Capitulo 6

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El interior de la casa era, además, más alegre. Nos recibió en la puerta la propia Mrs. Dendy —una mujer más bien corpulenta y de pelo blanco, que acogió a Mathews
como a un amigo, le llamó «Mike» y le ofreció la mejilla para que él se la besara—, que nos hizo pasar a la sala. Nos ofreció asiento, nos pidió que nos quitáramos los sombreros y que nos pusiéramos cómodos; llamó a una chica y le mandó rápidamente que nos trajera tazas y nos preparase un té. Cuando la chica cerró la puerta tras ella, Mrs. Dendy nos sonrió.

—Bienvenidas, queridas —dijo. Tenía una voz tan húmeda y frutal como un pedazo de tarta de Navidad—. Bienvenidas a Ginevra Road. Espero que su estancia conmigo sea feliz y afortunada. —Aquí hizo una señal a Imra—. Mr. Mathews dice que voy a tener una estrellita brillando bajo mis aleros, Miss Ardeen.

Imra respondió modestamente que no sabía nada de eso, y Mrs. Dendy lanzó una risita que se transformó en una tos ronca. Durante un rato largo la tos pareció convulsionarla y Imra y yo nos levantamos, cruzando miradas de consternación y alarma. Cuando el acceso pasó, sin embargo, la señora pareció de nuevo tan serena y jovial como antes. Sacó un pañuelo de la manga y se limpió con él los labios y los ojos; acto seguido sacó un paquete de tabaco de la mesa que tenía junto al codo, nos ofreció un cigarrillo y ella cogió otro. Entonces vi que tenía los dedos amarillos de tabaco.

Al cabo de un momento aparecieron las cosas del té y mientras Imra y Mrs. Dendy se ocupaban de la bandeja yo miré alrededor. Había mucho que ver, pues aquella sala era bastante extraordinaria. Las alfombras y muebles eran más bien feos, pero las paredes eran increíbles, pues todas ellas estaban tapizadas de cuadros y fotografías, tan atiborradas, de hecho, que apenas quedaba sitio entre los marcos para distinguir el color del empapelado.

—Veo que le interesa mi pequeña colección —dijo Mrs. Dendy al tenderme mi taza de té, y yo me ruboricé al percatarme de que todos me estaban mirando. Ella me sonrió, y alzó sus dedos amarillentos para juguetear con la gota de cristal que le colgaba, de un hilo de latón, del orificio de la oreja—. Todos antiguos inquilinos míos, querida —dijo—, y algunos, como verá, famosos.

Volví a mirar los cuadros. Vi que todos eran retratos —en su mayoría, retratos firmados— de artistas de teatro y de music-hall. Tal como ella había anunciado, había varias caras que yo conocía: la foto de Great Vance, por ejemplo, estaba sobre la campana de la chimenea, junto a Jolly John Nash en el papel de «Rackity Adam»; y en la pared, encima del sofá, había una partitura con una dedicatoria en letra grande y desigual: «A la querida mami Dendy. Con mis mejores deseos y pensamientos. Bessie Bellwood.» Pero no reconocí otras muchas fotos de hombres y mujeres de cara sonriente y poses alegres, profesionales, y con atuendos y nombres tan sosos, exóticos u oscuros —Jennie West, Capitán Largo, Shinkaboo Lee— que no permitían adivinar nada sobre la naturaleza de su número artístico. Me maravilló pensar que todos habían estado allí, en Ginevra Road, y que todos habían sido pupilos de la hermosa Mrs. Dendy.

Hablamos hasta que terminamos el té y ella se hubo fumado dos o tres cigarrillos más; luego se dio una palmada en las rodillas y se puso en pie despacio.

—Supongo que querrán ver sus habitaciones y refrescarse un poco la cara —dijo, con tono agradable. Se dirigió a Mathews, que se había levantado cortésmente cuando ella lo hizo—. Mike, si ahora pudieras prestar tu brazo servicial para subir las cajas y las cosas de las señoritas...

Nos condujo desde la sala hasta la escalera. Subimos tres pisos, el hueco de la escalera se oscurecía a medida que subíamos y después se iluminó: el último tramo de escalones era resbaladizo y no estaba alfombrado, y tenía una pequeña claraboya encima, un cristal dividido en cuatro partes y manchado de hollín y excrementos de palomas, por el cual irrumpía, resplandeciente y despejado, el cielo azul de septiembre, como si el propio cielo fuera un techo y, al ascender, nos hubiéramos acercado a él.

En la cima de estos peldaños había una puerta y, detrás, un cuarto muy pequeño; no era un cuarto completo con cocina y baño, como yo esperaba, sino una sala diminuta con un par de butacas viejas y combadas, situadas delante de una chimenea y un tocador anticuado y con poca cabida. Junto al tocador había otra puerta por la que se entraba a un segundo aposento cuyo techo abuhardillado lo hacía incluso más reducido que el primero. Imra y yo, las dos juntas, miramos desde el umbral lo que había dentro: un aguamanil, una silla en forma de lira, un cubículo tapado por una cortina y una cama, una cama con un colchón alto y grueso y cabecera de hierro, y debajo un orinal: una cama incluso más estrecha que la que yo compartía con mi hermana en Midvale.

—No les importará compartir la habitación, claro —dijo Mrs. Dendy, que nos había seguido hasta el dormitorio—. Me temo que aquí dentro estarán muy apretujadas, aunque no tanto como mis chicos de abajo, que sólo tienen un cuarto. Pero Mathews insistió en que tuvieran un espacio decente para las dos.

Me sonrió a mí y yo miré a otro lado. Imra, sin embargo, dijo muy contenta:
—Es perfecto, Mrs. Dendy. Miss Danvers y yo estaremos tan a gusto aquí como dos sillitas en una casa de muñecas, ¿verdad, Kar?

Vi que se le habían sonrosado un poco las mejillas, pero podía ser por la subida desde la planta baja. Dije que sí y bajé otra vez los ojos; después nos movimos para coger una caja que nos pasó Mathews.

No se quedó mucho tiempo más, como si considerase poco delicado demorarse en el dormitorio de una dama, aunque fuera él quien lo pagase. Intercambió algunas palabras con Imra referentes a la cita que ella tenía al día siguiente en el Bermondsey Star —porque debía conocer al director y ensayar con la orquesta por la mañana, a fin de preparar su primera aparición por la noche— y luego nos estrechó la mano a las dos y se despidió. De pronto me intranquilizó tanto la idea de que se marchara como lo había hecho unas horas antes la perspectiva de reunimos con él.

Pero cuando se hubo ido —y cuando Mrs. Dendy también hubo cerrado la puerta y resoplado y tosido a lo largo de todo el descenso, precedida por Mathews—, me dejé caer en una de las butacas, cerré los ojos y noté que me dolía el simple placer y alivio de estar a solas con alguien que era para mí algo más que una desconocida. Oí que Imra pasaba por encima del equipaje y cuando abrí los ojos vi que estaba a mi lado y había levantado la mano para tirar de un mechón de pelo que se había soltado de la trenza y me caía sobre la frente. Al sentir su contacto me puse rígida: todavía no estaba acostumbrada a las caricias fáciles de nuestra amistad, a juntar las manos y al roce de las palmas en las mejillas, y cada una de ellas me acobardaba y me producía un rubor ligero de deseo y confusión.

Ella sonrió y se agachó para soltar las correas de la cesta que había a sus pies; al cabo de un rato de ociosidad en la butaca, al ver que Imra estaba atareada con vestidos, libros y sombreros, me levanté a ayudarla.

Deshacer las maletas nos llevó una hora. Mis escasos y pobres vestidos, zapatos y prendas de ropa interior ocupaban poco espacio y quedaron guardados de un voleo; pero Imra, por supuesto, no sólo tenía que sacar, cepillar y alisar la ropa de diario, sino también sus trajes y chisteras. Cuando empezó a ocuparse de ellos, me adelanté para cogérselos.

—Ahora voy a ser yo la que se encargue de tu ropa. ¡Mira estos cuellos! Hay que blanquearlos. ¡Mira estas medias! Tenemos que guardar en un cajón las que ya están lavadas y en otro las que haya que remendar. Habrá que guardar estos gemelos en un estuche para que no se pierdan...

Ella se apartó y me dejó que trajinara con los gemelos, los guantes y las pecheras, y durante unos minutos trabajé en silencio, completamente absorta. Cuando por fin levanté la vista vi que ella me observaba; y, al sorprenderla, ella hizo una mueca y se sonrojó al instante.

—No sabes lo engreída que me siento —dijo—. Cualquier cantante de segunda fila se muere por tener una ayudante, Kar. Cualquier actriz prometedora y cansada que ha pisado alguna vez un escenario de provincias se muere de ganas de trabajar en las salas de Londres, en lugar de actuar en una cochambrosa, y de tener un coche que la lleve de noche a la función y la recoja para volver a casa, mientras otras, más pobres, tienen que volver en tranvía. —Estaba de pie debajo de la pendiente del techo, con la cara en la sombra y los ojos oscuros y grandes—. Y ahora, de golpe, ¡tengo todas las cosas que durante tanto tiempo he soñado tener! ¿Sabes cómo te sientes, Kar, cuando se han cumplido tus deseos?

Sí, lo sabía. Era una sensación maravillosa; pero asimismo aterradora, porque continuamente pensabas que no merecías tu buena fortuna, que la habías obtenido por error, en lugar de alguna otra persona; y que podían arrebatártela en cuanto te descuidaras. Y no había cosa que no hicieras, pensé, nada que no sacrificaras para conservar lo que habías deseado una vez que lo habías recibido. Sabía que Imra y yo sentíamos lo mismo, aunque, claro está, por cosas distintas.

Más adelante, debería haberme acordado de esto.



Tardamos una hora, como he dicho, en deshacer las maletas, y mientras trabajábamos percibía el sonido de diversos gritos y movimientos en el resto de la casa. A eso de las seis oímos un crujido de pisadas en el rellano debajo del nuestro, y un grito: «¡Miss Ardeen! ¡Miss Danvers!» Era Mrs. Dendy, que subía a decirnos que nos esperaba una cena ligera, si nos apetecía, en la sala de la planta baja, y «un montón de personas, además, a las que les gustaría conocerlas».

Yo tenía hambre, pero estaba cansada y harta de estrechar manos y sonreír a extraños, pero Imra susurró que si no bajábamos los demás inquilinos nos tomarían por unas orgullosas. Así que dijimos a Mrs. Dendy que nos diera un momento, y mientras Imra se cambiaba de ropa, yo me peiné y recompuse mi trenza, me sacudí en la chimenea el polvo del dobladillo de la falda y me lavé las manos; a continuación, bajamos.

La sala era ahora una habitación muy distinta a aquella en la que habíamos tomado el té cuando llegamos. Habían desplegado la mesa, la habían desplazado hasta el centro de la sala y la habían puesto para la cena; lo más importante era que estaba rodeada de caras que en cuanto aparecimos levantaron la mirada y nos dedicaron una sonrisa, la misma sonrisa rápida y ejercitada que destellaba en todos las fotos de las paredes. Era como si media docena de retratos hubieran cobrado vida y traspasado el cristal polvoriento de sus marcos para sumarse a la cena de Mrs. Dendy.

Había asientos para ocho comensales; dos de ellos vacíos y aguardándonos, obviamente, a Imra y a mí, pero los demás estaban todos ocupados. Mrs. Dendy se hallaba en la cabecera de la mesa; estaba cortando rebanadas de un plato de fiambres, pero se levantó a medias nada más vernos, para pedirnos que nos acomodásemos y señalar con el tenedor a los otros inquilinos: en primer lugar a un anciano caballero con un chaleco de terciopelo que estaba sentado enfrente de ella.

—El profesor Emery —dijo, no sin una pizca de timidez—. Gran lector del pensamiento.

El profesor se levantó también para hacernos una pequeña reverencia.

—Gran lector del pensamiento, ah, jubilado —dijo, lanzando una mirada a la casera—. Mrs. Dendy es muy amable. Hace muchos años desde la última vez en que actué ante un público callado y boquiabierto, adivinando el contenido de un bolso de señora.

Sonrió y volvió a sentarse, dejando caer todo su peso. Imra le dijo que estaba encantada de conocerle. La casera señaló después a un chico delgado y pelirrojo que estaba a la derecha del profesor.

—Sims Willis —dijo—. Músico...

—Gran músico, por supuesto —dijo él velozmente, inclinándose para estrechar nuestra mano—. Y en activo. Y éste —añadió, apuntando a otro chico sentado al otro lado de la mesa— es Percy, mi hermano, que toca los palillos de hueso. También un gran artista.

Mientras Sims decía esto, Percy guiñó un ojo y, como para demostrar las palabras de su hermano, cogió un par de cucharas de al lado de su plato y empezó a ejecutar sobre el mantel un estupendo tamborileo.

Mrs. Dendy carraspeó por encima del ruido y presentó con un gesto a una chica de labios rosas que ocupaba el asiento contiguo al de Sims.

—Y sin olvidar a Miss Flyte, nuestra bailarina. La chica soltó una risa tonta.
—Llámenme Lydia —dijo, tendiendo la mano—, que es como me llaman en el..., ¡para ya, Percy!, como me llaman en el Pav. O Mónica, si prefieren, que es mi verdadero nombre.

—O Tootsie —añadió Sims—, que es como la llaman sus compañeras, y si han leído Ally Sloper's les dejo adivinar por qué. Permítame sólo que le diga, Miss Ardeen, que casi le entró el pánico cuando Walter nos dijo que iba a traerla aquí a usted, pues temía que fuese una corista sinuosa con cintura de avispa. Cuando ha sabido que se traviste de hombre, uf, con el alivio se ha puesto de lo más dulce.

Tootsie le dio un empujón.

—No le hagan caso —nos dijo—, siempre me está pinchando. Me alegro mucho de que haya otra chica aquí, dos chicas, mejor dicho..., sinuosas o no.

Mientras hablaba me lanzó una mirada rápida y satisfecha que mostró bien a las claras qué clase de chica pensaba que yo era; luego prosiguió, cuando Imra tomó asiento y me dejó el contiguo al de Percy:

—Walter dice que es usted un fenómeno, Miss Ardeen. He oído que empieza en el Star mañana por la noche. La recuerdo como una sala preciosa.

—Eso me han dicho. Llámame Imra...

—¿Y qué nos dice de usted, Miss Danvers? —preguntó Percy, mientras ellas charlaban—. ¿Hace mucho que es ayudante de camerino? Parece jovencísima para eso.

—En realidad no soy una ayudante. Imra me está enseñando...

—¿Enseñarle? —intervino Tootsie—. Sigue mi consejo, Imra, y no le enseñes demasiado, si no quieres que te la quite otra artista. Lo he visto más de una vez.

—¿Quitármela? —dijo Imra, con una sonrisa—. Oh, eso no es posible. Kar me trae buena suerte.

Miré a mi plato y me sentí enrojecer hasta que Mrs. Dendy, todavía ocupada sirviendo, mantuvo en alto hacia mí un pedazo tembloroso de carne y tosió:

—¿Un poco de Lengua, Miss Danvers, querida?

La conversación durante la cena versó, por supuesto, sobre chismes teatrales, y fue enormemente densa y extraña para mis oídos. Al parecer, no había nadie en la casa que no tuviese alguna relación con el gremio. Hasta la feúcha Minnie —el octavo miembro de nuestro grupo, la chica que nos había servido el té al llegar y que ahora había vuelto para ayudar a Mrs. Dendy a servir y retirar los platos— formaba parte de una compañía de ballet y tenía un contrato en una sala de conciertos de Lambeth. Caramba, hasta el perro, Bransby, que no tardó en hacer su aparición para mendigar sobras y descansar sus fauces babeantes en la rodilla del profesor Emery, hasta él era un viejo artista que en otro tiempo había hecho una gira por la costa del sur con un número de baile perruno, y que tenía un nombre escénico: «Archie.»

Era una noche de domingo, y nadie tenía que salir corriendo a trabajar en un escenario después de la cena; nadie parecía tener otra cosa que hacer aparte de firmar y cotillear. A las siete llamaron a la puerta y una chica irrumpió en la casa repartiendo holas, con un vestido de tul y raso y una diadema dorada: era una amiga de Tootsie, del ballet del Pav, que venía a preguntar la opinión de Mrs. Dendy sobre el atuendo. Recogieron la mesa de la cena mientras el vestido yacía extendido sobre la alfombra de la sala; y cuando la mesa quedó despejada, el profesor se sentó a ella y desplegó una baraja de cartas. Percy se le unió, silbando; se sumó a la tonadilla Sims, que levantó la tapa del piano de Mrs. Dendy y empezó a tocar la melodía. El piano era malísimo:

—¡Maldito trasto viejo! —exclamó Sims al aporrearlo—. ¡Si tocaras Wagner aquí, te juro que sonaría como una habanera o una giga!

Pero la canción era tan alegre que Imra sonrió.

—Conozco esta canción —me dijo; y como la conocía no pudo evitar cantarla, y en un santiamén ya había saltado por encima del brillante vestido en el suelo y alzado la voz para corearla al lado de Sims.

Yo me senté en el sofá con Bransby y escribí una postal a mi familia. «Estoy en la sala más rara que he visto en mi vida», escribí, «y todo el mundo es simpatiquísimo. ¡Aquí hay un perro con un nombre artístico! Mi casera me dice que gracias por las ostras...»

Estaba muy a gusto en el sofá, rodeada de gente tan alegre, pero a eso de las diez y media Imra bostezó... y al verlo me levanté de un salto y dije que era hora de acostarme. Hice una visita apresurada al excusado que estaba al fondo de la casa y subí pitando a ponerme el camisón; podría haberse pensado que llevaba una semana sin dormir y estaba a punto de morirme de cansancio. Pero no tenía ni gota de sueño; lo único que quería era estar a salvo en la cama antes de que Imra apareciera; a salvo, inmóvil, tranquila y preparada para el momento que llegaría enseguida, el momento en que ella estuviese a mi lado en la oscuridad y nada más que la tela ligera de nuestros camisones de algodón separase sus cálidos miembros de los míos.

Imra llegó como una media hora después. No la miré ni la llamé por su nombre y ella no me saludó, sino que se limitó a moverse con mucho sigilo por la habitación, suponiendo, me figuro, que yo estaba dormida, porque estaba muy tiesa en mi lado de la cama y tenía los ojos apretados muy fuerte. Se oían pequeños ruidos en otras partes de la casa: una risa, una puerta cerrándose y el agua circulando por lejanas tuberías. Pero luego todo quedó en calma y no hubo más sonidos que los que Imra hacía al desvestirse: la casi inaudible sucesión de chasquidos al soltarse los botones del corpiño; el frufrú de su falda, y después de su enagua; el suspiro de encajes a través del ojal de sus ballenas. Al final resonó el palmetazo de sus pies sobre el suelo de tablas y supuse que estaría completamente desnuda.

Yo había apagado el gas, pero le había dejado una vela encendida. Sabía que si abría los ojos y ladeaba la cabeza la vería vestida nada más que de sombras y del resplandor ámbar de la llama.

Pero no me volví; pronto hubo otro susurro que significaba que se había puesto el camisón. Un instante después, la luz se apagó; la cama crujió y osciló, y ella estaba tumbada a mi lado, muy cálida y horriblemente real.

Suspiró. Sentí su aliento en el cuello y supe que me estaba mirando. Noté su respiración una segunda y una tercera vez, y entonces susurró:

—¿Estás dormida?
—No —dije, porque no pude simularlo más tiempo. Me tumbé de espaldas. Este movimiento nos acercó más (la cama, en verdad, era sumamente estrecha), y me apresuré a moverme hacia la izquierda hasta que ya no habría podido desplazarme más sin caer al suelo. Ahora tenía su aliento en mi mejilla, más cálido que antes.

—¿Echas de menos tu casa y a Alex? —dijo ella. Negué con la cabeza—. ¿Ni un poquito?
—Bueno...

Noté que sonreía. Muy suavemente —pero con toda naturalidad— llevó su mano hasta mi muñeca, me levantó el brazo y metió la cabeza debajo para apoyar la sien en mi clavícula y colocar mi brazo alrededor de su cuello. Apretó y retuvo la mano que colgaba delante de su garganta. Su mejilla, apretada contra mi pecho plano, estaba más caliente que una plancha de hierro.

—¡Cómo te late el corazón! —dijo, y al oír yo esto latió, por supuesto, aún más aprisa. Ella volvió a suspirar; esta vez su boca estaba en el escote de mi camisón, y noté su aliento sobre la piel desnuda de debajo; suspiró y dijo—: Cuántas veces he estado tumbada en aquel triste cuarto de Mrs. Pugh pensando en ti y en Alex en vuestra cama pequeña junto al mar. ¿Era igual que esto estar con ella?

No le contesté. Yo también estaba pensando en aquella cama. En lo duro que había sido tener que estar acostada junto a Alex, dormida como un leño, con el corazón y la cabeza colmados por la imagen de Imra. ¡Cuánto más duro sería tener a mi lado a la propia Imra, tan cerca y sin ella saberlo! Sería una tortura. Pensé: Haré mi baúl mañana. Me levantaré muy temprano y cogeré el primer tren de vuelta...

Imra siguió hablando, a pesar de mi silencio.
—Tú y Alex —estaba diciendo—. ¿Sabes, Kar, lo celosa que yo estaba...?
Tragué saliva.
—¿Celosa?
La palabra, en la oscuridad, sonó terrible.

—Sí, yo... —Pareció que vacilaba—. Verás —continuó—, nunca he tenido una hermana como las demás chicas... —Me soltó la mano y colocó el brazo encima de mi abdomen, curvando los dedos alrededor del hueco de mi cintura—. Pero ahora somos como hermanas, ¿verdad, Kar? ¿Verdad que serás para mí como una hermana?

Le di una palmada en el hombro, con la mano rígida. Luego volteé la cara, totalmente aturdida, con una mezcla de alivio y de frustración.

—Oh, sí, Imra —dije, y ella me apretó más fuerte.

Después se quedó dormida y la cabeza y el brazo se le tornaron fláccidos y pesados. Yo, sin embargo, permanecí despierta, como solía hacer tumbada al lado de Alex. Pero ya no soñaba; ahora sólo hablaba severamente conmigo misma.

Sabía que, al fin y al cabo, a la mañana siguiente no empacaría mis cosas ni diría adiós a Imra; sabía que, habiendo ido tan lejos, no lo haría. Pero si me quedaba con ella, tendría que ser como ella había dicho; tendría que aprender a refrenar mis impertinentes deseos sáficos y a llamarla «hermana», ya que ser hermana de Imra era mejor que no ser nada ni nadie para ella. Y si mi corazón y mi cabeza —y mis entrañas calientes, ansiosas— se rebelaban contra aquel desaire, tendría que reprimirlos. Tendría que aprender a amar a Imra como Imra me amaba; o bien no amarla nada.
Y eso, lo sabía, sería horrible.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora