Capitulo 2

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Supongo que no estaba bien visto que las chicas de ciudad fueran a los music-halls sin acompañante; pero la gente de Midvale no era tan melindrosa para estas cosas. Mamá sólo torció el gesto y chasqueó un poco la lengua cuando al día siguiente le hablé de volver al Palace; Alex se rió y declaró que yo estaba loca: ella no pensaba acompañarme, dijo, para estar toda la función soportando el humo y el calor, y todo para ver sólo a una chica con pantalones, una chica cuyo número ya habíamos visto y cuyas canciones habíamos escuchado veinticuatro horas antes.

Me escandalizó su indiferencia, pero en secreto me alegró pensar que vería de nuevo, completamente sola, a Imra Ardeen. También me emocionaba, más de lo que había dado a entender, la promesa de Maxwell de cederme un palco. Para la función de la noche anterior me había puesto un vestido corriente; ahora, sin embargo —el día había transcurrido despacio en la ostrería y papá nos permitió cerrarla a las seis—, me puse la ropa de domingo, el vestido que solía ponerme cuando salía de paseo con Adam. Clark silbó cuando bajé de tiros largos; y hubo un par de chicos que intentaron llamar mi atención durante todo el trayecto de tren a Canterbury. Pero — ¡aquella noche particular, al menos!— no les hice el menor caso. Al llegar al Palace saludé con la cabeza a la taquillera, como hacía siempre; pero luego cedí mi asiento favorito para que otra persona sudara en el gallinero y me dirigí a un lado del escenario, a una butaca de felpa dorada y escariada. Y allí me senté, incómodamente expuesta a la mirada, como se vio, ociosa, curiosa o envidiosa de toda la sala impaciente, mientras los Alegres Randall, arrastrando los pies, interpretaban las mismas canciones que antes, el humorista contaba sus chistes, la señora que leía el pensamiento se tambaleaba y los acróbatas ejecutaban piruetas.

Entonces Damien nos invitó de nuevo a ver a nuestro dandy de Kent... y yo contuve la respiración.

Esta vez, cuando ella gritó «¡Hola!», el público respondió con un bramido cordial: creo que debía de haber circulado el rumor de su éxito. Ahora, claro está, yo tenía de ella una visión lateral y bastante rara; pero cuando avanzó, como antes, hasta el borde del escenario, tuve la impresión de que su paso era más ligero, como si la admiración del público le prestara alas. Me incliné hacia ella, apretando los dedos sobre el terciopelo de mi asiento inhabitual. Los palcos del Palace estaban muy cerca del escenario: mientras Imra cantaba, la tenía a menos de seis metros. Pude distinguir todos los detalles deliciosos de su indumentaria —la leontina enrollada en los botones del chaleco, los gemelos de plata en los puños—, que antes no había visto desde mi asiento del gallinero.

Vi también sus facciones con mayor claridad. Vi sus orejas, que eran pequeñas y sin perforar. Vi sus labios, vi que no eran rosados de por sí, sino que, por supuesto, se los había pintado de carmín para la luz de las candilejas. Vi que sus dientes eran de un blanco cremoso, y sus ojos, al igual que su pelo, de un color chocolate.

Como sabía qué esperar de su actuación —y como dediqué tanto tiempo a observarla, en vez de a escuchar sus canciones—, me pareció que duraba un soplo. Otra vez le pidieron dos bises y terminó, como antes, con la balada sentimental y el lanzamiento de la rosa. Esta vez vi quién la cogió: una chica de la tercera fila, que tenía un sombrero de paja con plumas y un vestido de raso amarillo sin mangas que mostraba sus brazos. ¡Una chica preciosa a quien yo nunca había visto pero a la que en aquel momento no me costaba nada despreciar!
Volví a mirar a Imra Ardeen. Sostenía en el aire su sombrero de copa y estaba haciendo su histriónico saludo de despedida. Fíjate en mí, pensé. ¡Fíjate en mí! Pronuncié estas palabras mentalmente con letras escarlata, como había aconsejado el marido de la que adivinaba el pensamiento, y se las mandé como un hierro ardiente a la frente de Imra Ardeen. ¡Fíjate en mí!

Ella se volvió. Sus ojos destellaron hacia mí, como advirtiendo simplemente que el palco, vacío la víspera, ahora estaba ocupado; se agachó por debajo del telón que bajaba y desapareció.

Damien apagó la vela de un soplo.



—Bueno —dijo Alex un poco más tarde, cuando entré en la sala, en nuestra sala privada, no en la de la ostrería de abajo—, ¿qué tal ha estado esta noche Imra Ardeen?

—Igual que ayer, me imagino —dijo papá.
—Nada de eso —dije, quitándome los guantes—. Ha estado aún mejor.

—¡Aún mejor, dice! Si sigue así, a ese paso, ¡figúrate lo bien que estará el sábado!

Alex me miró, torciendo el labio.
—¿Crees que podrás esperar hasta entonces, Kara? —preguntó.

—Sí —dije, simulando indiferencia—, pero no sé si lo haré. —Me volví hacia mi madre, que estaba cosiendo junto a la rejilla vacía de la chimenea. Dije, con ligereza— : No te importará que vuelva mañana por la noche, ¿verdad?

—¿Otra vez? —dijo todo el mundo, divertido. Yo sólo miré a mi madre. Había levantado la cabeza y me examinaba con un ceño algo perplejo.

—No veo por qué no —dijo lentamente—. Pero, la verdad, Kara, todo ese viaje para un solo número... Y además sola. ¿No puedes pedirle a Winn que te acompañe?

Winn era la última persona que yo quería a mi lado cuando volviese a ver a Imra Ardeen. Dije:
—Oh, ¡él no querrá ver eso! No, iré sola.

Lo dije con bastante firmeza, como si ir al Palace todas las noches fuese una tarea que me hubiesen encomendado y yo, generosamente, hubiera decidido cumplirla, reduciendo al mínimo toda queja y fastidio.
Hubo un segundo de silencio casi embarazoso. Papá dijo:

—Eres una chica rara, Kara. Ir hasta Canterbury con este calor terrible... ¡y no ver siquiera a Gully Sutherland cuando llegas allí!

Todo el mundo se rió de esta ocurrencia, pasó el segundo embarazoso y la conversación se desvió hacia otros temas.



Hubo, sin embargo, más gritos incrédulos, y más sonrisas, cuando volví a casa de mi tercer viaje al Palace y anuncié, tímidamente, mi intención de volver una cuarta y una quinta vez. El tío Jor-el estaba de visita: estaba vertiendo cerveza de una botella, con mucho cuidado, en un vaso inclinado, pero alzó la mirada cuando oyó las risas.

—¿A qué viene esto? —dijo.

—Kara está colada por la tal Imra Ardeen del Palace —dijo Clark—. Figúrate, tío Jor-el, ¡ser la seducida de ese donjuán!

—Cállate —dije. Mamá me miró enfadada.
—Te callas tú, señorita, haz el favor.

El tío Jor-el dio un sorbo de cerveza y se lamió la espuma de los bigotes.

—¿Imra Ardeen? —dijo—. ¿No es la chica que se viste como un chico? —Hizo una mueca—. Puf, Kara, ¿ya no tienes bastante con los de verdad?

Papá se inclinó hacia él.

—Bueno, nos ha dicho que es Imra Ardeen —dijo—. Si me preguntas a mí —y aquí guiñó un ojo y se frotó la nariz—, creo que Kara le ha echado el ojo a un jovencito que toca en la orquesta...

—Ah —dijo Jor-el, elocuentemente—. Esperemos que el pobre Winslow no se entere, entonces...

Tras esto, todo el mundo miró en mi dirección y yo me ruboricé, lo cual, supongo, pareció demostrar que mi padre estaba en lo cierto. Clark resopló; mamá, que antes se había enfurruñado, sonrió. Tanto a ella como a los demás les dejé que pensaran lo que quisieran, y no dije nada, y la conversación, como la otra vez, no tardó en desviarse hacia otras cosas.

Con mis silencios podía engañar a mis padres y a mi hermano; pero a mi hermana Alex no podía ocultarle nada.

—¿Hay un tipo en el Palace al que le tienes fichado? —me preguntó más tarde, cuando todos dormían en la casa en silencio.

—Desde luego que no —dije en voz baja.
—Entonces, ¿sólo vas a ver a Imra Ardeen?
—Sí.

Hubo un silencio, sólo interrumpido por el lejano estruendo de ruedas y el débil ruido de cascos en High Street, y el aún más tenue zum del agua lamiendo los guijarros en la bahía. Habíamos apagado la vela y no habíamos cerrado los postigos de la ventana. Vi a la luz de las estrellas que los ojos de Alex también estaban abiertos. Me miraba con una expresión ambigua, mitad divertida, mitad disgustada.

—O sea que estás encaprichada de ella, ¿no? —dijo ella.

Miré a otra parte y tardé en contestar. Cuando por fin lo hice no le hablé a Alex, sino a la oscuridad.

—Cuando la veo —dije—, no sé lo que es. Es como si no hubiese visto nada igual en mi vida. Es como si estuviera llena, como un vaso cuando está lleno de vino. Veo los números de los otros artistas y no me dicen nada..., son como polvo. Luego ella entra en escena y... es tan bonita, y tiene un traje tan bonito y una voz tan dulce... Me entran ganas de sonreír y de llorar al mismo tiempo. Me duele aquí. — Coloqué una mano en mi pecho, encima del esternón—. No he visto nunca una chica igual. No sabía que hubiese chicas como ella...
La voz se me volvió un susurro tembloroso, y comprendí que no podía decir nada más.

Hubo otro silencio. Abrí los ojos y miré a Alex, y al instante supe que no debería haber hablado, que debería haber sido tan reservada y astuta con ella como con todos los demás. Ahora ella tenía una expresión nada ambigua, una expresión de susto y nerviosismo mezclados, de sonrojo o vergüenza. Me había ido de la Lengua. Era como si mi admiración por Imra Ardeen hubiese encendido una almenara en mi interior y como si al abrir mis labios desprevenidos un rayo de luz hubiera iluminado la habitación a oscuras.

Había hablado más de la cuenta, pero si no decía aquello no decía nada.

Los ojos de Alex siguieron fijos en los míos un momento más, y luego los bajó con un pestañeo. No habló; se dio vuelta en la cama y miró a la pared.



Aquella semana persistió el bochorno. El sol trajo excursionistas a Midvale y a nuestra ostrería, pero el calor les quitaba el apetito. Acudían ahora a tomar té y limonada como antes platija y caballa, y durante horas seguidas yo dejaba a mi madre y a Alex trabajando en el local y corría a la playa a servir berberechos, buccinos, carne de cangrejo y pan con mantequilla en el tenderete de mi padre. Era una novedad servir tés en la orilla, pero también era arduo permanecer al sol con el vinagre corriéndote desde las muñecas a los codos y los ojos escocidos por sus efluvios. Mi padre me daba media corona por cada tarde que trabajaba allí. Me compré un sombrero y una cinta de color espliego para adornarlo, pero guardé el resto del dinero: cuando tuviese suficiente, lo emplearía en comprar un abono de temporada para el tren de Canterbury.

En efecto, toda aquella semana hice mis trayectos nocturnos para sentarme en el palco de los «ricachones» —como decía Maxwell— y oír cantar a Imra Ardeen; y no me cansaba de ella. Seguía siendo maravilloso entrar en mi palco escarlata; mirar a la fila de caras, al arco dorado encima del escenario y a las cortinas y borlas de terciopelo, y al espacio del tablado polvoriento, con sus hileras de luces, que siempre me recordaban a conchas de berberecho, ante las cuales pronto vería a Imra caminar, pavonearse y agitar su sombrero... ¡Oh!, y cuando por fin entrara en escena, irrumpiría aquella ráfaga de júbilo tan veloz e intenso que yo, desfallecida, retendría el aliento para disfrutarlo.

Así ocurría en mis visitas solitarias; pero el sábado, por supuesto, como estaba previsto, me acompañó mi familia... y todo fue distinto.

Éramos como una docena en total, y más cuando llegamos al teatro y ocupamos los asientos, pues encontramos a amigos y vecinos en el tren y en la taquilla, y se nos pegaron como lapas para la alegre velada. No había sitio para sentarnos en una larga fila: nos desperdigamos en grupos de tres o cuatro, de tal modo que cuando alguien preguntaba ¿Os apetece una cerveza? o ¿Ha traído mamá agua de colonia? o ¿Por qué Millicent no ha venido con Jim?, había que transmitir el mensaje, a gritos o en cuchicheos, por todo el gallinero, de primo a primo, de tía a hermana y a tío y amigo, molestando de pasada a todas las filas.

Eso, por lo menos, me pareció a mí. Mi asiento estaba entre Winn y Alex, y Clark y su chica, Lois, estaban a la izquierda de Alex, y mis padres detrás. Había mucha gente y el calor persistía, aunque no era tan fuerte como el sofocante del lunes anterior; pero como yo había tenido un palco para mí sola durante toda la semana, y una corriente del escenario que me refrescaba, pensé que sentía el calor más que nadie. Me resultó inaguantable la mano de Winn encima de la mía, o sus labios en mis mejillas, como chorros de vapor más que caricias; hasta me estremecía, sudaba y me removía en mi butaca al notar la presión de la manga de Alex contra mi brazo, y el calor de la cara de mi padre contra mi cuello cuando se inclinaba para pedirnos nuestra opinión sobre el espectáculo.

Era como si me hubieran obligado a pasar la velada con desconocidos. El placer que les proporcionaban los detalles de la función —que yo había presenciado tantas veces, y con tanta impaciencia— me parecía incomprensible, idiota. Me mordí las uñas cuando coreaban las canciones de los exasperantes Randall, cuando se partían de risa con los chistes del cómico, cuando miraban pasmados a la adivina tambaleante y cuando reclamaban a los acróbatas que volvieran a escena para otra voltereta. A medida que se hacía inminente la aparición de Imra Ardeen, yo estaba cada vez más agitada y descompuesta. Estaba deseando que saliera, pero también deseaba haber podido estar sola cuando ella apareciese —sola en mi palco, con la puerta bien cerrada a mi espalda—, en vez de rodeada de un montón de personas para las que Imra no significaba nada y que sólo consideraban rara o peculiar la pasión especial que ella me inspiraba.

Me habían oído cantar mil veces «Sweethearts and Wives»; me habían oído describir su vestimenta al dedillo, su pelo y su voz; les había encarecido toda la semana que fuesen a verla, y les había dicho que era una maravilla. Pero ahora que estaban reunidos allí, festivos, desenfadados, ruidosos y sofocados, yo les despreciaba. A duras penas soportaba que la contemplaran; todavía peor, pensé que no soportaría que me mirasen a mí mientras miraba a Imra Ardeen. Tuve de nuevo la sensación de que dentro de mí se había encendido un farol o una almenara. Tenía la certeza de que en cuanto ella entrara en el escenario sería como aplicar una cerilla a la mecha, y de que yo ardería, dorada e incandescente, aunque en cierto modo envuelta en llamas dolorosas e inflamantes, y de que mi familia y mi pretendiente se apartarían de mí, horrorizados.

Claro está que no ocurrió tal cosa cuando Imra Ardeen apareció delante de las candilejas. Vi que Clark miraba en mi dirección y guiñaba un ojo, y oí susurrar a mi padre: «Por fin, ahí está esa chica»; pero era evidente que yo centelleé y resplandecí con una llama oscura y secreta que nadie —salvo Alex, quizás— buscó ni percibió.

Como me había temido, sin embargo, aquella noche me sentí terriblemente lejos de Imra. Su voz era tan fuerte y su cara tan preciosa como siempre, pero yo me había acostumbrado a sentir cómo respiraba entre las frases, a observar el fulgor de los focos en sus labios, la sombra de sus pestañas sobre sus mejillas empolvadas. Ahora me parecía verla como a través de una lámina de cristal, o con los oídos tapados con cera. Cuando ella terminó, mi familia aplaudió y Adam pateó el suelo y silbó. Clark gritó:

—Caray, ¿a que es tan buena como Kara decía? —Y se inclinó por encima de las rodillas de Alex para añadir, con un guiño—: ¡Aunque no tanto como para que yo pagase un chelín a la semana en billetes de tren para venir todas las noches a verla!

No le respondí. Imra Ardeen había vuelto para un bis y ya había sacado la rosa del ojal, pero no me consoló nada saber que a mi familia le gustaba; al contrario, me hizo sentirme aún más desgraciada. Miré otra vez a la figura en el rayo de luz de candilejas y pensé, con amargura: Serías maravillosa, estuviese yo aquí o no. Serías maravillosa sin mi admiración. Para lo que tú sabes de mí, ¡lo mismo daría que yo estuviese en casa, metiendo en un cucurucho carne de cangrejo!

Pero mientras lo pensaba sucedió algo curioso. Había llegado al final de su canción, ya había lanzado la flor a la guapa y, hecho esto, se encaminó hacia un lado del escenario. Vi que entonces alzaba la cabeza y que miraba —miró, lo juro— hacia la butaca vacía en la que yo me sentaba; luego bajó la mirada y se retiró. ¡Si yo hubiera estado en el palco aquella noche, me habría mirado! ¡Si hubiese estado en mi palco, en lugar de donde estaba...!

Miré a Clark y a mi padre: los dos, puestos en pie, gritaban que volviera Imra, pero cada vez con menos insistencia, y empezaban a desperezarse. Detrás de mí, Adam seguía sonriendo hacia el escenario. Tenía el pelo pegado a la frente, le sombreaba el labio un bigote en ciernes, y en su mejilla roja florecía un grano. «¿No es un bombón?», me dijo. Luego se frotó los ojos y gritó a Clark que le diera una cerveza. Oí que a mi espalda mamá preguntaba cómo podía la señora con traje de noche leer tantos números con los ojos vendados.

Los aplausos remitían, la vela de Damien estaba apagada; las llamas de las lámparas de gas nos hacían parpadear. La mirada de Imra me había buscado; había alzado la cabeza y me había buscado, y yo estaba perdida y sentada con extraños.



Pasé el día siguiente, un domingo, en el tenderete de la playa; y cuando Adam vino por la noche a proponerme un paseo le dije que estaba cansadísima. El día había sido más fresco, y para el lunes el tiempo ya había empeorado. Papá volvió a estar en la ostrería toda la jornada y yo me pasé el día en la cocina, destripando y fileteando pescado. Trabajamos hasta casi las siete: entre el cierre del negocio y la partida del tren a Canterbury tenía el tiempo justo para cambiarme el vestido, ponerme un par de botas elásticas y sentarme a despachar una cena rápida con mis padres, Alex, Clark y Lois. Sabía que les parecía más que extraño que yo volviese otra vez al Palace; Lois, en especial, parecía muy intrigada por la historia de mi «flechazo».

—¿No le importa que se vaya, Mrs. Danvers? —preguntó—. Mi madre no me deja ir tan lejos sola, y eso que soy dos años mayor. Pero bueno, supongo que Kara es una chica muy formal.

Yo lo había sido; era por Alex —la descarada Alex— por quien mis padres se
preocupaban. Pero, al oír a Lois, vi que mi madre me inspeccionaba entera con expresión pensativa. Yo llevaba puesto mi vestido de domingo y mi sombrero nuevo con su cinta de espliego; y llevaba un lazo del mismo color en la punta de mi trenza, y otro de la misma cinta cosido en cada uno de mis guantes blancos de lino. Resplandecía el lustre negro de mis botas. Me había puesto una gota del perfume de Alex —eau de rose— detrás de las orejas, y me había sombreado las pestañas con aceite de ricino que cogí de la cocina. Mi madre dijo:

—Kara, ¿crees de verdad que...?

Pero, mientras hablaba, el reloj en la repisa de la chimenea dio un ¡tin! Eran las siete menos cuarto, perdería el tren.

—¡Adiós! ¡Adiós! —dije, y salí pitando antes de que mi madre pudiera entretenerme.

Perdí el tren, de todos modos, y tuve que esperar en la estación al próximo. Cuando llegué al Palace la función ya había empezado; al tomar asiento vi que los acróbatas ya estaban formando su aro, con las lentejuelas relucientes y polvo en las rodillas de sus trajes blancos. Hubo aplausos: Damien se levantó para decir —y como lo decía cada noche, la mitad del público sonrió y lo dijo al mismo tiempo que él— que ¡No veréis muchos así por una libra! Después —como si fuera un preámbulo a la actuación de Imra y ella no pudiera actuar sin él—, me agarré al asiento y no respiré mientras Damien levantaba el mazo para anunciar el nombre de Imra Ardeen.

Cantó aquella noche como..., no puedo decir como un ángel, pues todas sus canciones hablaban de cenas con champán y de paseos por la Burlington Arcade; quizás, entonces, como un ángel caído; o, mejor aún, como un ángel que cae: cantó como cantaría un ángel que cae fuera de los límites del cielo que acaba de estallar a su espalda, y con el infierno todavía lejos y todavía no presentido. Y yo cantaba con ella, no en voz alta y desenfadada como los demás del público, sino en voz baja, casi en secreto, como si ella pudiera oírme mejor si susurraba en vez de desgañitarme.

Y quizás me oyera, en definitiva. Yo había creído que, al entrar en escena, había mirado hacia mí, como diciendo: el palco vuelve a estar ocupado. Cuando avanzaba hacia las candilejas, creí ver que me miraba de nuevo. La idea era fantástica y, sin embargo, cada vez que su mirada recorría la sala llena parecía cruzarse con la mía y demorarse un poco más de lo debido. Dejé de cantar en susurros y me limité a mirar, tragando saliva. Vi que ella abandonaba el escenario —de nuevo su mirada encontró la mía— y que volvía para su bis. Cantó la balada, desprendió la flor de su solapa y se la llevó a la mejilla, como todos esperábamos. Pero cuando terminó la canción no buscó en la platea a la chica más guapa, como siempre hacía. Esta vez dio un paso a su izquierda, hacia el palco donde yo estaba. Y luego dio otro. En un instante había llegado al rincón del escenario y se me plantó delante: estaba tan cerca que yo veía brillar al gemelo de su cuello, el latido del pulso en su garganta, el tono rosa en el rabillo de su ojo. Permaneció allí durante lo que parecía una pequeña eternidad; después levantó el brazo, la flor destelló un segundo bajo la luz de las candilejas... y mi propia mano, temblorosa, se alzó para tomarla. El público emitió una ovación amplia e indulgente de placer, y se rió. Imra sostuvo mi mirada nerviosa con la suya



más firme y me hizo una pequeña reverencia. Retrocedió de repente, saludó al público y salió.

Por un momento permanecí como aturdida, mirando la flor en mis manos, que hacía tan poco había estado tan cerca de la mejilla de Imra Ardeen. Quise aproximar la flor a mi cara, y creo que estaba a punto de hacerlo cuando el clamor en la sala penetró por fin en mi cerebro y me empujó a mirar alrededor y ver las miradas inquisitivas y clementes que se volvían hacia mí, y las cabezadas, risitas y guiños dirigidos a mis ojos levantados. Enrojecí y me retraje en la penumbra del palco. Dando la espalda a la hilera de miradas curiosas, deslicé la rosa dentro del cinturón del vestido y me puse los guantes. Mi corazón, que había empezado a acelerarse cuando Imra Ardeen se me había acercado recorriendo el escenario, seguía latiendo con tal fuerza que me hacía daño; pero cuando salí del palco y me encaminé hacia el foyer atestado para salir a la calle, empezó a sentirse ligero y alegre, y poco a poco me entraron ganas de sonreír. Tuve que ponerme una mano delante de la boca para no parecer una idiota, sonriendo sin motivo para mis adentros.

Estaba a punto de salir a la calle cuando oí que me llamaban. Me volví y vi a Maxwell, que cruzaba el vestíbulo con el brazo en alto para llamar mi atención. Fue un alivio tener por fin a un amigo para sonreírle. Retiré la mano y me reí como un mono.

—Eh, eh —dijo sin resuello cuando llegó a mi lado—, alguien está alegre, ¡y yo sé por qué! ¿Cómo es posible que las chicas nunca se pongan tan contentas como tú cuando yo les regalo una rosa?
Enrojecí de nuevo y volví a llevarme los dedos a los labios, pero no dije nada.
Maxwell esbozó una sonrisita.

—Tengo un mensaje para ti. Alguien quiere verte —dijo. Arqueé las cejas; pensé que quizás Alex o Adam estuviesen allí, que hubiesen venido a recogerme. Maxwell ensanchó la sonrisa—. Imra Ardeen quiere hablar contigo.
Se me congeló la risa.
—¿Hablar? —dije—. ¿Imra Ardeen? ¿Conmigo?

—Así es. Le ha preguntado a Ike, el telonero, quién era la chica sentada en el palco todas las noches, sola, e Ike le ha dicho que eras una amiga mía, y que me lo preguntase a mí. Y yo se lo he dicho. Y ahora quiere verte.

—¿Para qué? Oh, Maxwell, ¿para qué puede ser? ¿Qué le has dicho?
Le agarré del brazo y se lo apreté con fuerza.

—Nada, sólo la verdad... —Le retorcí el brazo. La verdad era horrible. No quería que ella supiera lo de los escalofríos y los susurros, la llama y el raudal de luz. Maxwell desenganchó mis dedos de su manga y me cogió de la mano—. Sólo que te gusta —dijo simplemente—. ¿Ahora vienes o qué?

Yo no sabía qué decir. No dije nada, pero le dejé que me condujera desde las grandes puertas de cristal detrás de las cuales estaba la noche fresca y azul de Canterbury, y a través del pasillo abovedado que llevaba al patio de butacas y la escalera que subía al gallinero, hacia un hueco en el extremo más lejano del foyer, con una cortina que lo tapaba y una cuerda de la que colgaba un letrero que decía Privado

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora