Capitulo 14

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(4/5)

Los días de aquella semana fueron aún más calurosos, y empezaba a cansarme del calor. Todo Londres anhelaba un respiro del clima; cuando por fin llegó, la noche del jueves, la gente salió a las calles aliviada.
Yo salí también. Durante casi dos días había permanecido en casa sumergida en una especie de letargia caliente, bebiendo incontables tazas de limonada con Mrs. Milne y Gracie en la sala en penumbra, o dormitando desnuda en mi cama, con las ventanas abiertas y las cortinas corridas. Ahora me atraía como un imán la promesa de una noche fresca de libertad en las calles bulliciosas y populacheras del West End. Mis arcas, además, estaban vacías, y tenía que pensar en la cena que debería pagarle a Lena la noche siguiente. Así que pensé que necesitaba ser el centro de atención. Me lavé y me dejé el pelo liso y brillante de macasar, y al vestirme me puse mi traje predilecto, el uniforme de guardia, con sus botones de latón y sus ribetes, su casaca escarlata y su gorra primorosa.

Apenas me lo ponía. Las estrellas y las hebillas militares no me decían nada, pero albergaba el vago temor de que algún día un soldado de verdad las reconociese y me dijera que eran de su regimiento; o bien de que ocurriera alguna emergencia — que atacaran a la reina, por ejemplo, cuando yo paseaba por delante del Buckingham Palace— y que me instaran a desempeñar un papel imposible para resolverla. Pero el traje también me traía suerte. Me había deparado al audaz caballero de la Burlington Arcade, cuyo beso había resultado profético, y había inclinado la balanza a mi favor en mi primera entrevista con Mrs. Milne. Aquella noche pensé que me conformaría con que me agenciase un soberano.

Y aquella noche reinaba en la ciudad un curioso ambiente que parecía casar perfectamente con la indumentaria que yo había elegido. Como el aire era fresco e insólitamente limpio, los colores —el rojo de un labio pintado, el azul de los tablones de un hombre anuncio, el violeta, el verde y el amarillo del muestrario de una florista— parecían resaltar de la penumbra. Era como si la ciudad fuese una alfombra monstruosa a la que un gigante le hubiese aplicado el sacudidor para restaurarle todo su brillo. Contagiada por el talante que yo había presentido en mi alcoba, la gente, al igual que yo, se había puesto de tiros largos. Chicas con vestidos alegres recorrían las aceras en filas largas e intimidatorias, o se besuqueaban en escalones y bancos con sus galanes de sombrero bombín. Chicos con la cabeza abrillantada con pomada, reluciente como seda a la luz de gas, bebían en las puertas de las tabernas. La luna colgaba baja sobre los tejados del Soho, rosa y brillante y turgente como un farolillo de papel. Junto a ella, unas pocas estrellas emitían destellos depravados.

Y yo caminaba por el medio de todo esto, con mi traje escarlata; pero a las once de la noche, cuando ya las calles se iban quedando desiertas, no había tenido suerte. Al parecer, a un par de caballeros les había gustado mi apariencia, y uno de aire zafio me había seguido desde el mismo Piccadilly hasta Seven Dials y vuelta. Pero al final otros chaperos les habían atraído, y mi perseguidor no era el tipo de cliente que me interesaba. Le había dado esquinazo en unos urinarios con dos salidas.

Y había habido más tarde otro encuentro a medias, cuando yo holgazaneaba junto a una farola de St. James's Square. Un cupé que circulaba Lentamente se había parado, y luego, como yo, se plantó donde estaba. Nadie se apeó ni subió al coche. El cuello alto que llevaba el cochero le ensombrecía la cara, y no había apartado ni un instante la vista del caballo, pero imperceptibles tirones al encaje de las ventanillas del carruaje oscuro me informaron de que me estaban observando con atención desde dentro.

Yo había deambulado un poco y encendido un cigarro. No hacía prestaciones en coches, por razones obvias. Sabía por mis amigos de Leicester Square que los caballeros en vehículos eran exigentes. Pagaban bien, pero a cambio esperaban amplios favores: trabajarles el trasero, líos de cama y, alguna que otra vez, noches en hoteles. Aun así, no costaba nada pavonearse un poco: el señor del coche quizás me recordara en otra ocasión más peatonal. Estuve diez minutos largos recorriendo los bordes de la plaza, y de vez en cuando extendía la mano para estirarme la ingle, pues aquella noche me había vestido con intención llamativa y había acolchado mis calzones con una corbata de seda enrollada, en vez del pañuelo o el guante habituales, y la prenda resbalaba y se me bajaba hacia el muslo. No obstante, pensé que un gesto así quizás no resultase desagradable para la mirada distante de un caballero interesado...

De todos modos, el cupé con su cochero taciturno y su vergonzoso ocupante se había puesto finalmente en marcha y se había ido.

A partir de entonces, todos mis admiradores habían observado la misma cautela que aquel caballero; había percibido que me dirigían algunas miradas de interés, pero me las había apañado para no responder a ninguna con mi propia mirada más abiertamente inquisitiva. Había oscurecido y casi hacía frío. Pensé que era hora de volver despacio a casa. Estaba decepcionada. No con mi actuación, sino con la velada, que había comenzado muy prometedora y terminado en un completo fiasco. No había ganado un céntimo: tendría que pedirle prestado un poco de efectivo a Mrs. Milne y pasar más horas callejeando, con mayor resolución y menos remilgos la semana siguiente, hasta que volviera a sonreírme la suerte. La idea no me alegró: el oficio mercenario, que al principio me había parecido una fiesta, últimamente se había vuelto un poco fatigoso.

Con este estado de ánimo emprendí el camino de regreso a Creen Street, evitando ahora las calles más concurridas por las que había transitado para divertirme, y tomando otras más desiertas: Old Compton Street; Arthur Street; Great Russell Street, que pasaba por delante de la mole silenciosa y pálida del Museo Británico, y, por último, Guilford Street, que a través del hospital Foundling desembocaba en Gray's Inn Road.

Pero incluso en aquel itinerario más tranquilo, el tráfico parecía extrañamente intenso; era algo inhabitual y sorprendente, pues aunque me adelantaban pocos carros y coches, el ruido mitigado de ruedas y cascos acompasaba de un modo continuo mis lentas pisadas. Por fin, a la entrada de una caballeriza oscura y silenciosa, comprendí por qué; me había parado para atarme un cordón y, al agacharme, miré casualmente hacia atrás. Un coche que emergió de la penumbra avanzaba poco a poco hacia mí, un coche particular con un retumbo especial, de ruedas bien engrasadas, que vi que era el que me había seguido a lo largo de todo el trayecto desde Soho, y con un cochero encorvado y embozado al que creí reconocer. Era el cupé que se había parado cerca de mí en St. James's Square. A su tímido dueño, que me había observado mientras yo posaba debajo de una farola y recorría la acerca con mis dedos en la entrepierna, sin duda le apetecía echar otro vistazo.

Atado el cordón, me incorporé, pero con la precaución de no moverme del sitio. El coche redujo la marcha y —con su oscuro interior oculto tras el grueso encaje de sus ventanillas— pasó de largo. Luego se detuvo, un poquito más lejos. Con paso inseguro, me encaminé hacia él.

El cochero se mantuvo tan impasible e inmóvil como antes: sólo le veía la curva de los hombros y la elevación de su sombrero; de hecho, al acercarme por detrás al coche, desapareció de mi vista por completo. En la oscuridad, el cupé parecía muy negro, pero a la luz de una farola despedía un vivo resplandor carmesí, a trechos punteado de oro. Pensé que el caballero de dentro debía de ser muy rico.

En fin, se llevaría un chasco: me había seguido para nada.
Avivé el paso y me dispuse a rebasar al coche, con la cabeza gacha.

Pero al llegar a la altura de la rueda trasera oí el suave chasquido de una manilla: la puerta giró sobre sus goznes en silencio y me obstruyó el paso. De las sombras, más allá del marco de la portezuela, salió una voluta de humo azul de tabaco; oí una aspiración, un susurro. No tenía más remedio que o volver sobre mis pasos y cruzar por detrás del cupé o pasar apretujada entre la portezuela abierta y la pared a mi izquierda... captando, de pasada, un vislumbre del enigmático ocupante. Estaba intrigada, lo confieso. Era claramente alguien muy especial un caballero capaz de infundir un sentido teatral a la puesta en escena de un encuentro que, en circunstancias normales, se habría concertado de un modo muy anodino: con una palabra, un gesto de asentimiento o el aleteo de una pestaña sombreada. Además, sinceramente, me sentía halagada y, por causa de ese halago, generosa. Puesto que había tenido que llegar a aquel extremo para admirar mi trasero desde una cierta distancia, me pareció justo darle una oportunidad de que lo viese más de cerca, aunque tendría que contentarse, por supuesto, con mirar.

Avancé un poco hacia la portezuela abierta. El interior estaba oscuro; vi sólo el vago contorno de un hombro, un brazo, una rodilla, contra el cuadrado más iluminado de la otra ventanilla. Brilló brevemente en la negrura la punta de un cigarrillo cuyo fulgor rojo se reflejó en una pálida mano enguantada y en un rostro.
La mano era delgada, y lucía anillos. La cara estaba empolvada: una cara de mujer.
Estaba tan sorprendida que no pude reírme; tan sobresaltada que, por un instante, sólo acerté a mirarla boquiabierta, parada en el halo de penumbra que parecía emanar del coche; ella habló en aquel momento.
—¿Puedo ofrecerte transporte?

Tenía una voz sonora, algo altanera y en cierto modo imponente. Me hizo tartamudear.

—Es muy amable por su parte, señora —dije, con la afectación escrupulosa de un dependiente que rechaza una propina— pero no estoy ni a cinco minutos de mi casa y llegaré mucho antes si me permite desearle buenas noches y seguir mi camino.

Ladeé mi gorra hacia el lugar oscuro de donde procedía la voz y, con una leve sonrisa forzada, me dispuse a pasar de largo.

Pero la dama habló de nuevo.

—Es bastante tarde —dijo— para andar solo por calles como éstas. —Dio una chupada y la punta del cigarrillo refulgió de nuevo en la oscuridad—. ¿Quieres que te deje en algún sitio? Tengo un cochero muy diestro.

Seguro que lo es, pensé: el hombre seguía encorvado en el pescante, de espaldas a mí, sumido en sus pensamientos. De repente tuve un impulso de cautela. Había oído en Soho historias de mujeres como aquélla, mujeres que recorrían las calles a oscuras con sirvientes bien pagados en busca de hombres o de chicos ociosos que les harían pasar un buen rato por el precio de una cena. Ricachonas solteras, o con maridos ausentes o incluso (eso, por lo menos, contaba Dulce Alex) con un marido en casa, calentando la cama, con quien luego compartían la presa asustada. Nunca había sabido si creer en la existencia de mujeres así; delante, sin embargo, tenía a una de ellas, altiva, perfumada y con ganas de juerga.

¡Qué equivocada estaba aquella vez!

Puse la mano en la portezuela y me dispuse a cerrarla. Pero ella habló de nuevo. —Si no quieres que te lleve a tu casa —dijo—, ¿me harás el favor de hacer conmigo un recorrido en coche? Como ves, estoy sola, y esta noche anhelo compañía. Me pareció que le temblaba la voz, aunque no sabría decir si de melancolía, de

expectación o incluso de risa.

—Oiga, señorita —dije, hablando hacia la oscuridad—, se confunde de persona. Déjeme pasar y diga a su cochero que le dé otra vuelta por Piccadilly. —Me reí—: Créame. No tengo lo que está buscando.

El coche crujió; la punta roja del cigarrillo osciló, brilló e iluminó de nuevo una mejilla, una frente, un labio. El labio se curvó.

—Al contrario, encanto. Tienes exactamente lo que estoy buscando.

No caí en la cuenta todavía, sino que sólo pensé: ¡Caray, qué insistente! Miré alrededor. Unos cuantos coches pasaban a toda prisa por Gray's Inn Road, y dos o tres peatones tardíos se perdieron de vista enseguida detrás de ellos. Se estaban apeando los pasajeros de un cupé que se había detenido al fondo de las caballerizas, muy cerca de nosotros; cruzaron una puerta, el cupé se puso en marcha y partió, y todo volvió a quedar en silencio. Respiré y me asomé al interior oscuro del coche. —Señora —dije entre dientes—. No soy un chico. Soy... —Vacilé. La punta del

pitillo desapareció: lo había tirado por la ventana. Oí que exhalaba un suspiro de impaciencia; y entonces, de golpe, comprendí.

—Qué idiota —dijo—. Sube.

Bueno, ¿qué debería haber hecho? Había estado cansada, pero ya no lo estaba. Me había sentido decepcionada, mis expectativas para la velada se habían truncado; pero aquella invitación inesperada pareció restaurar todo el encanto de la noche. Ciertamente era muy tarde y yo estaba sola, y aquella mujer era a todas luces una desconocida con determinación y con secretos y peculiares gustos... Pero su voz y su conducta eran, como he dicho, imperiosos. Y era rica. Y mis arcas estaban vacías. Titubeé un momento; ella extendió la mano y, a la luz de la farola que iluminó sus anillos, vi lo grandes que eran las piedras. Fue eso —sólo eso, entonces— lo que me decidió. Tomé su mano y subí al coche.

Me senté a su lado en la oscuridad. El cupé arrancó con un crujido amortiguado y emprendió su marcha fluida, silente y suntuosa. A través del grueso encaje de las ventanillas las calles parecían cambiadas, desprovistas de sustancia. Comprendí que así veían siempre la ciudad los ricos.

Miré de reojo a la mujer que estaba a mi lado. Llevaba un vestido o una capa de alguna tela pesada y sombría, que no se distinguía de la tapicería oscura del interior del vehículo; su cara y sus manos enguantadas, iluminadas a intervalos por el brillo de farolas que pasaban, con su superficie fantásticamente veteada por la sombra de las cortinas, parecían flotar como nenúfares en un charco de tinieblas. Hasta donde pude ver, era guapa y muy joven, unos diez años, quizás, mayor que yo.

Las dos callamos durante medio minuto; después, ella echó hacia atrás la cabeza y me inspeccionó. Dijo:

—¿Vuelves, quizás, de un baile de disfraces?
Había en su voz un deje nuevo, ligeramente arrogante.

—¿Un baile? —respondí. Para mi sorpresa, mi voz sonó aflautada, temblorosa. —Pensaba..., el uniforme...

Hizo un gesto hacia mi traje. Éste también parecía haber perdido parte de su jactancia, como si su carmesí se desangrara en la penumbra del coche. Sentí que iba a defraudarla.

—Oh, el uniforme es mi disfraz para las calles, no para una fiesta. Pienso que a una chica con faldas, sola en la ciudad, la miran de un modo que no siempre es agradable.
Ella asintió.
—Ya veo. ¿Y no te gusta? Que te miren, me refiero. Nunca lo habría imaginado.
—Bueno... Depende de quién mire, desde luego.

Por fin estaba recobrando mi aplomo, y presentía que ella también se estaba animando. Por un segundo sentí algo que no había sentido desde hacía siglos: la emoción de actuar con una compañera a mi lado, con alguien que conocía las canciones, los pasos, el zapateo, la pose... El recuerdo me despertó el sordo y antiguo dolor de una congoja; pero se le superpuso, en aquel nuevo escenario, un placer intenso y expectante. ¡Allí estábamos los dos, la extraña dama y yo, en el trayecto hacia no sabía qué, jugando a putas y sus mañas tan bien que era como si estuviésemos recitando un diálogo sacado de un manual para furcias! Yo estaba aturdida.

Ella levantó la mano para tocar el cuello galoneado de mi casaca.

—¡Qué impostora eres! —dijo, con un tono benévolo—. Pero creo que tienes un hermano en la Guardia. Un hermano o, quizás, un novio...

Los dedos le temblaron levemente, y noté en la garganta el más glacial cuchicheo de zafiro u oro.

—Trabajo en una lavandería, y un soldado trajo esto —dije—. Pensé que no se daría cuenta si lo tomaba prestado. —Alisé las arrugas alrededor de la entrepierna, donde la corbata resbaladiza todavía formaba un bulto soez—. Me gusta el corte de los pantalones —añadí.

Tras la más breve de las pausas, su mano —como supe que haría— se posó en mi rodilla, desde donde trepó hasta la parte superior de mi muslo, y descansó allí. Tenía la palma sumamente caliente. Hacía siglos que nadie me tocaba en aquel punto; de hecho, había montado tan estrecha vigilancia sobre mi regazo últimamente que tuve que reprimir el impulso de apartarle los dedos.

Tal vez notó mi tirantez, pues ella misma retiró la mano y dijo:
—Me temo que eres un poco provocadora.

—Oh —dije, reponiéndome—. Sé provocar muy bien, si es lo que le gusta... —Ah.

—Y además —añadí, con insolencia—, es usted quien provoca: la he visto mirándome en St. James's Square. ¿Por qué no me ha parado allí si tantas ganas tenía de compañía?

—¿Y estropear la diversión precipitándola? ¡La espera era la mitad del placer! Al decir esto levantó los dedos de la otra mano —la izquierda— hasta mi

mejilla. Sentí que las puntas de sus guantes estaban algo húmedas, y percibí que estaban perfumados con un aroma que me hizo retroceder de confusión y sorpresa. Ella se rió.

—¡Pero qué ñoña te has vuelto! Estoy segura de que no eres tan melindrosa con los señores de Soho.

En esta observación había un tono de certeza. Dije:
—Me ha estado observando... ¡antes de esta noche!

—Bueno, es increíble lo que se ve desde un coche, si eres rápida, aguda y paciente —respondió—. Puedes seguir a tu presa como el sabueso a un zorro..., sin que el zorro se dé cuenta de que le persiguen..., puede creer que se ocupa de sus propios asuntos: levanta la cola, arquea la frente, se relame las fauces... Podría haberte capturado, querida, una docena de veces: pero ¡ah!, como he dicho, ¿por qué estropear la caza? Esta noche... ¿qué me ha hecho decidirme, al fin? Quizás el uniforme; quizás la luna...
Y volvió la cara hacia la ventanilla del coche, por donde se divisaba la luna: más alta y pequeña que antes, pero todavía muy rosa, como avergonzada de gravitar sobre el mundo malvado al que no tenía más remedio que alumbrar con su luz...

Y a mí también me ruborizaron las palabras de la dama. Lo que había dicho era extraño, escandalizador... y, no obstante, supuse que muy bien podría ser cierto. En el bullicio y hormigueo de las calles en las que yo ejercía mi turbia actividad, un carruaje que se detiene o se demora pasaría inadvertido, sobre todo para mí, más atenta al tráfico de las aceras que al de las calzadas. Me incomodó enormemente la idea de que me hubiese estado observando todas aquellas veces... Pero tener aquel público ¿no era precisamente lo que yo había ansiado? ¿No me había lamentado una y otra vez de que mis nuevas actuaciones nocturnas tuviesen que representarse en la oscuridad, al socaire, insospechadas? Pensé en todos los genitales que había manipulado, los clientes ante los que me había arrodillado, las pollas que había chupado. Lo había hecho más fresca que unas pascuas; ahora, pensar que ella me había estado espiando me afectó directamente a la cruz de la entrepierna, y me humedecí.

Dije —no se me ocurrió otra cosa—, dije:
—¿Soy tan... especial?
—Veremos —respondió ella.

Después de lo cual no volvimos a hablar.

Me llevó a su casa, en St. John's Wood; y la casa, como supuse, era magnífica: una mansión alta y blanca, en una plaza bien cuidada, con un portal amplío y altas ventanas de bisagra con muchos lienzos de cristal. En una de ellas brillaba una lámpara; las casas vecinas, por el contrario, tenían los postigos negros y cerrados, y en aquel silencio me pareció espantoso el traqueteo de nuestro coche: no estaba acostumbrada a la quietud total, anómala, que reina en las calles y las casas de los ricos cuando están durmiendo.

Me llevó a la entrada sin decir palabra. Vino a abrirnos una criada de expresión adusta, que cogió la capa de su señora y me lanzó una sola mirada furtiva, pero después mantuvo los ojos bajos. La dama se entretuvo leyendo las tarjetas encima de la mesa; y yo, cohibida, miré alrededor. Estábamos en un vestíbulo espacioso, al pie de una amplia escalera que ascendía hacia pisos más altos y oscuros. A derecha e izquierda de nosotras, había puertas: cerradas. El suelo era de mármol, de cuadros negros y rosas. Las paredes, a juego, estaban pintadas de un rosa muy oscuro, que se oscurecía aún más donde la escalera se curvaba y se elevaba, como las espirales internas de una concha.

Oí que mi anfitriona decía: «Puede retirarse, Mrs. Hooper», y la criada se despidió con una inclinación de la cabeza. La dama cogió la lámpara de la mesa que había a mi lado y, sin decir palabra, empezó a subir la escalera. La seguí. Subimos un piso y después otro. A cada paso la casa se volvía más sombría, hasta que por fin sólo hubo el parvo foco de luz de su mano para guiar mis pasos inseguros en la oscuridad. Me llevó por un corto pasillo hasta una puerta cerrada, se volvió y la tuve enfrente, con una mano levantada sobre la madera y la otra con la lámpara a la altura del muslo. A decir verdad, parecía nada menos que La luz del mundo que colgaba encima del paragüero en el recibidor de Mrs. Milne, pero su gesto surtió su efecto en mí. Sentí una punzada, entonces, no de deseo, sino de miedo: su cara, iluminada por detrás de la lámpara humeante, parecía a la vez macabra y grotesca. Me pregunté qué gustos tendría aquella mujer y cómo habrían decorado la habitación que había al otro lado de aquella puerta muda, en la casa silenciosa, con sus criados indiferentes y curiosos. Tal vez hubiera cuerdas, tal vez hubiese cuchillos. Quizás hubiera un grupo de chicas travestidas, con el pelo lustroso de brillantina y el cuello todo ensangrentado.

La mujer sonrió y se volvió. Se abrió la puerta. Me invitó a entrar.

No era, en definitiva, más que una especie de salón. Un pequeño fuego se había vuelto ceniciento en la rejilla, y un bol con pétalos parduscos en la repisa de la chimenea recargaba aún más el aire con un perfume embriagador. Cortinas de terciopelo recubrían la alta ventana; contra la pared de enfrente había dos sillas sin brazos y de respaldo recto. Una puerta junto a la chimenea daba acceso a otra habitación; estaba entreabierta, pero no pude ver su interior.

Entre las sillas había un buró, y la señora se encaminó hacia él. Se escanció un vaso de vino, cogió un cigarrillo con el filtro rosa y lo encendió.

Yo ya había visto que era más mayor y menos guapa, pero más llamativa, de lo que creí al principio. Tenía la frente suave y pálida, tanto más pálida porque la enmarcaban la textura rizada de su pelo y sus cejas oscuras y espesas. Su nariz era muy recta; su boca, una boca llena que en otro tiempo, supuse, lo habría sido todavía más. Sus ojos, de un avellana, parecían contener sólo pupilas a la luz tenue de la lámpara que estaba a medio gas. Cuando los entornó —lo que hizo entonces para escrutarme a través de la neblina azul del humo de tabaco—, se veía la red de arrugas, finas y no tan finas, que los circundaba.

Hacía muchísimo calor en aquel cuarto. Desaté el botón de mi garganta, me quité el sombrero y me pasé los dedos por el pelo; a continuación me froté la palma contra la lana del muslo, para limpiarla de aceite. Y entretanto ella me miraba. Dijo:

—Debes de pensar que soy algo grosera.
—¿Grosera?
—Por haberte traído hasta aquí sin preguntarte tu nombre siquiera.
Dije, sin vacilación:

—Soy Kara Zor-el, y lo menos que podría hacer, creo, es ofrecerme un cigarrillo. Sonrió, vino hacia mí y me puso su pitillo, medio fumado y con la boquilla húmeda, entre los labios. Percibí en su aliento el mal olor del tabaco, junto con el
débil regusto del vino que había ingerido.

—Si tú fueras el rey del placer y yo fuera la reina del dolor... —dijo, y añadió, con un tono distinto—: Eres muy guapa, Miss Zor-el.
Di una larga calada: el tabaco me mareó como una copa de champán. Dije:

—Ya lo sé.
Al oír esto, ella levantó las manos hasta mi pechera —no se había quitado los guantes, con los anillos encima— y me recorrió con ellas, con delicadeza y parsimonia, y suspirando entretanto. Por debajo de la lana del uniforme, los pezones se me pusieron tiesos como pequeños sargentos; mis pechos —que se habían habituado a estar, por así decirlo, aplastados por el corsé y el corpiño— parecieron, al contacto, elevarse, hincharse y tensarse contra sus envolturas. Me sentí como un hombre transformado en mujer por la mano de una hechicera. El cigarrillo se consumía en mis labios, olvidado.

Deslizó las manos más abajo y las detuvo en mi regazo, que, al igual que antes, empezó a palpitar y a caldearse. Allí estaba enrollada la corbata de seda y, al manosearla ella, me ruboricé.

—¡Otra vez te pones ñoña! —dijo, y empezó a desatarme los botones. Un instante después, tenía la mano metida en la ranura de mis calzones, había aferrado una punta de la corbata y tiraba de ella. La seda se desrizó y se escurrió susurrante fuera de mis pantalones, como una anguila.

Parecía absurdamente un mago de teatro, que extrae un pañuelo o una ristra de banderines de un puño, una oreja o un bolso de señora, y ella era, por supuesto, demasiado inteligente para ignorarlo: arqueó una ceja oscura, se dibujó en su labio una curva irónica y susurró: «Presto!», cuando la corbata quedó libre. Pero entonces cambió su expresión. Se llevó la seda a los labios y me miró desde encima.

—Toda tu promesa se ha quedado en nada ahora —dijo. Se rió, retrocedió unos pasos y señaló mis pantalones, por cuyos botones asomaba ahora, naturalmente, una blancura—. Quítatelos.

Obedecí al instante, y en mi premura me enredé con los zapatos y las medias. El cigarrillo me asperjaba ceniza, y lo tiré a la rejilla.

—Y la ropa interior —prosiguió ella—, pero déjate la casaca. Así me gusta.

Un montón de ropa yacía ahora a mis pies. La chaqueta me llegaba a las caderas; más abajo, a la luz débil, mis piernas parecían muy blancas y muy oscuro el triángulo de vello en su confluencia. La mujer me observó todo este tiempo, sin hacer ademán alguno de volverme a tocar. Pero cuando terminé, se dirigió a un cajón del buró; al volverse hacia mí tenía algo en la mano. Era una llave.

—En mi dormitorio encontrarás un arcón que se abre con esta llave —dijo, señalando hacia la segunda puerta. Me la entregó. Estaba muy fría sobre mi palma caliente, y por un momento no hice más que mirarla estúpidamente. Ella dio una palmada—. Presto! —repitió, y esta vez no sonrió, y su tono fue bastante seco.

La habitación contigua era más pequeña que el salón, pero igual de suntuosa, caldeada y débilmente iluminada. En un lado había un biombo tras el cual se escondía un excusado; en el otro, un ropero lacado, con su superficie dura, negra y brillante como el lomo de un escarabajo. Al pie de la cama había, en efecto, un arcón: era hermoso y antiguo, de madera seca y perfumada —palisandro, creo—, con cuatro patas en forma de garras y remaches de latón, tallas intrincadas en los lados y una tapa a la que el resplandor mate del fuego confería un relieve exagerado. Me arrodillé y metí la llave en la cerradura; noté al girarla el desplazamiento de algún profundo resorte interno.

Un movimiento en el rincón del cuarto me hizo girar la cabeza. Había allí un espejo de cuerpo entero, tan grande como una puerta, y vi en él mi reflejo; estaba pálida y con los ojos muy abiertos, sin aliento y curiosa, pero a pesar de todo esto parecía una Pandora inverosímil, con mi casaca escarlata, mi gorra pícara, mi pelo corto y mi culo al aire. En el cuarto de al lado todo estaba en silencio. Volví a concentrarme en el arcón y abrí la tapa. Dentro había un revoltijo de frascos y pañuelos, de cuerdas, paquetes y libros encuadernados de amarillo. Pero no me entretuve examinando estos objetos; de hecho, apenas los miré, pues encima de todo aquel barullo, sobre un cuadrado de terciopelo, había la cosa más extravagante y lasciva que había visto en mi vida.

Era una especie de arnés de cuero: parecía un cinturón pero no lo era del todo, pues aunque tenía una banda ancha con hebillas, atadas a ella había otras dos tiras más cortas y estrechas, asimismo con hebillas. Por un momento pensé con alarma que podría ser la brida de un caballo; luego vi el artilugio al que las bandas y las hebillas servían de soporte. Era un cilindro de cuero, un poco más largo que la longitud de mi mano y de la anchura aproximada que yo podía abarcar con ella. Un extremo era redondo y estaba ligeramente ensanchado, y el otro estaba firmemente sujeto a una base plana; a esta base se ataban, mediante aros de latón, el cinturón y las tiras más estrechas.

Era, en suma, un consolador. Nunca había visto uno; en aquella época ignoraba que cosas así existiesen y tuvieran un nombre. Que yo supiera, aquél podría ser un original que la mujer había hecho fabricar de acuerdo con un diseño suyo.
Quizás Eva pensó lo mismo cuando vio su primera manzana.
Lo cual no le impidió conocer para qué servía la manzana...
Pero, por si acaso yo seguía pasmada, la mujer habló de nuevo.
—Póntelo —dijo; debía de haber oído cómo se abría el arcón—. Póntelo y ven
aquí.

Tuve que forcejear unos segundos para colocar las bandas y atar las hebillas. El latón se me clavaba en la piel blanca de las caderas, pero el cuero era maravillosamente flexible y cálido. Volví a mirarme en el espejo. La base del falo formaba una cuña más oscura sobre mi propio escudo triangular de vello, y su punta inferior me producía un roce de lo más insinuante. A partir de esta base, el consolador se erguía obscenamente; no todo recto, sino formando un ángulo malicioso, de tal modo que cuando lo miré lo primero que vi fue su cabeza bulbosa, brillando en el fulgor rojo del fuego y hendida por una hilera casi invisible de puntadas diminutas de marfil.

Cuando di un paso adelante, la cabeza osciló.

—Ven aquí —dijo la dama, cuando me vio en la entrada; y al caminar hacia ella, el falo vibró aún más fuerte. Levanté la mano para aquietarlo, y ella, al verme, puso sus dedos encima de los míos y me instó a aferrar el mástil y a acariciarlo. Los roces insinuantes de la base se volvieron aún más insinuantes: no tardaron mucho en temblarme las piernas, y ella, al intuir mi placer creciente, empezó a respirar más fuerte. Retiró las manos, se volvió y se levantó el pelo de la nuca, y me hizo una señal de que la desvistiera.

Encontré los corchetes de su vestido y después los cordones de su corsé; vi que por debajo tenía la piel veteada de escarlata por las cien minúsculas arrugas de su camisa. Se agachó para quitarse las enaguas pero no se quitó las bragas, las medias y las botas, y también conservó puestos los guantes. Muy osadamente —pues todavía no la había tocado— deslicé una mano por el borde de sus bragas, y con la otra le apresé un pezón y lo apreté.

Entonces ella me besó en la boca. Nuestros besos fueron imperfectos, como los de todos los amantes nuevos, y sabían a tabaco: pero —así como los besos de los amantes nuevos— su propia rareza los tornó emocionantes. Cuanto más la acariciaba yo, más fuerte me besaba ella y más húmeda se ponía mi entrepierna, por debajo de mi funda de cuero. Por último ella se desasió y me agarró de las muñecas.

—¡Todavía no! —dijo—. ¡Todavía no, todavía no!

Sin soltar mis manos de las suyas, me llevó a una de las sillas de respaldo recto y me sentó en ella, y el consolador, entretanto, me tiraba de la pelvis, tosco y rígido como un bolo. Adiviné el propósito de mi anfitriona. Con las manos enlazadas alrededor de mi cabeza, se sentó a horcajadas y descendió despacio sobre mis piernas; después empezó a subir y bajar, arriba y abajo, con una cadencia cada vez más rápida. Al principio le sujeté las caderas, para guiárselas; luego volví a hundir una mano en sus bragas y con los dedos de la otra le hurgaba desde el muslo hasta las nalgas. Con la boca prensaba ya un pezón, ya el otro, a veces topando con la sal de su piel y a veces con el algodón humedecido de su camisa.

Su respiración enseguida se convirtió en gemidos y después en gritos; enseguida mi voz se sumó a la de ella, pues el falo que la empalaba también me daba placer a mí: sus movimientos presionaban cada vez más deprisa y cada vez con más fuerza aquella parte precisa de mi cuerpo que más agradecía la presión. Tuve un breve instante de reparo cuando me vi desde una cierta distancia, montada por una extraña en una casa desconocida, uncida a aquel instrumento monstruoso, jadeando de placer y sudorosa de lujuria. Pero un momento después ya sólo me estremecía sin pensar en nada; y el placer —el mío y el de ella— alcanzó su cenit arqueado y doliente y se consumió.

Un segundo después ella se despegó de mi pelvis, se me sentó a horcajadas en el muslo y se columpió en él suavemente, dando alguna sacudida hasta que al final se quedó inmóvil. Notaba su pelo, que se le había soltado, caliente contra mi mandíbula.

Al fin se rió, y volvió a apretarse contra mi cadera.
—¡Ah, qué putilla más exquisita eres! —dijo.
Y así permanecimos acopladas, saciadas y exhaustas, a horcajadas sin la menor elegancia sobre aquella elegante silla de respaldo alto; y a medida que transcurrían los minutos pensé con cierta consternación en cómo iba a pasar la noche. Pensé: Me ha obligado a follarla; ahora me mandará a mi casa. Si tengo suerte me dará una libra por las molestias. Era, de entrada, la perspectiva del soberano lo que me había inducido a seguirla hasta la sala. Y, sin embargo, había algo inexpresablemente deprimente en la idea de abandonar su compañía; de devolver el juguete que tenía atado y de acallar los impulsos bolleros que él y su dueña, inesperadamente, habían revivido.

Levantó la cabeza y vio, supongo, mi expresión abatida.

—Pobre niña —dijo—. ¿Siempre te entristeces cuando has terminado tu tarea? Me cogió la barbilla con la mano y me movió la cabeza hacía la lámpara, y yo le

agarré de la muñeca y le retiré la mano. Se me cayó la gorra que había conservado puesta durante nuestros besos violentos. Al instante ella volvió a tocarme la cara y me palpó el pelo apelmazado por la brillantina; después se rió, se levantó y entró en su dormitorio.

—Sírvete vino —dijo—. Y enciéndeme un cigarrillo, ¿quieres?

Oí el silbido de agua contra loza y supuse que estaría utilizando el excusado. Me acerqué al espejo y me examiné. Tenía la cara tan encarnada casi como mi

chaqueta, el pelo revuelto y los labios magullados e hinchados. Me acordé del consolador en mis caderas, y me incliné para desatarlo. Su brillo se había empañado, y las tiras inferiores estaban empapadas y reblandecidas por mi copioso flujo, pero mantenía la indecente rigidez y la misma potencia que antes: lo cual nunca ocurría con los clientes del Soho. Lo limpié con un pañuelo que había en la mesita junto al fuego, y después me limpié yo misma. Encendí dos cigarrillos y dejé uno quemándose. Me serví un vaso de vino y, entre sorbo y sorbo, fui recogiendo mis medias, mis pantalones y mis botas del montón de ropa desperdigada por la alfombra.

La mujer reapareció y cogió su pitillo. Se había puesto un camisón de gruesa seda verde, y estaba descalza; tenía ese largo segundo dedo del pie que a veces se ve en las estatuas griegas.

Se había soltado el pelo y, una vez peinado, se lo había recogido en una trenza larga y suelta, y por fin se había quitado los guantes blancos de cabritilla. La piel de sus manos era casi tan blanca como ellos.

—Deja eso —dijo, señalando los pantalones que yo sostenía en el brazo—. La criada se ocupará mañana. —Entonces vio el consolador y lo cogió por una de sus correas—. Pero debería guardar esto.
Yo no estaba segura de haber oído bien.
—¿Mañana? —dije— ¿Quiere decir que debo quedarme?

—Pues claro. —Parecía sinceramente sorprendida—. ¿No puedes? ¿Te echarán en falta?

De repente me sentí aturdida. Le dije que vivía con una señora que, aunque se extrañaría de mi ausencia, no se inquietaría a causa de ella. Luego me preguntó si tenía un patrono —¿quizás en la lavandería que había yo mencionado?— que me esperase por la mañana. Me reí al oír esto, y moví la cabeza.

—No me echará en falta nadie. No tengo a nadie en quien pensar, nadie a quien complacer.
Mientras yo decía estas palabras, el juguete apoyado en su muslo empezó a balancearse.

—Hasta ahora no —dijo—. Ahora me tienes a mí.

Esta frase, la expresión con que la dijo, se mofaban de los esfuerzos que yo hacía con el pañuelo; otra vez me humedecí de deseo. Junté mis pantalones con las enaguas de ella, y añadí la chaqueta al montón de ropa. En la habitación contigua, el cobertor de seda había sido retirado, y las sábanas de debajo eran muy blancas y parecían frescas. El arcón ocupaba su lugar silencioso y enigmático al pie de la cama. El reloj sobre la repisa de la chimenea marcaba las dos y media.

No dormimos hasta eso de las cuatro; y serían las once cuando desperté. Recordé que había ido a trompicones al retrete en algún momento del amanecer, y recordé el breve lapso de pasión que se produjo cuando volví a sus brazos; pero después mi sueño había sido pesado y sin sueños, y al despertar vi que estaba sola en la cama; ella se había puesto la bata y estaba fumando en la ventana entreabierta, mirando pensativa a la calle de fuera. Cuando me removí, ella se volvió y sonrió.

—Duermes como una niña —dijo—. Llevo media hora levantada, armando un ruido terrible, y has seguido durmiendo.

—Estaba derrengada —dije. Bostecé... y recordé todas las cosas que me habían fatigado. Un ligero embarazo pareció invadirnos. La noche anterior, el cuarto había sido tan irreal como un escenario: un espacio de luz y sombras, colores y aromas de un fulgor inverosímil, en el cual nos habían otorgado la licencia de no ser nosotras mismas, o de ser algo más que nosotras mismas, como los actores. En la tardía luz matutina que se filtraba por las cortinas entreabiertas, vi que no había nada fantástico en la alcoba; vi que era muy elegante y bastante austera. Me sentí de pronto horriblemente desplazada. ¿Cómo se despide una furcia de su cliente? No lo sabía, no lo había hecho nunca.

La mujer seguía mirándome. Dijo:

—He esperado a que despertases para pedir el desayuno. —Había un cordón de una campanilla empotrado en la pared, junto a la chimenea. Yo no lo había visto la noche anterior—. Tienes hambre, supongo.

Tenía, en efecto, mucha hambre, pero al mismo tiempo una ligera náusea. Además, tenía un sabor de boca abominable: confiaba en que ella no intentase besarme. No lo hizo; guardó las distancias. Enseguida, picada por su aire nuevo, extraño y tímido, empecé a pensar que por qué no venía a besarme, por lo menos, la mano.

Llamaron con un golpe suave y respetuoso a la puerta de la habitación contigua. La mujer dio su permiso y la puerta se abrió; oí pasos y tintineo de loza. Para mi sorpresa, el sonido creció, los pasos se aproximaron: la criada —que pensé que depositaría su carga en el cuarto adyacente, para después retirarse con toda discreción— apareció en la entrada de la nuestra. Subí la sábana hasta mi garganta y me quedé muy quieta: ni al ama ni a la criada, sin embargo, parecía asombrarles lo más mínimo mi presencia allí. Esta última —no la mujer pálida que había visto la víspera, sino una chica un poco más joven que yo— inclinó levemente la cabeza, con los ojos bajos, e hizo sitio para una bandeja en el tocador. No bien hubo terminado, permaneció con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el delantal.

—Muy bien, Eve, eso será todo —dijo la mujer—. Pero ten preparado un baño para Miss Zor-el a las doce y media. Y dile a Mrs. Hooper que hablaré con ella del almuerzo más tarde.

Hablaba con un tono muy cortés, pero incoloro; yo había oído mil veces a damas y a caballeros utilizarlo con cocheros, dependientas y porteros.

La chica volvió a inclinar un poco la cabeza; «Sí, señora», dijo, y se retiró. No había mirado en absoluto hacia la cama.

Los minutos siguientes transcurrieron sin percances, ocupadas con el desayuno. Me senté en la cama —haciendo continuas muecas, porque el cuerpo me dolía como si me hubieran dado una paliza o extendido en un potro de tortura— y la mujer me sirvió el café y bollos calientes untados de miel y mantequilla. Ella sólo bebió una taza y a continuación fumó. Parecía deleitarse en verme comer, del mismo modo que la noche anterior le había gustado observar cómo me desvestía y encendía cigarrillos; pero persistía en su expresión aquel desconcertante aire pensativo que me despertaba el ansia de sus besos sinceros y crueles de la víspera.

Habló cuando hubimos apurado entre las dos la cafetera y yo terminado todos los panecillos, y su voz fue la más grave que hasta entonces le había oído. Dijo:

—Anoche, en la calle, te invité a venir conmigo y tú dudaste. ¿Por qué? —Tenía miedo —respondí con franqueza. Ella asintió.

—¿Tienes miedo ahora?
—No.
—Te alegras de que te haya traído aquí.

No era una pregunta, pero al decirlo levantó la mano hasta mi garganta y me acarició hasta que me puse colorada y tragué saliva, y no pude sino responder: «Sí.»

Entonces retiró la mano. Se puso otra vez pensativa y sonrió.

—De niña leí un cuento persa sobre una princesa, un mendigo y un genio. El mendigo libera al genio de una botella y éste le recompensa con un deseo; pero el deseo, ¡como siempre pasa!, exige unas condiciones. El hombre puede vivir setenta años en un estado de bienestar normal, o bien puede vivir una vida de placeres (casado con una princesa, con criados que le bañan y túnicas de oro) durante quinientos días. —Hizo una pausa, añadió—: ¿Qué elegirías si fueras el mendigo?

Yo vacilé.

—Esas historias son tontas —dije por fin—. A nadie le preguntan nunca... —¿Qué elegirías? ¿El bienestar o el placer? Se puso una mano en la mejilla. —El

placer, supongo. Ella asintió.

—Por supuesto. Lo mismo hizo el mendigo. Me habría entristecido si hubieras dicho lo otro.

—¿Por qué?
—¿No lo adivinas? —Sonrió de nuevo—. Dices que no tienes que responder ante nadie. ¿No tienes tampoco un... ser querido? —Moví la cabeza, quizás con amargura, pues ella suspiró con cierta satisfacción—. Dime, entonces: ¿te quedarás conmigo aquí? ¿Recibiendo placer y dándolo a su vez?

Durante un segundo sólo acerté a mirarla con una expresión estúpida. —¿Quedarme con usted? —dije—. ¿Quedarme como qué? ¿Como invitada,

sirvienta...?
—Como mi puta.

—¡Su puta! —Parpadeé; oí cómo se endurecía mi voz—. ¿Y cómo se me pagará por eso? Muy generosamente, me figuro...

—Querida, te lo he dicho: ¡tu sueldo será el placer! Vivirás aquí conmigo y gozarás de mis privilegios. Comerás en mi mesa, viajarás en mi cupé y te pondrás la ropa que yo te escoja... y te la quitarás también cuando te lo pida. Serías lo que las novelas sensacionalistas llaman una mantenida.

La miré y luego miré a otra parte: al cobertor de seda encima de la cama, al ropero lacado, al cordón de la campanilla, al arcón de palisandro... Recordé mi habitación en casa de Mrs. Milne, donde en los últimos tiempos estaba muy cerca de sentirme plenamente feliz; pero también recordé las obligaciones crecientes que más de una vez me habían inquietado allí. ¡Cuánto más libre sería yo, paradójicamente, si estuviera vinculada a aquella dama, atada a la lujuria, encadenada al placer!

Y, sin embargo, era asimismo un poco repulsivo que me hiciera semejantes promesas con tanto desparpajo. Dije, de nuevo, con una voz dura:

—¿Y no tiene miedo de la sensación usted? Parece muy segura de mí, ¡pero no me conoce de nada! ¿No le preocupa que arme un escándalo, que cuente su secreto a los periódicos..., a la policía?

—¿Y, de paso, el tuyo? Oh, no, Miss Zor-el, no tengo miedo de la sensación: ¡por el contrario, la busco! ¡Busco causar sensación! Y tú también. —Se me acercó un poco más y acarició con un dedo un mechón de mi pelo—. Dices que no sé nada de ti, pero no olvides que te he observado en las calles. ¡Con qué frialdad te exhibes, deambulas y flirteas! ¿Pensabas que ibas a jugar a Ganimedes para siempre? ¿Creías que por llevar una polla de seda no tenías un coño en la juntura de las bragas? —Tenía la cara muy cerca de la mía; no me dejaba apartar mis ojos de los suyos. Dijo—: Eres como yo: lo has demostrado, ¡lo estás mostrando ahora mismo! ¡Estás hambrienta de las de tu propio sexo! Quizás pensaste en sofocar tus apetitos, ¡pero sólo has conseguido que se vean más! Y por eso no vas a armar un escándalo, por eso vas a quedarte y ser mi puta si yo lo deseo. —Imprimió a mi pelo una torsión cruel—. ¡Reconoce que es como yo digo!

—¡Sí!

¡Porque así era, así era! Había dicho la verdad: había descubierto todos mis secretos; me lo había demostrado a mí misma, no sólo con sus palabras virulentas en aquel momento, sino con todo —los besos, las caricias, el polvo que habíamos echado en la silla— lo que le había empujado a decirlas, ¡y yo me alegraba! Había amado a Imra; siempre la amaría. Pero había vivido con ella una especie de extraña vida a medias, escondiéndome de mi auténtico ser. Desde entonces me había negado a amar totalmente, me había convertido —o eso creía— en una persona inmune a la pasión, que sonsacaba a otros secretas y humillantes confesiones de lascivia, pero sin ofrecer nunca la mía. Aquella mujer acababa de arrancármela; me había dejado tan desnuda como si me hubiese desgarrado la piel aullante de mis huesos blancos. Se apretó más contra mí, y cuando percibí su aliento cálido en mi mejilla, sentí que mi deseo renacía al encuentro del suyo, y me supe transida.

Al fin y al cabo, hay momentos en la vida que nos cambian, que nos inculcan el descontento con el pasado y nos ofrecen un nuevo futuro. La noche en el Canterbury Palace en que Imra me había lanzado la rosa y transmutado en amor mi admiración por ella... había sido uno de esos instantes. Éste era otro; quizás, en efecto, ya había pasado; quizás el verdadero comienzo de mi nueva vida fue el segundo en que fui invitada a entrar en el corazón oscuro de aquel cupé que aguardaba. De todos modos, sabía que ahora no había vuelta atrás. El genio ya había salido por fin de la botella, y yo había optado por el placer.

No se me pasó por la cabeza preguntar qué le sucedió al mendigo del cuento cuando los quinientos días llegaron a su fin.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora