladamos a Stamford Hill; estaba al otro lado del río, en una zona de Londres que yo apenas conocía (y que, personalmente, consideraba un poco insulsa). Hicimos una cena de despedida en Ginebra Road, en la que todo el mundo expresó la pena que le daba que nos fuéramos; Mrs. Dendy, por su parte, lloró un poco, y dijo que la casa no sería la misma. Tootsie, en efecto, se marchaba también, se iba a Francia contratada para actuar en una revista parisina, y alquiló su habitación a un cómico que silbaba. El profesor Emery había contraído un principio de parálisis, y se habló de que quizás terminase en una residencia para antiguos comediantes. A Sims y a Percy les iban bien las cosas, y proyectaban trasladarse a nuestros cuartos cuando los dejásemos, pero Percy se había buscado novia y la chica provocaba disputas entre ellos; más tarde supe que ya no actuaban juntos, sino de juglares en compañías rivales. Supongo que es lo que pasa en las pensiones de artistas, que se deshacen y se recomponen; pero yo estaba casi más triste, en mi último día en Ginebra Road, de lo que había estado cuando abandoné Midvale. Sentada en el salón —ahora mi retrato estaba en la pared, junto con todos los demás—, pensaba en lo mucho que había cambiado desde la primera vez que me había sentado allí, algo menos que trece meses antes; y por un instante me pregunté si todos los cambios habían sido buenos, y hubiera deseado volver a ser la Kara Danvers de antaño, a la que Imra Ardeen amaba con un amor normal que no tenía miedo de mostrar al mundo.

La calle a la que nos mudamos era muy nueva y muy tranquila. Nuestros vecinos, creo, trabajaban en el centro; sus esposas se quedaban en casa todo el día y sus hijos tenían niñeras que les paseaban resoplando, por todo el jardín en grandes cochecitos de hierro. Ocupábamos los dos pisos superiores de una casa cercana a la estación de tren; la casera y su marido vivían debajo, pero no tenían nada que ver con nuestro gremio, y apenas les veíamos. Nuestras habitaciones eran muy bonitas, y fuimos sus primeras inquilinas: todo el mobiliario era de madera barnizada, de terciopelo y brocado, y mucho más lujoso de lo que teníamos por costumbre, con lo que al sentarnos en las sillas y sofás lo hacíamos con cierta cautela. Había tres dormitorios, uno de ellos el mío, lo cual significaba, por supuesto, que guardaba mis vestidos en el ropero, mis cepillos y peines junto al lavamanos y mi camisón debajo de la almohada, para que los viese la chica que venía a limpiar tres días a la semana. En realidad, yo pasaba la noche en la alcoba de Imra, la grande de la fachada, con su gran cama alta que habían puesto para un matrimonio. Me hacía sonreír el hecho de dormir en ella. «Estamos casadas», le decía a Imra. «¡Ni siquiera tenemos que dormir aquí, si no queremos! ¡Podría bajarte al salón y besarte encima de la alfombra!» Pero nunca lo hice, pues aunque teníamos libertad por fin para hacer las picardías y el ruido que nos apeteciera, descubrimos que no éramos capaces de abandonar nuestros antiguos hábitos: seguíamos susurrando nuestro amor y nos besábamos debajo de la colcha y en silencio, como ratones.

Esto era, por supuesto, cuando teníamos tiempo para besos. Trabajábamos seis noches por semana, y no estaban Sims y Percy y Tootsie para animarnos después de las funciones; a menudo llegábamos a Stamford Hill tan cansadas que nada más desplomarnos en la cama empezábamos a roncar. Para noviembre estábamos tan fatigadas que Mike nos dijo que teníamos que tomarnos unas vacaciones. Hablamos de ir al continente, y hasta de viajar a América, donde también había salas en las que labrarnos una reputación, y donde Mike tenía amigos que nos alojarían. Pero antes de que pudiéramos organizar el viaje, llegó una invitación para actuar en una comedia musical en el teatro Britannia de Hoxton. La comedia era La cenicienta, y querían que Imra y yo interpretásemos los papeles de primer y segundo chico; la oferta era demasiado tentadora para declinarla.

Mi carrera en el music-hall, aunque muy breve, había sido feliz, pero no creo que nunca estuviese más contenta que aquel invierno, interpretando a Dandini en el Britannia y con Imra en el papel de príncipe. Cualquier artista les dirá que su ambición es trabajar en una comedia musical; sin embargo, hasta que actúas en una, en un teatro tan grandioso y tan famoso como el Brit, no entiendes por qué. Tienes un empleo fijo durante los tres meses más fríos del invierno. No tienes que ir corriendo de una sala a otra, no te preocupas por los contratos. Conoces a actores y bailarinas, y haces amistad con ellos. Tu camerino es espacioso y privado y está caliente, porque se supone que te cambias y te maquillas en él, en vez de llegar sin resuello a la puerta del escenario después de haberte abotonado el traje en el cupé. Te dan un papel que leer y lo recitas, te indican pasos que dar y los das, te entregan ropa que vestir —la indumentaria más maravillosa que has visto en tu vida, trajes de piel, raso y terciopelo— y te la pones, y luego se la entregas a la encargada de la guardarropía para que ella se ocupe de remendarla y conservarla en buen estado. Actúas ante el público más agradable y alegre del mundo: puedes lanzarle cualquier tontería y se desternillan, sólo porque es Navidad y están decididos a pasarlo bien. Es como unas vacaciones de la vida real, salvo que te pagan veinte libras a la semana, si tienes tanta suerte como teníamos entonces, para disfrutarlas.

La cenicienta en la que actuamos aquel año fue especialmente espléndida. La protagonista era Dolly Arnold, una chica encantadora, con una voz de pardal y un talle tan estrecho que su sello característico consistía en ceñírselo con un collar a modo de cinto. Resultaba un tanto raro ver a Imra besuqueándose con ella en el escenario, besándola mientras en el reloj faltaba un minuto para la medianoche; aunque era todavía más extraño, quizás, que nadie del público gritara ¡Marimachos! y que ni siquiera pareciera pensarlo: se limitaban a aplaudir cuando al final el príncipe y Cenicienta estaban unidos y media docena de caballos enanos les sacaban en su carruaje nupcial al escenario.

Aparte de Dolly Arnold había otras estrellas, artistas cuyos números yo había pagado para ver y aplaudir en el Palace de variedades de Canterbury. Me sentía muy bisoña trabajando con ellos y hablándoles como iguales. Hasta entonces yo sólo había cantado y bailado en compañía de Imra; ahora, por descontado, tenía que actuar: salir a escena con un séquito de cazadores y decir: «Señores, ¿dónde está el príncipe Casimir, nuestro amo?»; darme una palmada en el muslo y hacer retruécanos horribles; arrodillarme delante de Cenicienta, con un cojín de terciopelo, y calzarle la zapatilla de cristal en su pie diminuto, y guiar al público para que gritara tres ovaciones cuando se descubría que era de su talla. Si alguna vez han visto una comedia en el Brit, sabrán lo maravillosas que son. Para la escena de la transformación de Cenicienta vestían a cien chicas con trajes de gasa y encajes de oro y plata, las ataban a alambres móviles y las hacían sobrevolar el patio de butacas. En el escenario instalaban fuentes que luego encendían, cada una con una luz distinta. Dolly, como Cenicienta con vestido de novia, llevaba uno de oro, con oropeles en el corpiño. Imra llevaba bombachos dorados, un chaleco reluciente y un sombrero de tres picos, y yo tirantes, una casaca de terciopelo y zapatos de punta chata con hebillas de plata. De pie al lado de Imra, mientras las fuentes manaban agua, las hadas volaban, los caballos enanos brincaban y trotaban, nunca tenía la plena certeza de que no me hubiese muerto en el camino al teatro y hubiera despertado en el paraíso. Los ponis despiden un olor particular cuando están mucho tiempo debajo de un lámpara incandescente. En el Brit yo lo olía cada noche, mezclado con esa pestilencia de polvo, maquillaje, tabaco y cerveza propia del music-hall. Aún hoy, si me preguntaran de sopetón; «¿Cómo es el cielo?», tendría que decir que debe de oler a crines recalentadas, estar lleno de ángeles con Lentejuelas y gasa y decorado con fuentes de luz azul y escarlata...

Pero quizás en ese cielo no esté Imra.

Valga decir que entonces no pensaba esto último. Estaba contentísima de tener un puesto en semejante espectáculo, y con mi verdadero amor junto a mí; y todo lo que Imra hacía o decía parecía mostrar que ella sentía lo mismo. Creo que aquel invierno pasábamos más horas en el Brit que en nuestra nueva casa de Stamford Hill; más tiempo con trajes de terciopelo y pelucas empolvadas que sin ellos. Nos hicimos amigas de toda la gente del teatro; de las bailarinas y las chicas del guardarropa, de los iluminadores, los hombres del atrezo, los carpinteros y los traspuntes. Flora, nuestra ayudante, hasta encontró un novio entre ellos. Era un chico negro que se había fugado de una familia de marinos de Wapping para unirse a una troupe de juglares; como no tenía voz para el oficio, había acabado siendo tramoyista. Creo que se llamaba Albert, pero hacía poco caso de este nombre como cualquiera del gremio, y era «Billy-Boy» para todo el mundo. Amaba el teatro más que cualquiera de nosotros y estaba allí a todas horas, jugando a las cartas con los porteros y los carpinteros, merodeando por las bambalinas, tensando cuerdas y girando manijas. Era bien parecido, y Flora le quería mucho; pasaba, por lo tanto, mucho tiempo en la puerta de nuestro camerino, aguardando para llevarla a casa después de la función; así que llegamos a conocerle muy bien. Billy-Boy me gustaba porque procedía del río y al igual que yo, había abandonado a su familia por amor al teatro. A veces, por las tardes o ya entrada la noche, él y yo dejábamos a Imra y Flora trajinando con el vestuario y dábamos una vuelta por el teatro silencioso y en penumbra, por el puro placer de recorrerlo. Él se había agenciado de alguna manera todas las llaves de todos los rincones polvorientos y secretos del Britannia —de los sótanos y los desvanes, y de los antiguos cuartos del atrezo—, y me enseñaba cestas llenas de trajes de las funciones de los años cincuenta, coronas y cetros de papel maché, y armaduras hechas con papel de aluminio. Un par de veces me llevó a las bambalinas por las altas escalas que había a un costado del escenario: allí fumábamos un cigarrillo, con la barbilla apoyada en la barandilla, mirando el humo que bajaba ondeando entre la maraña de sogas y plataformas hasta el suelo, dieciocho metros más abajo.

Era como estar de nuevo en casa de Mrs. Dendy, rodeadas de todos nuestros amigos, excepto, por supuesto, Mike. Sólo venía al Brit de cuando en cuando, y apenas nos visitaba en Stamford Hill; cuando venía, no soportaba verle tan a disgusto allí y procuraba atarearme en otro cuarto y dejar que Imra le atendiese. Ella estaba tan incómoda y cohibida como él cuando nos visitaba, y parecía preferir sus cartas a su presencia, pues él, en aquellos tiempos, le mandaba sus noticias por correo, tan drásticamente había decrecido nuestra antigua amistad. Pero ella decía que no le importaba, y yo comprendía que no quisiera hablar de algo que le resultaba doloroso. Sabía que para ella tenía que ser muy duro pensar que Mike había adivinado su secreto y que lo aborrecía.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora