Capitulo 27

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Aquella tarde trasladamos la carriola al desván —creo que sus ruedas torcidas ya no tenían arreglo— y yo llevé mis cosas al cuarto de Lena y metí mi camisón debajo de su almohada. Hicimos todo esto mientras Lex estaba fuera; cuando llegó a casa y vio el sitio donde solía estar la cama y luego a nosotras todo sofocadas, con los ojos velados y los labios hinchados, parpadeó como una docena de veces y tragó saliva, y luego se sentó a leer y se tapó la cara con un ejemplar de Justice, pero por la noche, cuando se levantó para irse a su habitación, me dio un beso muy efusivo. Miré a Lena.
—¿Por qué no tiene una novia? —dije cuando él salió. Ella se encogió de hombros.
—Parece ser que no gusta a las chicas. Todas mis amigas lesbianas están medio enamoradas de Lex, pero las chicas normales... ¡En fin! Le gustan las remilgadas; la última le dejó plantado por un boxeador.
—Pobre Lex —dije y añadí—: Es de lo más tolerante con respecto a tus... inclinaciones. ¿No crees?
Ella se acercó y se sentó en el brazo de mi butaca. —Ha tenido mucho tiempo para acostumbrarse —dijo. —Entonces, ¿las has tenido siempre?
—Bueno, supongo que siempre había por aquí alguna que otra chica. Mi madre nunca pudo imaginárselo. A Lutessa le da igual; dice que así hay más tíos para ella. Pero a Frank —Frank era el hermano mayor que visitaba de cuando en cuando a la familia—, a Frank nunca le gustó en los viejos tiempos que vinieran chicas a buscarme; un día me dio una bofetada. Nunca lo he olvidado. No le haría mucha gracia verte aquí ahora.
—Podemos aparentar otra cosa si quieres —dije—. Podemos bajar otra vez la carriola y hacer como si...
Se separó de mí como si la hubiera insultado.
—¿Fingir? ¿Fingir en mi propia casa? Si a Frank no le gustan mis costumbres que deje de visitarnos. Él y cualquiera que piense como él. ¿Quieres que la gente piense que nos avergonzamos?
—No, no. Era sólo que Imra...
—¡Oh! ¡Imra, Imra! Cuanto más me hablas de ella, menos me gusta. Pensar que te tuvo tanto tiempo reprimida y culpabilizada, cuando habrías podido salir y divertirte como un verdadero marimacho...
—No lo habría sido en absoluto si no llega a ser por Imra Ardeen —dije, más dolida por sus palabras de lo que quería mostrar.
Me miró de arriba abajo: llevaba mis pantalones puestos.
—No me vengas con eso —dijo—. No me lo creo. Tarde o temprano habrías conocido a una mujer.
—Probablemente después de haberme casado con Adam y haber tenido media docena de crios. Desde luego, no te hubiera conocido a ti.
—Supongo entonces, que tengo algo que agradecerle a Imra.
El nombre, cuando lo pronunciaban en voz alta, todavía me cosquilleaba los nervios y me los erizaba un poco: creo que Lena lo sabía. Pero dije, como si tal cosa:
—Sí. Y procura acordarte. De hecho tengo algo que te lo recordará...
Fui a buscar mi abrigo y saqué del bolsillo la foto de Imra y mía que me había dado Jenny en El Chico en la Barca; la llevé a la librería y la coloqué debajo de los otros retratos.
—Tu Samantha —dije— puede emocionarse mirando a Eleanor Marx. Hace cinco años, chicas sensibles ponían fotos mías en la pared de su dormitorio.
—Deja de presumir —respondió ella—. Tanto hablar del music-hall y no me has cantado ni una sola canción.
Fui a la butaca en la que ahora se había sentado ella y le empujé las rodillas con las mías. «Tommy»3, canté; era una antigua canción de W. B. Fair's; «Tommy, hazle sitio a tu tío.»
Ella se rió.
—¿Cantabas esto con Imra?
—¡Ni hablar! A Imra le habría dado pavor, por si había alguna lesbiana de verdad en el público que pillaba el doble sentido y pensaba que lo decíamos en serio.
—Pues cántame alguna de las que cantabas con Imra.
—Bueno...
Nada convencida por la idea, le canté unas líneas de nuestra canción sobre las monedas, deambulando por la sala mientras cantaba y levantando las piernas enfundadas en el pantalón de molesquín. Cuando terminé, ella sacudió la cabeza.
—Qué orgullosa de ti debía de estar —dijo suavemente—. Si yo hubiera sido ella...
No acabó la frase. Se levantó, vino hacia mí, me abrió la camisa por donde se ondulaba, debajo de mi garganta, y besó la piel expuesta hasta que me hizo temblar.
En otro tiempo la había creído casta como un santo de yeso; me había parecido fea. Pero ya no era casta; era deliciosamente osada, franca y dispuesta; y la osadía la embellecía, la hacía relucir como si le hubieran aplicado una capa de lustre. No podía mirarla sin querer tocarla. No podía ver el brillo de sus labios rosas sin sentir el impulso de acercarme a ella y apretar mi boca contra ellos; no podía mirar su mano descansando en el tablero de una mesa, o empuñando una pluma, o llevando una taza, o haciendo cualquier cosa rutinaria, sin que me invadiese el ansia de tomarla y besar sus nudillos, o de recorrer con mi lengua su palma, o de apretársela contra la entrepierna de mis pantalones. Cuando estaba a su lado en una habitación llena de gente, notaba cómo se me erizaba el vello de los brazos y veía que a Lena se le ponía carne de gallina, veía el arrebol en sus mejillas y sabía que me deseaba tanto como yo a ella; pero también se regodeaba cruelmente en prolongar las visitas de sus amistades, sirviendo una segunda ronda de té y luego una tercera, mientras yo la observaba, torturada y húmeda.

—Me hiciste esperar dos años y medio —me dijo una vez en que la seguí a la cocina y la rodeé con mis brazos temblorosos mientras ella ponía la tetera en el fuego—. No te morirás si esperas una hora hasta que no haya nadie en la sala...
Pero otra noche en que dijo algo parecido la toqué a través de los pliegues de su falda hasta que sentí que su voz desfallecía... y entonces ella me llevó a la despensa, puso una escoba de una parte a otra de la puerta y nos acariciamos entre los paquetes de harina y las latas de melaza, y entretanto la tetera silbaba y la cocina se llenaba de un vapor blanco, y Maggie nos llamó desde la sala: ¿qué estábamos haciendo?
Lo cierto era que no habíamos besado en tanto tiempo que no podíamos parar en cuanto empezamos a besarnos de nuevo.
Nos maravillaba nuestra propia audacia.
—Te había tomado por una de esas chicas espantosas —me dijo una noche, como una semana después de nuestra visita al Chico—. Por una de esas tiquismiquis de mírame-y-no-me-toques...
—¿Hay chicas así? —le pregunté.
Se puso colorada.
—Bueno, me he acostado con alguna que otra...
La idea de que se hubiera acostado con chicas diferentes —con tantas que podía clasificarlas en categorías— era increíble y sumamente excitante. Extendí la mano — estábamos en la cama desnudas a pesar del frío, porque nos habíamos bañado en una bañera humeante y estábamos todavía calientes y entumecidas— y le acaricié desde el hoyo en la garganta hasta la hondonada de la ingle; al volver a acariciarla, noté que tiritaba.
—¡Quién hubiera pensado que te tocaría y que te hablaría así! —dije en un susurro, porque Kieran dormía en su cuna a nuestro lado—. Estaba segura de que serías patosa y ñoña. Convencida de que serías tímida. ¡No podías ser de otra manera, siendo tan política y tan buena como eres!
Ella se rió.
—No es el Ejército de Salvación, ¿sabes? —respondió—. Es el socialismo. —Bueno, quizás...
No dijimos nada más; sólo nos besamos y susurramos. Pero la noche siguiente sacó un libro y me hizo leerlo. Era Towards Democracy, el poema de Edward Carpenter, y al pasar las páginas, con la cálida presencia de Lena a mi lado, noté que me estaba humedeciendo.
—¿Lo leías con Samantha? —le pregunté.
Ella asintió.
—Le gustaba que se lo leyera cuando estábamos en la cama. No podía saber supongo, lo duro que me resultaba a veces...
Quizás sí lo supiera pensé, y la idea me humedeció aún más. Le pasé el libro.
—Léemelo —dije.
—Ya lo has leído.
—Léeme los pasajes que le leías a ella...
Obedeció tras un titubeo; y mientras murmuraba le puse la mano entre las piernas y le acaricié, y su voz se tornó menos firme a medida que yo la acariciaba con mayor firmeza.
—Hay libros escritos expresamente para estas cosas —le dije rememorando las muchas veces en que yo había hecho algo similar con Andrea; las mismas noches probablemente, en que Lena se contenía tumbada junto a Samantha—. ¿No preferirías que te comprase un libro de ésos? No creo que Carpenter escribiera su poema para que fuera disfrutado así.
Posó sus labios en mi garganta.
—Oh, creo que Carpenter lo aprobaría.
Había dejado caer el libro sobre el pecho. Yo lo aparté y rodé encima de ella. —Y esto —dije moviendo las caderas—, ¿contribuye realmente a la revolución social?
—¡Oh, sí!
Culebreé más abajo.
—¿Y esto también?
—¡Oh, desde luego!
Me deslicé debajo de la sábana.
—¿Y qué me dices de esto?
—¡Oh!
—Dios mío —dije un poco más tarde—. Pensar que todos estos años he formado parte de la conspiración socialista sin saberlo...
A partir de entonces guardamos Towards Democracy de Carpenter al lado de la cama, y de la misma manera que Lena me decía algunas veces cuando la casa estaba en silencio, «Cántame una canción, tío, en pantalones...», así también yo me inclinaba para susurrarle durante la cena o cuando caminábamos juntas: «¿Vamos a ser democráticas esta noche, Len...?» Había algunas canciones, por supuesto — «Sweethearts and Wives» era una de ellas—, que nunca le hubiera cantado. Y advertí que Hojas de hierba seguía en la sala, en el estante de debajo de las fotos de Eleanor Marx y Imra. Me daba lo mismo. ¿Por qué habría de importarme? Habíamos cerrado un trato. Habíamos decidido besarnos para siempre. Ni una sola vez nos habíamos dicho: Te quiero.
—¿No es maravilloso estar enamorada en primavera? —nos preguntó Maggie, una noche de abril: ella y Miss Raymond eran ya pareja y pasaban largas horas en nuestra sala suspirando a causa de los encantos de la otra—. Hoy he ido a visitar una fábrica y era el sitio más lúgubre y destartalado que he visto en mi vida. Pero al salir al patio había un sauce blanco..., un sauce común y corriente pero iluminado por un poco de sol amarillo, y se parecía tanto a mi querida Emma que he pensado en arrojarme al suelo y besarlo, llorando. Lena dijo, desdeñosa:
—Siempre he dicho que no deberían admitir a mujeres como funcionarias. ¿Llorar delante de un sauce? No he oído en mi vida una pamplina semejante; a veces me pregunto cómo te soporta Emma. Vomitaría si le oyera a Kara compararme con un ramo de candelilla.
—¡Oh, qué cosas dices! Kara, ¿nunca has visto la cara de Lenny en un crisantemo o una rosa?
—Nunca —dije—. Pero ayer vi en Whitechapel una platija en la carretilla de un pescadero, y el parecido con ella era increíble. Estuve a punto de comprarla...
Maggie tomó la mano de Miss Raymond y nos miró asombrada.
—Juro que sois la pareja más poco sentimental que he conocido —dijo. —Somos demasiado racionales para tener sentimientos, ¿verdad Kara?
—Más bien estamos demasiado atareadas —dije bostezando. Lena se avergonzó.
—Pues pronto vamos a estarlo aún más, me temo. Verás, le prometí a Mrs. Macey en la Liga que la ayudaría a organizar la asamblea de trabajadores...
—¡Oh, no, Lena! —exclamé.
—¿Qué es esa asamblea? —preguntó Miss Raymond.
—Una lata de proyecto —dije—, inventado por todos los gremios y sindicatos del este de Londres que consiste en llenar Victoria Park de socialistas...
—Una manifestación —me interrumpió Lena—. Una maravilla, si cuaja. Será a finales de mayo. Habrá carpas, tenderetes y discursos y un desfile; esperamos que vengan visitantes y oradores de todo el país, e incluso algunos de Francia y Alemania.
—Y ahora has prometido que vas a ayudarles a organizarla. Lo que significa — dije con amargura a Miss Raymond— que asumirá más tareas de las que puede cumplir, y que yo como de costumbre tendré que ayudarla..., estar hasta las tantas escribiendo cartas al presidente de los peleteros de Hoxton y al sindicato de sombrereros o a la sociedad de obreros del metal de Wapping. Y todo en un momento...
Todo en un momento quise decir, en que lo único que yo ansiaba era tirar al fuego el bolso de Lena lleno de papeles, y tumbarme a besarla delante de las llamas. Creo que Lena me miró entonces con un poco de tristeza. Dijo:
—No tienes que ayudarme si no quieres.
—¿No tengo que ayudarte? —exclamé—. ¿En esta casa?
Y ocurrió exactamente como yo había previsto. Lena se había impuesto un sinfín de tareas y yo para evitar que sufriese un ataque, asumía la mitad de ellas: siguiendo sus instrucciones escribía cartas, hacía cuentas, entregaba bolsas de pancartas y panfletos a mugrientas oficinas de sindicatos, visitaba carpinterías y me sentaba a coser manteles, banderas y ropas para el desfile de trabajadores. Nuestra casa de Quilter Street volvió a llenarse de polvo; las cenas eran cada vez más precipitadas y menos planificadas; como ya no tenía tiempo de estofar ostras, las servía crudas y las engullíamos mientras trabajábamos. La mitad de las banderas que cosí y la mitad de las cartas que Lena escribió tenían los bordes manchados de licor y ensuciados de grasa.
Lex también participaba en estas ocupaciones. Como secretario de su sindicato le habían pedido que redactara una pequeña alocución para pronunciarla ante la asamblea en un intermedio entre los discursos principales. El título sería «¿Por qué el socialismo?», y componerlo y ensayarlo puso a Lex frenético porque no le gustaba nada hablar en público. Se pasaba horas sentado a la mesa escribiendo hasta que le dolía la mano, o bien largo tiempo mirando consternado la página en blanco y corriendo luego a la librería en busca de una referencia en algún folleto de política que entonces descubría maldiciendo, que habían prestado o se había perdido:
—¿Dónde está The White Slaves of England? ¿A quién hemos prestado mi Sydney Webb? ¿Y dónde demonios está Towards Democracy?
Lena y yo le mirábamos moviendo la cabeza.
—Déjalo —le decíamos—, si no quieres hacerlo o crees que no puedes. Nadie te lo echará en cara.
—No, no —respondía Lex tenso—. Es por el bien del sindicato. Casi he acabado.
Volvía a fruncir el ceño ante la página y se mordisqueaba la barba, y yo le veía cómo sudaba y temblaba imaginándose en pie delante de una multitud que le clavaba los ojos. Pero en esto, al menos, yo sí podía ayudarle.
—Léeme un poco de tu discurso —le dije una noche en que Lena no estaba—. No olvides que yo he sido casi como una actriz. Es lo mismo en realidad, un escenario que una tarima.
—Es cierto —dijo él sorprendido por la idea. Pasó las hojas—. Pero me da vergüenza leerte en voz alta.
—Lex si te da apuro conmigo en la sala de tu casa, ¿qué pasará cuando hables en Victoria Park ante quinientas personas?
Al pensarlo volvió a morderse la barba pero se puso el texto delante como yo le pedía, se plantó al lado de la cortina de la ventana y carraspeó.
—«¿Por qué el socialismo?» —comenzó. Me levanté de un brinco.
—Así es imposible —dije—. Para empezar si no lanzas la voz más allá de las manos no esperes que te oiga la gente del gallinero..., perdón, del fondo de la carpa.
—Eres muy áspera, Kara —dijo.

—Al final me lo agradecerás. Ahora endereza la espalda, yergue la cabeza y empieza otra vez. Y habla desde aquí —dije tocándole la hebilla del pantalón, y él dio un respingo—, no desde la garganta. Adelante.
—«¿Por qué el socialismo?» —repitió, con una voz profunda e impostada—. «Es la pregunta que me han invitado a comentar con vosotros esta tarde. ¿Por qué el socialismo? Procuraré que mi respuesta sea breve.» Me succioné el labio.
—Seguro que algún gracioso grita «¡Hurra!» cuando llegues a este punto. —¿Lo dices en serio Kara?
—No te quepa duda. Pero no puedes permitir que te perturbe o estarás perdido. Sigue, oigamos el resto. Leyó la alocución —no más extensa de dos o tres páginas— y yo le escuché con expresión severa.
—Le vas a hablar al papel —dije al final—. No te oirá nadie. Se aburrirán y empezarán a charlar entre ellos. He visto cómo ocurría esto cientos de veces.
—Pero tengo que leer el texto —dijo. Yo meneé la cabeza.
—Tendrás que aprenderlo no hay otro remedio. Tendrás que aprenderlo de memoria.
—¿Qué ¿Todo esto?
Miró las páginas, desolado.
—Un día o dos de trabajo —dije. Posé una mano en su hombro—. O eso Lex, o tendremos que ponerte un ropaje divertido...
Así pues, a lo largo de todo abril y la mitad de mayo —pues como era de esperar, le llevó bastante más que uno o dos días aprenderse siquiera la cuarta parte de las palabras—. Lex y yo trabajamos juntos en su pequeño discurso, metiéndole con calzador las frases en la cabeza y probando toda clase de artimañas para que las retuviera dentro. Yo hacía de apuntador con las páginas en la mano, y Lex declamaba en mi presencia con un tono monocorde y esforzado. Le hacía recitarme el texto durante el desayuno y mientras fregábamos los platos o estábamos descansando al lado de la lumbre; parada junto a la puerta de la cocina, le obligaba a cantármelo a grito pelado mientras él estaba en la bañera.
—«¿Cuántas veces habéis oído decir a los economistas que Inglaterra es el país más rico del mundo? Si les preguntarais qué significa eso os responderían..., os responderían...»
—¡Lex! «Os responderían: Mirad alrededor...»
—«Os responderían: Mirad alrededor, a nuestros grandes palacios y edificios públicos, nuestras casas de campo y nuestras...»
—Nuestras fábricas...
—«Nuestras fábricas y nuestro...»
—¡Imperio, Lex!
A fuerza de ensayar por supuesto, me aprendí yo misma el condenado texto y ya no necesitaba consultar las hojas; pero también Lex consiguió más o menos recitarlo de corrido, sin que yo le soplara y con una dicción casi aceptable.
Entretanto, a medida que se acercaba el día de la asamblea nuestro horario era cada vez más apretado y nuestra actividad más febril; y yo, a pesar de mis gruñidos, no podía evitar la impaciencia de que la reunión se celebrase por fin y estaba tan excitada y tan inquieta, casi, como Lena.
—¡Con tal de que no llueva! —dijo, observando con temor el cielo desde la ventana de nuestro dormitorio la noche anterior del domingo previsto—. Si llueve, habrá que hacer el desfile dentro de la carpa; y nadie lo ha ensayado. ¿Y si truena? Si truena nadie oirá a los oradores.
—No lloverá —dije—. Cálmate ya.
Pero ella siguió mirando al cielo con el ceño fruncido hasta que yo misma me acerqué a la ventana y observé a las nubes.
—Con tal de que no llueva —repitió; para distraerla empañé el cristal con mi aliento y escribí con una uña nuestras iniciales: K. D. -L. L. 1895 y siempre. Dibujé un corazón alrededor y perforándolo, una flecha.
No llovió aquel domingo; de hecho, los cielos sobre Bethnal Green estaban tan azules y despejados que habría sido disculpable pensar que Dios también era socialista, ya que el sol brillante parecía una dádiva divina. En Quilter Street todos madrugamos; nos bañamos, nos lavamos el pelo y nos vestimos... Era como arreglarse para una boda. Opté cortésmente por no correr el riesgo de presentarme a la reunión en pantalones; más valía no agravar la mala reputación de los socialistas; me puse un traje azul marino, con alamares escarlata en la chaqueta, una corbata a juego y un bombín. Para ser un atuendo femenino era elegante; aun así, no paraba de darme tirones irritados a las faldas mientras deambulaba por la sala a la espera de Len; enseguida se reunió conmigo Lex que iba más tieso que un oficinista y no cesaba de tirarse del cuello porque le oprimía la garganta.
Lena se había puesto el traje color ciruela que yo tanto admiraba; en el trayecto desde Bethnal Green le compré una flor y se la prendí en el ojal de la chaqueta. Era una margarita grande como un puño y brillaba cuando le daba el sol, como una lámpara. «Así, desde luego» me dijo, «no me perderás de vista.»
Victoria Park estaba transformado. Obreros afanosos habían erigido carpas, estrados y tenderetes a lo largo de todo el fin de semana, y en cada árbol había ristras de banderas y pancartas, y los tenderos estaban ya armando sus mesas y muestrarios. Lena tenía una docena de listas de cosas que hacer, y en cuanto las sacó fue en busca de Mrs. Macey y de la Liga. Lex y yo atravesamos el bosque de banderitas para buscar la carpa donde tendría que tomar la palabra. Resultó que era la más grande de todas: «¡Aquí dentro caben como mínimo setecientas personas!», nos dijeron los obreros jubilosos mientras llenaban el interior de sillas. Con ellas tenía más aforo que algunos de los teatros donde yo había actuado, y cuando Lex lo supo se puso muy pálido y se retiró a un banco para una nueva lectura de su texto.

Yo cogí entonces a Kieran y erré por el parque mirando a todo lo que me llamaba la atención; me paré a charlar con chicas que conocía y eché una mano para colocar manteles que volaban, abrir cajas y repartir escarapelas toscas. Me pareció que allí había oradores y exposiciones de cada sociedad filantrópica o excéntrica y de todos los credos imaginables, desde sindicalistas y sufragistas hasta científicos cristianos, socialistas cristianos, socialistas judíos e irlandeses, anarquistas y vegetarianos... «¿No es maravilloso?», oía decir según pasaba tanto a amigos como a extraños. «¿Has visto alguna vez algo como esto?» Una mujer me dio una cinta de raso para que me la prendiera en el sombrero pero yo se la até a los faldones de Kieran, y cuando la gente le veía con los colores del SDF, sonreía y le estrechaba la mano: «¡Hola, camarada!»
—¡Se acordará de este día cuando haya crecido! —dijo un hombre que tocó la cabeza de Kieran y le dio un penique. Después se irguió y contempló la escena a su alrededor con ojos resplandecientes—. Todos recordaremos este día...
Supe que estaba en lo cierto. Me había quejado a Maggie y a Miss Raymond, y había cosido banderas y pancartas sin preocuparme de no dar puntadas torcidas y sin procurar que el raso no se ensuciara; pero a medida que el parque se llenaba de gente y el sol brillaba cada vez más fuerte y todos los colores se tornaban más alegres, empecé a mirar en mi derredor maravillada. «Estaremos muy contentos si vienen cinco mil personas», había dicho Lena la víspera, pero mientras paseaba y cuando subí a un montículo para entronizar a Kieran en mis hombros e hice visera con las manos para otear el campo, calculé que allí habría diez veces más que esta cifra: a mi entender, toda la gente corriente del este de Londres estaba congregada en Victoria Park, con su buen talante, su desenfado y sus mejores galas. Supuse que habían acudido tanto por el sol como por el socialismo. Extendían mantas entre los tenderetes y las carpas y almorzaban encima tumbados en compañía de sus bebés y sus novias, y les lanzaban palos a sus perros. Pero también vi que escuchaban a los oradores de los estrados, a veces asintiendo, a veces discrepando y otras examinando con cara seria un panfleto o incluyendo su nombre en una lista, o rebuscando peniques en sus bolsillos para donarlos a alguna causa.
Desde donde estaba vi pasar a una mujer con unos niños pegados a sus faldas: era Mrs. Fryer, la pobre costurera a la que Lena y yo habíamos visitado aquel otoño. Cuando la llamé vino sonriendo a mi encuentro.
—Me han hecho un hueco en el sindicato después de todo —dijo—. Su amiga me convenció...
Charlamos un momento; sus hijos tenían manzanas acarameladas y le ofrecieron una a Kieran para que la chupara. Entonces se oyó una ráfaga de música, y la gente se removió murmurando y alargó el cuello, y nosotras alzamos a los niños en el aire para que vieran el desfile de trabajadores, una procesión de hombres y mujeres vestidos con los atuendos de todos los oficios y portando pancartas, banderas y flores. El desfile tardó media hora en pasar y cuando terminó el público se llevó los dedos a los labios y silbó, ovacionó y aplaudió. Mrs. Fryer lloraba, porque la hija mayor de su vecina formaba parte del cortejo, vestida de cerillera.
Yo hubiera deseado estar con Lena, y busqué con la mirada su traje de color ciruela y su margarita pero al principio no la vi, aunque sí a casi todas las sindicalistas que habían visitado alguna vez nuestra sala. Por fin la encontré en la carpa de oradores; se había pasado toda la tarde allí, escuchando los discursos.
—¿Has oído? —me dijo al verme—. Corre el rumor de que vendrá Eleanor Marx; ¡no me muevo de aquí por miedo a perderme sus palabras!
Resultó que no había comido nada desde el desayuno: salí a comprarle un paquete de buccinos y un refresco de jengibre en un tenderete. Cuando volví encontré a Lex con ella, sudando y tirándose todavía del cuello y más pálido que antes. Todos los asientos de la carpa estaban ocupados y además había gente de pie. El calor era tan sofocante que todo el mundo estaba incómodo y enfadado. Abucheado, un orador que había hecho un comentario impopular había tenido que bajar del estrado.
—A ti no te van a abuchear, Lex —le dije, pero cuando vi su cara de desdicha le tomé del brazo, dejé al niño con Lena y le llevé al aire más fresco del exterior.
—Ven, vamos a fumar un pitillo juntos. El público no debe ver que estás nervioso.
Estábamos junto a una de las lonas de la carpa y un par de compañeros de la fábrica de Lex que pasaban de largo nos saludaron levantando la mano; yo encendí dos cigarrillos. A Lex le temblaban tanto los dedos con que sujetaba el suyo que casi se le cayó, y esbozó una sonrisa de disculpa.
—Debo de parecerte idiota.
—¡Qué va! Me acuerdo de lo asustada que yo estaba mi primera noche: creí que iba a vomitar.
—Yo también lo he creído hace un momento.
—Le ocurre a todo el mundo y nadie vomita.
No era verdad del todo; yo había visto a muchos artistas nerviosos encorvados sobre un cuenco o un cubo para incendios a un lado del escenario; por supuesto no se lo dije a Lex.
—¿Alguna vez actuaste ante un público rudo Kara? —me preguntó.
—¿Qué? —dije—. En un teatro, en el Deacon de Inslington, actuaba un pobre cómico antes que nosotras y unos tipos treparon al escenario y le pusieron boca abajo sobre las candilejas tratando de incendiarle el pelo.
Lex parpadeó un par de veces y luego lanzó hacia la carpa una mirada presurosa como si quisiera cerciorarse de que allí no había llamas a la vista que pudieran sugerir a un auditorio hostil la idea de arrojarle al fuego. Miró intranquilo su cigarrillo y lo tiró al suelo.
—Si no te importa creo que voy a echar otro repaso a mi texto —dijo, y antes de que yo pudiese abrir la boca para disuadirle se había marchado y me quedé fumando sola.
No me importó: se estaba mejor fuera que dentro de la carpa. Con el pitillo entre los labios me crucé de brazos y me recosté un poco en la lona. Cerré los ojos y sentí la caricia del sol en la cara; luego me quité el cigarrillo de la boca y bostecé.
Entonces oí junto a mi hombro una voz de mujer que me sobresaltó.
—¡Vaya! De todas las chicas que puedas encontrar en una asamblea de obreros, Kara Zor-el era la última que hubiese esperado ver.
Abrí los ojos, dejé caer el pitillo, me volví hacia la mujer y lancé un grito. —¡Tess! ¡Oh! ¿Eres tú, en serio?
Era, en efecto Tess: estaba más rolliza e incluso más guapa que la última vez que la había visto, y llevaba una chaqueta escarlata y una pulsera con amuletos.
—¡Tess! ¡Oh, qué alegría verte!
Le cogí la mano y se la estreché; ella se rió.
—Hoy me he encontrado aquí con todas las chicas que he conocido en mi vida —dijo—. Y entonces veo a una, apoyada en la carpa con un pitillo en la boca y pienso, tate, ¿ésa no parece la buena de Kara Zor-el? Sería increíble que fuera ella después de todo este tiempo, ¡y aquí, precisamente! Y me acerco un poco más y entonces he visto que tenías el pelo corto y he sabido que eras tú, Kara en persona.
—¡Oh, Tess! Estaba segura de que nunca volvería a saber nada de ti.
Estas palabras parecieron cohibirla un poco y al recordar, le apreté la mano más fuerte y dije, cambiando totalmente el tono:
—¡Qué frescura la tuya, dicho sea de paso! ¡Después de dejarme en aquel estado, en Kilburn! Creí que me moriría.
Ella sacudió la cabeza en gesto de reproche.
—¡Caray! Buena jugarreta, ¿sabes?, la que me hiciste con aquel dinero.
—Lo sé. ¡Me porté como una bruja! Supongo que nunca llegaste a las colonias... Tess arrugó la nariz.
—Volvió mi amiga, la que se fue a Australia. Dijo que aquello estaba lleno de hombres que no quieren caseras, sino esposas. Cambié de idea al saberlo. Estoy contenta en Stepney, al fin y al cabo.
—¿Estás ahora en Stepney? ¡Pero si casi somos vecinas! Yo vivo en Bethnal Green. Con mi pareja. Mira, es aquélla. —Le puse la mano en el hombro y le señalé la carpa repleta de gente—. La que está cerca de la tarima, con el bebé en brazos.
—¿Cómo? —dijo ella—. ¡Si es Lena Luthor, la que trabaja en la residencia de chicas!
—No me digas que la conoces.
—¡Tengo un par de amigas que han vivido en Freemantle House y que no paran de decir maravillas de Lena Luthor! ¿Sabes? Creo que la mitad de esas chicas están enamoradas de ella...
—¿De Lena? ¿Estás segura?
—¡Segurísima! —Volvimos a mirar hacia la carpa. Lena se había puesto de pie y agitaba un papel en dirección al orador del estrado. Tess se rió—. ¡Quién lo diría, tú y Lena Luthor! —dijo—. Apuesto a que ella no te consiente sandeces.
—Tienes razón —respondí sin dejar de mirar a Lena, asombrada todavía de lo que acababa de decirme Tess.
Volvimos a colocarnos donde daba el sol.
—¿Y qué me cuentas de ti? —le pregunté—. Tendrás una amiga, ¿no?
—Sí —dijo con timidez—. La verdad es que tengo un par de ellas, y no termino de decidirme por ninguna...
—¡Dos! ¡Dios mío!
Sólo pensarlo, la idea de tener dos novias como Lena me produjo espanto, y empecé a bostezar.
—Una de ellas anda por aquí ahora —estaba diciendo Tess—. Está afiliada a un sindicato y... ¡Allí está! ¡Maud!
Al oír la llamada, una chica con una chaqueta de cuadros azules y marrones miró alrededor y vino hacia nosotras. Tess la agarró del brazo y la chica sonrió. —Te presento a Miss Skinner —dijo Tess; y a su novia le dijo—: Maud, ésta es Kara Zor-el, la cantante de music-hall. Miss Skinner —que tendría unos diecinueve años y debía de usar todavía faldas cortas la noche en que yo saludé por última vez en el Britannia— me miró educadamente y me tendió la mano. Tess prosiguió: —Miss Zor-el vive con Lena Luthor...
Al instante Miss Skinner aumentó la presión de su mano y abrió los ojos como platos.
—¿Lena Luthor? —dijo, con el mismo tono con que lo había dicho Tess—. ¿Lena Luthor, de la Liga? ¡Oh! Me gustaría... Tengo en alguna parte el programa de actos... ¿Podría usted Miss Zor-el pedirle que me lo firme?
—¡Firmarlo! —dije. Ella había sacado una hoja donde se indicaba el orden de los discursos y la ubicación de los puestos, y me lo tendió temblando. Vi entonces que el nombre de Lena estaba impreso junto con algunos otros entre la lista de organizadores—. Bueno —dije—. Pero podrías pedírselo tú misma: está ahí...
—¡Oh, yo no podría! —respondió ella—. Me da muchísima vergüenza...
Al final cogí la hoja y le dije que haría lo que pudiese y Miss Skinner puso una cara de gratitud infinita y se fue a contar a sus amigas que me había conocido.
—Es un poquito romántica, ¿no crees? —dijo Tess arrugando la nariz otra vez—. Quizás debería dejarla por la otra...
Moví la cabeza, miré a la hoja de nuevo y me la metí en el bolsillo de la falda. Charlamos unos minutos más y Tess dijo:
—Así que estás muy contenta en Bethnal Green, ¿eh? Las cosas ya no son como eran en los viejos tiempos...
Hice una mueca.
—Detesto pensar en los viejos tiempos, Tess. He cambiado mucho.
—Ya veo. Pero aquella Andrea Rojas... ¡En fin! La has visto, claro.
—¿A Andrea? —Negué con la cabeza—. ¡Ni en pintura! ¿Pensaste que volvería a Felicity Place después de aquella maldita fiesta...?
Tess me miró fijamente.
—Pero... ¿me estás diciendo que no lo sabías? ¡Andrea está aquí!
—¿Aquí? ¡No puede ser!
—¡Es! Ya te he dicho que esta tarde está aquí todo el mundo... y ella también. Está en la mesa de no sé qué periódico o revista. ¡La he visto y por poco me desmayo!
—Santo Dios. ¡Andrea aquí!
Era horrible pensarlo y sin embargo... Bueno, dicen que los perros viejos nunca olvidan las mañas que les han enseñado sus amos: me había hecho tilín la primera mención de su nombre odioso. Miré de nuevo al interior de la carpa y vi a Lena, otra vez de pie y agitando aún el brazo en dirección al estrado; me volví hacia Tess.
—¿Me enseñas dónde está? —dije.
Me lanzó una rápida mirada como de aviso; luego me cogió del brazo, me llevó a través del gentío hacia el lago y se detuvo detrás de un arbusto.
—Allí, mira —dijo en voz baja—. Cerca de aquella mesa. ¿La ves?
Asentí. Estaba al lado de un puesto —el de la revista femenina Shafts, en cuya edición colaboraba a veces—, hablando con otra mujer, una mujer que pensé que podría haber sido una de las que se habían disfrazado de Safo en el baile de disfraces. Una cinta de sufragista le cruzaba el busto. Andrea vestía de gris y su sombrero llevaba un velo que en aquel momento se había levantado. Estaba tan altanera y guapa como siempre. La miré y tuve un recuerdo muy nítido: de mí misma despatarrada a su lado con perlas sobre mis caderas; de la cama que parecía escorarse; del roce del cuero cuando ella a horcajadas sobre mis rodillas, se columpiaba...
—¿Qué crees que haría si voy a verla? —le pregunté a Tess.
—¡Ni se te ocurra!
—¿Por qué no? Ahora no tiene ningún poder sobre mí.
Pero en el preciso momento en que dije esto, la miré y sentí que me invadía de nuevo aquel apego canino..., o quizás apego no sea la palabra adecuada. Era como si ella fuese una hipnotizadora de music-hall y yo una chica que parpadea, plenamente dispuesta a hacer el ridículo por orden suya delante del público... Tess dijo:
—Pues yo no pienso acercarme un paso más...
No la escuché. Después de lanzar otra mirada rápida a la carpa de oradores, salí de detrás del arbusto y me encaminé hacia el puesto... enderezando el nudo de mi corbata. Estaba como a unos veinte metros de Andrea y había levantado la mano para quitarme el sombrero cuando ella se volvió y pareció que alzaba los ojos hacia mí. La mirada se le endureció y se tornó sardónica y a la vez lasciva tal como yo la recordaba, y el corazón me dio un brinco en el pecho —¡de miedo, creo!—, como si le hubieran clavado un gancho.
Pero entonces ella abrió la boca para hablar, y lo que dijo fue:
—¡Reggie! ¡Reggie, ven aquí!
Tropecé al oír aquello. De algún lugar cercano a mi espalda llegó un grito bronco de respuesta —«¡Voy!»—, y al volverme vi a un chico que corría por el césped, con una mirada hosca y fija en la de Andrea y en las manos un helado que lamía con mucha cautela por miedo a que goteara y le manchase los pantalones. Éstos eran bonitos y lucían un bulto en la entrepierna. El chico era alto y esbelto, con el pelo moreno y muy corto. Tenía una linda cara y los labios rosas como los de una chica...
Al llegar a donde estaba Andrea ésta se inclinó y sacó un pañuelo del bolsillo del chico con el que empezó a toquetearle el muslo, ya que al parecer se le habían caído unas gotas de helado. La otra mujer en el tenderete observaba la escena sonriendo; después murmuró algo que hizo ruborizarse al chico guapo.
Yo había presenciado alelada todo aquello; acto seguido di un paso lento hacia atrás, y luego otro. No sé si Andrea alzó la cara de nuevo; no me paré a mirar. Reggie levantó la mano para chupar su helado, este movimiento le remangó el puño y vi el centelleo de un reloj de pulsera...
Pestañeé, moví la cabeza, corrí hacia el arbusto donde Tess fisgaba y descansé la cara en su hombro.
Cuando volví a mirar a Andrea a través de las hojas, se había cogido del brazo de Reggie y ambos tenían las cabezas juntas y se estaban riendo. Me volví hacia Tess y ella se mordió el labio.
—Sólo los demonios prosperan en este mundo —dijo. Pero volvió a morderse el labio y a continuación soltó una risita ahogada.
Yo también me reí por un momento. Dirigí otra mirada acerba en dirección al puesto y dije:
—¡En fin, espero que tenga lo que se merece! Tess ladeó la cabeza.
—¿Quién? —preguntó—. ¿Andrea o...? Hice una mueca y no le contesté.
Volvimos a la carpa de oradores y Tess dijo que prefería ir a buscar a su Maud.
—Seremos amigas, ¿no? —dije al estrecharnos la mano. Ella asintió.
—De todos modos, tienes que presentarme sin falta a Miss Luthor —dijo—. Me encantaría.
—Sí, bueno... Tienes que venir por lo menos algún día a decirle que me perdone: piensa que soy una malvada, a raíz de lo tuyo.
Ella sonrió; algo la distrajo entonces y giró la cabeza.
—Ahí está mi otra novia —dijo rápidamente señalando hacia una mujer de hombros anchos y aspecto masculino que nos observaba con un gesto hosco mientras charlábamos. Tess hizo una mueca—. A ésa le gusta hacer de tío...
—Parece un poco bruta. Más vale que te vayas: no quiero acabar con otro ojo morado.
Ella sonrió y me apretó la mano y la vi ir al encuentro de su amiga y besarle en la mejilla, para después perderse con ella entre el gentío que merodeaba por los puestos. Volví con sigilo a la carpa. Estaba más llena y hacía todavía más calor que antes; el aire estaba viciado de humo y las caras estaban sudorosas y como aquejadas de ictericia por el sol de la tarde que les daba a través de la lona. En el estrado, una mujer farfullaba un ronco parlamento, y una docena de personas de pie entre el público discutía con ella. Lena había vuelto a su asiento delante de la tarima, y Kieran pataleaba en su regazo. Maggie y Miss Raymond estaban al lado de Len con una rubia bonita a quien yo no conocía. Lex estaba cerca, con la frente reluciente y la cara rígida de miedo.
Había un asiento libre al lado de Lena, y tras abrirme paso por el césped lo ocupé y me hice cargo del bebé.
—¿Dónde has estado? —me preguntó por encima de los gritos—. Aquí ha habido un lío horrible. Una pandilla de chicos ha entrado a armar jaleo. Al pobre Lex le toca el turno ahora: está tan febril que se le podría freír un huevo encima. Jugué a caballitos con Kieran en mi rodilla.
—Len —dije—, ¡no te vas a creer a quién he visto!
—¿A quién? —preguntó, abriendo mucho los ojos—. ¿No habrá sido Eleanor Marx?
—No, no... ¡Nadie así! He visto a Tess, la chica que conocí en casa de Andrea Rojas. ¡Y no sólo a ella sino a la misma Andrea! Están aquí las dos, ¿te imaginas? ¡Pensé que me moría, te juro, cuando he visto a Andrea!
Zarandeé a Kieran hasta que rompió a llorar. El semblante de Lena sin embargo, se había endurecido.
—¡Dios mío! —dijo y su tono me amedrentó—. ¿Ni siquiera podemos disfrutar de una reunión socialista sin que tu triste pasado venga a acosarnos? No te has sentado aquí a escuchar un solo discurso hoy; supongo que tampoco has echado un vistazo a los puestos. Sólo piensas en ti misma; en ti y en las mujeres que te has... que te has...
—Que me he follado quieres decir supongo —dije en voz baja. Me separé de ella, horrorizada y dolida; después me puse furiosa—. Bueno, por lo menos he echado un polvo con mis antiguas novias. Es más de lo que tú pudiste sacar de Samantha.
Al oír esto se quedó boquiabierta y los ojos se le empezaron a perlar de lágrimas.
—Eres una bruja —dijo—. ¿Cómo puedes decirme estas cosas?
—¡Porque estoy hasta la coronilla de oírte hablar de Samantha y de lo puñeteramente maravillosa que era!
—Era maravillosa —dijo ella—. Lo era. ¡Ella se habría quedado aquí a ver todo esto, no como tú! Lo habría entendido todo, mientras que tú...
—¡Preferirías que ella estuviera aquí, claro, en mi lugar! —escupí, sin poder contenerme.
Lena me miró con las pestañas mojadas de lágrimas. Sentí que las mías me picaban y la garganta se me puso ronca.
—Kara —dijo ella con un tono más suave, pero yo levanté la mano y aparté la cara.
—Hicimos un pacto, ¿no? —dije procurando que en mi voz no hubiese amargura. Como ella no contestaba añadí—: ¡Dios sabe que hay muchos sitios donde me gustaría estar en vez de aquí!
Lo dije para chincharla, pero cuando se levantó y se marchó tapándose los ojos con los dedos me arrepentí profundamente. Busqué un pañuelo en mi bolsillo; en su lugar saqué el programa que me había dado Miss Skinner para que Len lo firmara; lo miré desconcertada por el giro súbito que había cobrado la tarde. Y entretanto, la mujer del estrado continuaba su perorata ronca, discutiendo con los que interrumpían su discurso; el aire parecía cargado de gritos, humo y malhumor.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora