Capitulo 4

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Apenas puedo describir la curiosa mezcla de sentimientos que tenía cuando Imra vino a visitarnos el sábado por la tarde. Para mí significaba más que el mundo entero; que me visitara en mi propia casa y cenara con mi familia me parecía un placer insufrible, de tan delicioso, y a la vez una carga muy pesada. Como la amaba, no podía sino ansiar que viniese; pero nadie debía saber que la amaba, ni siquiera ella. Pensé que sería una tortura tener que sentarme a su lado en la mesa con aquel amor dentro de mí, mudo e inquieto como un gusano corrosivo. Tendría que sonreír cuando mamá preguntase por qué Imra no tenía un pretendiente, y volver a sonreír cuando Clark cogiera a Lois de la mano o Maxwell le pellizcara la rodilla a Alex por debajo de la mesa, mientras mi amada permanecía a mi lado todo el tiempo, intocable.

Una vez más me desazonaría la estrechez, la sordidez y el inconfundible olor a pescado de nuestra casa. ¿A Imra le parecería mísera? ¿Vería los desgarrones en la esterilla, las manchas en las paredes; vería que las butacas estaban abombadas, las alfombras descoloridas, que el chal que mamá había clavado con unas tachuelas en el manto de la chimenea, para que ondease en la corriente formada por la campana, estaba lleno de polvo, raído y desflecándose en los bordes? Yo había crecido con aquellas cosas, y durante dieciocho años apenas me había fijado en ellas, pero ahora las veía tal cual eran, como si las viera con los ojos de Imra.

Veía a mi familia con una luz también nueva. Veía a mi padre, un buen hombre, pero algo insulso. ¿Le parecería soso a Imra? Y Clark podía ser bastante zafio; y Lois —la horrible Lois— sería sin duda de lo más descarada. ¿Qué iba a pensar Imra de ellos? ¿Qué pensaría de Alex, mi amiga más querida hasta hacía un mes? ¿La juzgaría fría, y su frialdad la desconcertaría? ¿O le parecería —el pensamiento más temible de todos— guapa, y más semejante que yo a ella, a Imra? ¿Pensaría que ojalá hubiese sido Alex la que estaba en el palco para recibir su rosa, invitarla al camerino y llamarla sirena...?

Aquella tarde, mientras aguardaba su llegada, yo había estado a ratos inquieta y a ratos contenta o ceñuda: ya rezongando por cómo estaba puesta la mesa, ya hablándole a Clark de mala manera y gruñendo a Lois, ya mereciendo regañinas de todos por mis nervios y mis quejas y, en general, por convertir lo que debería ser un buen día para mí en un incordio para todos nosotros. Me había lavado el pelo y me lo había secado de un modo particular; había añadido un volante nuevo a mi mejor vestido, pero lo había cosido torcido y no podía aplanarlo. Estaba en lo alto de la escalera, sudando por clavar un imperdible en la seda, a punto de llorar porque el tren de Imra llegaría enseguida y tenía que correr a recogerla, cuando Maxwell salió de la pequeña cocina con botellas de cerveza para la mesa. Vio como yo me afanaba. «Vete», le dije, pero él me miró con insolencia.

—O sea que no quieres saber la noticia.
—¿Qué noticia?
Por fin conseguí alisar el volante. Cogí mi sombrero del gancho en la pared.
Maxwell sonrió y no dijo nada. Yo di una patada en el suelo.
—¿Qué noticia, Maxwell? Estoy retrasada y encima me entretienes.

—Pues entonces no te digo nada. Me figuro que te lo dirá ella misma, Miss Ardeen...

—¿Decirme qué? —Me quedé parada, con el sombrero en una mano y un alfiler en la otra—. ¿Decirme qué, Maxwell?

Echó una ojeada por encima del hombro y bajó la voz.

—No se lo digas a ellos todavía, porque no está arreglado del todo. Pero tu amiga, Imra, tiene que irse del Palace dentro de una semana, más o menos, ¿no? — Asentí—. Pues no se irá..., no durante una temporada, en todo caso. Mi tío le ha ofrecido un contrato fabuloso hasta Año Nuevo; ha dicho que es demasiado buena para que se la lleve el Broadstairs.

¡Año Nuevo! Para esa fecha faltaban todavía meses y meses, y muchas semanas. Las veía extenderse por delante, cada semana llena de noches en el camerino de Imra, y de besos de despedida, y sueños.

Creo que solté un grito, y Maxwell dio un sorbo de cerveza con aire de suficiencia. Apareció Alex preguntando qué era lo que teníamos que hablar cuchicheando y lanzando gritos en la escalera. No aguardé a la respuesta de Maxwell, bajé en dos saltos hasta la puerta, salí a la calle y corrí a la estación como un marimacho, con el sombrero brincando alrededor de las orejas, porque al final me había olvidado de ponerle el alfiler.

Difícilmente hubiera esperado que Imra se presentase en Midvale con su traje, su chistera y sus guantes de color espliego; aun así, cuando bajó del tren y vi que estaba vestida de chica y que caminaba como tal, con la trenza prendida en la nuca y una sombrilla encima del brazo, sentí una punzada de desencanto. Pero enseguida —como siempre— se convirtió en deseo, y después en orgullo, porque estaba elegantísima y hermosa en aquel polvoriento andén de Midvale. Me besó la mejilla cuando llegué hasta ella, me cogió del brazo y me dejó que la llevara desde la estación hasta nuestra casa, enfrente del mar.

—¡Vaya! ¿Naciste y te criaste aquí?

—¡Oh, sí! Mira: aquel edificio, al lado de la iglesia, era nuestra escuela. Allí... ¿Ves esa casa, con una bicicleta en la cancilla? Allí viven mis primos. Mira ese escalón: una vez me caí ahí y me corté en la barbilla y mi hermana me puso un pañuelo en el corte durante todo el camino a casa...

Le hablé de este modo, señalando cosas, y Imra asentía, mordiéndose el labio.
—¡Qué suerte tienes! —dijo por fin, y al decir esto pareció que suspiraba.

Yo había temido que la tarde fuera deprimente y engorrosa; de hecho, fue divertida. Imra estrechó la mano a todo el mundo y a todos les dijo algo, cosas como; «Tú debes de ser Clark, el que trabaja en la draga», «Tú tienes que ser Alex, de la que Kara me habla muchas veces y de la que está tan orgullosa. Ahora entiendo por qué...». Alex se sonrojó y miró al suelo, azorada.
Con mi padre fue afable.

—Vaya, vaya, Miss Ardeen —dijo él cuando le dio la mano, asintiendo al ver su falda—, todo un cambio de ropa, ¿no?, con respecto al habitual. —Ella sonrió y dijo que sí; y cuando él añadió, con un guiño—: Y una mejora, por cierto..., si no le importa que se lo diga un caballero. —Ella se rió y dijo que, como los caballeros solían ser de esa opinión, ella estaba totalmente acostumbrada y no le importaba lo más mínimo.

En conjunto se condujo de un modo tan agradable, y respondió a las preguntas que le hicieron sobre ella y sobre el music-hall con tanta inteligencia y dulzura, que a nadie —ni siquiera a Alex, o a la rencorosa Lois— le cayó antipática; y yo —al ver cómo contemplaba desde las ventanas la bahía de Midvale, o cómo inclinaba la cabeza para escuchar una historia que le contaba mi padre, o felicitaba a mi madre por algún adorno o cuadro (le gustó el chal de encima de la chimenea!)—, yo me enamoré de ella otra vez desde el principio. Y mi amor era tanto más vivo, desde luego, porque tenía un conocimiento especial y secreto del contrato de Damien y los cuatro meses de renovación.

Ella había venido a tomar el té, y poco después nos sentamos a tomarlo; a Imra le maravilló la mesa. Estaba puesta para una auténtica cena de ostras, con un mantel de lino y una lamparilla con un plato de mantequilla encima, para que se derritiera. A ambos lados de la lámpara había bandejas de pan y limones cortados en cuartos, y vinagre y saleros de pimienta, dos o tres de cada. Junto a cada plato había un tenedor, una cuchara, una servilleta y el imprescindible cuchillo de ostras; y en el centro de la mesa había un tonel de ostras, con un paño blanco atado alrededor de su fleje superior, y la tapadera abierta hasta la anchura de un dedo, «Justo lo suficiente», como decía mi padre, «para que las ostras se estiren un poco», pero no tanto como para que las conchas se abran y la pulpa se pudra. Estábamos bastante apretujados en torno a la mesa, porque en total éramos ocho, y habíamos traído más sillas del restaurante de abajo. Imra y yo estábamos juntas, y nuestros codos casi se tocaban, y teníamos los píes pegados debajo de la mesa. Mamá gritó: «¡Muévete una pizca, Kara, para hacerle a Miss Ardeen un poco de sitio!», pero Imra dijo que estaba muy bien como estaba, Mrs. Danvers, de veras; y se desplazó unos cincuenta centímetros a mi derecha, pero mantuvo el pie apretado contra el mío y yo notaba el calor de su pierna contra la mía.

Papá servía las ostras y mamá ofrecía cerveza o limonada. Imra cogió una concha con una mano y el cuchillo con la otra, y las juntó torpemente. Mi padre lo vio y lanzó un grito.

—¡Eh, oiga, Miss Ardeen, qué modales los nuestros! Clark, coge ese cuchillo y enseña a la señorita cómo se hace... si no podría clavarse la hoja en la mano y hacerse un corte muy feo.

—Yo también sé —dije rápidamente. Cogí la ostra y el cuchillo de sus manos antes de que Clark se me adelantase—. Haz como yo —le dije a ella—. Tienes que sostener la ostra en la palma de tal forma que la parte plana quede arriba... Así. — Sujeté la concha para enseñarle, y ella la miraba con cierta gravedad—. Luego coges
el cuchillo y lo introduces... no entre las dos valvas, sino en esta abertura. Y luego la sujetas y la abres. —Giré suavemente el cuchillo y la concha se abrió—. Hay que mantenerla derecha, porque está llena de jugo —proseguí—, y no se te tiene que caer ni una gota, porque es la parte más sabrosa. —El pequeño molusco descansaba en mi palma dentro de su baño de jugo, desnudo y resbaloso—. Esto de aquí —dije, apuntando con el cuchillo— se llama la barba; hay que arrancarla. —Di un tajo con el cuchillo y la barba quedó cercenada—. Luego tienes que sacar la ostra... Y ya puedes comértela.

Deslicé con cuidado la concha en su mano y noté que sus dedos calientes y blandos, al ahuecarse para recibirla, rozaban los míos. Teníamos las cabezas muy juntas. Se llevó la ostra a los labios y la mantuvo unos segundos delante de la boca, con sus ojos en los míos, sin pestañear.

Yo no me había percatado de ello, pero había hablado en voz baja, y los demás bajaron las suyas para escuchar. En la mesa reinaba el silencio y la quietud. Cuando aparté los ojos de Imra, vi un corro de caras que me miraban, y me sonrojé.
Finalmente habló alguien. Fue mi padre, y lo hizo en voz muy alta.

—Ahora no se la engulla entera, Miss Ardeen —dijo—, como hacen los gurmés. En esta mesa no hacemos eso. Adelante, mastíquela a gusto. —Lo dijo amablemente, e Imra se rió. Escudriñó la concha que tenía en su mano.

—¿Y de verdad está viva? —dijo.

—Viva y coleando —dijo Clark—. Si aguza el oído, oirá sus gritos cuando se la trague.

Hubo protestas de Lois y Alex.

—Vas a darle náuseas a la pobre chica —dijo mamá—. No le haga caso, Miss Ardeen. Coma la ostra y disfrútela.

Así lo hizo Imra. Sin volver a mirarme se metió en la boca el contenido de la concha, lo masticó a conciencia y se lo tragó. Se limpió los labios con la servilleta y sonrió a mi padre.

—Ahora dígame la verdad —dijo él, confidencialmente—: ¿alguna vez ha comido una ostra como ésa o no?

Ella dijo que nunca, y Clark lanzó un ¡viva!; durante un rato no hubo más sonido que los diminutos y delicados de la deglución de ostras: el crujido de las conchas, el corte de las barbas desechadas, el goteo de jugo y de pan con mantequilla.
No le abrí más ostras a Imra, porque se las arreglaba sola.

—¡Mira ésta! —dijo, cuando ya se había zampado como una media docena—. ¡Qué dura está! —La examinó más de cerca—. ¿Dura? ¿Es macho o hembra? Supongo que son todas machos, porque tienen barba, ¿no?
Mi padre movió la cabeza, masticando.

—Qué va, Miss Ardeen. No se deje engañar por la barba. Verá, la ostra es un marisco rarísimo; es macho o es hembra, según le da. ¡Es un auténtico morfodita, en realidad!

—¿Sí?
Maxwell golpeteó su plato.
—¡Entonces tú también eres un poco como las ostras, Imra! Por un momento, ella pareció un tanto perpleja, pero luego sonrió.

—Bueno, supongo que sí —dijo—. ¡Figúrate! Nunca me habían comparado con un pescado.

—Ande, no se lo tome a mal, Miss Ardeen —dijo mamá—, porque dicho en esta casa es casi un cumplido.
Maxwell se rió y mi padre dijo:

—¡Oh, sí, desde luego!

Imra seguía sonriendo. Se incorporó a medias para alcanzar un pimentero; y cuando volvió a sentarse remetió el pie debajo de su silla y noté que a mí se me enfriaba el muslo.



Cuando el tonel de ostras estuvo casi vacío y se había agotado la cerveza y la limonada y Imra declaró que nunca había cenado mejor en su vida, aparcamos las sillas de la mesa, los hombres encendieron cigarros y Alex y Lois sacaron tazas de té. Hubo más conversación y Imra tuvo que responder a más preguntas. ¿Había conocido a Nelly Power? ¿Conocía a Bessie Bellwood, o a Jenny Hill, o a Jolly John Nash? A continuación cambiaron de tema: ¿era verdad que no tenía novio? Ella dijo que no tenía tiempo para eso. ¿Y tenía familia en Kent, y cuándo la veía? Dijo que no tenía familiares desde la muerte de su abuela. Mi madre chistó al oír esto, y dijo que era una pena; Clark dijo que podía apropiarse de algunos de nuestros parientes, si ella quería, porque teníamos tantos que no sabíamos qué hacer con ellos.

—¿Ah, sí? —dijo Imra.
—Sí —dijo Clark—, Seguramente habrá oído la canción que dice:

Tiene un tío, y un hermano, y una hermana,

y una madre, y una tía y otra tía que es prima de su madre...

No bien había terminado esta frase, oímos que se abría la puerta de la calle y un grito desde el pie de la escalera, y aparecieron tres primos nuestros, seguidos por el tío Jor-el y la tía Rosina, todos endomingados y que se habían dejado caer, dijeron, para echar un «vistazo» a Miss Ardeen, si ésta no tenía reparo.

Trajeron más sillas y más tazas; se hizo una nueva ronda de presentaciones y la pequeña habitación se llenó de humo, de calor y de risas. Alguien dijo que era una lástima que no tuviéramos un piano para que Miss Ardeen nos cantara una canción; George —mi primo mayor— dijo: «¿Serviría una armónica?», y sacó una del bolsillo de su chaqueta. Imra se sonrojó y dijo que no podía; y todo el mundo protestó: «¡Oh, vamos, por favor, Miss Ardeen!»

—¿Qué opinas tú, Kar? —me dijo—. ¿Tengo que hacer el ridículo?

—Tú sabes que no lo harás —dije, complacida de que al fin se hubiese dirigido a mí y me hubiese llamado por mi nombre especial en presencia de todos.
—Muy bien, vale —dijo ella. Le despejaron un pequeño espacio, y Lois corrió a su casa para que sus hermanas vinieran a verla.

Imra cantó «The Boy I Love is Up in the Gallery» y «The Coffee Shop Girl», y de nuevo «The Boy» para las hermanas de Lois, que acababan de llegar. Luego Imra nos susurró algo a George y a mí, y le llevé un sombrero de mi padre y un bastón, y ella nos cantó un par de canciones de donjuán y terminó con la balada sobre la enamorada y la rosa con que concluía su número en el Palace.

Todos la aplaudimos y le estrecharon la mano y uno tras otro le dieron diez palmadas en la espalda. Al final parecía muy sofocada y colorada, y algo cansada. Clark dijo:
—¿Qué tal si ahora nos cantas tú algo, Kara? Le clavé la mirada.

—No —dije. Por nada del mundo les cantaría nada en presencia de Imra. Ésta me miró con curiosidad.

—¿También cantas? —dijo.

—Kara tiene la voz más bonita que haya oído nunca, Miss Ardeen —dijo uno de mis primos.

—¡Anda, vamos, Kara, sé buena! —dijo otro.

—¡No, no y no! —exclamé de nuevo, con tanta firmeza que mamá frunció el ceño y los demás se rieron. El tío Jor-el dijo:

—Pues es una lástima. Tendría que oírla cantar en la cocina, Miss Ardeen. Canta muy a menudo, sí: es una alondra. Al oírla uno gira la cabeza.

Hubo murmullos de complicidad por el cuarto, y vi que Imra miraba parpadeando en mi dirección. George susurró entonces, bastante alto, que yo debía de estar reservando mi voz para darle una serenata a Adam, y hubo una nueva ronda de risas que me sacó los colores y me obligó a bajar la vista hacia mi regazo. Imra pareció desconcertada. Preguntó:

—¿Quién es Adam?

—Adam es el chico de Kara —dijo Clark—. Un chico muy guapo. ¿No ha presumido de él con usted?

—No —dijo Imra. Lo dijo con desenfado, pero alcé los ojos y vi que los suyos estaban raros, casi tristes. Era verdad que nunca le había mencionado a Adam. Lo cierto era que casi nunca pensaba en él como mi novio, pues desde la llegada de Imra a Canterbury no había tenido noches de asueto que pasar con Adam. Él me había enviado hacía poco una carta en la que me preguntaba si todavía me gustaba; yo había guardado la carta en un cajón y me había olvidado de contestarla.

Hubo más chanzas sobre Adam; me alegré cuando una de las hermanas de Lois causó un alboroto al arrancarle la armónica a George y ponerse a tocar una canción tan horrible que los chicos empezaron a gritar y a tirarle del pelo para que se callara.

Mientras ellos se peleaban y juraban, Imra se inclinó hacia mí y me dijo en voz
baja:

—¿Puedes llevarme a tu habitación, Kar, o a algún sitio tranquilo donde podamos hablar... a solas?
De repente parecía tan seria que temí que fuese a desmayarse. Me levanté y le abrí camino por la habitación repleta, y le dijo a mi madre que llevaba a Imra arriba; y mamá —que estaba mirando preocupada a la hermana de Lois, sin saber si reírse o reprenderla— asintió con un gesto distraído, y nos escapamos.

El dormitorio estaba más fresco que la sala, y menos iluminado y —aunque seguíamos oyendo voces y pateos y ráfagas de armónica— maravillosamente tranquilo, comparado con la habitación de la que acabábamos de salir. La ventana estaba levantada y Imra se fue derecha hacia ella y apoyó los brazos en el alféizar. Cerró los ojos contra la brisa que soplaba desde la bahía y aspiró con gratitud unas cuantas bocanadas profundas.

—¿Te encuentras mal? —dije. Ella se volvió hacia mí, movió la cabeza y sonrió; pero una vez más su sonrisa parecía triste.

—Sólo cansada.

Mi jarra y mi jofaina estaban en la mesilla. Vertí un poco de agua y le acerqué la jofaina para que se lavara las manos y se remojase la cara. El agua le salpicó el vestido y le humedeció el flequillo con puntitos oscuros.

De la cintura le colgaba un bolso en el cual metió los dedos para sacar un cigarrillo y una caja de cerillas. Dijo:

—Seguro que tu madre lo desaprobaría, pero estoy reventando de ganas de fumar.

Encendió el cigarrillo y dio una calada intensa.

Nos miramos sin hablar. Como estábamos cansadas y no había un sitio donde sentarnos, nos sentamos en la cama, una al lado de la otra, muy cerca. Se me hacía tremendamente extraño estar con ella en el mismo cuarto —¡en el mismo sitio!— donde había pasado tantas horas soñando con ella sin el menor recato.

—¿No te parece raro...? —empecé a decir, pero ella habló al mismo tiempo; las dos nos reímos.

—Tú primero —dijo, y dio otra calada.

—Sólo iba a decir que me parece raro que estés así conmigo, en este cuarto. —¡Y yo iba a decir lo raro que se me hace estar aquí! —dijo ella—. ¿Esta

habitación es la tuya de verdad, tuya y de Alex? ¿Y ésta es tu cama? —Miró alrededor, como asombrada; como si yo hubiera podido llevarla a una alcoba ajena e intentase hacerle creer que era la mía; y asentí.

Guardó silencio otra vez, y yo también; y sin embargo presentí que tenía algo más que decir y que estaba pensando cómo decirlo.

Pensé, con un pequeño escalofrío, que ya sabía lo que era; pero cuando ella volvió a hablar no habló de su contrato, sino de mi familia, de lo amables que eran, de lo mucho que me querían y de la suerte que yo tenía por tenerla. Al recordar que ella era huérfana, por así decirlo, refrené mis protestas y te dejé hablar; pero mi silencio sólo pareció servir para desazonarla aún más.

Por fin, cuando acabó el cigarrillo y lo tiró a la chimenea, respiró y dijo lo que yo había estado esperando.

—Tengo algo que decirte..., una buena noticia, y tienes que prometerme que
vas a alegrarte por mí.

No pude contenerme. Toda la tarde había estado deseando sonreír a causa de la noticia, y ahora me reí y dije:

—¡Oh, Imra, ya la sé! —Como ella pareció ensombrecerse, yo continué rápidamente—: No te enfades con Maxwell, pero me lo ha dicho hoy mismo.

—¿Qué te ha dicho?

—Que Damien quiere que te quedes en el Palace; ¡que te quedarás hasta Navidad como mínimo!

Ella me miró de un modo algo raro, y luego bajó la mirada y lanzó una risita forzada.

—No es lo que te iba a decir —dijo—. Y esto sólo lo sé yo. Damien quiere que me quede, pero he rechazado su oferta.

—¿Rechazado?

La miré de hito en hito. Ella seguía sin mirarme a los ojos; se levantó y cruzó los brazos a la altura del talle.

—¿Te acuerdas del hombre que vino a verme anoche? —dijo—. ¿De Mr. Mathews? —Asentí. No le había mencionado en todo el día, y con mi nerviosismo por la visita de Imra, me había olvidado de preguntarle por él. Ella prosiguió—: Mathews es empresario, no empresario de teatro como Damien, sino de artistas: un agente. —Al ver la cara que puse dijo—: ¡Oh, Kar! —No pudo evitar excitarse—. ¡Vio mi número y le gustó tanto que me ha ofrecido un contrato en un music-hall de Londres!

—¡Londres!

Sólo acerté a decir esto, incrédula. Era algo que estaba mucho más allá de las palabras. Si se hubiera ido a Margate o a Broadstairs, habría podido visitarla algunas veces. Si se iba a Londres no volvería a verla nunca; era como si se fuera a África o a la luna.

Imra siguió hablando y dijo que Mathews tenía amigos en las salas de Londres y que le había prometido una temporada en cada una de ellas; le había dicho que era demasiado buena para teatros de provincias y que se haría famosa en la ciudad, donde actuaban todos los grandes nombres y donde estaba todo el dinero... Apenas la escuché, de tan desgraciada como me sentía. Al final me puse una mano delante de los ojos y agaché la cabeza, y ella guardó silencio.

—No te alegras por mí, entonces —dijo, rápidamente.
—Sí me alegro —dije, con la voz pastosa—. Pero yo soy más infeliz.

El silencio que siguió sólo fue interrumpido por el sonido de risas y chirrido de sillas en la sala de abajo, y por el graznido de las gaviotas fuera de la ventana abierta. La habitación parecía haberse oscurecido desde que entramos en ella, y de repente sentí más frío del que había tenido en todo aquel verano.

Oí que Imra daba un paso. En un segundo estaba sentada a mi lado y me había cogido la mano que yo tenía posada en la frente.

—Escucha —dijo—. Tengo que preguntarte algo. —La miré; tenía la cara pálida, salvo por la nube de pecas, y sus ojos parecían más grandes—. ¿Crees que estoy guapa hoy? —dijo—. ¿Crees que he sido amable y agradable y buena? ¿Crees que les gusto a tus padres? —Hablaba con vehemencia. Yo no dije nada; me limité a asentir, perpleja—. He venido a gustarles —dijo—. Me he puesto mi vestido más elegante para que piensen que soy más de lo que soy. Pensé que podrían ser la familia más ruin y desgraciada de todo Kent; pero me esforzaría tanto en agradarles que confiarían en mí como en una hija. ¡Pero, Kar, no son desgraciados ni ruines, y no he tenido que fingir amabilidad! Es la familia más encantadora que he conocido nunca; y tú lo eres todo para ellos. No puedo pedirte que renuncies a ella...

Sentí que el corazón se me paraba y que latía de nuevo, como un émbolo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté. Imra apartó la vista.
—Quería pedirte que vinieras conmigo. A Londres.
Parpadeé.
—¿Que me vaya contigo? Pero ¿cómo?

—Como mi ayudante, si quisieras —dijo—. Como mi... cualquier cosa. No lo sé. He hablado con Mathews; dice que al principio no ganarás mucho dinero. Pero bastará, si compartimos alojamiento.
—¿Por qué? —dije entonces. Ella me miró a los ojos.

—Porque... me gustas. Porque eres buena conmigo y me traes suerte. Y porque Londres me resultará extraño, y puede que Mathews no sea lo que parece, y no tendré a nadie...

—¿Y de verdad pensabas que yo diría que no? —dije, Lentamente.

—Esta tarde... sí. Anoche, y esta mañana, creía... ¡Ah, todo era tan distinto en el camerino, cuando estábamos a solas las dos! No sabía cómo era esto para ti. No sabía que tuvieses... un amigo.

Sus palabras me envalentonaron. Retiré mi mano de la suya y me levanté. Fui hasta la cabecera de la cama, donde había un armarito con un cajón dentro. Lo abrí, saqué algo y se lo enseñé.
—¿Sabes lo que es esto? —dije, y sonreí.
—Es la flor que te di.

Me la cogió de la mano y se quedó con ella. Estaba seca y mustia, y sus pétalos, pardos ya en los bordes, se desprendían, y estaba bastante aplastada porque había dormido muchas noches con ella debajo de la almohada.

—Cuando me la lanzaste, mi vida cambió —le dije—. Creo que hasta aquel momento había estado dormida; dormida o muerta. Desde que te conozco estoy despierta, ¡viva! ¿Crees que ahora renunciaría a esto tan fácilmente?

Mis palabras la sobresaltaron; y no era para menos, pues nunca le había hablado así, ni a ella ni a nadie. Miró hacia otras partes del dormitorio y se pasó la Lengua por los labios.

—¿Y todos ellos, los que están abajo? —dijo, señalando a la puerta—. ¿Tu madre y tu padre, tu hermano, Alex, Adam?

Mientras hablaba oímos un grito y el vocerío de una discusión amistosa.

No significan nada para mí, quise decir, comparados contigo... Pero me limité a encogerme de hombros y a sonreír. Ella también sonrió.

—¿De verdad que vendrás, entonces? Tenemos que irnos el domingo, ¿sabes?
Dentro de una semana. No tienes mucho tiempo.

Dije que sería suficiente, y ella depositó en la cama la flor marchita, me agarró de las manos y las apretó con fuerza.

—¡Oh, Kar! ¡Mi querida Kar! ¡Pasaremos grandes ratos juntas, te lo prometo! Y al decir esto me separó las manos hacia los lados, me estrechó con virulencia,

y se rió de placer hasta el punto de que sentí que su cuerpo se estremecía en mis brazos. Luego, de improviso, retrocedió y sólo pude aferrar aire vacío.

Hubo más ruidos abajo y después el sonido de una puerta que se abría, seguido del golpe sordo de pies en la escalera, y un grito. «¡Kara!» Era Alex. Se detuvo en la puerta del dormitorio, pero fue lo bastante cortés —o temerosa— de no girar el picaporte.

—Se va todo el mundo —dijo—. Mamá pregunta si Miss Ardeen puede bajar un momento, por favor, para que todos se despidan de ella.

Miré a Imra.

—Baja tú, y yo bajaré dentro de un minuto —dije—. Y no digas nada de nuestros planes —añadí en voz más baja—. Se los contaré más tarde.

Ella asintió y volvió a apretarme la mano. Abrió la puerta y se reunió con Alex en el rellano, y las oí bajar juntas.

De pie en la penumbra creciente, me puse los dedos temblorosos delante de la cara. Desde que conocía a Imra Ardeen había adquirido la costumbre de restregarme las manos a conciencia, y si alguna vez tenía manchadas las grietas, era tanto de pintura y de maquillaje y de blanc-de-perle como de vinagre. Aun así, en ellas persistía el olor a ostras, y había una hebra fina —que podría haber sido un hilo del lomo de una langosta o el bigote de una gamba— debajo de una uña. ¿Cómo sería, pensé, abandonar a mi familia, mi hogar, todos mis hábitos de ostrera?

¿Y cómo sería vivir con Imra, desbordante de un amor tan inmediato, y no obstante tan secreto que me producía estremecimientos?

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora