Capitulo 24

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He dicho ya que había empezado a acompañar a Lena en sus visitas para la Liga, y una de aquellas noches fuimos a la casa de una costurera en Mile End. Era una casa pobrísima: apenas había muebles en las habitaciones, sólo un par de colchones, una alfombra raída y una mesa y una silla destartaladas. En el cuarto que servía de sala había una caja de embalaje volcada, con las sobras de una triste cena encima; un mendrugo, un poco de grasa de carne en un tarro y una taza a medio llenar de leche azulada. La mesa del comedor estaba toda cubierta con los pertrechos de su oficio: prendas dobladas, papel de seda, alfileres, carretes de algodón y agujas. Dijo que las agujas se caían constantemente al suelo y los niños las pisaban; hacía poco que su bebé se había metido en la boca un alfiler que se le había clavado en el paladar y por poco le asfixia.
Escuché este relato y miré a Lena mientras ella hablaba a la mujer de la Liga de Mujeres y del sindicato de costureras que ésta había creado. ¿Vendría a una reunión?, le preguntó. La mujer movió la cabeza y dijo que no tenía tiempo; que no tenía nadie que cuidase de los niños; que tenía miedo de que los patronos textiles para los que trabajaba se enterasen y dejasen de pagarle.
—Además, señorita —dijo finalmente—, mi marido no querrá que vaya. No porque él tampoco esté sindicado, sino porque no está de acuerdo en que las mujeres tengan algo que decir sobre estas cuestiones. Dice que nuestra opinión sobra.
—Pero ¿qué piensa usted, Mrs. Fryer? ¿No le parece bueno un sindicato femenino? ¿No le gustaría que las cosas cambiaran..., que a los patronos se les obligara a pagarle más y a explotarla menos?
Mrs. Fryer se frotó los ojos.
—Prescindirían de mí, señorita, y encontrarían a una jovencita que trabajase más barato. Hay muchas, muchas chicas que me envidian hasta mis pobres chelines...
La discusión prosiguió hasta que por fin la mujer se puso nerviosa y dijo que nos lo agradecía, pero que no tenía más tiempo para escucharnos. Lena se encogió de hombros.
—Piénselo, ¿de acuerdo? Le he dicho la fecha de la reunión. Traiga a sus bebés si quiere..., ya encontraremos a alguien que los cuide una o dos horas.
Nos levantamos; miré de nuevo la mesa, el montón de carretes y ropas. Había un chaleco, un juego de pañuelos, ropa interior masculina; me vi atraída hacia todo aquello, y los dedos me hormiguearon al coger las prendas y acariciarlas. Vi la mirada de la mujer y señalé el tablero de la mesa. Dije:
—¿Qué hace exactamente, Mrs. Fryer? Aquí hay cosas muy bonitas.
—Soy bordadora, señorita —respondió—. Bordo las letras.
Levantó una falda y me enseñó su bolsillo: sobre él había un monograma floreado, cosido muy pulcramente en seda de color marfil.
—Se hace un poco raro —continuó tristemente— ver todos estos primores en este pobre cuarto...
—Sí —dije, pero apenas logré articular la palabra. El hermoso monograma me había recordado de repente a Felicity Place y a todas las ropas deliciosas que había vestido allí. Volví a ver los chalecos, las chaquetas y camisas de buen corte y aquellas iniciales diminutas y lujosas que me habían emocionado. No sabía entonces que las cosían en cuartos como aquél, mujeres tan tristes como Mrs. Fryer; pero de haberlo sabido, ¿me habría importado? Sabía que no y me sentí horriblemente incómoda y avergonzada, Lena había llegado a la puerta y me aguardaba; Mrs. Fryer se había agachado para coger a su hijo más pequeño, que había empezado a llorar. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo. Dentro había un chelín y un penique que me habían sobrado de un viaje al mercado; los saqué y los puse encima de la mesa, entre las camisas y los pañuelos de fantasía, tan tímida como un ladrón.
Cuando vio el dinero, sin embargo, Mrs. Fryer sacudió la cabeza.
—Oh, vamos, señorita... —dijo.
—Para el bebé. —Yo estaba más cohibida y más a disgusto que nunca—. Sólo para el más pequeño. Por favor.
La mujer bajó la cabeza y murmuró «Gracias», y yo no la miré, ni tampoco a Lena, hasta que estuvimos en la calle y el lúgubre cuarto quedó lejos.
—Has sido muy bondadosa —dijo ella al fin. No lo había sido; me parecía que había abofeteado a la mujer en vez de hacerle un obsequio. Pero no supe explicárselo a Lena—. No deberías haberlo hecho, por supuesto —estaba diciendo—. Ahora pensará que la liga está formada por mujeres mejores que ella, no iguales que ella, que tratan de ayudarse a sí mismas.
—Tú no eres igual que ella —dije; un poco picada, a mi pesar, por su comentario—. Crees que sí, pero en verdad no lo eres.
Ella resopló.
—Tienes razón, supongo. Pero me parezco a ella todo lo que podría parecerme. Me parezco más a ella que a alguna de esas mujeres que se ocupan de los pobres y los sin techo y los desempleados...
—Mujeres como Miss Derby —dije.
Sonrió.
—Sí, mujeres así. Miss Derby, tu gran amiga.
Me guiñó un ojo y me cogió del brazo, y como era agradable verla tan frívola empecé a olvidarme de la pequeña conmoción que había sufrido en casa de la costurera y recobré la alegría. Recorrimos despacio del brazo, en el anochecer de otoño, el trayecto hasta Quilter Street, y Lena bostezó.
—Pobre Mrs. Fryer —dijo—. Tiene toda la razón: las mujeres no lucharán por horarios más cortos y salarios mínimos mientras haya tantas chicas en situación tan precaria que acepten cualquier trabajo, por mísero que sea...
Yo no la estaba escuchando. Estaba mirando el brillo de su pelo donde lo iluminaba, en los bordes del sombrero, la luz de la farola, y me pregunté si no se le instalaría una polilla entre los rizos, al confundirlos con las llamas de una vela de tan brillante y lustroso que se veia.
Cuando llegamos a casa, Lena colgó su abrigo y empezó a trabajar, como de costumbre, con su pila de papeles y libros. Yo subí en silencio al piso de arriba para ver a Kieran durmiendo en su cuna; luego bajé a sentarme con Lex mientras Lena seguía trabajando. Hacía frío, y encendí un pequeño fuego: «El primero del otoño», como apuntó Lex, y sus palabras —y la idea de que tres estaciones enteras habían transcurrido desde mi llegada a aquella casa— me resultaron extrañamente conmovedoras. Alcé los ojos hacia él y sonreí. Le habían crecido las patillas y se parecía más que nunca al marinero de los paquetes de Player's. También se parecía más que nunca a su hermana, y este parecido hizo que me gustara todavía más, y me extrañó que hubiese podido tomarle por el marido de Lena.
El fuego llameaba, se tornó caliente y ceniciento, y a eso de las diez y media Lex bostezó, dio una palmada a la butaca, se levantó y nos dio las buenas noches. Todo era exactamente igual como había sido mí primera noche allí; salvo que ahora también me besaba a mí como besaba a Lena, y que en el rincón estaba mi pequeña carriola, y mis zapatos al lado del fuego y mi abrigo colgado del gancho detrás de la puerta.
Miré todo esto con una cierta satisfacción y después bostecé y me levanté para coger la tetera.
—Deja todo eso —le dije a Lena, señalando sus libros—. Ven a sentarte y a charlar conmigo.
No era una propuesta inédita; casi habíamos contraído el hábito de charlar de los sucesos del día cuando Lex ya se había acostado, y ella me miró, sonrió y dejó la pluma.
Columpié la tetera encima de la lumbre y Lena, tras levantarse, se estiró y ladeó la cabeza.
—Kieran —dijo. Yo también escuché, y al cabo de un segundo oí su llanto irregular y débil. Ella se dirigió a la escalera—. Voy a acunarle antes de que despierte a Lex.
Al cabo de unos cinco minutos, el tiempo que estuvo ausente, reapareció con Kieran en brazos; las pestañas del niño brillaban a la luz de la lámpara y tenía el pelo húmedo y oscurecido por el sudor del sueño inquieto.
—No se tranquiliza —dijo ella—. Que se quede con nosotras un rato.
Se sentó en la butaca junto al fuego y el niño recostó todo su peso sobre ella. Le pasé el té y ella dio un sorbo de refilón y bostezó. Luego me miró y se frotó los ojos.
—¡Qué ayuda has sido para mí, Kara, todos estos meses! —dijo.
—Sólo te ayudo —respondí con franqueza— para que no revientes. Te matas a trabajar.
—¡Hay tanto que hacer!
—No puedo creer que todo eso que haces tenga que recaer en ti. ¿No te cansas nunca?
—Sí me canso —dijo, bostezando otra vez—, ¡como puedes ver! Pero nunca de eso.
—Pero Len, si es una tarea inacabable, ¿para qué acometerla?
—¡Pues porque debo hacerlo! ¿Cómo voy a estar cruzada de brazos cuando el mundo es tan cruel y feroz, pudiendo ser tan dulce...? Lo que hago tiene su propia gratificación, tenga o no éxito. —Bebió su té—. Es como el amor.
—¡El amor! —dije con desdén—, ¿Crees que el amor contiene su propia recompensa?
—¿Tú no?
Miré a mi taza.
—Lo creí en un tiempo —dije—, pero...
Nunca le había hablado de aquella época. Kieran se retorció y ella le besó la cabeza y le cuchicheó algo al oído, y por un momento reinó un gran silencio; quizás ella pensó que yo estaba rememorando al hombre con quien dije que había vivido en St. John's Wood. Pero volvió a hablar, con más vigor.
—Además, no creo que sea una tarea inacabable. Las cosas están cambiando. Hay sindicatos en todas partes, y no sólo de hombres, sino de mujeres. Las mujeres hacen cosas hoy en día que sus madres, hace veinte años, se habrían reído si les hubieran dicho que sus hijas harían. ¡Pronto tendrán hasta el derecho de voto! Si las personas como yo no trabajan es porque miran al mundo, a todas las injusticias y podredumbre, y lo único que ven es un país que se derrumba y las arrastra con él. Pero de esa suciedad nacen cosas nuevas, ¡cosas maravillosas!: nuevas pautas laborales, un nuevo tipo de gente, nuevas maneras de vivir y enamorarse...
De nuevo el amor. Toqué con un dedo la cicatriz de mi mejilla, donde la había alcanzado el libro de medicina de Dickie. Lena agachó la cabeza para ver al bebé, que suspiraba sobre su pecho.
—¡Imagínate cómo será el mundo dentro de veinte años! —continuó en voz baja—. Será un siglo nuevo. Kieran será un jovencito casi de mi edad. Imagina las cosas que verá y que hará...
Miré a Lena y luego al bebé, y por un instante casi pude ver con ella el extraño mundo nuevo en el que, andando los años, Kieran sería ya un hombre...
Cuando la estaba mirando, ella se removió en su asiento, extendió un brazo hacia la librería que estaba a su lado y sacó un volumen de las estanterías. Era Hojas de hierba; pasó las páginas y encontró un pasaje que al parecer conocía.
—Escucha esto —dijo, y empezó a leer en voz alta. Su tono era suave y algo cohibido, pero vibraba de pasión, una pasión que yo nunca había percibido en su voz—. ¡Oh, mater!¡Oh, hijo! —leyó—. ¡Oh, prole continental! ¡Oh, flores de los prados! ¡Oh, espacio sin límites! ¡Oh, zumbido de potentes productos! ¡Oh, ciudades efervescentes! ¡Oh, tan invencible, turbulenta, orgullosa! ¡Oh, raza del futuro! ¡Oh, mujeres! ¡Oh, padres! ¡Oh, vosotros, hombres de pasión y tormentosos! ¡Oh, belleza! ¡Oh, tú mismo! ¡Oh, barbudos rudos! ¡Oh, bardos! ¡Oh, todos esos durmientes! ¡Oh, despertad! ¡Suena estridente el pito del pájaro del alba! ¿No oís el canto del gallo?
Permaneció inmóvil un momento, mirando la página; después levantó los ojos hacia los míos y vi con sorpresa que en los suyos relucían lágrimas sin verter. Dijo:
—¿No te parece maravilloso, Kara? ¿No te parece un poema maravilloso? —Sinceramente, no —dije; sus lágrimas me habían puesto nerviosa—.Sinceramente, he visto versos mejores en las paredes de algunos urinarios. —Lo cual era verdad—. Si es un poema, ¿por qué no tiene rima? Le faltan unas buenas rimas y una melodía bonita y alegre.
Cogí el libro de sus manos y estudié el fragmento que me había leído —estaba subrayado con lápiz— y lo entoné con la música y el ritmo, más o menos, de una canción de music-hall del momento. Lena se rió y, sujetando a Kieran con una mano, intentó arrebatarme el libro.
—¡Eres una bruta! —exclamó— Eres una filistea completa.
—Soy una purista —dije, melindrosa—. Sé cuándo unos versos son bonitos, y éstos no lo son.
Pasé las páginas del libro, renunciando a mi intento de encajar a la fuerza las líneas desiguales en una melodía, pero leyendo todos los pasajes absurdos que encontraba —y había muchos— con el bobo acento americano de un yanqui de teatro. Topé con otro extracto subrayado y empecé por él.
—¡Oh, mi camarada! —empecé—. ¡Oh, tú y yo por fin, y sólo nosotros dos: oh, poder, libertad, eternidad por fin! ¡Oh, verse libre de distinciones! ¡Sacar partido de vicios y de virtudes! ¡Oh, igualar ocupaciones y sexos! ¡Oh, ponerlo todo en un terreno común! ¡Oh, adherencia! ¡Oh, el ansia meditabunda de estar juntos... tú no sabes y yo no sé por qué!
Arrastré la voz; había perdido la inflexión americana y enunciado las últimas palabras en un murmullo medroso. La risa de Lena había cesado, y miraba a la lumbre con un semblante grave: vi el reflejo de las llamas anaranjadas en sus ojos de color verde. Cerré el libro y lo devolví a su estante. Hubo un silencio bastante largo. Por fin, ella respiró. Cuando habló, su voz sonó rara, no parecía la misma Lena.
—Kara —comenzó—, ¿te acuerdas de aquel día en que hablamos, en Green Street? ¿Te acuerdas de que quedamos en vernos y no viniste a la cita...?
—Claro —dije con cierta timidez. Ella sonrió: fue una sonrisa curiosamente vaga, como introspectiva.
—¿Verdad que nunca te he dicho lo que hice aquella noche? —prosiguió. Moví la cabeza. Yo recordaba muy bien lo que yo hice: cenar con Andrea y después follármela en su hermoso dormitorio para ser expulsada luego al mío, muerta de frío y castigada. Pero siempre me había preguntado qué habría hecho Lena; y ella, en efecto, nunca me lo había dicho.
—¿Qué hiciste? —le pregunté—. ¿Fuiste sola a aquella... conferencia? —Sí —dijo, y tomó aliento—. Allí conocí a... una chica. —¿Una chica?
—Sí. Se llamaba Samantha. La vi al momento y no pude apartar los ojos de ella. Tenía un aire tan... interesante. ¿Sabes eso que pasa, a veces, con una chica? Bueno, no, quizás no lo sepas...
¡Pero yo sí, yo sí lo sabía! Y al mirarla sentí que me enardecía; después me enfrié. Lena tosió y se tapó la boca con la mano. Después dijo, mirando a los carbones del fuego:
—Cuando terminó la conferencia Samantha hizo una pregunta. Era una pregunta muy inteligente, y el conferenciante se quedó cortado. Entonces la miré y supe que tenía que conocerla. Me acerqué a ella y empezamos a hablar. ¡Hablamos sin parar, Kara, una hora seguida! Tenía unas ideas de lo más infrecuentes. Me pareció que lo había leído todo y tenía opiniones sobre todo.
La historia continuó. Se habían hecho amigas; Samantha fue a visitarla... —¡La amabas! —dije.
Lena se ruborizó y luego asintió.
—No podías conocerla sin amarla un poco.
—Pero Len, ¡la amabas! La querías... ¡como un marimacho!
Lena pestañeó, se llevó un dedo al labio y se sonrojó más que antes. —Pensé que quizás lo hubieses adivinado...
—¡Adivinado! Yo..., no lo sé, nunca pensé que habrías podido..., bueno, no sé decir lo que pensé...
Giró la cabeza hacia otro lado.
—Ella también me quería —dijo, al cabo de un rato—. ¡Me quería muchísimo! Pero no de la misma manera. Yo sabía que nunca ocurriría, pero no me importaba. La cosa es que tenía un amigo que quería casarse con ella. Pero Samantha no quería, creía en la unión libre. Kara, ¡era la mujer más lúcida que he conocido en mi vida!
Oír aquello me resultó insufrible, pero no dejé de captar aquel era. Tragué saliva y Lena me miró y luego miró al fuego.
—Unos meses después de conocerla, empecé a darme cuenta de que ella no se encontraba... bien. Un día se presentó aquí con una maleta. Iba a tener un hijo, y a causa del embarazo la habían echado de su alojamiento, y el hombre, que al final resultó ser un inútil, estaba demasiado avergonzado para hacerse cargo de ella. No tenía adónde ir... Por supuesto, la acogimos. A Lex no le importó, la quería casi tanto como yo. Decidimos vivir los tres juntos y criar al bebé como si fuera nuestro. Me alegraba, ¡me alegré!, de que el hombre la hubiese dejado en la estacada, de que la casera la hubiese expulsado...
Hizo una mueca y a continuación rascó con una uña una viruta de ceniza que llegó flotando desde el fuego y se le posó en la falda.
—Creo que aquéllos fueron los meses más felices de mi vida. Tener a Samantha aquí era como..., no puedo decir cómo era. Era cegador: yo estaba deslumbrada de felicidad. Ella cambió la casa, la cambió de verdad, me refiero, no sólo su espíritu. Nos hizo rascar las paredes y pintarlas. Ella hizo esa alfombra. —Señaló la alfombra chillona delante del fuego, la que yo creía que habría tejido, en un momento de tedio, un pastor escocés ciego; y me apresuré a retirar los píes de encima—. Daba igual que no fuésemos amantes; estábamos tan próximas, más aún que unas hermanas. Dormíamos arriba, juntas. Leíamos juntas. Me enseñaba cosas. Esa foto de Eleanor Marx —señaló la foto pequeña— era suya. Eleanor era su gran heroína, yo le decía que le daba un trato de favor; yo no tengo una foto de Sam. Ese libro, el de Whitman, también era suyo. El pasaje que has leído siempre me hace pensar en mí y en ella. Decía que éramos camaradas, si las mujeres podemos serlo. —Se le habían secado los labios y se pasó la lengua por ellos—. Si podemos ser camaradas —repitió—, yo era la suya...
Enmudeció. La miré y miré a Kieran; su cara sonrosada y dormida, sus pestañas delicadas y su saliente labio rosa. Dije, invadida por un cierto temor:
—¿Y después...?
Ella parpadeó.
—Y después, bueno..., se murió. Era muy frágil, el parto fue difícil, y se murió. Ni siquiera pudimos encontrar a una comadrona que la atendiese, porque era soltera. Al final trajimos a una mujer de Islington a la que no conocíamos y le dijimos que era la mujer de Lex. La mujer la llamaba «Mrs. Luthor», ¡figúrate! Era buena persona, supongo, pero bastante estricta. No nos dejó entrar en la habitación de Samantha; tuvimos que oír sus gritos aquí sentados, Lex se retorcía las manos y no paraba de llorar. Yo pensaba: ¡Que muera el niño, oh, que muera el niño y que se salve ella...! Pero Kieran no murió, como ves, y Samantha también parecía sana y salva, sólo estaba cansada, y la comadrona dijo que la dejáramos dormir. Así lo hicimos, y cuando fui a verla un poco más tarde descubrí que había empezado a sangrar. La partera, por supuesto, ya se había ido. Lex salió corriendo a buscar a un médico, pero Samantha ya no tenía salvación. Su buen corazón, querido y generoso, se fue con la hemorragia...
Le falló la voz. Me acerqué a ella, me acuclillé a su lado y le toqué una manga con los nudillos, y ella me lo agradeció con afecto, con una leve sonrisa distraída.
—Ojalá lo hubiera sabido —dije; sin embargo, para mis adentros, era como si yo misma me tuviese agarrada por el pescuezo y me golpeara mi propia cabeza contra la pared. ¿Cómo había sido tan idiota de no adivinarlo? Había reparado en lo del cumpleaños: el aniversario, comprendí entonces, de la muerte de Sam. Había advertido las extrañas depresiones de Lena; su fatiga, su ira, la bondadosa paciencia de su hermano, la inquietud de sus amigos. Había observado su extraña ambivalencia con respecto al bebé, el hijo de Samantha, pero asimismo su asesino, a quien Lena le había deseado la muerte para que su madre se salvara...
La miré de nuevo y ojalá hubiera sabido algún modo de consolarla. Estaba desolada, pero al mismo tiempo muy lejana; nunca la había abrazado, e incluso en aquel momento tenía reparos en tocarla. Me contenté, pues, con quedarme a su lado, acariciando con suavidad su manga... Ella, por último, se levantó y me dirigió algo parecido a una sonrisa; yo me retiré.
—Cuánto he hablado —dijo—. No sé por qué he hablado de todo esto esta noche.
—Me alegro de que lo hayas hecho —dije—. Debes de... echarla muchísimo de menos.
Me miró sin expresión durante unos segundos, como si echar de menos fuera una emoción mezquina y muchísimo una palabra demasiado suave para su gran tristeza; luego asintió y miró a otro lado.
—Ha sido duro; he estado rara; a veces he deseado también haberme muerto. ¡Sé que he sido una pobre compañía para ti y para Lex! Y creo que no fui muy amable contigo cuando llegaste. Por entonces hacía unos seis meses de la muerte de Sam, y la idea de que hubiera otra chica en la casa..., sobre todo tú, a quien había conocido la misma semana que a ella... Y tu historia era parecida a la de ella, tú habías vivido con un hombre que te había echado de su casa después de haberte metido en un lío... Resultaba muy extraño. Pero hubo un momento, cuando cogiste a Kieran, seguro que ni siquiera te acuerdas, pero cogiste a Kieran en brazos y yo pensé en Samantha, que nunca le había acunado... Al verte, no supe si podría soportar que le arrullases o si podría aguantar que parases de hacerlo. Y entonces hablaste, y no eras para nada como Sam, claro. Y, oh, ¡en toda mi vida no me he alegrado más de algo!
Se rió; articulé un sonido que simulaba una risa, esbocé una mueca que podía confundirse, en aquella luz tenue, con una sonrisa. Lena lanzó un bostezo tremendo, se levantó, alzó a Kieran un poco más arriba contra su garganta y se frotó la mejilla con la cabeza del niño. Un momento después, sonrió y se encaminó cansinamente hacia la puerta.
Pero antes de que llegara a ella, la llamé por su nombre.
—Len, nunca ha existido aquel hombre que me echó de su casa —dije—. Fue una mujer con la que yo vivía, pero te mentí para que me dejaras quedarme. Soy..., soy lesbiana, como tú.
—¡Tú también! —Me miró boquiabierta—. Maggie lo dijo de entrada, pero nunca pensé mucho en ello después de aquella primera noche. —Empezó a fruncir el ceño—. Entonces, si no hubo un hombre, tu historia no era como la de Samantha... — Moví la cabeza—. Y nunca estuviste en apuros...
—No en ese tipo de apuro.
—Y todo el tiempo que has estado aquí, yo creyendo de ti una cosa y... Me miró, con una extraña expresión, y no supe si estaba furiosa, triste o perpleja, si se sentía traicionada o cómo se sentía.
—Lo siento —dije, pero ella movió la cabeza y se tapó un momento los ojos con una mano; cuando la retiró, su mirada era perfectamente clara y casi divertida.
—Maggie siempre lo ha dicho —dijo—. ¡Estará contenta ahora! ¿Te importa que se lo diga?
—No, Len. Puedes decírselo a quien quieras.
Cuando se marchó, todavía meneando la cabeza, yo me senté y la oí subir la escalera y oí los crujidos en la habitación de arriba. Saqué tabaco y papel de una caja de hojalata, me lié un cigarrillo y lo encendí; acto seguido, lo dejé caer en la chimenea, lo arrojé al fuego, apoyé la frente en mi brazo y gimoteé.
¡Qué tonta había sido! Había irrumpido en la vida de Lena, tan empozada en mi amargura insignificante, que no me había percatado de su gran congoja. Me había abalanzado sobre ella y su hermano y me había creído muy astuta y encantadora; había pensado que estaba dejando mi sello en su casa y que me estaba adueñando de ella. Había creído que estaba interpretando un papel en una historia y resultó que en todo momento la trama había sido distinta, ¡que todo aquel tiempo lo único que hacía era ensayar torpemente lo que la fascinante Samantha había hecho tan bien y con tanta habilidad antes que yo! Paseé la mirada por la habitación: las paredes pintadas de azul, la alfombra espantosa, los retratos; los vi de repente tal como eran: detalles de un altar a la memoria de Samantha que yo, sin saberlo, había estado cuidando. Mi mirada se detuvo en la foto pequeña de Eleanor Marx, pero no fue a ella a quien vi, sino, por supuesto, a Samantha con los rasgos de Eleanor. La volteé en mis manos y leí lo que estaba escrito en el dorso: L. L. , mi camarada, decía, en letras grandes y curvadas, mi camarada para siempre, S. A.
Gemí aún más fuerte. Quise tirar al fuego la maldita foto junto con el cigarrillo a medio fumar; para abstenerme de hacerlo, tuve que volver a colocarla rápidamente en su marco. ¡Estaba celosa de Samantha! ¡Estaba más celosa de lo que nunca había estado de nadie! No debido a la casa, ni a Kieran, ni siquiera a Lex, que había sido bueno conmigo pero que había llorado por ella, y que se retorcía las manos, afligido, cuando ella se estaba muriendo; sino a causa de Lena. Porque, por encima de todo, era la historia de Samantha la que parecía haberme dado a Lena y la que me había privado de ella para siempre. Pensé en mis trabajos de los meses anteriores. No había hecho feliz a Lena, ni había conseguido que engordara, como yo suponía: había sido el tiempo el que mitigó su pena y fue debilitando sus recuerdos. ¿Te acuerdas de que quedamos en vernos, me había preguntado un rato antes, y no viniste a la cita...? Le habían brillado los ojos al preguntarme esto, porque le había hecho un favor inmenso al no presentarme aquella noche, dos años antes.
A ella le había hecho un favor inmenso, pero a mí misma me había prestado el más flaco servicio. Rememoré de nuevo cómo había pasado yo aquella noche y las que siguieron; pensé en los placeres lúbricos de Felicity Place, en todos los trajes, las cenas, el vino, las poses plastiques. En aquel momento lo habría trocado todo por la oportunidad de haber ocupado el lugar de Samantha en aquella aburrida conferencia, ¡y porque los ojos verdes de Lena me hubiesen mirado fascinados!

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora