Capitulo 19

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Fue como si, prensada por sus palabras, la cabeza dolorida me estallase, como si estuviese hecha de cristal. Agarré la guirnalda de flores que se marchitaban en mi garganta y la rompí de un tirón. Hice lo mismo con la peluca de azabache, y la tiré al suelo. Tenía el pelo pegado al cráneo con brillantina, y las mejillas coloradas de vino y de cólera: debía de tener un aspecto horrible. Pero no me sentía así: me sentía llena de fuerza y de luz. Dije:
—No te atrevas a hablarme en ese tono. ¿Cómo te atreves a hablarme así? Al lado de Andrea, Dickie puso los ojos en blanco. —La verdad, Andrea —dijo—, ¡qué pesada es!
—¿Pesada? —Me volví hacia ella—. Mírate, vaca vieja, con esa camisa de satén como si fueras un chico de diecisiete años. ¿Dorian Gray? ¡Más bien pareces el retrato ensangrentado después de que Dorian haya hecho varios viajes a los muelles!
Dickie gesticuló y se puso pálida. Varias mujeres se rieron, entre ellas María.
—¡Mi querido chico...! —empezó a decir.
—¡No me vengas con ésas, adefesio, bruja! —le dije a María—. Eres igual que ella, con tus bombachos turcos. ¿Qué haces, vigilas tu harén? No me extraña que se follen entre ellas con sus coños enormes si te tienen a ti como dueño. Me has puesto los dedos encima durante un año y medio; pero si una chica de verdad se destapase la teta y te la pusiera en la mano, ¡tendrías que llamar a tu criada para que te enseñe qué hay que hacer con ella!
—¡Ya basta! —dijo Andrea. Me miraba furiosa y con la cara blanca, pero sin haber perdido su tremenda calma. Se volvió para dirigirse al grupo de mujeres atónitas. Les dijo—: A Kara le parece divertido concederse a veces una pataleta; y a veces lo es, desde luego. Pero no esta noche. Me temo que esta noche es sólo un incordio. —Me miró de nuevo a mí, pero como si hablara a sus invitadas—. Se irá arriba hasta que se arrepienta —dijo, con voz serena—. Luego pedirá disculpas a las damas a las que ha insultado. Y luego pensaré algún pequeño castigo para ella. — Recorrió con la mirada los despojos de mi traje—. Quizás algo romano, en consonancia.
—¿Romano? —respondí—. Nadie mejor que tú para saberlo. ¿Cuántos has cumplido hoy? Tú estabas allí, ¿no?, ¿no estabas en el palacio de Adriano?
Era un insulto leve, después de todo lo que yo había dicho. Pero cuando lo dije hubo una risita alrededor. Sólo fue una, pero si había alguien que no soportaba que se rieran de ella, ese alguien era Andrea. Creo que habría preferido que le descerrajasen un tiro entre los ojos. Al oír la risa ahogada, se puso todavía más pálida. Dio un paso hacia mí y levantó la mano; la movió tan rápido que sólo me dio tiempo a percibir el destello de algo oscuro en la extremidad de su brazo; luego me alcanzó lo que sentí como una pequeña explosión en la mejilla.
Andrea tenía aún el libro de Dickie en la mano, y con él me había estampado la cara.
Di un grito y me tambaleé. Al tocarme con la mano me encontré sangre en la cara: manaba de la nariz, pero también de un corte debajo del ojo, donde se había estrellado la arista del lomo encuadernado en cuero. Para reponerme, traté de recostarme en un hombro o un brazo, pero todas las mujeres retrocedieron y estuve a punto de caer al suelo. Miré a Andrea: ella también había reculado después de asestarme el golpe, pero Evelyn estaba a su lado, ciñéndole la cintura con el brazo.
No me dijo nada, y yo había perdido la facultad del habla. Creo que tosí o resoplé. Un chorro de sangre salpicó la alfombra turca, y las mujeres se alejaron aún más, haciendo pequeñas moues de sorpresa y de asco. Di media vuelta y salí del salón trastabillando.
Satin, el galgo de María, me ladró al verme cruzar la puerta. María le había colocado allí, con sendas cabezas de perro, de papier maché, adosadas a cada lado del collar, para representar al can que montaba guardia a la puerta del Hades.
Ya he dicho que habíamos sembrado de rosas el suelo de mármol del vestíbulo: fue una dura prueba atravesarlo descalza, con la cabeza zumbando y la mano en la mejilla. Antes de llegar a la escalera, oí pisadas detrás de mí y un ruido. Al volverme vi a Tess: Andrea la había expulsado del salón y había cerrado la puerta tras ella. Me miró y luego se acercó y me tocó el brazo. «Oh, señorita...»
Y yo —que la había librado del salvajismo de Andrea sólo para que su cólera, como pensé entonces, se volviese contra mí— la aparté de un empujón: «¡No me toques!», grité. Me alejé corriendo hacia mi habitación y cerré la puerta.
Mísera de mí, sentada en mi cuarto, en la oscuridad, acuné la herida de mi mejilla. De abajo, al cabo de unos minutos de silencio, llegó el sonido del piano; después se oyeron risas, seguidas de gritos. ¡Proseguían la fiesta sin mí! No podía creerlo. El juego con Tess, los insultos, el golpe y la nariz sangrando, todo aquello parecía haber alegrado y embellecido más el alegre festejo.
Si Andrea, al menos, hubiera despedido a sus invitadas. Si yo hubiera podido descansar la cabeza en la cama y olvidarlas. Si no hubiera rumiado pensamientos de desdicha, de rabia y de venganza al oír lo bien que se lo pasaban.
Si Tess, al menos, no me hubiera perdonado mi aspereza en el vestíbulo..., si no hubiese venido sigilosa a mi cuarto para preguntarme si me dolía mucho, si podía hacer algo por mí, para consolarme.
Cuando la oí llamar, tuve miedo: pensé que tenía que ser Andrea, que venía a torturarme o —quizás, ¿quién lo sabía?— a acariciarme. Al ver que era Tess, la miré con fijeza.
—Señorita —dijo. Tenía una vela en la mano y la llama se ondulaba y menguaba, arrojando sombras que bailaban por las paredes como locas—. No podía subir a mi cuarto sabiendo que estaba aquí herida y sangrando, y todo... ¡oh, todo por mi culpa!
Suspiré.
—Entra y cierra la puerta —dije. Y cuando ella lo hizo y se me acercó, hundí la cara en mis manos y gemí—. ¡Oh, Tess! —dije—. ¡Qué noche! ¡Qué noche!
Ella dejó la vela.
—He cogido un paño con un poco de hielo —dijo—. Si me permite, le... — Levanté la cabeza y me aplicó el paño contra la mejilla; hice una mueca de dolor—. ¡Vaya ojo a la virulé que se le va a poner! —dijo, y a continuación, en un tono distinto—. ¡Es un demonio de mujer!
Empezó a limpiarme la sangre que se había coagulado en torno de las ventanillas nasales; inclinada sobre mí en la cama, a mi lado, apoyó la mano libre en mi hombro para sujetarse.
Poco a poco, sin embargo, caí en la cuenta de que estaba temblando.

—Es el frío, señorita —dijo—. Sólo el frío y, bueno, el rato de miedo que he pasado abajo...
Pero mientras lo decía le creció el tembleque y rompió a llorar.
—La verdad es —dijo entre las lágrimas— que no soportaba la idea de estar acostada arriba, en mi cuarto, con todas esas malvadas sueltas por la casa. Pensaba que a lo peor venían a intentarlo otra vez...
—No te apures —dije. Le cogí el trapo y lo dejé en el suelo. Retiré la colcha de la cama y le envolví los hombros con ella—. Te quedas aquí conmigo, donde no pueden tocarte... —La rodeé con el brazo y ella recostó la cabeza en mi oreja. Todavía llevaba su cofia de sirvienta. Le quité los alfileres, se la retiré y el pelo le cayó hasta los hombros. Estaba aromatizado de rosas ardientes y de vino especiado. Al olerlo, con el calor de Tess contra mi hombro, de repente empecé a sentirme más ebria que en toda la noche. Quizás fuese solamente que la cabeza me zumbaba por la fuerza del golpe de Andrea.
Tragué saliva. Tess se puso un pañuelo en la nariz y se quedó más quieta. De los suelos de abajo llegaba el sonido de pies que corren, el furioso aporreo del piano y una carcajada.
—¡Escucha eso! —dije, soliviantada de nuevo—. ¡Siguen la fiesta como si nada! Se han olvidado totalmente de nosotras, pobres, aquí arriba...
—¡Oh, espero que sí!
—Pues claro que sí. ¡Cualquier cosa que hiciésemos les tendría sin cuidado! ¡Hasta podríamos hacer una fiesta las dos solas! —Ella se sonó la nariz y luego se rió.
Mi cabeza dio una especie de brinco—. ¡Tess! ¿Por qué no hacemos una fiesta, las dos solas? ¿Cuántas botellas de champán quedan en la cocina?
—Montones.
—Pues entonces baja a coger una. Se mordió el labio.
—No sé...
—Ve, no te verán. Están en el salón, y puedes ir por la escalera de atrás. Y si te ve alguien y te pregunta algo, dices que la botella es para mí. Lo cual es cierto.
—Bueno...
—¡Vamos! ¡Coge la vela!
Me levanté, le cogí de las manos y la puse de pie; ella, contagiada por mi temeridad, soltó otra risita, se llevó los dedos a los labios y salió de puntillas de la habitación. Entretanto yo encendí una lámpara, pero la gradué con una luz muy tenue. Tess había dejado la cofia encima de la cama: la cogí y me la puse en la cabeza, y cuando volvió, cinco minutos después, y me vio con ella puesta se rió en voz alta.
Traía una botella empañada de humedad y una copa.
—¿Has visto a alguien? —pregunté.
—He visto a una par de mujeres, pero no me han visto. Estaban en la cocina y... ¡oh, se estaban devorando a besos!
Me la imaginé apostada en las sombras, observando a la pareja. Fui hasta ella, cogí la botella y le desprendí del cuello la capucha de plomo.
—La has agitado —dije—. ¡Va a hacer pop al abrirse!
Ella se tapó los oídos y cerró los ojos. Yo noté que el corcho se retorcía contra el cristal por un segundo; luego saltó de mis dedos y lancé un grito:
—¡Rápido, rápido! ¡Trae una copa!
Un chorro de espuma cremosa se había alzado del cuello de la botella y me estaba empapando los dedos y las piernas; yo seguía llevando, por supuesto, la pequeña toga blanca. Tess tomó la copa de la bandeja y la mantuvo, otra vez riéndose, debajo del líquido que manaba a chorros.
Fuimos a sentarnos en la cama, Tess con la copa en las manos y yo dando sorbos de la botella espumosa. Tosió mientras bebía, pero le volví a llenar la copa y dije:
—¡Bébetela entera! Como esas vacas de abajo.
Y ella bebió y bebió hasta que las mejillas se le pusieron rojas. Sentí la cabeza un poco más mareada con cada sorbo que daba, y que las pulsaciones en mi cara hinchada eran cada vez más fuertes. Al final dije: «¡Ay, cómo me duele!», y Tess dejó la copa para tocarme muy suavemente la mejilla. Sus dedos llevaban unos segundos posados en ella cuando le cogí la mano con la mía, me incliné y la besé.
No me rechazó hasta que la tumbé en la cama y la atraje hacia mí. Entonces dijo:
—¡Oh, no podemos! ¿Y si viene Mrs. Rojas?
—No vendrá. Me deja sola para castigarme.
Le toqué la rodilla, y después el muslo, a través de las capas de su faldamenta. —No podemos... —repitió, pero esta vez con una voz más débil. Y cuando le tiré del vestido y dije: «Vamos, quítatelo... ¿o tendré que arrancarte los botones?», ella soltó una risa ebria—: ¡No hará tal cosa! Ayúdeme con educación.
Desnuda era muy delgada y tenía colores extraños: de un carmesí llameante las mejillas, de un rojo más tosco desde los codos hasta la yema de los dedos, y de un blanco pálido —de un blanco casi azulado— el torso, la parte superior de los brazos y los muslos. El vello de la entrepierna —nunca se saben estas cosas de antemano— era de un rojo anaranjado.
Lanzó un chillido cuando hundí en él mis labios: «¡Oh! Pero ¿qué hace?» Al cabo de un momento, sin embargo, me agarró la cabeza y la apretó. Entonces no parecía estar nada apenada por mi nariz hinchada. Sólo dijo:
—¡Oh, dese la vuelta, deprisa, para que yo le haga lo mismo!
Después, cubrí a las dos con la colcha y bebimos más champán, turnándonos para beberlo a sorbos de la botella. Posé una mano encima de ella. Dije:
—¿Solías frotarte en el reformatorio?
Me dio un manotazo, diciendo:
—¡Oh, es tan mala como las de ahí abajo! ¡Por poco me muero! —Retiró la manta hacia abajo y se miró el chocho—. ¡Pensar que tengo una polla! ¡Vaya idea!
—¿Vaya idea? Oh, Tess, ¡me encantaría verte con una! Me encantaría... —Me incorporé—. Tess, ¡me encantaría verte con el olisbos de Andrea!
—¿Con esa cosa? ¡Le ha vuelto una cochina! ¡Me moriría de vergüenza antes de ponerme una cosa de ésas! —dijo, pestañeando.
—¡Te has puesto roja! Te atrae, ¿verdad? Te atrae un poco ese tipo de juego, ¿eh? ¡No me digas que no!
—¡Por favor, una chica como yo!
Pero estaba más colorada todavía y rehuyó mi mirada. Le cogí de la mano y la obligué a levantarse.
—Anda —dije—. Me has puesto de lo más cachonda. Andrea no lo sabrá nunca. —¡Oh!
La llevé hasta la puerta y me asomé al pasillo. La música y las risas de abajo eran más débiles, pero todavía ruidosas y agitadas. Tess cayó sobre mí y me rodeó la cintura con los brazos; fuimos a trompicones a la salita de Andrea, totalmente desnudas y tapándonos la boca para no reírnos.
Allí fue cosa de un instante abrir el cajón secreto del buró y abrir después con la llave que había dentro el arcón de palisandro. Tess vigilaba, lanzando miradas temerosas hacia la puerta. Con todo, cuando vio el consolador se ruborizó de nuevo, pero no era capaz de separar los ojos del artefacto.
—Levántate —dije. Lo dije casi como lo decía Andrea—. Levántate y abrocha las hebillas.
Cuando lo hubo hecho, la llevé ante el espejo. Me sobresaltó ver mi cara toda roja y tumefacta, y aún con costras de sangre entre sus pliegues, pero más que la magulladura me distrajo la imagen de Tess mirándose el falo que sobresalía de su cuerpo, tocando la verga y tragando saliva para sentir el movimiento del cuero. La giré hacia mí, le puse las manos en los hombros y encajé el glande del consolador entre mis muslos. Si mi breva hubiera tenido lengua, no habría podido ser más elocuente; y si la hubiera tenido el chocho de Tess, se habría relamido los labios.
Dio un grito. Nos precipitamos sobre la cama y caímos en diagonal sobre la colcha de raso. La cabeza me colgaba fuera de la cama —la mejilla me dolía de la sangre que afluía a ella—, pero Tess había metido la vara dentro de mí, y cuando empezó a contorsionarse y a empujar, no tuve más remedio que levantar la boca y besarla.
En ese instante oí un ruido perfectamente nítido que prevaleció sobre la vibración de los postes de la cama y los latidos del pulso en el interior de mis oídos. Dejé caer la cabeza y abrí los ojos. La puerta del dormitorio estaba abierta, y el umbral lleno de caras femeninas. Y el rostro que ocupaba el centro de todos, pálido de cólera, era el de Andrea.
Por un segundo permanecí paralizada; vi lo que ella veía: el arcón abierto, el revoltijo de miembros encima de la cama, el culo que bombeaba, con sus tiras de cuero (pues Tess, ay, tenía los ojos cerrados y seguía embistiendo y jadeando al tiempo que su ama la observaba, indignada). Entonces así con las manos los hombros de Tess y se los apreté muy fuerte. Abrió los ojos, vio lo que yo veía y emitió un grito de pánico. Instintivamente, intentó erguirse, olvidando el asta que uncía sus caderas sudorosas con las mías. Por un segundo forcejeamos juntas, como dos patosas; ella tuvo un acceso de risa nerviosa, más disonante que su primer y agudo chillido de miedo.
Por fin hizo una contorsión; hubo como un sonido de succión, monstruosamente audible en el súbito silencio y horriblemente acusador; y Tess se despegó. Se quedó en un costado de la cama, con el consolador balanceándose ante ella. Una de las mujeres que estaban al lado de Andrea dijo:
—¡Tiene una polla, en resumidas cuentas!
—Esa polla es mía —respondió Andrea— ¡Estas furcias me la han robado!
Lo dijo con voz pastosa, quizás de la borrachera, pero también, creo, de la conmoción. Miré de nuevo al arcón grande y desbordante del que ella estaba tan envanecida y celosa, y sentí que un gusano de satisfacción se retorcía dentro de mí.
Y recordé asimismo otra habitación, una que yo creía haber olvidado por entero: un cuarto en cuya puerta fui yo la que me quedé sin habla mientras mi novia temblaba y se sonrojaba junto a su amante. Sonreí al ver a Andrea en mi situación de antaño.
Fue esta sonrisa, creo, la que la trastornó.
—María —dijo, pues María estaba allí con ella, así como Dickie y Evelyn; quizás todas ellas habían venido al cuarto a coger un libro obsceno—, María, ve a buscar a Mrs. Hooper. Quiero que traigan aquí las cosas de Kara: se va de esta casa. Y un vestido para Eve. ¡Las dos vuelven a la alcantarilla de donde yo las saqué! —Su voz era fría; sin embargo, cuando avanzó un paso hacia mí se tornó más vehemente—. ¡Putilla! —dijo—. ¡Mujerzuela! ¡Puta, ramera, zorra, guarra!

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora