Capitulo 9

280 24 0
                                    

Al principio, la perspectiva de subir con Imra al escenario, para ejercer un oficio para el que nunca había ensayado y nunca había ansiado, y para el que no poseía un especial talento, me dejó consternada.

—No —le dije a Mike aquella tarde, cuando por fin comprendí su intención—. Rotundamente no. No puedo. Tú, mejor que nadie, deberías saber que haría el ridículo... ¡y pondría en ridículo a Imra!
Pero Mike hizo oídos sordos.

—¿No lo entiendes? —dijo—. ¿Cuánto tiempo llevamos buscando algo para el número que se salga de lo corriente y que lo haga memorable? ¡Es esto! ¡Un número doble! ¡Un soldado... y su camarada! ¡Un dandy con su compadre! Sobre todo: dos chicas preciosas en pantalones, ¡en lugar de una sola! ¿Cuándo se ha visto algo parecido? ¡Causará sensación!

—Sería sensacional, quizás, con dos Imra Ardeen, pero con Imra Ardeen y Kara Danvers, su ayudante de camerino, que no ha cantado una canción en su vida...

—Todos te hemos oído cantar —dijo Mike—, miles de veces... y muy bien, además.

—... que no ha bailado nunca... —continué.

—¡Bah, bailar! Arrastrar un poco los pies por el escenario. Hasta el más tonto sabe hacerlo con la pata coja.

—... que nunca ha cantado en público...
—¡El coro! —dijo él, sin hacer caso—. ¡Imra se ocupa del acompañamiento!

Me reí, de pura exasperación, y me dirigí a Imra. Hasta aquel momento ella no había participado en la conversación; había permanecido a mi lado, mordiéndose el borde de una uña, con el ceño fruncido.
—Imra —dije—, por lo que más quieras, ¡dile que es una locura!

En lugar de contestar, ella siguió masticando la uña, con aire distraído. Me miró, miró a Mike, luego a mí, y arrugó los ojos.

—Podría resultar —dijo.
Estampé el pie contra el suelo.

—¡Ahora los dos habéis perdido el juicio! Pensad en lo que estáis diciendo. Sois de familias en las que todos son actores. Habéis vivido siempre en casas como ésta, donde hasta el perro sabe bailar. ¡Hace cuatro meses yo trabajaba en una ostrería de Midvale!

—Cuatro meses antes de que Bessie Bellwood hiciera su debut —respondió Mike— ¡despellejaba conejos en el New Cut! —Posó la mano en mi hombro—. Kar —dijo afablemente—, no te estoy presionando, pero déjanos ver si da resultado, por lo menos. ¿Quieres coger un traje de Imra y ponértelo como es debido? Y tú, Imra, arréglate también. Y entonces veremos qué aspecto tenéis las dos juntas.

Me volví hacia Imra. Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —dijo.

Parece extraño que en todas las semanas manejando tantos vestidos bonitos, nunca se me hubiera ocurrido probarme uno; pero así era. La humorada con la chaqueta y el canotier había sido algo inédito, nacido del júbilo de aquella mañana maravillosa; hasta entonces los trajes de Imra habían sido tan hermosos, tan especiales —sobre todo tan singularmente suyos, tan fundamentales para su propio fanfarroneo mágico—, que ni por asomo habría jugado con ellos. Los había cuidado y mantenido limpios, pero ni siquiera me había mirado al espejo con uno de ellos encima de mí. Me sentí medio desnuda en nuestro dormitorio helado, con Imra a mi lado sosteniendo un traje en la mano y nuestros papeles totalmente invertidos.

Me había quitado el vestido y la enagua, y abrochado una camisa encima del sujetador de ballenas. Imra me había encontrado un traje negro y gris y tenía preparado otro similar para ella. Me inspeccionó.

—Tienes que quitarte las bragas —dijo en voz baja; la puerta estaba cerrada con llave, pero se oía deambular a Mike en la salita contigua—, porque, si no, te abultan debajo de los pantalones.

Ruborizándome, deslicé las bragas hacia abajo de los muslos y me las quité; sólo llevaba encima la camisa y un par de medias con ligas en las rodillas. Sólo una vez en mi vida, de niña, me había puesto un traje de mi hermano para una fiesta de disfraces. Pero aquello había sido hacía muchos años; era una cosa totalmente distinta subirme los bonitos pantalones de Imra por mis caderas desnudas, y abotonarlos sobre aquel lugar delicado que hacía tan poco tiempo la propia Imra había excitado. Di un paso y me sonrojé aún más. Era como si nunca hubiera tenido piernas o, mejor dicho, como si nunca hubiera sabido realmente lo que significaba tener dos piernas que se juntaban arriba.

Extendí el brazo hacia Imra y la atraje hacia mí.

—Ojalá Mike no nos estuviera esperando —susurré, aunque, a decir verdad, había algo bastante emocionante en el hecho de abrazarla con aquel traje puesto y con Mike tan cerca, sin sospechar nada.

Aquel pensamiento —y el beso insonoro que le siguió— aumentó la extrañeza de verme con pantalones. Cuando Imra se separó para ver su propio traje, la miré interrogante. Dije:

—¿Cómo puedes vestirte así todas las noches, ante una sala de desconocidos, sin sentirte rara?

Ella se abrochó los tirantes y se encogió de hombros.
—He llevado ropa más absurda.

—No he dicho que fuera absurda. Quería decir..., verás, si tuviera que estar a tu lado con estos... —Avancé unos pasos—. ¡Oh, Imra, creo que no podría evitar besarte!

Se llevó un dedo a los labios; luego se tiró del flequillo.
—Tendrás que acostumbrarte —dijo— para que funcione el proyecto de Mike. Si no, ¡eso sí que sería un número!

Me reí, pero las palabras el proyecto de Mike hicieron que de pronto el estómago se me revolviera de pánico, y la risa sonó algo hueca. Me miré las perneras. Después de todo, eran demasiado cortas para mí, y a la altura del tobillo se me veían las medias.

—No saldrá bien, ¿verdad, Imra? No pensará en serio que va a resultar, ¿no? Lo pensaba. «¡Oh, sí!», exclamó cuando por fin salimos las dos juntas. «¡Oh, sí,

hacéis una gran pareja!» Nunca le había visto tan excitado. Nos hizo colocarnos cogidas del brazo; nos hizo dar la vuelta y ejecutar aquel baile de piernas rectas con que nos había sorprendido. Y daba continuas vueltas a nuestro alrededor con los ojos entornados, acariciándose la barbilla y asintiendo.

—Necesitaremos un traje para ti, desde luego —me dijo—. Una serie de trajes, más bien, a juego con los de Imra. Pero eso tiene fácil arreglo. —Me quitó el canotier de la cabeza y la trenza cayó sobre mi hombro—. Habrá que hacer algo con tu pelo, pero el color, por lo menos, es perfecto, un magnífico contraste con el de Imra, y así a la gente del gallinero no le costará nada distinguiros.

Asintió y me estudió un poco más, con las manos en la nuca. Se había quitado la chaqueta. Llevaba una camisa verde con un cuello blanco, muy abierto —siempre vestía a la última—, y tenía los sobacos oscuros de sudor. Dije:

—¿Hablas en serio, Mike?
—Sí, Kara, hablo en serio —dijo.

Nos tuvo ocupadas toda aquella tarde. Quedó olvidada la excursión que planeábamos, el paseo del domingo, y pagó y despidió al cochero que nos esperaba. Como la casa estaba vacía, ensayamos con el piano de Mrs. Dendy tan intensamente como si fuera una mañana laborable, salvo en que yo también cantaba, y no para preservar la voz de Imra, como había hecho algunas veces, sino para probar la mía. Interpretamos de nuevo la canción con que Mike nos había sorprendido cantando, «Si algún día no amo», pero, por supuesto, ahora estábamos cohibidas y sonaba cojísima. Después probamos algunas canciones de Imra que yo le había oído cantar en el Palace y que me sabía de memoria; y esto salió algo mejor. Y por último probamos una nueva, una de las que estaban de moda por entonces en el West End, y cuya letra habla de alguien que se pasea por Piccadilly con el bolsillo tan lleno de soberanos que todas las señoras le miran, le sonríen y le guiñan el ojo. Los tenorios la cantan incluso hoy día; pero fuimos Imra y yo las primeras chicas en cantarla, y cuando la ensayamos aquella tarde —cambiando el «yo» de la letra por el «nosotros», cogidas del brazo y deambulando por la alfombra de la sala con nuestras voces al unísono—, sonaba más dulce y cómica de lo que habría parecido posible. La cantamos una segunda vez, luego una tercera y una cuarta; y cada vez yo me soltaba más y estaba más alegre y menos convencida de la insensatez del proyecto de Mike...

Al final, cuando la garganta se nos puso ronca y estábamos mareadas de tantos soberanos y guiños, él cerró la tapa del piano y nos dejó descansar. Preparamos té y hablamos de otras cosas. Miré a Imra y recordé que yo tenía otro motivo más apremiante para estar alegre y mareada, y empecé a desear que Mike nos dejase solas. Por esto, y por mi cansancio, estuve un poco apática con él, y creo que pensó que me había hecho trabajar demasiado, por lo que se marchó enseguida; y en cuanto se cerró la puerta me levanté, fui a donde estaba Imra y la rodeé con mis brazos. No me permitió que la besara en la sala, pero un instante después me llevó a nuestro dormitorio a través de la casa a oscuras. Allí, el traje —al que, de hecho, casi me había habituado mientras me movía con él ante Mike— empezó de nuevo a hacérseme raro. Cuando Imra se desvistió la acerqué hacia mí; y era una sensación lasciva sentir su cadera desnuda presionando entre las perneras de mis pantalones. Pasó la mano una vez, muy levemente, sobre mis botones, hasta que empecé a estremecerme de deseo por ella. Después me quitó el traje entero y nos acostamos, desnudas como sombras debajo de la colcha; y ella volvió a tocarme.

Permanecimos así hasta que la puerta de la calle se cerró de un portazo y oímos la tos de Mrs. Dendy y la risa de Tootsie en la escalera. Imra dijo que debíamos levantarnos y vestirnos para que las otras no se hicieran preguntas, y por segunda vez aquel día, con ojos perezosos, contemplé cómo se lavaba y se ponía medias y una falda.

Mientras la miraba, me puse una mano en el pecho. Hubo en él un movimiento sordo, una especie de tirón, de pliegue o de derretimiento, como si mi pecho entero fuese la caliente y blanda pared de una vela que caía sobre una mecha ardiendo. Lancé un suspiro. Imra lo oyó, vio mi cara afligida y vino a mi lado; me apartó la mano del pecho y posó los labios, muy suavemente, sobre mi corazón.

Yo tenía dieciocho años y no sabía nada. Pensé, en aquel momento, que me moriría de amor por ella.

No vimos a Mike, ni se volvió a hablar de su proyecto de que yo saliera a escena con Imra, hasta dos noches más tarde, cuando llegó a la casa de Mrs. Dendy con un paquete donde estaba escrito: Kara Danvers. Era la última noche del año; había venido a cenar y se quedó a escuchar las campanadas de medianoche con nosotros. Cuando por fin sonaron —tañidas por las campanas de la iglesia de Brixton—, alzó su copa:

—¡Por Imra y por Kara! —gritó. Me miró a mí y luego, con más detenimiento, a Imra—. ¡Por su nueva asociación, que nos deparará fama y fortuna a todos en mil ochocientos ochenta y nueve y siempre!

Estábamos en la mesa de la sala con Mamá Dendy y el profesor Emery, y sumamos nuestras voces a la de él, y coreamos su brindis; pero Imra y yo cruzamos una veloz mirada secreta, y yo pensé —con un pequeño escalofrío de placer y triunfo que no logré reprimir del todo—: ¡Pobre hombre! ¿Cómo iba a saber lo que en realidad estábamos celebrando?

Después Mike me entregó el paquete de regalo, y sonrió al verme abrirlo. Pero yo sabía ya lo que contenía: un traje, un traje escénico de sarga y terciopelo, cortado a mi medida según el patrón de uno de Imra, pero azul para hacer juego con mis ojos, mientras que los de ella eran avellanas. Lo sujeté en el aire y Mike asintió.

—Esto lo cambiará todo —dijo—. Sube corriendo a ponértelo, y veremos lo que opina Mrs. Dendy.

Hice lo que me pedía; me entretuve un momento para mirarme en el espejo. Me había puesto unas sencillas botas negras y recogido el pelo dentro del sombrero. Me había encajado un cigarrillo detrás de una oreja; incluso me había quitado el corsé, para aplanar aún más mi pecho plano. Me parecía un poco a mi hermano Clark; si acaso, un poco más guapa. Meneé la cabeza. Cuatro noches antes me había contemplado en aquel mismo lugar, maravillada de verme vestida de mujer adulta. Ahora, tras una callada visita al taller del sastre, me había transformado en un chico, un chico con botones y cinturón. Tuve de nuevo un pensamiento pícaro; pensé que no debía alentarlo. Bajé de inmediato a la sala, metí las manos en los bolsillos y posé delante de todos, dispuesta a recibir sus cumplidos.

Pero mientras deambulaba por la alfombra, Mike se mostró sombrío y Mrs. Dendy pensativa. A petición de ambos, cogí a Imra del brazo y cantamos un rápido dúo; Mike retrocedió, ceñudo, y movió la cabeza.

—Hay algo que no va —dijo—. Me apena decirlo, pero no resultará. Desazonada, me volví hacia Imra. Ella jugueteaba con su collar, chupando la
cadena y golpeando la perla contra un diente. Ella también parecía seria.

—Hay algo que no encaja —dijo—, pero no sé lo que es.

Me miré el traje. Saqué las manos de los bolsillos, me crucé de brazos y Mike volvió a mover la cabeza.

—Es la talla exacta —dijo—. El color es perfecto. Pero hay algo... desagradable en el conjunto. ¿Qué será? Mrs. Dendy tosió.

—Da un paso —me dijo. Obedecí—. Ahora date la vuelta; así está bien. Ahora ten la bondad de encenderme un pitillo.

Se lo encendí y aguardé mientras ella daba una calada y tosía de nuevo.
—Es demasiado real —le dijo a Mike, por fin.
—¿Demasiado real?

—Sí. Parece un chico. Ya sé que se supone que lo es, pero parece un chico de verdad, no sé si me entiendes. La cara, la figura y los andares. Y eso no es precisamente lo que se pretende, ¿no?

Yo me sentía más patosa que nunca. Miré a Imra y ella me devolvió una risa nerviosa. Mike, sin embargo, ya no estaba ceñudo, y sus ojos parecían azules y tan abiertos como los de un niño.
—¡Maldita sea, mamá! —dijo—. ¡Tiene razón!

Se puso una mano en la frente y se dirigió a la puerta; oímos su paso vivo y pesado en la escalera, oímos pisadas en la habitación de encima de nuestras cabezas —la de Sims y Percy— y después un portazo, más arriba. Volvió con un extraño revoltijo de objetos: un par de zapatos de hombre, un costurero, un par de cintas y el estuche de maquillaje de Imra. Lo depositó todo a mi alrededor, en la alfombra. A continuación, con un presuroso: «Disculpa, Kara», me quitó la chaqueta y las botas. La chaqueta se la entregó a Imra, junto con el costurero: «Haz un par de frunces aquí dentro», dijo, señalando la costura. Las botas las puso aparte y las sustituyó por un par de zapatos: eran de Sims, pequeños, de tacón bajo y más bien delicados; y Mike los afeminó aún más atando lazos de cinta en lugar de cordones. Para que los lazos se notaran más —y como, sin las botas, yo era un poco más baja— cogió la parte inferior de mis perneras y les puso un dobladillo.

A continuación me agarró la cabeza, la inclinó hacia atrás y me aplicó carmín en los labios y sombra de ojos del estuche de Imra en las pestañas: lo hizo con tanta suavidad como una chica. Me arrancó el cigarrillo de detrás de la oreja y lo tiró a la repisa de la chimenea. Por último se volvió hacia Imra y chasqueó los dedos. Ella, contagiada por la premura y la determinación de Mike, había empezado a coser como él le había indicado. Levantó la chaqueta hasta la mejilla para cortar de un mordisco el tramo final de hilo y, hecho esto, Mike cogió la chaqueta, me la enfundó y la abotonó hasta el pecho. Se echó hacia atrás y ladeó la cabeza.

Volví a mirarme. Mis nuevos zapatos parecían pintorescos y femeniles, como en el papel de chico interpretado por una mujer en una pantomima. Los pantalones eran más cortos y la raya estaba casi deshecha. La chaqueta se inflaba un poco, por encima y por debajo de la cintura, como si yo tuviera caderas y busto, pero me apretaba más que antes, y no era ni la mitad de cómoda. La cara, por supuesto, no me la veía: tuve que volverme y escudriñar en un cuadro encima de la chimenea para verla reflejada en él —todo ojos y labios—, sobre la nariz roja y los bigotes de Rackity Adam.

Miré a los presentes. Mrs. Dendy y el profesor sonreían. Imra ya no parecía nada nerviosa. Mike estaba colorado y como sobrecogido por su propia obra. Cruzó los brazos.
—Perfecto —dijo.

A partir de ahí —vestida no exactamente como un chico, sino, de un modo confuso, como el chico que habría sido si hubiera sido más chica— mi ingreso en el oficio fue bastante rápido. Al día siguiente mismo, Mike envió mi traje a una costurera que lo recosió como es debido: una semana después, había alquilado una sala y una orquesta a un empresario que le debía un favor, e Imra y yo, con nuestros trajes a juego, estábamos ensayando en el escenario. No era en absoluto como cantar en la sala de Mrs. Dendy. Los desconocidos, la sala oscura y vacía, me desconcertaban; estaba envarada y torpe, y no lograba aprender los pasos más sencillos que Mike y Imra trataban pacientemente de enseñarme. Al final Mike me dio un bastón y me dijo que me limitase a apoyarme en él mientras Imra bailaba; así estaba mejor y gané confianza, y la canción volvió a sonar divertida. Al terminar, cuando ensayamos la reverencia, algunos de los músicos nos aplaudieron.

Imra se sentó a tomar una taza de té, pero Mike me llevó a una butaca del patio, aparte de los demás, y su semblante era serio.

—Kara —dijo—, cuando empezó todo esto te dije que no te presionaría, y hablaba en serio; renunciaría a todo mi negocio antes que obligar a una chica a subir al escenario en contra de su voluntad. Hay tipos que hacen esas cosas, ya sabes, tipos que sólo piensan en llenarse los bolsillos. Pero yo no soy como ellos y, además, eres mi amiga. Pero —respiró— a estas alturas en que estamos los tres, te digo que vales; te lo prometo, eres buena.

—Con trabajo, quizás —dije, dubitativa. Él movió la cabeza.

—Ni siquiera. ¿No has trabajado casi tan de firme como Imra en los últimos seis meses? Conoces el número tan bien como ella; conoces las canciones... Caramba, ¡si casi todas se las has enseñado tú!

—No lo sé —dije—. Todo esto es tan nuevo y extraño... Toda mi vida me ha encantado el music-hall, pero nunca he pensado en subir a un escenario...

—¿Ah, no? —dijo él—. ¿De verdad? Cada vez que veías a un jocoserio meterse al público en el bolsillo, en aquel Palace tuyo de Canterbury, ¿no querías ser él? ¿No cerrabas los ojos y veías tu nombre en los programas, tú número en la taquilla? ¿No le cantabas a tu... tonel de ostras como si fuera una sala con público, y no les hacías llorar o partirse de risa a aquellos pescaditos?

Me mordí la uña y fruncí el entrecejo.
—Sueños —dije.
Él chasqueó los dedos.

—La sustancia misma de que están hechos los escenarios. —¿Dónde empezaríamos? —dije—. ¿Quién nos ofrecerá un local? —El empresario de aquí. Esta noche. Ya he hablado con él... —¡Esta noche!

—Sólo una canción. Te hará un hueco en el programa; y si gustas, te lo mantendrá.

—Esta noche... —Miré consternada a Mike. Su cara era muy afable, y sus ojos más azules y serios que nunca. Pero lo que dijo me hizo temblar. Pensé en la sala, caldeada, bulliciosa y llena de caras burlonas. Pensé en el escenario, tan amplio y vacío. Pensé: No puedo hacerlo, ni siquiera por Mike. Ni siquiera por Imra.

Hice un ademán de negar con la cabeza. Él lo vio y se apresuró a hablar; recurrió, quizás por primera vez en todos los meses desde que le conocía, a algo que era casi una argucia. Dijo:

—Sabes, desde luego, que no podemos tirar por la borda la idea de la actuación doble, ahora que la hemos encontrado. Si no quieres acompañar a Imra, lo hará otra chica. Haremos correr la voz, pondremos anuncios, haremos audiciones. No debes sentir que dejas a Imra en la estacada...

Le miré a él y luego al escenario, donde Imra estaba sentada al borde de un rayo de las candilejas, bebiendo su té, columpiando las piernas y sonriendo a algo que le había dicho el director de orquesta. No se me había ocurrido la idea de que pudiese haber otra compañera, de que ella se paseara debajo de los focos, cogida del brazo, con otra chica cuya voz se alzara y se mezclara con la de Imra. Era más fantasmal que la imagen del público burlón; más espantosa que la perspectiva de que la sala se riera y silbara pidiendo que me expulsaran de miles de escenarios...

Así que cuando Imra, aquella noche, estaba en los bastidores del teatro esperando la señal del presentador, yo estaba a su lado, sudando debajo de una capa de maquillaje y mordiéndome los labios tan fuerte que pensé que iban a sangrar. El corazón, antes, me había latido aprisa por Imra, de aprensión y de pasión; pero nunca se había desbocado como en aquel momento; creí que me reventaría dentro del pecho, pensé que iba a morirme de miedo. No pude responderle a Mike cuando vino a susurrarnos algo y a llenarnos los bolsillos de monedas. Había en escena un número de malabarismo. Oí el crujido de las tablas cuando el artista corría a atrapar sus palillos, la ovación compuesta de palmada-jadeo, palmada-jadeo con que le premió el público al final del número; después sonó el mazo del presentador y el malabarista pasó corriendo por delante de nosotras, cargando con sus bártulos. Imra dijo, en voz muy baja: «¡Te quiero!», y me sentí a medias tironeada, a medias empujada hasta delante del telón que se alzaba, y supe que tenía que apañármelas para moverme y cantar.

Al principio las luces me cegaron de tal modo que no vi nada del público; solamente lo oía, impaciente y murmurando; ruidoso y cercano, me pareció, por todos lados. Cuando por fin me separé por un segundo del fulgor de las candilejas y

vi todas las caras mirando hacia nosotras, estuve a punto de flaquear y de abandonar mi puesto..., y lo habría hecho, creo, si Imra no me hubiera apretado el brazo en el último momento y murmurado, al amparo de la orquesta: «¡Ya son nuestros! ¡Escucha!» Escuché y comprendí que, increíblemente, ella tenía razón: había aplausos y gritos amistosos; había un zumbido creciente de expectación placentera hacia nuestro dúo a medida que avanzábamos: estalló, por último, una cascada desbordante de aplausos y risas desde el gallinero hasta el patio de butacas.

El estruendo me afectó como nada lo había hecho en toda mi vida. Al instante recordé el baile descabellado que en todo el día no había conseguido aprender, y en vez de recostarme en el bastón, opté por sumarme a Imra en su pavoneo ante las candilejas. Comprendí también lo que Mike había querido que hiciéramos: cuando la nueva canción se aproximaba a su fin, avancé con Imra hasta el borde del escenario, saqué las monedas que él me había introducido en el bolsillo —eran sólo soberanos de chocolate, claro, pero cubiertos de papel de plata para que brillaran— y los arrojé al público, que se reía a carcajadas. Una docena de manos se extendieron para atraparlas.

Pidieron un bis, pero nosotras, por supuesto, no teníamos ninguno que ofrecer. Lo único que hicimos fue volver a bailar debajo del telón que descendía, mientras la gente seguía aplaudiendo y el presentador le llamaba al orden. El número siguiente —una pareja de equilibristas en bicicleta— salió rápidamente a ocupar nuestro lugar; pero incluso al final de su actuación hubo algunas voces que nos reclamaban. Fuimos el éxito de la velada.

Entre bastidores, con los labios de Imra en mi mejilla y el brazo de Mike alrededor de mis hombros, y exclamaciones de placer y de encomio que me llegaban de todos los rincones, yo estaba atónita, incapaz de sonreír a las felicitaciones o, modestamente, de restarles importancia. Yo había permanecido, quizás, siete minutos ante aquella multitud alegre y vocinglera; pero en aquel breve y veloz lapso había vislumbrado una verdad sobre mí misma que me había dejado sobrecogida y transfigurada.

La verdad era la siguiente: que por muchos éxitos que llegase a cosechar como chica, no serían nada comparados con los triunfos que podría alcanzar vestido de chico, por muy afeminado que pareciera.
En suma, había descubierto mi vocación.

Al día siguiente, como no era para menos, fui a cortarme el pelo y me cambié de nombre.

El pelo me lo cortaron en una peluquería de Battersea, el mismo peluquero de gente de teatro que se lo cortaba a Imra. Trabajó conmigo una hora, mientras Imra observaba sentada; y al final de ese plazo recuerdo que el hombre sostuvo un espejo contra su bata y me dijo, a modo de aviso:

—Va a chillar cuando lo vea; no hay chica que no lo haga la primera vez que lo
ve.
Yo temblé, presa del pánico.

Pero cuando él volteó el espejo hacia mí, lo que hice fue sonreír al ver la transformación que había operado. No me había cortado el pelo tan corto como el de Imra, sino que lo dejó largo y cayendo, al estilo bohemio, hasta la altura del cuello; y aquí, sin el peso de la trenza que lo alisaba y lo dejaba lacio, se había rizado ligera y asombrosamente. Los mechones que amenazaban con caer sobre la frente los había untado con un poco de aceite de Makassar, que los volvió lustrosos como la piel de un gato y tan dorados como un anillo. Cuando los toqué —al girarme y escorar la cabeza—, noté que me ponía roja como un tomate. Entonces el peluquero dijo: «Ya ve, se le hará raro» y me mostró cómo llevar la trenza cortada, al igual que Imra llevaba la suya, para camuflar el corte.

No dije nada; pero no me había sonrojado de pena. Me había ruborizado porque mi cabeza pelada y mi cuello desnudo me producían una sensación lasciva. Me había ruborizado porque —lo mismo que la primera vez en que me puse un par de pantalones— había sentido que me excitaba, me inflamaba y deseaba a Imra. De hecho, cuanto más se acentuaba mi aspecto de chico, tanto más parecía desearla.

Ella, sin embargo, aunque también sonrió cuando el barbero enseñó su obra, ensanchó la sonrisa cuando la trenza fue adherida de nuevo.

—Así estás mejor —dijo, cuando me levanté y me sacudí la falda—. ¡Estabas hecha un adefesio con el pelo corto y un vestido!

Al volver a Ginebra Road nos estaba esperando Mike y Mrs. Dendy servía el almuerzo; fue entonces cuando me pusieron otro nombre en consonancia con mi audaz corte de pelo.

Para nuestro debut en Camberwell, habíamos pensado que nuestro propio nombre serviría tan bien como cualquier otro, y el presentador nos había anunciado como «Imra Ardeen y Kara Danvers». Pero ahora habíamos triunfado; el amigo empresario de Mike nos había ofrecido un contrato de cuatro semanas y necesitaba saber los nombres que debía imprimir en los carteles. Sabíamos que había que conservar el de Imra, debido a sus éxitos de los seis meses anteriores; pero Mike dijo que «Danvers» era demasiado corriente, y ¿no podíamos pensar uno mejor? Yo no tenía inconveniente, y sólo dije que me gustaría conservar «Kara», ya que Imra me había bautizado así; por consiguiente, a lo largo del almuerzo todo el mundo propuso nombres que les parecían adecuados. Tootsie sugirió «Kar Zor-el», Sims, «Sargento Karl», Percy dijo que «Karry Escarlata... no, Kale Plata... no, Kal Gold...». Cada nombre parecía brindarme una nueva y maravillosa versión de mi persona; era como descartar chaquetas del perchero del modisto.

Ninguno, sin embargo, parecía apropiado, hasta que el profesor Emery golpeó la mesa, carraspeó y dijo: «Kara Zor-el.» Y aun cuando me gustaría decir —como hacen otros artistas— que había una historia sumamente interesante o romántica en la elección de mi nombre escénico —que habíamos abierto un libro especial en una página determinada, y lo encontramos allí; que yo había oído el nombre «Zor-el» dicho en un sueño, y me había estremecido—, sobre este asunto no puedo dar más explicación que la verdad: a saber, que necesitábamos un nombre y el profesor sugirió «Kara Zor-el » y a mí me gustó.

De modo que aquella noche reaparecimos en el Camberwell como «Imra Ardeen y Nan Zor-el», para renovar y aumentar el éxito de la función del estreno. Era «Imra Ardeen y Kara Zor-el» lo que figuraba escrito en los carteles; y fueron «Imra Ardeen y Kara Zor-el» las que empezaron a ascender, constantemente, desde la mitad del reparto hasta la segunda línea y, finalmente, hasta la cabecera de cartel. No sólo del Camberwell, sino, a lo largo de los meses siguientes, de todas las salas inferiores de Londres y —muy poco a poco— también de algunas del West End...

No sabría decir qué era lo que hacía que al público le gustáramos Imra y yo juntas más de lo que le gustaba Imra sola. Puede que fuese, como Mike había predicho, que éramos una novedad: pues aunque en años posteriores nos imitaron con bastante libertad, sin duda no había un número como el nuestro en las salas de Londres en 1889. Puede que fuera —de nuevo, como Mike había vaticinado— que la imagen de un par de chicas con trajes de caballeros resultaba por alguna razón, más encantadora, más emocionante, más indefinidamente picante que la de una sola chica con pantalones, chistera y polainas. Sé que formábamos una pareja espléndida: Imra con su pelo castaño, yo con mi cabeza rubia, lisa y reluciente; ella un poco alzada sobre el palmo de altura de sus escarpines, yo con mis zapatos afeminados de tacón bajo y los trajes sabiamente cortados que encubrían las curvas de mi cuerpo anguloso y esbelto.

Cualquiera que fuese el cambio, sin embargo, funcionó, y funcionó de maravilla. No sólo nos hicimos populares, como Imra había sido, sino realmente famosas. Nuestros sueldos aumentaron; trabajábamos en tres salas cada noche —a veces en cuatro—, y cuando nuestro cupé quedaba atascado en el tráfico, el cochero bramaba: «¡Llevo aquí a Imra Ardeen y Kara Zor-el, que tienen que estar en el Royal de Holborn dentro de quince minutos! Despejen el camino, ¿quieren?»; ¡y los otros cocheros se hacían a un lado para dejarnos pasar, y cuando pasábamos sonreían y levantaban el sombrero hacia nuestra ventanilla! También me enviaban flores a mí, como a Imra; ahora yo recibía invitaciones a cenar y me pedían autógrafos y cartas... Me costó semanas comprender que aquello estaba sucediendo de verdad, y sucediéndome a mí; tardé semanas en creerlo y en creer que yo agradaba al público. Pero cuando por fin aprendí a amar mi nueva vida, la amé ardientemente. Los placeres del éxito, supongo, son fáciles de entender; lo que más me sorprendía y conmocionaba era mi nueva capacidad para el placer, para el placer de actuar, exhibir y disfrazar, lucir hermosos atuendos y cantar canciones procaces. Hasta entonces me había conformado con permanecer entre bastidores observando cómo Imra flirteaba ante las candilejas con el vasto y bullicioso público. De repente era yo la que lo cortejaba; era a mí a quien miraba con envidia y deleite. No podía evitarlo: me había enamorado de Imra; al convertirme en Imra, me enamoré un poco de mí misma. Admiraba mi pelo, tan pulcro y lustroso. Adoraba mis piernas, en las que apenas me paraba a pensar en la época en que llevaba faldas, pero que descubrí que

eran más bien largas, torneadas y finas.

Sueno a vanidosa. No lo era —entonces— y no habría podido serlo mientras Imra existiese como el objeto más amplio de mi amor propio. Sabía que el número seguía siendo totalmente suyo. Cuando cantábamos, era ella la que cantaba en realidad, y yo le hacía un acompañamiento ligero y suelto. Cuando bailábamos, era ella la que daba los pasos difíciles: yo me limitaba a deambular o a caminar arrastrando los pies. Yo era su complemento, su eco; era la sombra que su brillantez arrojaba sobre el escenario. Pero, como una sombra, yo le prestaba el lindero, la profundidad, la definición crucial de que antes carecía.

Mi satisfacción de entonces distaba mucho de la vanidad. Era sólo amor; y yo pensaba que cuanto mejor fuese nuestro número, tanto más perfecto sería nuestro amor. En definitiva, las dos cosas —la actuación, nuestro amor— no eran tan distintas. Habían nacido juntas o, como a mí me gustaba pensar, la una había nacido del otro, y era simplemente su apariencia pública. Cuando Imra y yo nos hicimos novias, le hice una promesa. «Tendré cuidado», le había dicho, y se lo dije con toda ligereza, porque pensaba que sería fácil. Había cumplido mi promesa: no la besaba, no la tocaba ni le decía algo cariñoso cuando había alguien que pudiera vislumbrarnos o entreoírnos. Pero no era fácil, ni se había hecho más fácil a medida que transcurrían los meses; pasó a ser sólo una especie de hábito tedioso. ¿Cómo podía ser fácil mantenerse fría y distante durante el día cuando habíamos pasado la noche con nuestros miembros desnudos en estrecho y cálido contacto? ¿Cómo podía ser fácil velar mis miradas cuando otros observaban, morderme la Lengua porque otros escuchaban, cuando en todas nuestras horas a solas la miraba hasta que me dolían los ojos y la llamaba, hasta que se me secaba la garganta, con toda clase de apelativos cariñosos? Sentada a su lado a la hora de la cena en la pensión de Mrs. Dendy, de pie cerca de ella en el camerino de un teatro, caminando con ella por las calles de la ciudad, me sentía como atada, encadenada por grilletes de hierro, amarrada, amordazada y vendada. Imra me había autorizado a amarla; el mundo, dijo ella, nunca me permitiría ser otra cosa que amiga suya.

Su amiga y su compañera de escenario. No me creerán, pero hacer el amor con Imra
—algo que hacíamos con pasión, sí, pero también en la penumbra y en silencio, y con un oído alerta para captar el sonido de pasos en la escalera—, hacer el amor con ella y pavonearme a su lado en el fulgor de las candilejas, ante mil pares de ojos, con arreglo a un guión que me sabía de memoria, con una actitud que había dedicado horas a perfeccionar... no eran cosas tan distintas. Un número doble es siempre dos veces el número que el público cree que es: más allá de las canciones, de los pasos, de los aditamentos con las monedas, los bastones y las flores, había un Lenguaje privado con el que manteníamos un diálogo interminable y delicado del que la gente no sabía nada. Era un Lenguaje no de la Lengua sino del cuerpo, y su vocabulario consistía en la presión de un dedo o una palma, el choque de una cadera, en sostener o interrumpir una mirada que decía: Demasiado Lento... demasiado aprisa... ahí no... aquí sí... qué bien... ¡mucho mejor! Era como si caminásemos delante del telón carmesí, nos tumbáramos en las tablas y nos enzarzásemos a besos y caricias... ¡y que nos aplaudiesen, nos aclamaran y nos pagaran por ello! Como Imra había dicho cuando le susurré que el único efecto que me producía llevar pantalones en el escenario era el deseo de besarla: «¡Vaya número sería eso!» Pero eso era nuestro espectáculo, sólo que el público no lo sabía. Miraban y veían otra cosa totalmente diferente.

En fin, quizás hubiese algunos que vislumbraban algo...

He hablado de mis admiradores. La mayoría eran chicas: chicas joviales y despreocupadas que se agolpaban en la puerta del teatro y suplicaban fotografías y autógrafos, y que nos regalaban flores. Pero, por cada diez o veinte de éstas, había una o dos más desesperadas y más impetuosas, o más tímidas y torpes que las otras; y en ellas yo reconocía un cierto..., algo. No sabía darle un nombre, sólo que existía y que convertía su interés por mí en una cosa especial. Aquellas chicas mandaban cartas; cartas que, como su conducta en la puerta del escenario, abundaban en elipses o excesos curiosos; cartas que me arredraban, me repelían y a la vez me atraían. «Espero que me perdones que te escriba para decirte que eres muy guapa», escribía una chica. Otra decía: «¡Miss Zor-el, estoy enamorada de ti!» Una que se llamaba Ada Zor-el me preguntaba si éramos primas. Decía: «Os admiro tanto a ti y a Miss Ardeen, pero sobre todo a ti. ¿Podrías mandarme una foto? Me gustaría tener una tuya al lado de mi cama...» La tarjeta que le había enviado era una de mis preferidas, una foto de Imra y mía con bombachos y canotiers, en que Imra tenía las manos metidas en los bolsillos y yo mi brazo enlazado con el suyo y un cigarrillo entre mis dedos. La firmé «A Ada, de una Zor-el a otra», y se me hacía muy raro pensar que acabase clavada en una pared o metida en un marco para que aquella joven desconocida pudiese mirarla mientras se desabrochaba el vestido o soñaba acostada en la cama.

Había otras peticiones más extrañas. ¿Podía mandarles un gemelo de cuello, un botón de mi traje, un rizo de pelo? La noche del jueves, o la del viernes, ¿llevaría yo una corbata escarlata, o verde, o una rosa amarilla en el ojal; haría una seña especial o bailaría un paso particular? Pues de este modo la remitente, al verlo, sabría que yo había recibido su nota.

—Tíralas —decía Imra cuando le enseñaba aquellas cartas—. Esas chicas están chifladas, y no debes darles alas.

Pero yo sabía que no estaban chifladas, como ella decía; que eran sólo como yo había sido un año antes, aunque más valientes o más osadas. Esto, por sí solo, me impresionaba; lo que me asombraba y emocionaba era pensar que las chicas pudiesen mirarme; pensar que en cada sala en penumbra pudiera haber uno o dos corazones femeninos que latían por mí exclusivamente, uno o dos pares de ojos que se demoraban, quizás sensualmente, en contemplar mi cara, mi figura y mi traje. ¿Sabían por qué miraban? ¿Sabían qué buscaban? Ante todo, cuando me veían moverme por el escenario en pantalones, cantando canciones sobre chicas en cuyos ojos yo había provocado destellos, cuyos corazones yo había roto, ¿qué veían? ¿Veían aquello —aquel algo— que yo veía en ellas?

—¡Más vale que no! —dijo Imra cuando le comuniqué esta idea, y aunque lo dijo riéndose, fue una risa un poco forzada. No le gustaba hablar de estas cosas.

Tampoco le gustó que una noche, en el camerino de un teatro, encontráramos a un par de mujeres —una cantante cómica y su ayudante— que yo pensé que eran como nosotras. La cantante era vistosa, y llevaba un vestido de Lentejuelas que había que atar muy fuerte sobre su corsé. Su asistenta era una mujer más mayor, con un sencillo vestido marrón; la vi tirando del vestido y no me llamó la atención. Pero cuando hubo ceñido muy prietos los corchetes, se inclinó para soplar con suavidad en la garganta de la otra, donde el colorete había formado un grumo; y luego le susurró algo al oído y las dos se rieron, con las cabezas muy juntas..., y supe que eran amantes con tanta certeza como si lo hubieran escrito en la pared del camerino.

Saberlo hizo que se me saltaran los colores. Miré a Imra y vi que ella también se había fijado en aquel gesto; sin embargo, había bajado los ojos y fruncido los labios. La cantante me lanzó un guiño cuando se dirigía al escenario: «Allá vamos, a complacer al público», dijo, y su ayudante se rió otra vez. Cuando volvió, después de quitarse el maquillaje, se acercó con un cigarrillo y pidió fuego; mientras aspiraba el humo, me miró de arriba abajo.

—¿Vas a la fiesta de Barbara después de la función? —dijo. Le contesté que no sabía quién era Barbara. Ella agitó una mano.

—Oh, a Barbara no le importará. Venid con Ella y conmigo: tú y tu amiga.

Aquí señaló con un gesto —muy simpático, me pareció— a Imra. Pero ésta, que durante todo este tiempo había mantenido la cabeza gacha, atareada con los broches de su falda, levantó la vista y le dirigió una sonrisita remilgada.
—Qué amable por tu parte —dijo—, pero esta noche tenemos un compromiso.
Nos ha invitado a cenar nuestro agente, Mr. Mathews.

La miré perpleja: que yo supiera, no existía semejante compromiso. Pero la cantante se limitó a encogerse de hombros.

—Qué pena —dijo, y me miró—. ¿No te apetece dejar a tu compañera con su agente y venir con nosotras, con Ella y conmigo?

—Miss Zor-el tiene cosas que hablar con Mathews —dijo Imra, antes de que yo pudiera responder; y lo dijo con tal seguridad que la cantante resopló, dio media vuelta y se encaminó hacia donde su asistenta la esperaba con las cestas. Las vi marcharse, sin volverse a mirarme. La noche siguiente, cuando llegamos al teatro, Imra eligió un gancho muy alejado del de ellas; y la noche siguiente se habían ido a otro teatro...
En casa, en la cama, dije que era una lástima.
—¿Por qué les dijiste que teníamos una cita con Mike? —pregunté.
—No me gustaron —dijo.
—¿Por qué no? Eran simpáticas. Eran divertidas. Eran... como nosotras.

La tenía rodeada con mi brazo, y noté que al oírme se tensaba. Se separó de mí y levantó la cabeza. Habíamos dejado una vela encendida y vi en su cara blanca que estaba escandalizada.
—¡Kar! —exclamó—. ¡No son como nosotras! No son para nada como nosotras.
Son marimachos.
—¿Marimachos?

Recuerdo aquel momento muy claramente, porque nunca había oído esta palabra. Más adelante me parecería prodigioso que hubiera habido un tiempo en que no la conocía. Después de haberla dicho, Imra se retrajo.

—Marimachos. Su oficio consiste en... besar a chicas... ¡Nosotras no somos así! —¿No? —dije—. Oh, si alguien me pagara por hacerlo, me encantaría que mi profesión fuese besarte. ¿Crees que habrá alguien que me pague por eso? Dejaría el teatro inmediatamente.

Intenté atraerla de nuevo hacía mí, pero ella me empujó la mano.

—Tendrías que dejarlo —dijo seriamente—, y yo también, si hablaran de nosotras, si la gente supiera que somos... así.

Pero ¿cómo éramos? Yo seguía sin saberlo. Se puso nerviosa cuando yo insistí.

—¡No somos de ninguna forma! Somos... nosotras mismas. —Pero si somos nosotras mismas, ¿por qué tenemos que ocultarlo? —Porque nadie vería la diferencia entre nosotras y... ¡las mujeres así! Me reí. —¿Hay alguna diferencia? —pregunté otra vez. Ella persistía en su seriedad y enfado.

—Te lo he dicho —dijo—. No lo comprendes. No sabes lo que está bien o mal, o es bueno...

—Sé que lo que hacemos no es malo. Pero que el mundo dice que lo es.
Movió la cabeza.

—Es lo mismo —dijo. Recostó la cabeza en la almohada, cerró los ojos y apartó la cara.

Me entristecía haberla zaherido; aunque también, me avergüenza decirlo, su aflicción me reconfortaba. Le toqué la mejilla y me acerqué un poco más; retiré la mano de su cara y la deslicé, titubeante, camisón abajo, sobre los pechos y el vientre. Ella se alejó y yo ratifiqué —pero no detuve— el rastreo de mis dedos; y pronto, como a despecho, noté que su cuerpo consentía. Bajé más la mano, cogí el dobladillo de su enagua y se la levanté; hice lo mismo con la mía y suavemente descansé mis caderas sobre las suyas. Nos acoplamos como las dos valvas de una ostra; entre nosotras no habría cabido siquiera la hoja de un cuchillo.
—Oh, Imra —dije—, ¿cómo puede ser malo esto?

Pero ella no contestó; tan sólo avanzó por fin sus labios hacia los míos, y cuando noté el impulso de su beso dejé caer todo mi peso sobre ella y exhalé un suspiro.

Era como si yo fuese Narciso, abrazando el estanque donde estaba a punto de ahogarse.

Supongo que era cierto lo que ella había dicho: que no la comprendía. Siempre, siempre llegábamos a lo mismo: que por mucho que ocultáramos nuestro amor, por muchas precauciones con que lo disfrutásemos, yo ya no podía ser desgraciada por algo que era —como la propia Imra admitía— tan dulce. Tampoco, en mi júbilo, lograba creer del todo que las personas que me apreciaban, de saberlo, no se alegraran por mí.

Como ya he dicho, yo era muy joven. Al día siguiente, mientras Imra aún dormía, me levanté y bajé a la sala sin hacer ruido. Allí hice algo que ansiaba hacer desde hacía meses, pero que hasta entonces no me había atrevido. Cogí papel y pluma y escribí una carta a mi hermana Alex.

Llevaba semanas sin escribir a mi casa. Había notificado a mis padres que yo también actuaba; pero más bien le había quitado importancia a este hecho, temiendo que pensaran que no era una vida decente para su hija. Me habían contestado con una nota breve, desconcertada y poco entusiasta; hablaban de viajar a Londres, para cerciorarse de que yo estaba contenta, a lo cual yo había respondido de inmediato que no se les ocurriera venir, pues estaba demasiado atareada y nuestro alojamiento era diminuto... En suma —¡tan «precavida» me había vuelto Imra!—, me mostré en este aspecto lo menos hospitalaria que se puede ser. Desde entonces nuestras cartas se habían espaciado más que nunca, y la noticia de mi éxito en escena había sido omitida; yo no la mencioné y ellos no preguntaban.

No obstante, no era del teatro de lo que quería hablarle a Alex. Le escribía para contarle lo que había sucedido entre Imra y yo; para decirle que nos queríamos, no como amigas, sino como enamoradas; que vivíamos juntas y que debía alegrarse por mí, pues era más feliz de lo que nunca había creído que sería.

Era una carta larga, pero no me costó nada escribirla; cuando la hube acabado me sentí ligera como el aire. En vez de releerla, la metí sin dilación en un sobre y corrí con ella al buzón de correos. Regresé antes de que Imra se hubiera movido, y cuando despertó no le hablé de la carta.

Tampoco le hablé de la respuesta de Alex. La recibí unos días más tarde; llegó cuando Imra y yo estábamos desayunando, y permaneció sin abrir en mi bolsillo hasta que pude estar a solas y leerla. Vi enseguida que la letra era muy cuidada; y como sabía que Alex no era muy dada a escribir, intuí que aquélla debía de ser la última de vArdeen versiones distintas.

Era también una nota muy breve, a diferencia de la mía; tan corta era que, para mi gran desazón y con la mayor desgana, veo que incluso ahora me acuerdo del texto completo.


«Querida Kara», empezaba.

«Tu carta me ha chocado, a pesar de que no ha sido una sorpresa, pues estaba esperando algo parecido a lo que me dices desde el día en que te fuiste. La primera vez que la he leído no sabía si llorar o tirarla de rabia a la papelera. He acabado quemándola, y confío en que tengas la sensatez de quemar también ésta.

«Me pides que me alegre por ti. Kara, tienes que saber que lo único que he querido siempre, de todo corazón, más incluso que mi felicidad, es que tú fueras feliz. Pero también tienes que saber que no puedo alegrarme por tu amistad tan anormal y extraña con esa mujer.»

«Nunca me podrá agradar lo que me has dicho. Crees que eres feliz, pero sólo estás descarriada, y esa mujer, tu "supuesta" amiga, tiene la culpa.»

«Sólo deseo que no la hubieras conocido nunca ni te hubieras ido de casa, y que te hubieses quedado en Midvale, de donde eres y donde están las personas que te quieren como es debido.»

«Te diré, por último, lo que espero que sepas. Papá, mamá y Clark no saben nada de esto, y no lo sabrán de mis labios, porque antes me moriría de vergüenza. No debes contárselo nunca, si no quieres completar la tarea que empezaste al dejarnos, y romperles el corazón de una vez y para siempre.»

«Te pido que no me cargues con el peso de más secretos vergonzosos. Pero mírate a ti misma y el camino que estás recorriendo y pregúntate si de verdad es el correcto.»

«Alex.»

Debió de cumplir su promesa de no decirles nada a nuestros padres, pues sus cartas siguieron llegando, todavía cautelosas, todavía preocupadas, pero siempre amables. Pero cada vez me producían menos gusto; no paraba de pensar: ¿Qué me escribirían, si supieran? ¿Cómo de amables serían? Mis respuestas, en consecuencia, a partir de entonces se hicieron más breves y espaciadas.

En cuanto a Alex; después de aquella breve y amarga epístola, no volvió a escribirme nunca.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora