Capitulo 12

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Caminé como una hora sin pararme a descansar; pero seguí un rumbo al azar que a veces volvía al punto de partida: mi objetivo no era tanto huir de Imra como esconderme de ella, perderme en los grises espacios anónimos de la ciudad. Quería una habitación, un cuarto pequeño, mísero, un cuarto que fuese invisible a cualquier ojo perseguidor. Me veía entrar en él y taparme la cabeza como una criatura excavadora o hibernante, una cochinilla o una rata. Así pues, me interné en las calles donde había pensiones, cuchitriles, casas con letreros en la ventana que decían Se alquilan camas. Supongo que cualquiera de ellas me habría servido, pero estaba buscando alguna señal invitadora.

Y finalmente me pareció encontrarla. Había recorrido Moorgate, me había dirigido hacia St. Paul y luego había doblado hasta llegar casi a Clerkenwell. No me había fijado en la gente que me rodeaba, en los hombres y niños que me miraban asombrados o que a veces se reían, al verme pasar, pálida, acarreando mi saco de marino. Llevaba la cabeza gacha, los ojos entrecerrados, pero me percaté de que había entrado en una especie de plaza; tuve conciencia de un bullicio, un zumbido de actividad cercano; también percibí un olor; un olor fétido, dulzón, asqueroso, que reconocí vivamente pero que no acertaba a nombrar. Caminé más despacio y noté que el pavimento empezaba a adherirse, pegajoso, a la suela de mis zapatos. Abrí los ojos; las piedras que pisaba eran rojas y rezumaban agua y sangre. Alcé la vista y vi un elegante edificio de hierro lleno de camionetas, carretillas y porteadores que transportaban animales muertos.

Estaba en Smithfield, en el mercado de la carne.

Lancé una especie de suspiro al reconocerlo. Muy cerca había un puesto de tabaco; fui a comprar una lata de cigarrillos y cerillas; y cuando el chico me entregó el cambio le pregunté si había pensiones por allí que tuvieran habitaciones libres. Me dijo el nombre de varias y añadió, como a modo de advertencia: «Las posadas por aquí no son muy finas, señorita.» Me limité a asentir y me marché; seguí caminando hacia la primera de las direcciones que me había dado.

Resultó ser una casa alta y destartalada, que formaba parte de una hilera recta, muy cerca del ferrocarril de Farrington Street. En el patio delantero había un catre y una docena de latas oxidadas y cajones rotos; en el patio de la casa de al lado, un grupo de niños descalzos removía agua en cubos de tierra. Pero apenas me fijé en todo esto. Me planté en la puerta, deposité el saco en el peldaño y llamé. Detrás de mí, en el hueco de la vía férrea, un tren traqueteaba y silbaba. Según pasaba, el escalón que yo estaba pisando se estremeció.
Respondió a mi llamada un niña pálida que me miró intensamente mientras yo le preguntaba por las habitaciones libres, y que luego se dio media vuelta y llamó hacia la oscuridad que había a su espalda. Al cabo de un segundo llegó una señora; y ella también me miró de arriba abajo. Pensé entonces en mi aspecto, con un vestido caro pero destocada y sin guantes, y con los ojos enrojecidos y la nariz congestionada. Pero consideré con apatía esta imagen que daba, como si no me importara gran cosa; y la señora debió de llegar a la conclusión de que yo era inofensiva. Dijo que se llamaba Mrs. Best, que tenía un cuarto libre; que el precio del alquiler era cinco chelines a la semana, o siete, incluida la limpieza, y que le gustaría cobrar por adelantado. ¿Me interesaba? Fingí que hacía un cálculo veloz y desganado —no tenía la cabeza para cavilaciones serias— y le respondí que sí.

La habitación a la que me condujo era diminuta, sórdida y perfectamente incolora; todo lo que había —el empapelado, las alfombras, hasta las baldosas junto a la lumbre— había sido frotado, lavado con lejía o restregado hasta adquirir una tonalidad gris. No había gas, sino sólo dos quinqués con los tubos agrietados y manchados de hollín. Encima de la repisa de la chimenea había un pequeño espejo, tan empañado y lleno de motas como el dorso de la mano de un anciano. La ventana daba al mercado. Todo era tan distinto de nuestra casa de Stamford Hill como era posible que fuese una habitación, lo cual, al menos, me produjo una lóbrega satisfacción y alivio. Lo único que vi en verdad, sin embargo, fue la cama —un horrible colchón viejo de plumón, de bordes amarillentos y con el centro oscurecido por una vieja mancha de sangre del tamaño de un platillo— y la puerta. La cama, a pesar de su aspecto repulsivo, me pareció en aquel momento maravillosamente acogedora. La puerta era sólida, y tenía llave.

Dije a Mrs. Best, por consiguiente, que me gustaría ocupar el cuarto de inmediato, y saqué el sobre que contenía el dinero. Al verlo, resopló; creo que me tomó por una chica de alquiler.

—Es preciso que le diga ahora —dijo— que ésta es una casa decente, y que quiero que mis huéspedes también lo sean. He tenido problemas a veces con mujeres solteras. No me importa lo que haga o a quién vea fuera de mi casa, pero hay una cosa que no tolero, y son las visitas de hombres en la habitación de una soltera...

Le dije que en ese sentido no le causaría el menor problema.

Debí de ser una huésped peculiar para Mrs. Best en aquellas primeras semanas posteriores a mi huida de Stamford Hill. Pagaba el alquiler muy puntualmente, pero nunca salía a la calle. No recibía visitas, cartas ni postales; me empecinaba en permanecer en mi cuarto, con los postigos cerrados, deambulando sobre el suelo crujiente, murmurando o llorando...

Creo que los otros huéspedes pensaban que estaba loca; quizás lo estuviese. Mi vida, sin embargo, me parecía entonces muy sensata, pues ¿a qué otro sitio hubiese podido huir en mi desgracia? Todos mis amigos de Londres —Mrs. Dendy, Sims y Percy, Billy-Boy y Flora— eran también amigos de Imra. ¿Qué les diría si iba a verles? ¡Se alegrarían al enterarse de que Imra y Mike eran por fin amantes! Y si iba a Midvale, a mi casa, ¿qué dirían ellos? Me había marchado de allí hacía tan poco tiempo, y estaba tan orgullosa... ; y parecía como si todos me hubieran augurado que me vería humillada desde el día mismo en que les había dejado. Había sido arduo vivir con ellos y añorando a Imra. ¿Cómo volver a mi casa y reanudar mis antiguas costumbres habiéndola perdido?

Aunque suponía que sus cartas llegarían a Stamford Hill y allí se quedarían sin abrir ni contestar, y aunque suponía que, acordándose de mi fatuidad, pensarían que les había vuelto la espalda y que pronto había dejado de escribirles, nada podía hacer para evitarlo. Si me paraba a pensar en las cosas que había dejado —mis vestidos de mujer y mis salarios; las cartas y postales de admiradoras y admiradores; mi viejo baúl con mis iniciales—, las recordaba vagamente, como si fueran fragmentos de la vida de otra persona. Cuando pensaba en La cenicienta, en que había incumplido mi contrato y había dejado al Britannia en la estacada, no me preocupaba mucho. En mi nuevo alojamiento me llamaban «Miss Danvers». Si mis vecinos habían visto alguna vez a Kar Zor-el en el escenario, ya no la veían en mí; de hecho, apenas la reconocía yo misma. Después de todo, era totalmente incapaz de contemplar los trajes que me había llevado conmigo. Los puse debajo de la cama, sin sacarlos del petate, y allí los dejé, apolillándose.

Nadie vino a buscarme porque nadie sabía dónde estaba. Estaba escondida, perdida. Había abandonado a todos mis amigos y alegrías, y abrazado la pobreza como oficio. Durante una semana —y después otra, y otra más, y otra— no hice más que dormir, llorar y recorrer de un lado a otro mi alcoba; o bien me quedaba mirando al mercado con la frente pegada a la ventana sucia, viendo los cadáveres de animales que traían, apilaban, levantaban, vendían y se llevaban. Las únicas caras que veía eran las de Mrs. Best y Mary, la pequeña sirvienta que me había abierto la puerta, que me cambiaba el orinal y me traía agua y carbón, y que de vez en cuando me hacía recados y me iba a buscar tabaco y comida. Su expresión cuando me entregaba los paquetes mostraba lo desconocida que yo estaba; pero yo era indiferente por igual a su miedo y a su asombro. Era indiferente a todo menos a mi congoja, a la que me entregaba con una extraña y horrible pasión.

Creo que apenas me lavé en todas aquellas semanas; y desde luego no me cambié de vestido, pues no tenía otro. Muy pronto desistí asimismo de ponerme el moño falso, y dejé que el pelo me cubriese, grasiento, las orejas. Fumaba sin parar; los dedos se me pusieron marrones desde las uñas hasta los nudillos, pero apenas comía. Aunque me gustaba ver cómo remolcaban las carcasas en Smithfield, sólo de pensar en carne me entraban náuseas y no podía tragar más que los alimentos más sencillos. Como una mujer embarazada, desarrollé un curioso antojo; me apetecía sólo el pan blanco y dulce. Le daba a Mary un chelín tras otro para que fuera a buscarme a Camden Town y a Whitechapel, a Limehouse y a Soho, bagels, brioches y panes aplastados griegos, y bollos de las panaderías chinas. Los comía todos mojados en tazas de té, que preparaba fortísimo en una tetera que ponía al fuego, y que endulzaba con leche condensada. Era la bebida que solía preparar para Imra en nuestros primeros días juntas en el Palace de Canterbury. El té sabía como ella, y era un consuelo y un tormento atroz al mismo tiempo.
Pese a mi despreocupación por su transcurso, las semanas pasaron igualmente. No hay mucho que decir de ellas, salvo que fueron espantosas. Se marchó el huésped de la habitación encima de la mía, y le sustituyó una pobre pareja con un bebé que tenía cólicos y lloraba por la noche. El hijo de Mrs. Best encontró una novia y la trajo a casa: le daban té y bocadillos en el salón de abajo, y cantaba canciones que alguien le acompañaba al piano. Mary rompió una ventana con una escoba y gritó; volvió a gritar cuando Mrs. Best se remangó para pegarle. Ésos eran los sonidos que oía en mi lúgubre cuarto. Podrían haberme consolado, pero era inconsolable. Sólo servían para recordarme las cosas —¡las cosas corrientes!; un beso sonoro, el deje de una voz que se alza de placer o de cólera— que había abandonado. Cuando miraba al mundo desde mi ventana polvorienta era como si mirase a una colonia de hormigas o a una efervescente colmena: no reconocía nada de lo que en un tiempo me había pertenecido. Sólo la luz y el calor creciente de los días, y el hedor intensificado de la sangre en el mercado, me anunciaron que poco a poco íbamos entrando en la primavera.

Creo que habría podido disolverme en la misma inanidad que la alfombra y el empapelado. Podría haberme muerto y mi tumba no estaría señalada ni nadie la visitaría. Podría haber permanecido en mi letargo hasta el fin de los tiempos —creo que lo habría hecho— si al final no hubiese ocurrido algo que me despertó de aquel estado.

Llevaba unas siete u ocho semanas en casa de Mrs. Best y no había pisado la calle ni una sola vez. Sólo comía lo que Mary me traía; y aunque únicamente la mandaba a comprar pan, té y leche, como he dicho, algunas veces me traía comida más sustanciosa para intentar inducirme a que la comiera. «Se va a morir, señorita, si no recupera fuerzas», me decía, y me daba patatas cocidas, empanadas y anguilas en gelatina, que compraba calientes en los puestos y tiendas de Farringdon Road, y envolvía en capas de papel de periódico que formaban paquetitos bien cerrados, humeantes y húmedos. Los tomaba —habría tomado arsénico, si me lo hubiera dado en un paquete de aquéllos— y adquirí la costumbre, mientras comía una patata o una empanada, de alisar los papeles en mi regazo y leer las columnas impresas: las crónicas de robos, asesinatos y combates de boxeo de diez días antes. Lo hacía con el mismo ánimo abatido con que observaba desde mi ventana las calles del este de Londres; pero una noche en que aplanaba sobre mis rodillas una página de periódico y cepillaba las migas de pasta de entre sus pliegues, vi un nombre que conocía.

La página había sido arrancada de uno de los diarios baratos de teatro, y contenía un artículo titulado Idilios del music-hall. Las palabras estaban inscritas en una especie de estandarte sostenido en alto por unos querubines; pero debajo de ellas había tres o cuatro titulares más pequeños, que decían cosas como Ben y Milly anuncian su enlace; Acróbatas cómicos se casan; ¡Celestial luna de miel de Hal Harvey y Helen! No conocía a estos artistas y no me demoré leyendo sus historias, porque en el mismo centro del artículo había una columna y una fotografía de la que, nada más verla, no pude separar los ojos.
Ardeen y Mathews, se titulaba, ¡los recién casados más felices de la farándula! La foto era de Imra y Mike con su atuendo de boda.

La miré estupefacta un momento y luego posé la mano encima de la hoja y lancé un grito; un grito breve, agudo, angustiado, como si el papel estuviese caliente y me hubiera quemado. El grito se transformó en un gemido bajo e intermitente que continuó hasta preguntarme cómo podía quedarme todavía aliento para emitirlo. Enseguida oí pasos en la escalera; Mrs. Best estaba delante de la puerta, diciendo mi nombre con curiosidad y miedo.

Al oírla puse fin a mi lloriqueo y me calmé un poco: no quería que entrase en mi cuarto a fisgar en mi pena u ofrecerme inútiles palabras de consuelo. Le dije que me encontraba bien; que había tenido un sueño que me había turbado, y al cabo de un momento oí que se marchaba. Miré de nuevo al papel en mis rodillas y leí la crónica que acompañaba a la foto. Decía que Imra y Mike se habían casado a finales de marzo y que habían pasado la luna de miel en Europa; que Imra se estaba tomando un descanso de la escena, pero que se esperaba que volviese a las salas en otoño, para un número totalmente nuevo y con Mike como compañero. Su antigua colega, decía, Miss Kar Zor-el, que había enfermado mientras actuaba en el teatro Britannia de Hoxton, estaba haciendo planes para una nueva carrera en solitario...

Al leer esto sentí un súbito y nauseabundo deseo no de gemir ni de llorar, sino de reírme. Me puse los dedos en los labios y los mantuve cerrados, como reprimiendo una oleada de vómito. Parecía hacer cien años o más que no me reía; más que nada temía volver a oír el sonido de mi propio júbilo, porque sabía que sería horrible.

Cuando pasó este acceso, miré de nuevo la página. Al principio había querido destruirla, romperla en pedazos o hacer con ella una bola y arrojarla al fuego. Luego, sin embargo, pensé que no podía apartarla de mi vista. Hundí una uña a lo largo del borde del artículo y recorté, lenta y limpiamente, el pedazo que había delimitado. El papel que sobró lo tiré a la parrilla, pero sostuve con todo cuidado en la palma de la mano el recorte que contenía la foto nupcial de Imra y de Mike: con tanto mimo como si fuese el ala de una polilla que pudiese deslustrarse si la manoseabas mucho. Tras pensar un instante me acerqué al espejo. Había un espacio entre el cristal y el marco que lo circundaba, y encajé allí un borde del recorte. Allí se quedó sujeto, interceptando mi propio reflejo, un recordatorio visible desde cualquier punto de aquel cuarto diminuto.

Quizás estuviese un poco febril, pero sentía la mente más despejada de lo que había estado en un mes y medio. Miré a la fotografía y luego me miré yo. Vi que estaba consumida y gris, que tenía los ojos hinchados y veteados de sombras púrpura. Mi pelo, que tanto me había gustado mantener peinado y lustroso, estaba largo y sucio; tenía los labios mordidos casi hasta el borde de la sangre; y el vestido manchado y con las axilas percudidas. ¡Ellos, pensé —la pareja risueña de la fotografía—, me habían hecho aquello!

Pero, por primera vez en aquellas largas y desdichadas semanas, pensé también que había sido una idiotez dejarles.

Giré la cabeza, me acerqué a la puerta y llamé a Mary. Cuando llegó corriendo, sin resuello y un poco nerviosa, le dije que quería darme un baño, y que me trajera jabón y toallas. Me miró de un modo raro —nunca le había pedido semejante cosa— y luego bajó al sótano y enseguida oí el ruido sordo de la bañera contra la escalera a medida que ella la iba subiendo a rastras, y el estrépito de ollas y teteras en la cocina. Enseguida, también, Mrs. Best salió de la sala, incordiada una vez más por el ruido. Cuando le expliqué mis ganas repentinas de bañarme, dijo: «Oh, Miss Danvers, ¿es juicioso eso ahora?», y pareció pálida y agitada. Creo que pensó que tenía intención de ahogarme o de cortarme las muñecas en el baño.

Naturalmente, no hice ninguna de las dos cosas. Permanecí una hora sumergida en la bañera humeante, mirando la foto de Imra en la chimenea, y devolviendo la vida a mis articulaciones y miembros doloridos con suaves masajes de una jaboneta y una toalla pequeña. Me lavé el pelo y me limpié la mugre de los ojos; me froté por detrás de las orejas, las corvas, los huecos de los brazos y la entrepierna, hasta dejar la piel roja y ardiendo.

Creo que dormité al final, y tuve una extraña y turbadora visión.

Recordé a una mujer de Midvale —una antigua vecina nuestra— en la que no había pensado en años. Había muerto cuando yo era aún una niña, de forma repentina y de una dolencia singular. Los médicos dijeron que el corazón se le había endurecido. La piel exterior se había vuelto correosa y áspera; las válvulas se habían tornado lentas y luego le había empezado a fallar el bombeo hasta cesar por completo. No había habido más síntomas que un ligero cansancio y una respiración trabajosa; el corazón había proseguido su proyecto privado y fatal, a su propio ritmo secreto: y después se paró.

Al enterarnos, esta historia nos había conmovido y aterrado a mi hermana y a mí. Éramos jóvenes y estábamos bien atendidas; la idea de que uno de nuestros órganos —el más vital, justamente— pudiese eludir su función natural y conspirase para asfixiarnos en lugar de nutrirnos parecía espantosa. No hablamos de otra cosa durante la semana posterior a la muerte de aquella vecina. De noche, en la cama, temblábamos; nos frotábamos con dedos sudorosos, preocupadas por nuestras costillas, conscientes del pulso tenue que latía debajo, aterrorizadas de que el ritmo frágil pudiese fallar o reducirse, y convencidas de que nuestro corazón —como el de la pobre vecina confiada y difunta— se estaba endureciendo poco a poco y a escondidas, en las tiernas cavidades rojas de nuestro pecho.
Al despertar a la realidad del baño que se enfriaba, la habitación descolorida, la fotografía contra la pared, descubrí que de nuevo tenía los dedos en mi esternón, sondeando y rozando, buscando el órgano que se agrandaba debajo. Aquella vez, sin embargo, me pareció encontrarlo. Había una oscuridad, una opresión, una inmovilidad en el centro mismo de mi cuerpo que yo había ignorado que existiese, pero que entonces me proporcionó una especie de alivio. Notaba el pecho tenso e irritado, pero no me retorcí ni sudé de dolor, sino que, al contrario, crucé los brazos
sobre las costillas y abracé como un amante mi corazón oscuro y engrosado.

Quizás, mientras yo hacía esto, Imra y Mike estaban paseando por una calle de Francia o de Italia; quizás él se inclinaba para tocarla como yo me tocaba a mí misma; quizás se besaban; quizás estaban acostados... Había pensado en estas cosas miles de veces, y había llorado y me había mordido los labios al pensar en ellos; pero ahora miraba la fotografía y notaba que mi desdicha se atirantaba, igual que mi corazón, de rabia y frustración. ¡Paseaban juntos y el mundo sonreía al verlo! ¡Se abrazaban en la calle, y los transeúntes se alegraban! Yo, entretanto, vivía pálida como un gusano, excluida del placer, del bienestar y del consuelo.

Me levanté del baño, sin hacer el menor caso del agua que chorreaba, y cogí la foto; pero esta vez la trituré. Lancé un grito, deambulé por el suelo: pero no caminaba con desánimo, sino para ejercitar mis miembros nuevos, para sentir todo mi ser desplazarse, chasquear y hormiguear de vida. Abrí la ventana del cuarto y me asomé a la oscuridad, nunca completa, de la noche de Londres, con sus sonidos y olores, que durante tanto tiempo no había percibido. Pensé que saldría al mundo de nuevo: volveré a la ciudad..., ¡ya me han privado suficiente de ella!

Pero, ¡oh!, ¡qué terrible fue adentrarme en las calles a la mañana siguiente, qué llenas me parecieron, qué sucias, concurridas, cegadoras y ruidosas! Llevaba viviendo un año y medio en Londres y la consideraba mi propia ciudad. Pero cuando la recorría antes, lo hacía acompañada de Imra o Mike; a menudo, de hecho, no íbamos a pie, sino en cupés o coches de alquiler. A pesar de que había tomado prestados de Mary un sombrero y una chaqueta, para tener un aspecto decente, ahora me sentía como si avanzara por Clerkenwell a trompicones y sin ninguna ropa encima. En parte se debía a un miedo nervioso de doblar una esquina y ver una cara conocida, una cara que me recordase mi vida anterior, o —lo peor de todo— la cara de Imra, ladeada y sonriente mientras caminaba del brazo de Mike. Presa de este temor, me acobardaba y me encogía, y entonces me empujaban más que nunca, y oía que me imprecaban. Las maldiciones me herían como ortigas y me producían escalofríos.

Una vez más, los hombres me clavaban la mirada y me llamaban; y en dos o tres ocasiones me agarraron, me acariciaron y me pellizcaron. Aquello tampoco había sucedido en mi antigua vida. Quizás si hubiera tenido un bebé o un atadijo en brazos, o si hubiese caminado decididamente o con la vista gacha, me habrían dejado pasar sin molestarme. Pero, como he dicho, avanzaba trastabillando y parpadeaba al ver el tráfico de alrededor; y una chica así, supongo, es una especie de invitación al juego y a los escarceos...

Las miradas y las caricias me afectaron tanto como las maldiciones: me hicieron temblar. Volví a la casa de Mrs. Best y abrí con llave la puerta de mi cuarto; allí me eché sobre el colchón rancio y tirité y lloré. Me las había prometido muy felices en mi nueva vida, pero las calles que yo había creído acogedoras me habían restituido a mi anterior desgracia. Peor aún, me habían asustado. Pensé: ¿Cómo voy a soportarlo?¿Cómo voy a vivir? Imra tenía ahora a Mike; ¡Imra se había casado! Pero yo era pobre, estaba sola y sin nadie que me cuidara. Era una chica solitaria en una ciudad propicia para enamorados y caballeros; una chica en una ciudad donde las chicas sólo caminaban para que las mirasen.

Lo había descubierto aquella mañana. Habría podido aprenderlo antes, de las canciones que había cantado con Imra.

Me pareció una broma cruel que a mí, que me había pavoneado tantas veces vestida de hombre, por los escenarios de Londres, me asustasen ahora sus calles, ¡por ser chica! Si fuera un chico, pensé, desconsolada. Si de verdad fuera un chico...

Entonces di un respingo y me incorporé. Recordé lo que Imra había dicho aquel día en Stamford Hill; que me parecía demasiado a un chico. Me acordé de la reacción de Mrs. Dendy cuando había posado para ella en pantalones: Es demasiado real. El mismo traje que llevaba puesto aquel día —el azul de sarga que Mike me había regalado el día de Nochevieja— estaba allí, debajo de la cama, todavía arrugado dentro del petate marinero, con toda la demás ropa que me había llevado del Britannia. Me levanté del colchón, desaté el saco y al cabo de un momento tenía todos los trajes esparcidos en el suelo. Estaban alrededor, increíblemente bellos y brillantes en aquel cuarto incoloro; todos los tonos y texturas de mi vida anterior, con todos los olores y canciones del music-hall, y mi antigua pasión, con sus costuras y arrugas.

Temblé durante un segundo: temí que los recuerdos me derrotasen, y empecé a llorar de nuevo. A punto estuve de volver a meter los trajes en el saco, pero respiré hondo y obligué a mis manos a serenarse y a mis ojos humedecidos a enjugarse. Me puse la mano en el pecho, sobre aquella opresión y oscuridad que tanto me habían fortalecido.

Cogí el traje de sarga y lo sacudí. Estaba arrugadísimo, pero por lo demás su encierro en el saco no le había producido daños. Me lo puse, junto con una camisa y una corbata. Había adelgazado tanto que los pantalones se me caían de la cintura; mis caderas se habían estrechado y mis pechos eran aún más planos que antes. Lo único que estropeaba la ilusión de que fuese un chico era la estúpida chaqueta entallada, pero vi que no le habían cortado las costuras, sino que sólo las habían remetido y cosido. En la repisa de la chimenea había un cuchillo que yo utilizaba para cortar el pan; lo cogí y lo apliqué a las puntadas. Pronto la chaqueta recobró su original hechura masculina. Con el pelo rapado, pensé, y un par de zapatos de chico en los pies, nadie —¡ni siquiera Imra!— que me viese en las calles de Londres sabría nunca que yo era una chica.

Había, por supuesto, unos pocos escollos que sortear antes de poner en práctica mi audaz plan. En primer lugar, tenía que volver a familiarizarme con la ciudad: necesité otra semana de vagar todos los días por las calles de Farringdon y St. Paul para llegar a aceptar sin sobresalto el bullicio, el fragor y las miradas de los hombres. Además había el problema de dónde cambiarme, si pensaba callejear vestida con un traje. No quería vivir como un chico todo el tiempo, ni tampoco, al menos todavía, abandonar mi cuarto en casa de Mrs. Best. Me imaginaba la cara que pondría la mujer si un día me presentaba ante ella con un par de pantalones. Pensaría que yo había perdido por completo el juicio; llamaría a un médico o a un policía. Sin duda me expulsaría y otra vez me quedaría sin casa, cosa que no quería en absoluto.

Necesitaba algún sitio lejos de Smithfield; necesitaba, de hecho, un vestidor. Pero que yo supiera no se alquilaban esa clase de cuartos. Creo que las furcias del Haymarket se transformaban en los urinarios públicos de Piccadilly: se maquillaban en los lavabos y se ponían sus ropas chillonas mientras el picaporte de la puerta decía Ocupado. El ardid me parecía sensato, pero para mí era difícil adoptarlo, porque echaría a perder mi proyecto que me vieran saliendo de los servicios de señoras con un canotier y un traje de sarga y terciopelo.

Sin embargo, encontré la solución del problema en el ambiente de la vida golfa del West End. Había empezado a caminar hasta Soho todos los días, y me había fijado en que había muchísimas casas con letreros que anunciaban Habitaciones por horas. En mi ingenuidad, al principio me preguntaba quién querría dormir allí unas horas. Después, naturalmente, comprendí que nadie: las habitaciones eran para que las chicas llevasen allí a sus clientes, para acostarse, desde luego, no para dormir. Un día en que yo estaba en un tenderete de café, en la boca de un callejón que salía de Berwick Street, observé la entrada de una de aquellas casas. Vi que había en el umbral un trasiego constante de hombres y mujeres, y que nadie les prestaba la menor atención, salvo la anciana de sonrisa lasciva que estaba sentada en una silla en la puerta y recaudaba las monedas; y su alerta sólo duraba el tiempo de ver los peniques en su palma y de entregar la llave a los clientes. Creo que un caballo de cuento de hadas habría podido llegar contoneándose hasta aquella puerta, con la mano de una ramera empuñando la brida, y —siempre que el caballo tuviera lista la moneda— nadie habría dejado lo que estuviera haciendo para pararse a mirar...

Unos días más tarde, en consecuencia, me presenté en la puerta y pedí una habitación. La anciana me inspeccionó y esbozó una sonrisa amarga; cuando le entregué el chelín, me lanzó una llave y me indicó con un gesto el corredor oscuro que había a su espalda. La llave estaba pringosa; también lo estaba la manija de mi cuarto; de hecho, toda la casa era horripilante, húmeda y maloliente, y con unas paredes tan delgadas que, al deshacer mi bolsa y alisar mi traje, oí toda la actividad que se desarrollaba en las habitaciones de encima, de debajo y a ambos lados: los gruñidos, palmadas y risitas, y el trajín de los colchones.

Me cambié muy deprisa, pero cada resoplido y cada risa ahogada disminuían mi seguridad y valentía. Sin embargo, cuando me miré —había un espejo con una grieta y sangre en ella—, cuando me miré por fin, sonreí y supe que mi plan era bueno. Me había llevado una plancha de la cocina de mi casera, y eliminé del traje todas las arrugas; me había recortado el pelo con unas tijeras de costura, y lo alisé con saliva. Dejé mi vestido y mi bolso en una silla, salí al rellano y cerré la puerta desde fuera; mi nuevo corazón oscuro, entretanto, latía rápido como un reloj. Tal como había previsto, la vieja alcahueta apenas levantó los ojos al verme pasar; de modo que, con paso vacilante, empecé a descender Berwick Street. Me intimidaban todas las miradas que me dirigían; en cualquier momento me esperaba el grito: «¡Una chica! ¡Hay aquí una chica vestida de chico!» Pero las miradas no se demoraban en mí; pasaban de largo, hacia las chicas que había detrás. No hubo grito alguno, y empecé a caminar un poco más derecha. En el chaflán de la iglesia de St. Luke, un hombre con una carretilla me pasó rozando; gritó: «¡Muy bien, guapo!» Una mujer de pelo rizado me puso la mano en el brazo, ladeó la cabeza y dijo: «Bueno, chico guapo, tienes pinta de brioso. ¿Qué tal una visita a un bonito sitio que conozco...?»

El éxito de este primer ensayo me envalentonó. Regresé a Soho para una nueva ronda, y me interné más en sus calles; después volví una y otra vez... Me convertí en una asidua del burdel de Berwick Street; la madama me reservaba un cuarto tres días a la semana. No tardó en descubrir, por supuesto, el propósito de mis visitas, aunque —a juzgar por el modo en que amusgaba los ojos cuando hablaba conmigo— creo que nunca supo con certeza si yo era una chica que iba a su casa a ponerse pantalones o un chico que iba para cambiarse de vestido. Algunas veces ni yo misma lo sabía.

En efecto, en cada visita descubría una argucia nueva para mejorar mi travestismo. Fui a una barbería e hice que me cortaran mis bucles afeminados. Compré zapatos y calcetines, calzoncillos y combinaciones. Probé con unas vendas para hacer que las curvas ligeras de mi pecho se volvieran todavía más tenues; y en la ingle llevaba un pañuelo o un guante, doblado con esmero, para simular las prominencias de una modesta polla.

No sabría decir si era feliz; no deben pensar que por entonces fuese feliz alguna vez. Había pasado tantas semanas de desdicha en la casa de Mrs. Best que en aquel cuarto descolorido no podía experimentar ninguna otra cosa: estaba deslavada de esperanza y de color, como el empapelado. Pero Londres, a pesar de todos mis lloros, no perdía nunca su colorido; y caminar libremente por ella... —caminar como un chico, un chico guapo con un traje de buen corte, a quien la gente miraba con envidia, y no con burla—, en fin, poseía un cierto encanto frágil, que era lo único que entonces, como satisfacción, estaba a mi alcance. Que Imra me vea ahora, pensaba. No me quería cuando era una chica..., ¡pues que me vea ahora! Y me acordé de un libro que mi madre había sacado un día de la biblioteca, y en el cual una mujer repudiada volvía a su casa y cuidaba de sus hijos disfrazada de niñera. Si pudiera volver a ver a Imra, pensaba yo, y cortejarla como un hombre... ¡y luego revelarle quién era, para romperle el corazón como ella me había roto el mío!

Pero, aunque lo pensé, no intenté contactar con ella; y todavía me estremecía la posibilidad de encontrarla por azar, de verla con Mike. Pasó junio, y después julio, y sin duda ella tendría que haber regresado de su feliz luna de miel, pero no vi su nombre en ningún cartel de salas o teatros, ni compré nunca un periódico teatral en busca de noticias, y por tanto no supe cómo le iba como esposa de Mike. Los únicos vislumbres de Imra eran los que tenía en sueños. En ellos seguía siendo dulce y encantadora, todavía me llamaba por mi nombre y me ofrecía su boca para que se la besara: pero al final, el brazo de Mike rodeaba sus hombros pecosos y Imra se apartaba de mí, para volverlos hacia él, sus ojos culpables.

Sin embargo, ya no despertaba de aquellos sueños llorando; sólo me espoleaban a volver a Berwick Street. Me parecía que prestaban esplendor a mi disfraz.

No me percaté de lo bonito que era hasta una noche de agosto, al término del caluroso verano, en que paseaba ociosa por la Burlington Arcade.

Eran como las nueve de la noche. Había estado caminando, pero me había parado ante el escaparate de una tabaquería y estaba mirando los objetos expuestos: las cigarreras y cortadores de puros, los mondadientes de plata y los peines de concha. El mes había sido caluroso. No llevaba el traje de sarga azul, sino el que había lucido para cantar la canción titulada «Scarlet Fever»: un uniforme de la Guardia Real, con una gorra muy bonita. Me había desabrochado el botón de la garganta para que me entrase el aire.

Mientras estaba allí reparé en la presencia de un tipo a mi lado. Se había colocado delante de la vitrina, y parecía que se me había aproximado Lentamente; ahora estaba cerquísima, de hecho, tanto que notaba el calor de su brazo contra el mío, y olía el olor a jabón que despedía. No me volví para mirarle la cara; sin embargo, veía que sus zapatos eran de calidad y estaban muy embetunados.

Me habló al cabo de un par de minutos de silencio:
—Una noche agradable.
Asentí cándidamente, sin volverme todavía. Hubo otro silencio.

—¿Estás admirando quizás el escaparate? —prosiguió. Asentí, volviéndome por fin para mirarle, y él pareció complacido—. ¡Entonces somos almas gemelas, te lo aseguro! —Tenía voz de caballero, pero hablaba en un tono bastante bajo—. No soy fumador, pero me siento incapaz de resistir el atractivo de una tabaquería realmente buena. Los puros, los cepillos, los cortaúñas... —Hizo un gesto con la mano—. Hay algo muy masculino en una tabaquería, ¿no te parece? —Su voz, finalmente, había descendido poco menos que hasta el grado de un murmullo. En el mismo tono, pero muy rápido, dijo—: ¿Una cana al aire, soldado?

Pestañeé al oír esto.
—¿Cómo dice?

Él miró alrededor con unos ojos rápidos, avezados, relucientes como aceite de ricino; luego volvió a mirarme.

—¿Quieres echar una cana al aire? ¿Tienes una habitación donde podamos ir...? —No sé de qué me habla —dije; aunque, para ser sincera, vi perfilarse una idea.

El hombre, al menos, debió de pensar que yo me estaba burlando. Sonrió y se relamió el bigote.

—No lo sabes. Y yo que creía que todos los soldados de la Guardia se conocen el paño...

—Yo no —dije, mojigata—. He ingresado hace una semana.
Él volvió a sonreír.

—¡Un recluta bisoño! Y me imagino que nunca lo has hecho con otro muchacho... ¿Un chico guapo como tú? —Moví la cabeza—. Bueno —dijo, tragando saliva—, ¿por qué no lo haces ahora conmigo?

—¿Hacer qué? —dije. De nuevo aquella mirada veloz y lubricada.
—Poner a mi servicio tu agujero del culo; o tus hondos labios, quizás. O simplemente meter tu bonita mano blanca por la ranura entre mis tirantes. Lo que prefieras, soldado, pero no te hagas el tonto, por favor. La tengo más dura que el palo de una escoba, y ansiosa de vaciarse.

A lo largo de este diálogo asombroso, apenas se había alterado nuestro simulacro de contemplar el escaparate de la tabaquería. Él seguía murmurando, y formulaba sus proposiciones lascivas con el mismo tono bajo y apresurado, sin levantar apenas los bigotes al pronunciar las palabras. Pensé que cualquier desconocido que nos observase nos tomaría por dos individuos perdidos en sus mundos respectivos, sin relación entre ellos.

Sonreí al pensarlo. Con la misma entonación condescendiente dije:
—¿Cuánto me dará por eso?

Ante lo cual, su cara adquirió una expresión cínica, como si no hubiese esperado nada mejor de mí; pero por detrás de su dureza capté también un efluvio de ardor, como si en realidad él no hubiera deseado que yo actuase de otra forma. Dijo:

—Un soberano por una mamada o por un Robert. —Se refería, por supuesto, a Robert Browning—. Media guinea por las dos cosas.

Hice ademán de negar con la cabeza; de despedirme, tocándome la gorra, y marcharme, concluida ya la broma. Pero en su impaciencia él se había vuelto a medias, y percibí el resplandor de algo en su torso. Era una gruesa leontina de oro. Colgaba de un elegante chaleco de rayas. Y cuando volví a mirar la cara del hombre —le daba ahora la luz de una lámpara en la vitrina— vi que tenía el pelo y los bigotes pelirrojos y tupidos.

Tenía los ojos castaños y las mejillas más bien hundidas; no obstante estos detalles, se parecía inconfundiblemente a Mike. A Mike, con quien Imra se acostaba, a quien besaba.

La idea me produjo un efecto singular. Hablé, pero como si no hablara yo, sino alguna otra persona, y dije:
—De acuerdo. Lo haré. Le... tocaré, por un soberano.

Adoptó un porte formal. Cuando empecé a andar noté que se demoraba un momento delante del escaparate, y que después me seguía. No fui a mi burdel de siempre —tenía tan sólo el atisbo más confuso de lo que estaba haciendo, pero sabía que no podía quedarme atrapada en una habitación con aquel hombre, corriendo el riesgo de que optara, en definitiva, por un Robert... —, sino a un pequeño patio cercano, donde había un rincón encima de una rejilla que las furcias usaban como urinario. Al acercarme, de hecho, salió una mujer, que se prensaba las faldas entre las piernas para secarse: me guiñó un ojo. Cuando se hubo ido me quedé esperando, y el hombre apareció un momento después. Se tapaba la entrepierna con un periódico, y cuando retiró el papel vi debajo un bulto del tamaño de una botella. Por un instante sucumbí al pánico, pero él se acercó, se plantó delante y parecía expectante. Cerró los ojos cuando empecé a desabrocharle los botones.

Le saqué la polla y la examiné: nunca había visto una tan de cerca, y —con todos los respetos para los varones— me pareció monstruosa. Pero siempre hay chistes sobre estas cosas en el music-hall: tenía una idea bastante exacta de cómo funcionaban. Aferrándola —con mucha impericia, sin duda, pero a él no pareció importarle—, empecé a bombearla.

—Qué gorda y larga es —dije; había oído decir que todo hombre desea que le digan algo así en momentos parecidos. El tipo suspiró y abrió los ojos.

—Oh, quiero que me beses ahí —susurró—. Tienes una boca tan perfecta... como la de una chica.

Reduje el ritmo y eché otro vistazo a la minga; y cuando me arrodillé, fue de nuevo como si no lo hiciera yo, sino otra persona. Pensé: ¡Así sabe Mike!

Después escupí su lechada sobre los adoquines, y él me dio las gracias con mucha gentileza.

—¿Quizás, quizás te vea otra vez, en el mismo sitio? —dijo, mientras se abotonaba.

No pude responderle; la cierto era que me sentía casi al borde del llanto. Me dio un soberano; luego, tras un instante de vacilación, se adelantó y me besó en la mejilla. Su gesto me amedrentó, y cuando notó que yo me estremecía, lo interpretó mal y pareció nostálgico.
—No —dijo—, a los soldados no os gusta esto, ¿verdad?
Habló con un tono extraño; cuando le miré, vi que le brillaban los ojos.

Su excitación, antes, me había causado extrañeza; su emoción, ahora, me dejó sumamente pensativa. Cuando se volvió y salió del patio, me quedé temblando, no de tristeza, sino de alivio tras la impresión. El hombre se parecía a Mike; le había disfrutado de un modo indirecto, pensando en Imra, y el acto en sí me había dado arcadas. Pero no era como Mike, que podía obtener el placer cuando le apeteciese. El del hombre se había convertido, al final, en una especie de congoja, y su amor era tan ardiente y tan secreto que tenía que satisfacerlo con un desconocido en un patio hediondo como aquél. Yo sabía algo de esa clase de amor. Sabía lo que era desnudar tu corazón palpitante y temer, cuando lo hacías, que los latidos se oyeran demasiado y te delatasen.

Había mantenido sofocados mis latidos, y de todos modos me habían traicionado.

Y ahora yo había traicionado a otra persona como yo.

Guardé el soberano que me había dado y fui caminando a Leicester Square. Era un lugar que, no obstante mis despreocupados paseos por el West End, procuraba evitar o atravesar aprisa: tenía siempre en mente la primera vez que había estado allí con Imra y Mike, y no era un recuerdo que me agradase evocar muy a menudo. Aquella noche, sin embargo, me encaminé hacia ahí aposta. Fui a la estatua de Shakespeare, donde nos habíamos parado aquel día, y me coloqué delante de ella para contemplar el panorama que habíamos visto entonces. Recordé que Mike había dicho que estábamos en el mismo corazón de Londres, y ¿sabía yo lo que hacía latir a aquel corazón grande? ¡Las variedades! Aquella tarde había mirado alrededor y había visto, atónita, lo que me pareció toda la diversidad del mundo reunida en un solo lugar extraordinario. Había visto a ricos y pobres, a espléndidos y míseros, a blancos y negros bullendo unos con otros. Les había visto formar un conjunto armonioso y me había emocionado pensar que yo estaba a punto de encontrar mi sitio particular en él, como amiga de Imra.

¡Cómo había cambiado desde entonces mi visión del mundo! Había aprendido que la vida de Londres era aún más extraña y diversa de lo que había creído; pero también había aprendido que no toda aquella gran variedad era visible para la mirada distraída; que no todas las piezas de la ciudad encajaban sin esfuerzo ni de buen grado, sino que se rozaban, se raspaban y empujaban mutuamente, y que se superponían; que algunas, por miedo, se mantenían escondidas y sólo se mostraban a aquellos de cuya comprensión estaban seguras. Sin quererlo, yo había sido elegida por uno de aquellos elementos secretos y reclamada como uno de los suyos.

Miré a las multitudes que pasaban a ambos lados. Había allí trescientos, cuatrocientos, quizás quinientos hombres. ¿Cuántos eran como el caballero cuyos genitales yo acababa de tocar? Mientras me lo preguntaba vi a un fulano que miraba en mi dirección, adrede..., y después vi a otro.

Quizás hubiese habido muchas miradas parecidas desde mi retorno al mundo como un chico, pero no las había advertido ni captado su alcance. Ahora, sin embargo, lo captaba muy bien, y temblé de nuevo, de satisfacción y despecho. Al principio me había puesto pantalones para evitar las miradas de los hombres; sentirme objeto de las miradas de aquellos hombres, de los que pensaban que yo era como ellos, que era así..., en fin, eso no era ser acosada; era, de una forma extraña, ser vengada.

Durante un par de semanas seguí vagando, observando y aprendiendo las pautas y los gestos del mundo en que había caído. Pasear y observar, de hecho, eran la tónica de aquel universo: paseas para que te miren; observas hasta que encuentras una cara o una figura que te gustan; hay una señal, un guiño, un movimiento de cabeza, un encaminarse intencionado hacia una calleja o una pensión... Al principio, como he dicho, no participaba en aquellos intercambios, sino que sólo los estudiaba en otras personas, y a mi vez recibía mil miradas interrogantes, algunas de las cuales sostenía, no sin cierta burla, pero la mayoría las rechazaba al cabo de un segundo, dando muestras de desinterés. Pero una tarde me abordó de nuevo un caballero que se me antojó que se parecía ligeramente a Mike. Quería solamente que le tocara y que le susurrase al oído una retahíla de zalamerías lúbricas mientras le trabajaba con desmaña; no pedía gran cosa. Si titubeé, no creo que lo notase. Enuncié mis condiciones —un soberano, también— y le llevé al rincón donde había atendido a su antecesor. Su polla me pareció más bien pequeña, pero asimismo le dije lo gorda y bonita que era.

—Eres un chico muy guapo —me susurró después. No hubo problemas respecto al pago.

De este modo tan fácil —tan fácil y tan fatídico como había emprendido mi carrera en el music-hall— perfeccioné mis nuevos travestismos y me convertí en un chapero.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora