Capitulo 22

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A la mañana siguiente me despertó el portazo de la puerta trasera; era Lex, pensé, que se iba al trabajo, porque el reloj marcaba las siete menos diez. Poco después hubo movimiento en el piso de arriba, cuando Lena se levantó y se vistió, y mucha actividad fuera, en la calle, que a mí, acostumbrada a dormir en la mansión silenciosa de Andrea, sin que me molestaran los madrugadores, me pareció increíblemente próxima.
Permanecí quieta, mientras me abandonaba poco a poco la satisfacción de la noche. No quería levantarme y afrontar el día, volverme a calzar las botas apretadas, despedirme de Lena y ser de nuevo una chica sin amigos. La sala se había quedado muy fría durante la noche, y mí pequeña cama improvisada parecía el único sitio caliente. Me tapé la cabeza con las mantas y gemí; descubrí que gemir me gratificaba, y en consecuencia gemí aún más fuerte... Sólo dejé de hacerlo cuando oí el pestillo de la puerta; retiré entonces las mantas de mi cara para ver a Lena, que amusgaba los ojos, con semblante grave, tratando de verme en la penumbra.
—¿Sigue enferma? —dijo. Moví la cabeza.
—No. Estaba... gimiendo.
—Oh. —Miró a otro lado—. Lex nos ha dejado un poco de té. ¿Le traigo una taza?
—Sí, por favor.
—Y luego... tendrá que levantarse, me temo.
—Por supuesto —dije—. Ahora me levanto.
Pero cuando ella se fue comprendí que no podía levantarme. Tenía que estar tumbada. Sentía urgencia de ir de nuevo al excusado; sabía que era una tremenda grosería demorarse acostada en la sala de unos desconocidos. Pero me sentía como si por la noche me hubiese visitado un cirujano que me había extirpado todos los huesos y los había reemplazado por barras de plomo. No podía hacer nada..., nada más que estar tumbada.
Lena me trajo té y lo tomé; después volví a tumbarme. La oí moverse por la cocina, limpiando al bebé; al volver a la sala descorrió las cortinas significativamente.
—Son las ocho menos cuarto, Miss Danvers —dijo—. Tengo que llevar a Kieran a la acera de enfrente. ¿Estará levantada y vestida cuando vuelva, verdad? ¿Lo estará?
—Oh, desde luego —dije, pero cuando ella reapareció, cinco minutos más tarde, no me había movido ni un centímetro. Ella me miró y meneó la cabeza. Le devolví la mirada.
—Sabe que no puede quedarse aquí. Tengo que ir a trabajar, y tengo que ir ahora. Si me retrasa un poco más, llegaré tarde.
Dicho esto, agarró la parte inferior de la manta. Pero yo sujeté la superior.
—No puedo —dije—. Debo de estar enferma.
—¡Si está enferma, tiene que ir a un sitio donde la atiendan como es debido! —¡No estoy tan enferma! —grité—. Pero si pudiera quedarme un ratito acostada, hasta recobrar las fuerzas... Vaya a trabajar y yo me iré, y cuando vuelva ya habré dejado la casa mucho tiempo antes. Puede fiarse de mí, se le aseguro. No me llevaré nada.
—¡Hay bien poco que llevarse! —exclamó. Me arrojó su extremo de la manta y se puso una mano en la frente—. Oh —dijo—, ¡cómo me duele la cabeza!
La miré sin decir nada. Por fin pareció que se esforzaba en calmarse, y dijo con voz severa:
—Supongo que hará lo que me ha dicho y que se irá enseguida.
Cogió el abrigo colgado detrás de la puerta y se lo puso. Luego recogió su bolso, rebuscó dentro y sacó un pedazo de papel y una moneda.
—Le he hecho una lista —dijo— de hostales y casas en donde podría buscar una cama. El dinero —era media corona— es de mi hermano. Me ha pedido que le despida de su parte y le desee buena suerte.
—Es un hombre muy bueno —dije.
Ella se encogió de hombros, se abrochó el abrigo, se puso el sombrero y se clavó un alfiler en él. El abrigo y el sombrero eran de color barro. Dijo:
—Hay un pedazo de bacon todavía caliente en la cocina que puede tomar para el desayuno. Luego..., ¡oh!, luego tiene que irse, por fuerza.
—¡Se lo prometo!
Asintió y tiró de la puerta. De la calle entró una ráfaga de aire glacial que me hizo tiritar. Lena también tiritó. El viento le desplazó de la frente el ala del sombrero, ella entornó sus ojos avellana y tensó la mandíbula. Dije:
—¡Miss Luthor! ¿Podría..., podría volver alguna vez, de visita? Me gustaría..., me gustaría ver a su hermano y darle las gracias...
Me gustaría verla a ella, quería decir. Había ido allí a hacerme amiga suya. Pero no sabía cómo decírselo.
Se llevó una mano al cuello y pestañeó ante el viento.
—Haga lo que quiera —dijo, y cerró la puerta, dejando tras ella la sala helada, y vi su sombra en el encaje de la ventana cuando se alejaba.
En cuanto se hubo ido, me pareció que se me aligeraban, a la vez y como por milagro, todos mis miembros plúmbeos. Me levanté, me arrastré de nuevo al retrete gélido; luego encontré la rebanada de bacon que me habían dejado, cogí un mendrugo y un puñado de berros y desayuné de pie junto a la ventana de la cocina, mirando ciegamente aquel entorno desconocido.
Después, me froté las manos, miré alrededor y empecé a preguntarme qué iba a hacer.
En la cocina, por lo menos, hacía calor, pues alguien —Lex, seguramente— había encendido temprano un pequeño fuego en el fogón, y los carbones estaban sólo medio consumidos. Era una lástima desperdiciar aquel calor delicioso, y me dije que no había nada malo en calentar un poco de agua para lavarme. Abrí la puerta de un armario, en busca de un cazo que poner en el hornillo, y encontré una plancha. Al verla pensé: No les importará tampoco que la caliente para darle un planchado a mi vestido...
Mientras aguardaba a que se calentasen estas cosas, volví a la sala para separar las butacas que me habían servido de cama y poner las mantas en un montón ordenado. Hecho esto, hice lo que al principio por desconcierto y luego por somnolencia no pude hacer la noche anterior. Me levanté y eché un buen vistazo al cuarto.
Era muy pequeño, como ya he dicho —mucho más, desde luego, que mi antiguo dormitorio en Felicity Place—, y no tenía lámparas de gas, sino sólo de petróleo y candeleros. El mobiliario y los objetos decorativos se me antojaron una mezcla curiosa. En las paredes no había ningún papel, como en la casa de Andrea, sino que estaban pintadas de un azul disparejo, como un taller: como decoración sólo había un par de anuarios —el de aquel año y el del anterior— y dos o tres grabados insípidos. Dos alfombras cubrían el suelo, una vieja y raída y la otra nueva, de un colorido vivo, áspera y bastante rústica: la típica alfombra que tejería un pastor que sufriese alguna dolencia ocular para matar el tiempo en las interminables horas tenebrosas de un invierno en las Hébridas. La repisa de la chimenea estaba recubierta por un chal colgante, como en la casa de mi madre, y encima de la repisa había la clase de adornos que de niña había visto en todas las casas de amigas y primas: una pastora de loza polvorienta con el cayado roto y toscamente arreglado; un fragmento de coral debajo de una cúpula de cristal manchada de hollín; un reloj de mesa reluciente.
Al lado de estas cosas, sin embargo, había otras menos previsibles: una postal arrugada, con una foto de obreros y las palabras ¡Seis peniques al estibador o huelga!; un ídolo oriental bastante deslustrado; un grabado en color de un hombre y una mujer con ropa de trabajo y la mano derecha enlazada, mientras con la izquierda sostenían una pancarta ondeando: ¡La unidad hace la fuerza!
Estas cosas no me interesaban mucho. A continuación inspeccioné el nicho que había detrás de la campana de la chimenea, donde había una serie de estanterías caseras repletas de libros y revistas. Esta colección era asimismo muy variada y estaba polvorienta. Había un buen surtido de clásicos a un chelín —Longfellow, Dickens, autores así— y un par de novelas baratas; pero había también un conjunto de textos políticos y dos o tres volúmenes de lo que podrían considerarse poemas de calidad. Había visto uno de ellos, al menos —Hojas de hierba, de Walt Whitman—, en los anaqueles de Andrea en Felicity Place. Había intentando leerlo un día, en un rato de ocio; me había parecido aburridísimo.
Las estanterías y su contenido retuvieron mi atención durante unos minutos; después la reclamaron dos fotografías que colgaban del raíl de encima. La primera era un retrato de familia, tan envarado, singular y maravillosamente intrigante como lo son todos. En primer lugar busqué a Lena y la encontré —con unos quince años, y muy lozana, rolliza y seria— sentada entre una mujer de cabello blanco y otra chica más joven y más morena, que apuntaba ya la prestancia de una camarera y que pensé que debía de ser una hermana suya. Detrás de ellas, de pie, estaban los tres chicos: Lex, pero sin sus bigotes de marinero y con un alzacuello; un hermano algo mayor que se le parecía mucho, y otro hermano más mayor. No estaba el padre.
El segundo retrato era una fotografía de postal: la habían insertado en el borde de un marco grande, pero por la esquina un poco curvada asomaba una voluta de escritura descolorida en el reverso. El modelo de la foto era una mujer: tenía la frente despejada y el pelo moreno despeinado, parecía muy tiesa en su asiento, y su mirada era grave. Pensé que podría ser la hermana del grupo familiar, ya adulta; o bien una amiga de Lena, o una prima; en fin, podría ser cualquiera. Me incliné para intentar leer las letras que asomaban por la curva del cartón, pero quedaban ocultas y no quise arrancar la postal de su sitio: no me intrigaba tanto. Entonces oí el borboteo de la cazuela de agua que había puesto en el fogón y fui corriendo a retirarla del fuego.
Encontré una pequeña palangana de hojalata para lavarme y una jaboneta de cocina verde; después, como no había toalla, y no me pareció apropiado utilizar el trapo, bailoteé delante del hornillo hasta que estuve lo bastante seca para ponerme mis enaguas sucias. Con un ligero suspiro, recordé el precioso cuarto de baño de Andrea; aquel armario de cremas que me gustaba probar durante horas seguidas. Aun así, era maravilloso volver a estar limpia, y después de haberme peinado y arreglado la cara (me restregué la herida con un poco de vinagre y luego un poco de harina); después de haberme quitado la mugre de mis faldas y de haberlas planchado antes de ponérmelas, me sentí en condiciones, caliente y, aunque no fuese muy razonable, alegre. Volví a la sala —estaba como a unos diez pasos—, permanecí en ella un segundo y regresé a la cocina. Pensé que la casa era muy agradable, pero ya me había fijado en que no estaba muy limpia. Vi que las alfombras necesitaban una buena sacudida. Los zócalos estaban raspados y salpicados de barro. Todos los estantes y los cuadros tenían tanto polvo como hollín tenía el manto de la chimenea. Si aquélla fuera mi casa, pensé, la tendría como los chorros del oro.
Entonces tuve una idea estupenda. Corrí a la sala y miré al reloj. Había transcurrido menos de una hora desde que Lena se había ido, y ni ella ni Lex, supuse, volverían antes de las cinco. Esto me daba un plazo de ocho horas enteras; un poco menos, calculé, si quería asegurarme de encontrar un cuarto en alguna pensión o algún hostal mientras todavía era de día.
¿Cuánta limpieza se podía hacer en ocho horas? No lo sabía; por general, era Alex la que ayudaba a mi madre en mi casa; yo casi no había limpiado nada en toda mi vida; en los últimos tiempos tenía criadas que limpiaban por mí. Pero sentí el impulso de adecentar aquella casa donde había estado tan contenta, aunque brevemente. Sería una especie de regalo de despedida para Lena y Lex. Yo sería como una chica de un cuento que barre la casita de los enanos o la cueva de los ladrones mientras los enanos y los ladrones están trabajando.
Creo que aquel día trajiné más que nunca, y al repensar en la diligencia de aquellas horas me he preguntado si lo que estaba limpiando no sería en verdad mi propia alma. Empecé encendiendo un fuego más grande en el hornillo para calentar más agua. Luego descubrí que había consumido todo el agua que había en la casa: tuve que acarrear renqueando dos cubos grandes por Quilter Street, en busca de un grifo público; cuando lo encontré había una cola de mujeres delante, y tuve que esperar media hora hasta que quedó libre el grifo, que no era más que un reguero, y que a veces sólo borboteaba y se extinguía. Las mujeres me miraron de arriba abajo: me miraban el ojo, y sobre todo la cabeza, porque me la había cubierto con una gorra de Lex en lugar de mi sombrero húmedo, y vieron que debajo tenía el pelo rapado y afeitado. Pero no se mostraron nada hostiles. Una o dos de ellas, que me habían visto salir de la casa, me preguntaron si era una inquilina de los Luthor, y yo respondí que sólo estaba de paso. Parecieron contentarse con esto, como si la gente de paso fuera algo muy habitual en aquel barrio.
Cuando a duras penas llegué con el agua a la casa, la puse a calentar en el fogón y me puse un delantal grande y mugriento que encontré colgado en la parte trasera de la puerta de la cocina. Primero limpié con un trapo mojado todas las cosas sucias de hollín y de polvo; luego limpié la ventana y después los zócalos. Las alfombras las saqué al patio; las colgué en el tendedero y las sacudí hasta dolerme el brazo. Mientras lo hacía, se abrió la puerta trasera de la casa vecina y salió al escalón una mujer con las mangas remangadas como las mías y las mejillas también coloradas. Al verme me saludó con un gesto al que yo correspondí.
—Vaya trabajito, limpiar la casa de los Luthor —dijo. Sonreí, agradecida por el descanso, y me sequé el sudor de la frente y el labio.
—¿Se les conoce por su suciedad, entonces?
—En esta calle sí —dijo ella—. Se ocupan muchísimo de las casas de otra gente y no lo bastante de la suya. Ése es el problema.
Aun así lo dijo de buen humor: no pareció insinuar que Lex y Lena fueran unos entrometidos. Me froté el hombro dolorido.
—Supongo que usted es la nueva inquilina —dijo. Moví la cabeza y repetí lo que les había dicho a los otros vecinos: que sólo estaba de paso. Ella pareció tan satisfecha como los demás con mi respuesta. Me observó durante un ratito cuando reanudé mi tarea y luego se metió en la casa sin decir nada más.
Una vez sacudidas las alfombras, barrí la chimenea de la sala: encontré un poco de grafito en la cocina y empecé a pasarlo. No había limpiado una rejilla desde que me fui de casa, aunque le había visto mil veces a Tess limpiar la chimenea de Andrea, y lo recordaba como una labor sencilla. De hecho, por supuesto, era un trabajo sucio y penoso que me ocupó una hora y me arrebató la mitad del entusiasmo con que lo había acometido. Pero no me paré a descansar. Barrí los suelos y luego los restregué; limpié los azulejos de la cocina, el fogón y la ventana. No quise aventurarme en el piso de arriba, pero fregoteé la sala y la cocina, incluso el retrete y el patio, hasta que quedaron relucientes, hasta que brilló cada superficie que debía hacerlo y todos los colores recobraron su viveza, apagada y empañada por el polvo.
Mi triunfo definitivo fue la entrada de la casa: la barrí, la limpié y la restregué con una piedra de la chimenea hasta dejarla tan blanca como cualquier otro umbral de la calle, y los brazos, ennegrecidos por el grafito, se me quedaron veteados de creta desde los codos hasta las uñas. Al terminar, me arrodillé unos instantes para admirar el efecto de mi obra y enderezar mi espalda dolorida, tan tonificada por el trabajo que no me molestó la brisa de enero. Entonces vi a una figura que salía de la casa de al lado y alcé la mirada para ver a una niña con un vestido andrajoso y unas botas de una talla exagerada que se me acercaba con una taza de té desbordante.
—Mamá dice que debes de estar reventada, y que te dé esto —dijo. Luego agachó la cabeza—. Pero tengo que quedarme contigo mientras te lo bebes, para estar segura de que recuperamos la taza.
El té estaba enturbiado por un poco de leche desnatada y empalagaba de puro dulce. Lo bebí rápidamente, mientras la niña tiritaba y pateaba el suelo con el pie.
—¿Hoy no tienes escuela? —le pregunté.
—Hoy no. Es día de limpieza, y mamá me necesita en casa para que los bebés no le enreden entre las piernas.
Mientras me hablaba tenía la vista clavada en mi pelo rapado. El suyo era rubio y —de un modo muy parecido al mío en otro tiempo— serpenteaba entre sus omóplatos salientes en una trenza larga y desgreñada.
Eran cerca de las tres y media, y cuando volví a la cocina de Lena para limpiarme las manos y los brazos sucios, descubrí que la oscuridad se iba adueñando de la casa. Me quité el delantal y encendí una lámpara: dediqué unos minutos a deambular entre las habitaciones, inspeccionando la transformación que había operado. Pensé, como un niño, en lo contentos que se pondrían... ¡Qué contentos...! Sin embargo, ya no estaba tan alegre como seis horas antes. A semejanza de la luz menguante, al otro lado de la ventana de la sala, una idea sombría mellaba los bordes de mi satisfacción: la idea de que tenía que irme y buscar algún refugio. Cogí la lista que me había confeccionado Lena. Su escritura era muy pulcra, pero la tinta le había ensuciado los dedos y había una mancha en la parte de la hoja donde había posado su mano cansada.
Se me hacía insoportable la idea de marcharme, de recorrer la lista de albergues y que me enseñaran camas en un cuarto como aquel en que había dormido con Tess. Me iría al cabo de una hora; entretanto volví a pensar, resueltamente, en lo encantados que estarían Lex y Lena al volver a casa y encontrarla limpia; luego, con mayor entusiasmo, pensé: ¡Y cuánto más encantados estarían si volvieran a su casa adecentada y encontrasen la cena hirviendo en el fogón! Por lo que pude ver, no había mucha comida en las alacenas, pero estaba, por supuesto, la media corona que me habían dejado... No me paré a pensar en que tenía que guardarla para atender a mis propias necesidades. Cogí la moneda —que estaba donde Lena la había depositado, pues yo sólo la había levantado para limpiar con un trapo lo que había debajo y había vuelto a dejarla en su sitio— y bajé Quilter Street rumbo hacia los tenderetes y carretillas de Hackney Road.
Media hora después estaba de regreso. Había comprado pan, carne, verduras y una piña, por el simple hecho de su apariencia preciosa en la carretilla de un frutero. Durante año y medio sólo había comido chuletas y ropa vieja, patés y frutas confitadas; pero había un plato que Mrs. Milne solía cocinar, consistente en puré de patatas, puré de coles, carne de ternera acecinada y cebolla; Grace y yo nos relamíamos al verlo servido en la mesa. Pensé que no sería muy difícil de hacer y me puse a guisarlo para Lex y Lena.
Había puesto a hervir las patatas y la col, y estaba dorando las cebollas, cuando llamaron a la puerta. Me sobresalté y luego me sentí azorada. Me había puesto tan a mis anchas que instintivamente pensé que debía contestar, pero ¿debía hacerlo? ¿No había un punto en que la solicitud, si se persistía en ella, se tornaba impertinencia? Miré la cazuela de cebollas, mis mangas remangadas. ¿No había quizás franqueado ya aquel punto?
Me lo estaba preguntando cuando volvieron a llamar, y esta vez no vacilé, sino que fui derecha a la puerta y la abrí. Frente a mí había una chica: una chica bastante guapa, con una boina escocesa de terciopelo por la que asomaba su pelo moreno.
—¡Oh! ¿Así que Lenny no está en casa? —dijo al verme, y miró rápidamente mis brazos, mi vestido, mi ojo morado y después mi pelo.
—Miss Luthor no está, estoy sola —dije, resoplando, y creo que percibí el olor a cebollas quemándose—. Escuche —proseguí—. Estoy friendo algo... ¿Le importa...?
Corrí a la cocina para salvar el plato. Para mi sorpresa oí un portazo en la puerta de la calle y vi que la chica me había seguido. Al volverme vi que se estaba desabrochando el abrigo y mirando alrededor, maravillada.
—Dios mío —dijo. Su voz tenía un deje de buena cuna, pero no era en absoluto altiva—. He llamado porque he visto el escalón de la entrada y he pensado que Lenny habría sufrido un ataque. Ahora veo que o ha perdido la chaveta o aquí han entrado las hadas.
—He sido yo la que ha limpiado todo esto... —dije.
Se rió, enseñando los dientes.
—Entonces usted debe de ser el rey de las hadas. ¿O es una reina? No sé si su pelo no cuadra con su ropa o si es al revés. Si esto —volvió a reírse— significa algo.
No supe a qué se refería. Me limité a decir, como una repipi, que estaba esperando a que me creciera el pelo, y ella respondió: «¡Ah!», y su sonrisa se hizo más pequeña. Añadió, con cierta perplejidad:
—¿Y es usted huésped de Lex y Lena?
—Me han hecho el favor de dejarme dormir esta noche en la sala, pero hoy tengo que marcharme. A propósito, ¿qué hora tiene?
Me enseñó el reloj; las cinco menos cuarto, mucho más tarde de lo que yo pensaba.
—Tengo que irme enseguida.
Retiré la cazuela del fuego —las cebollas se habían dorado un poco más de la cuenta— y empecé a buscar un bol.
—Oh —dijo ella, desdeñando mi prisa con un ademán—, por lo menos tome una taza de té conmigo.
Puso a hervir agua y yo removí las patatas con un tenedor.
El plato, tal como lo guisé, no se parecía en nada al que hacía Mrs. Milne, y cuando lo probé no estaba tan sabroso como el de ella. Lo dejé a un lado y fruncí el ceño. La chica me tendió una taza. Se recostó en el aparador, a sus anchas, dio un sorbo de su taza y bostezó.
—¡Qué día he tenido! —dijo—. ¿No apesto como una rata? Me he pasado la tarde en una alcantarilla.
—¿En una alcantarilla?
—Eso mismo. Soy asistente de inspección sanitaria. No ponga esa cara; fue todo un triunfo conseguir ese empleo. Consideran que las mujeres son demasiado delicadas para esa clase de trabajo.
—Creo que yo preferiría serlo que conseguir ese puesto —dije.
—¡Oh, pero si es maravilloso! Sólo de vez en cuando tengo que inspeccionar cloacas, como hoy. La mayoría de las veces tomo medidas, hablo con los obreros y me informo de si pasan mucho calor o mucho frío, si tienen suficiente aire para respirar y locales de aseo decentes. Tengo una orden del gobierno, ¿y sabe lo que significa? Que puedo exigir que me enseñen una oficina o un taller, y sí no está en condiciones, puedo exigir que lo solucionen. Puedo hacer que cierren edificios, que los modifiquen... —Agitó las manos—. Los capataces me odian. Los patronos avarientos, desde Bow a Richmond, no quieren verme ni en pintura. ¡No cambiaría este empleo por nada del mundo!
Sonreí ante el entusiasmo de su tono; tal vez fuera inspectora sanitaria, pero tenía también a mi entender, algo de actriz. Dio otro trago de té.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora