Capitulo 5

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Me gustaría, por puro efectismo, poder decir que mis padres, en cuanto oyeron una sola palabra de la propuesta de Imra, me prohibieron tajantemente hablar más del asunto; que cuando yo insistí, gritaron y me maldijeron; que mi madre lloró y mi padre me zurró; que al final no tuve más remedio que fugarme al alba por una ventana, con un hatillo de ropa en el extremo de un palo, la cara arrasada de lágrimas y una nota clavada en mi almohada que decía: No intentéis seguirme... Pero mentiría si dijera estas cosas. Mis padres eran personas razonables, no apasionadas. Me amaban, y temían por mí; sabían que la idea de consentir que su hija menor viajase al cuidado de una actriz y un empresario de music-hall a la ciudad más sombría y malvada de Inglaterra era una locura que ningún padre en su sano juicio concebiría ni por un segundo. Pero como me amaban tanto, no soportaban la idea de hacerme sufrir. Cualquiera con una pizca de vista habría visto que mi corazón pertenecía por entero a Imra Ardeen; cualquiera entendería que después de haber recibido la oferta de un futuro a su lado, y de haberlo rechazado, nunca podría volver a la cocina de mi padre y ser feliz allí como lo había sido.

De modo que, como una hora después de la partida de Imra, expuse toda nerviosa mi plan a mis padres, y discutí y les supliqué su bendición; ellos me escucharon pasmados, pero con suma atención, y cuando, al día siguiente, papá me paró en el camino a la cocina para llevarme a la sala, tranquila y silenciosa, su cara era seria y triste, pero bondadosa. Me preguntó, primero, si no había cambiado de opinión. Negué con la cabeza, y él suspiró. Dijo que si yo lo había decidido, él y mi madre no podían retenerme; que era ya casi una mujer adulta y había que tolerar que fuera dueña de mis actos; que ellos habían pensado que me verían casada con un chico de Midvale y que me instalaría cerca de su casa, para así compartir un poco tanto mi dicha como mis problemas, pero que ahora suponía que me enredaría con algún muchacho de Londres que no entendería nada del mundo de mis padres.

Pero concluyó diciendo que los hijos no se hacían para complacer a sus padres, y que ningún padre debería esperar que su hija estuviera a su lado para siempre...

—En resumen, Kara, aunque fueras el mismísimo diablo, tu madre y yo preferiríamos que huyeses de nosotros contenta a que te quedaras aquí triste... y llegaras, quizás, a odiarnos por haberte impedido que decidas tu destino.

Nunca hasta entonces le había visto tan grave y elocuente. Tampoco le había visto llorar; pero ahora le brillaban los ojos mientras hablaba y pestañeó dos o tres veces para contener las lágrimas, y su voz se hizo más tenue. Descansé la cabeza en su hombro y a mí también se me saltaron las lágrimas. Él me rodeó con un brazo y me dio unas palmadas.

—Nos parte el corazón perderte, querida —prosiguió—. Tú lo sabes. Sólo prométenos que no nos olvidarás del todo. Que nos escribirás y vendrás a visitarnos. Y que, si las cosas no salieran como tú deseas, no serás tan orgullosa de no volver a esta casa donde todos te queremos...

Aquí la voz le falló totalmente y se estremeció, y yo sólo pude asentir contra su cuello y decir: «Lo haré, lo haré, te lo prometo.»

Pero, ¡ah!, como hija de corazón insensible que yo era, cuando él se marchó se me secó al instante el llanto y noté que renacía toda mi alegría de la noche anterior. Me abracé yo misma de júbilo y bailé una jiga alrededor de la sala, pero con delicadeza, de puntillas, para que no me oyeran en el comedor de abajo. Luego, a toda prisa, para que no notaran mi ausencia, corrí a la estafeta de correos y envié a Imra una postal al Palace: una foto de una draga ostrera de Midvale, sobre cuya vela escribí con tinta «A Londres», y sobre cuya cubierta dibujé dos chicas con maletas y arcones y caras enormes y risueñas. «¡Puedo ir!», escribí en el dorso, y añadí que tendría que prescindir de su ayudante durante algunas noches mientras lo preparaba todo... y, para acabar, puse: «Con cariño» y firmaba: «Tu Kar.»

Sólo pude estar contenta a ratos aquel día, porque la escena que había vivido con mi padre, después del desayuno, tuve que revivirla con mi madre —quien me estrechó en sus brazos y exclamó que debían de estar locos por dejarme marchar—, y con Clark —quien dijo, absurdamente, que era demasiado pequeña para ir a Londres y que me atropellaría un tranvía en Trafalgar Square en cuanto pusiera el pie en la ciudad—, y con Alex, que no dijo nada cuando se enteró de la noticia, sino que salió llorando de la cocina y no hubo manera de convencerla de que asumiera sus tareas en el restaurante hasta la hora del almuerzo. Sólo mis primos parecieron alegrarse por mí y, más celosos que contentos, dijeron que tenía mucha suerte y juraron que haría mi fortuna en la ciudad y les olvidaría a todos, o bien que me arruinaría por completo y que volvería arrastrándome como una deshonrada.

Aquella semana pasó velozmente. Dedicaba las noches a visitar a amigos y familiares para despedirme de ellos; a lavar, remendar y empacar mis vestidos, y a decidir las prendas que llevaría y las que dejaría en casa. Visité el Palace una sola vez, y lo hice acompañada de mis padres, que querían cerciorarse de que Miss Ardeen seguía siendo una persona sensata y buena, y averiguar más detalles acerca del nebuloso Mr. Mathews.

Sólo pude estar con Imra a solas un minuto, mientras papá, después de la función, charlaba con Maxwell y Damien. Yo había temido durante toda la semana haberme imaginado las palabras que Imra me había dicho la noche del domingo, o haberlas interpretado erróneamente. Casi todas las noches me había despertado, sudando, de sueños en los que me presentaba en su puerta, con todo el equipaje ya empacado y mi sombrero en la cabeza, y ella me miraba estupefacta, o ponía mala cara, o se reía con desdén; o que yo llegaba demasiado tarde a la estación y tenía que correr por el andén detrás del tren mientras Imra y Mathews me miraban desde la ventana del vagón, y no se asomaban para ayudarme a subir... Aquella noche en el Palace, sin embargo, Imra me llevó aparte, me apretó la mano y estuvo tan cariñosa y excitada como lo había estado antes.

—He recibido una carta de Mathews —me dijo—. Nos ha encontrado alojamiento en un lugar que se llama Brixton, un sitio tan lleno de actores y gente del music-hall que lo llaman «Grease-Paint Avenue1»...

¡Grease-Paint Avenue! Vi al instante la calle y era maravillosa, trazada como un estuche de maquillaje, y con casas doradas, cada una con un tejado de color diferente; ¡y la nuestra sería la número 3, con una chimenea del color del carmín de los labios de Imra!

—Tenemos que coger el tren de las dos de la tarde el domingo —continuó—, y Mathews nos recogerá en la estación, con un coche. Y yo tengo que empezar al día siguiente mismo en el music-hall Star, en Bermondsey.
—El Star —dije—. Un nombre de suerte.
Ella sonrió.
—Esperemos. ¡Oh, Kar, esperemos que lo sea!



La última mañana que pasé en casa —como todas las últimas mañanas de la historia, me figuro— fue una mañana triste. Desayunamos juntos, nosotros cinco, y estábamos animados; pero había en la casa una horrible sensación expectante que hacía imposible cualquier cosa que no fuera suspirar y pasar, desorientados, de un quehacer a otro. Hacia las once me sentía tan enclaustrada y asfixiada como una rata en una caja, y le pedí a Alex que me acompañara a la playa y que me tuviera los zapatos y medias mientras yo me bañaba por última vez los pies en la orilla. Pero hasta este pequeño ritual fue decepcionante. Con la mano en la frente, contemplé la bahía reluciente, los lejanos campos y vallados de Sheppey, las casas bajas y pintadas de brea de la ciudad, y los mástiles y grúas del puerto y el astillero. Era un entorno tan conocido para mí como las líneas de mi cara —como la propia cara vista en un espejo— e igual de fascinante y a la vez insípido. Por mucho que lo examinara, por más intensamente que pensara, no volvería a verlo durante meses y meses, y parecía ser el mismo de siempre; por fin, aparté los ojos y regresé tristemente a casa.

Pero allí ocurrió lo mismo: nada de lo que miraba o tocaba era tan especial como creía que debía serlo, ni mi partida lo había cambiado un ápice. Es decir, nada salvo las caras de mi familia, que estaban tan serias, o tan falsamente alegres y rígidas, que a duras penas soportaba mirarlas.

Así que casi estaba contenta cuando al fin llegó el momento de decirles adiós. Papá no me consintió que tomase el tren hasta Canterbury, sino que dijo que tenían que llevarme, y alquiló una calesa que me transportara al mozo de cuadra del Hotel Duke de Cumberland. Besé a mi madre y a Alex, y mi hermano me ayudó a subir a mi asiento, al lado de mi padre, y colocó el equipaje a mis pies. No era muy grande. Una vieja maleta de cuero con una correa que contenía mi ropa, una sombrerera para mis sombreros y un pequeño baúl negro de estaño para todo lo demás. El baúl era un

regalo de despedida de Clark. Lo había comprado nuevo y había hecho pintar mis iniciales en la tapa, con mayúsculas amarillas que poco a poco se iban borrando, y dentro había pegado un mapa de Kent, con Midvale marcado con una flecha, para recordarme, dijo, dónde estaba mi hogar, por si acaso lo olvidaba.

Mi padre y yo no hablamos mucho durante el trayecto a Canterbury. En la estación encontramos el tren ya listo y humeante, y a Imra, con sus maletas y cestos a su lado, consultando su reloj, preocupada. No era en absoluto como en mis sueños inquietos; agitó mucho la mano al vernos y nos sonrió.

—Creí que podrías haber cambiado de idea en el último momento —exclamó, y yo moví la cabeza: ¡sorprendida de que pudiese pensar tal cosa, después de todo lo que yo había dicho!

Papá fue muy amable. Saludó gentilmente a Imra y también la besó a ella después de haberme dado un beso de despedida a mí, y le deseó felicidad y suerte. En el último instante, cuando yo me asomé desde el vagón para abrazarle, sacó del bolsillo una bolsita de gamuza, me la puso en la mano y me cerró los dedos sobre ella. Contenía monedas —soberanos—, seis monedas que yo sabía que eran más de lo que podía permitirse; pero para cuando hube soltado el cuello de la bolsa y visto el brillo del oro en su interior, el tren ya había empezado a moverse y no había tiempo para devolvérselas. Lo único que pude hacer fue expresarle mi gratitud a gritos, besarme los dedos en signo de amor y ver cómo él alzaba el sombrero y lo agitaba; luego, al perderle de vista, apliqué la mejilla contra el cristal de la ventanilla y me pregunté cuándo volvería a verle.

Lamento decir que no me lo pregunté por mucho tiempo, pues la emoción de estar con Imra, de oírle hablar de nuevo del hospedaje que íbamos a compartir y de la clase de vida que íbamos a llevar en la ciudad, donde ella iba a conquistar su fortuna, pronto prevaleció sobre mi pena. Sé que mi familia me habría juzgado cruel si me hubiera visto reírme mientras ellos, en casa, se entristecían sin mí; pero ¡oh!, no haber sonreído aquella tarde habría sido como no respirar o transpirar.

Y pronto, además, apareció Londres para contemplarlo maravillada, pues al cabo de una hora llegamos a Charing Cross. Aquí Imra encontró a un maletero que cargó con nuestras maletas y cajas, y mientras él las subía a un carro nosotras miramos alrededor con impaciencia en busca de Mr. Mathews. «¡Ahí está!», gritó por fin Imra, apuntando con el dedo mientras él recorría a zancadas el andén, con la cara muy roja y las patillas y los faldones al vuelo.

—¡Miss Ardeen! —exclamó al llegar junto a nosotras—. ¡Qué placer! ¡Qué placer! Temí llegar tarde, pero aquí está usted exactamente como estaba previsto, e incluso más encantadora que nunca. —Se volvió hacia mí, se quitó el sombrero de seda otra vez y me hizo una reverencia profunda y teatral—. ¡Me descubro ante una abridora de ostras! —dijo, en voz bastante alta—. Miss Danvers, de Midvale, hasta ahora, ¿no es así?

Tomó mi mano y la estrechó brevemente. Luego chasqueó los dedos en dirección al maletero y nos ofreció a las dos el brazo.

En el Strand nos aguardaba un coche: el cochero se tocó la gorra con la fusta cuando nos acercamos y saltó del pescante para colocar nuestro equipaje en el techo. Miré a mi alrededor. Era domingo y el Strand estaba bastante tranquilo, pero yo no lo conocía; para mí podría haber sido el hipódromo en el Derby, de tan ensordecedor y mareante que era el fragor del tráfico y de tan raudo que era el paso de los caballos. Me sentí más segura en el coche, y sólo un poco extrañada de encontrarme tan cerca de un caballero a quien no conocía, y transportada no sabía adónde, en una ciudad más grande, más llena de humo y más alarmante de lo que hubiera creído posible.

Había, por supuesto, muchas cosas que mirar. Como Mathews había propuesto que viéramos algunas antes de dirigirnos a Brixton, rodamos hasta Trafalgar Square, y vimos las fuentes y a Nelson en su columna, y la fachada preciosa, de color hueso, de la National Gallery, y la vista desde Whitehall hasta el Parlamento.

—Mi hermano ha dicho —dije, apretando la cara contra la ventanilla para verlo todo— que si venía a Londres me atropellaría un tranvía en Trafalgar Square.

Mathews se puso serio.

—Su hermano ha sido muy sensato al prevenirla, Miss Danvers, pero por desgracia está mal informado. No hay tranvías en Trafalgar Square, sino sólo autobuses y coches de caballos, y cupés como éste. Los tranvías son para la gente corriente; me temo que tendría que ir hasta Kilburn, o hasta Camden Town, para que pudiese atropellarla un tranvía.

Sonreí, insegura. No sabía muy bien qué pensar de Mathews, a quien desde hacía tan poco, y de un modo tan inesperado, se le habían confiado mi felicidad y mi futuro. Le examiné mientras él hablaba con Imra y dirigía nuestra atención de vez en cuando hacia alguna escena o personaje de la calle. Vi que era un poco más joven de lo que creí al principio. Aquella noche, en el camerino de Imra, pensé que era de edad mediana; ahora le calculé treinta y uno o treinta y dos años, como mucho. Era un hombre imponente, más que guapo, pero, a pesar de todo su centelleo y de su labia, bastante hogareño: pensé que debía de tener una buena esposa que le amaba y un bebé; y que si no los tenía —lo cual era el caso—, debería tenerlos. Entonces no sabía nada de su historia, pero más adelante supe que procedía de una respetable familia del teatro (su apellido, Mathews, no era más auténtico que el Ardeen de Imra); que había abandonado de joven los grandes escenarios para trabajar en salas como cantante cómico; y que representaba ahora a una docena de artistas, aunque todavía, en ciertas ocasiones, actuaba ante los focos —como «Walter Waters, barítono»— por puro amor al oficio. No sabía nada de esto aquel día en el cupé, pero empecé a adivinar un poco, pues cuando llegamos a Pall Mall y, doblando hacia Haymarket, donde comienzan los teatros y los music-halls, pasamos por delante de ellos, alzó la mano y ladeó el ala de su sombrero en una especie de saludo. Yo había visto a ancianas irlandesas hacer algo parecido cuando pasaban por delante de una iglesia.

—Her Majesty —dijo, señalando con un gesto un hermoso edificio a su izquierda—: mi padre vio aquí el debut de Jenny Lind, la ruiseñor sueca. El Haymarket: dirigido por Beerbohm Tree. The Criterion o Cri a secas: una maravilla de teatro, construido entero bajo tierra. —Teatro tras teatro, sala tras sala; y conocía la historia de todos—. Ahí enfrente, el London Pavilion. Allí echamos un vistazo a lo
largo de Great Windmill Street—, el Trocadero Palace. A nuestra derecha, el Prince's Theatre. —Llegamos a Leicester Square; él aspiró aire—. Y por último —dijo, y aquí se descubrió por completo y posó el sombrero en sus rodillas—, por último el Empire y el Alhambra, los music-halls más bonitos de Inglaterra, donde todos los artistas son estrellas y el público es tan distinguido que hasta las chicas alegres del gallinero, si me perdonan la expresión, Miss Ardeen y Miss Danvers, llevan pieles, perlas y diamantes.

Dio un golpe en el techo del cupé y el cochero lo detuvo en una esquina del pequeño jardín, en medio de la plaza. Mathews abrió la portezuela del coche y nos llevó a su centro. Desde allí, con William Shakespeare en su pedestal de mármol a nuestra espalda, contemplamos los tres las gloriosas fachadas del Empire y el Alhambra; la primera con sus columnas y sus linternas destellantes, sus vidrieras y su tenue resplandor eléctrico; la segunda con su cúpula, sus minaretes y su fuente. Yo Ignoraba que hubiese teatros como aquéllos en el mundo. No sabía que existiese un lugar semejante: una ciudad tan sórdida y tan espléndida, tan fea y tan grandiosa, donde, codo con codo, había toda clase imaginable de personas, paradas, paseando o sin hacer nada.

Había hombres y mujeres que se apeaban de carruajes.

Había chicas con bandejas de flores y frutas; vendedores ambulantes de café, sorbetes y sopa.

Había soldados de casacas escarlata; había dependientes en su día de asueto con canotiers y bombines. Había mujeres con chales, mujeres con corbata y mujeres con falda corta que enseñaban los tobillos.

Había negros y chinos, italianos y griegos. Había recién llegados que miraban en su derredor tan aturdidos y confusos como yo; y había gente ovillada en escalones y bancos, gente con ropa arrugada o manchada, que se diría que pasaban allí todas las horas diurnas... y también las nocturnas.

Supongo que al mirar a Imra, mi cara mostró mi asombro, porque ella se rió y me acarició la mejilla, y luego me cogió la mano y me la retuvo en la suya.

—Estamos en el corazón de Londres —dijo Mathews entonces—, en pleno corazón de la ciudad. Allí —señaló al Alhambra—, y todo alrededor —y aquí barrió con la mano toda la plaza—, ya ven lo que hace latir a este gran corazón: ¡las variedades! Variedades, Miss Danvers, que el tiempo no puede marchitar ni la costumbre mustiar. —Se dirigió a Imra—. Estamos ante el mayor templo de variedades de todo el país — dijo—. Mañana, Miss Ardeen, mañana o la semana que viene o el mes siguiente, quizás, pero pronto, muy pronto, se lo prometo, estará usted ahí dentro, pisando el escenario. ¡Y entonces será usted la que acelere el corazón de Londres! La que hará que las gargantas de la ciudad griten: «¡Brava!»

Lo dijo levantando el sombrero y golpeando con él el aire; un par de transeúntes giraron la cabeza hacia nosotros y luego miraron a otra parte, indiferentes. Las palabras de Mathews me parecieron maravillosas, y supe que Imra también pensaba lo mismo, pues aferró mi mano al oírlas y tuvo un pequeño escalofrío de placer; se le sonrojaron las mejillas, al igual que las mías, y le brillaron los ojos ensanchados, como los míos.

No nos entretuvimos mucho más en Leicester Square. Mathews llamó a un chico y le dio un chelín para que nos trajese del puesto callejero tres vasos espumeantes de sorbete, y nos sentamos unos minutos a la sombra de Shakespeare, bebiendo y mirando a la gente que pasaba y a los carteles en la entrada del Empire, donde sabíamos que el nombre de Imra pronto estaría pegado con letras de un metro de alto. Pero cuando vaciamos los vasos, Mathews di una palmada y dijo que teníamos que irnos, porque nos aguardaban Brixton y Mrs. Dendy, nuestra nueva casera; y nos llevó de vuelta al cupé y nos indicó que nos sentáramos. Noté que mis ojos, que se me habían puesto tan grandes y deslumbrados, se empequeñecían en la penumbra del coche, y empecé a sentirme nerviosa más que emocionada. Me pregunté qué clase de hospedaje nos habría buscado y qué clase de persona sería Mrs. Dendy. Confiaba en que ninguna de las dos cosas fuera demasiado grandiosa.

No debería haberme preocupado. En cuanto salimos del West End y cruzamos el río, las calles se tornaron más grises y perfectamente anodinas. Las casas y la gente eran elegantes allí, aunque uniformes, como diseñadas todas por la misma mano poco imaginativa: no había nada de aquel extraño encanto, de aquella encantadora y singular diversidad de Leicester Square.

Las calles, además, enseguida dejaron de ser elegantes y se volvieron un poco míseras; cada esquina que pasábamos, cada taberna, cada fila de tiendas y de casas parecía más lúgubre que la anterior. A mi lado, Imra y Mathews habían entablado conversación; versaba únicamente de teatros y contratos, de indumentarias y de canciones. Con la cara pegada a la ventanilla, me preguntaba cuándo dejaríamos atrás aquellos barrios sombríos y llegaríamos a Grease-Paint Avenue, nuestra casa.

Por fin, cuando entramos en una calle de casas altas y de tejado plano, todas con una hilera de verjas descascarilladas delante, y con una serie de persianas y cortinas tiznadas de hollín en las ventanas, Mathews interrumpió la charla para atisbar fuera y dijo que casi habíamos llegado. Tuve que apartar la vista de su cara afable y risueña para ocultar mi decepción. Sabía que mi primera y excitada visión de Brixton —aquella hilera de barras de maquillaje doradas, nuestra casa con el techo de color carmín— era insensata, pero aquella calle tenía un aspecto muy gris y mísero. En realidad, supongo que no era muy distinta de las calles normales que había en Midvale; era sólo desconocida y, en consecuencia, ligeramente siniestra.

Al apearnos del coche miré de soslayo a Imra para ver si ella también sentía un hormigueo de desazón. Pero tenía los colores tan vivos y los ojos tan húmedos y brillantes como antes; miró a la casa hacia la cual nos conducía nuestro acompañante y esbozó, con los labios apretados, una pequeña sonrisa de satisfacción. Comprendí de repente —cosa que sólo a medias había captado antes— que su vida había transcurrido en casas feas y anónimas como aquélla, y que no conocía nada mejor. Este pensamiento me infundió valor y me inspiró, como de costumbre, un cosquilleo de comprensión y de amor.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora