Capitulo 7

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Cuando llegamos al Star, al mediodía del día siguiente, resultó que no era ni la décima parte de elegante que aquellas salas maravillosas del West End que habíamos admirado con Mr. Mathews, soñando con el triunfo de Imra; aun así, era lo bastante bonito y magnífico para que nos pareciera imponente. Su director, en aquella época, era un tal Ling; nos recibió en la puerta del escenario y nos llevó a su despacho para leer en voz alta las cláusulas del contrato de Imra y para que ella lo firmara; luego se levantó, nos estrechó la mano y llamó al traspunte, y sin más dilación hizo que nos condujeran al escenario. Allí aguardé, cohibida y despistada, mientras Imra hablaba con el director de orquesta y repasaba sus canciones con los músicos. En un momento dado, se me acercó un hombre con una escoba al hombro y me preguntó con brusquedad quién era yo y qué hacía allí.

—Estoy esperando a Miss Ardeen —dije, con un hilo de voz.

—Con que esperando —dijo él—. Pues tendrá que esperar en otro sitio, cariño, porque tengo que barrer esto y me está estorbando. Vamos, circule.

Yo me marché, colorada como un tomate, y tuve que ponerme en un pasillo por el que pasaban chicos con cestas, escalas y cubos de arena, que me miraban de arriba abajo o me maldecían cuando les obstruía el paso.

La siguiente visita, sin embargo, la de aquella noche, fue más llevadera, pues entramos directamente en el camerino, donde yo conocía un poco mejor mi cometido. Así y todo, cuando entramos en él se me cayó el alma a los pies, porque no era en absoluto como el cuarto acogedor del Palace de Canterbury, del que Imra disponía para ella sola, y que yo estaba acostumbrada a mantener muy limpio y ordenado. El de allí era oscuro y polvoriento, con bancos y ganchos para una docena de artistas, y un fregadero grasiento que tenían que compartir todas, y una puerta que para cerrarla había que apuntalarla con algo o dejarla entornada y que fisgara cualquier tramoyista o visitante ocioso que anduviera curioseando por el corredor de fuera. Llegamos tarde y encontramos la mayoría de los ganchos y varios bancos ya ocupados por chicas y mujeres en diversas fases de la acción de desvestirse. Nos miraron cuando llegamos y casi todas nos sonrieron, y cuando Imra sacó su paquete de tabaco y una cerilla, alguien gritó:

—¡Gracias a Dios, una mujer con cigarrillos! Danos uno, tesoro, ¿quieres? Estoy sin blanca hasta el día de la paga.

Imra, aquella noche, tenía que salir a escena hacia el final de la primera mitad de la función. Estuve bastante tranquila mientras la ayudaba con el cuello, la corbata y la rosa; pero cuando fuimos a los bastidores para aguardar el momento de su número y vi desde la penumbra el teatro desconocido y a su público vasto e indiferente, noté que empezaba a temblar. Miré a Imra. Tenía la cara blanca por debajo de la capa de pintura, aunque no sabría decir si de miedo o de ardiente ambición. Sin otro motivo, lo juro, que reconfortarla —tan firme estaba yo en mi resolución de hacer de hermana y nada más—, cogí su mano y se la apreté.

Pero cuando por fin el director de escena le dio la señal, tuve que mirar hacia otro lado. En aquella sala no había un presentador que llamara al orden al público, y el número que precedía al de Imra era popular: un cómico que había sido reclamado cuatro veces para que saliera a saludar, y que había tenido que rogar al auditorio para que finalmente le dejara hacer mutis. Se lo consintieron a regañadientes; los espectadores estaban frustrados y distraídos cuando la orquesta atacó los primeros compases de la canción inaugural de Imra. Cuando ella apareció ante el resplandor de las candilejas, agitando su sombrero y diciendo «¡Hola!», no hubo un clamor de respuesta desde el gallinero, sino tan sólo un tibio y breve aplauso de los palcos y el patio de butacas, motivado, supongo, por su atuendo. Me forcé, por fin, a mirar a la sala y vi que el público no paraba de moverse; que había gente de pie que se dirigía hacia el bar o los lavabos; que unos chicos se habían sentado de espaldas a la escena en la barandilla del gallinero; que unas chicas llamaban a unos amigos que estaban tres filas más lejos o cotilleaban con sus vecinos, mirando a todas partes menos al escenario donde Imra —la encantadora y talentosa Imra— cantaba, iba y venía a zancadas y sudaba.

Pero muy poco a poco cambió la actitud del público, no de una forma radical, pero sí notable. Cuando ella terminó la primera canción, un hombre gritó en el gallinero: «¡Ahora que salga Nibs!»; se refería a Nibs Fuller, el cómico que había actuado antes que Imra. Ésta no pestañeó; mientras la orquesta tocaba la introducción a la canción siguiente, alzó la chistera hacia el hombre y le dijo: «¿Por qué? ¿Te debe dinero?» La gente se rió y escuchó con más atención la siguiente melodía, y aplaudió más fuerte cuando concluyó. Un poco más tarde, a otro espectador que intentó reclamar a Nibs lo acallaron sus vecinos de asiento, y para cuando Imra llegó a su balada y el lanzamiento de la rosa, la sala estaba de su parte, atenta y apreciativa.

Yo la observaba maravillada desde mi puesto, a un lado del escenario. Cuando salló a bastidores, cansada y sofocada, y ocupó su lugar un cantante cómico, posé la mano en su hombro y se lo apreté con fuerza. Entonces apareció Mathews con el director, Ling. Habían presenciado la actuación desde el patio de butacas, y parecían muy satisfechos; el primero tomó la mano de Imra entre las suyas y se la estrechó, exclamando:

—¡Un triunfo, Miss Ardeen! Un triunfo, si es que en mi vida he visto alguno.
Ling fue menos efusivo. Asintió con un gesto a Imra y dijo:

—Bravo, querida. Un público difícil, pero lo ha manejado estupendamente. En cuanto la orquesta haya cogido el tranquillo de sus canciones y movimientos... estará usted espléndida.
Imra se limitó a fruncir el ceño. Cogió y se apretó contra la cara la toalla que yo le había llevado del camerino. Luego se quitó la chaqueta, me la entregó y se desató la corbata.

—No ha salido tan bien como yo esperaba —dijo—. No ha habido burbujeo ni chispa.

Mathews resopló y extendió las manos.

—Querida mía, ¡su primera noche en la capital! ¡En un teatro más grande que las salas donde ha trabajado hasta ahora! El público vendrá a verla, correrá la voz. Tiene que tener paciencia. ¡Pronto comprarán entradas sólo para verla! —Al oír esto,

vi que el director le miraba con los ojos entornados, pero Imra, por lo menos, se permitió una sonrisa—. Así está mejor —dijo Mathews—. Y ahora, si me lo permiten, señoritas, creo que nos vendría bien una cena ligera. Una cena ligera... y quizás una copa muy grande con un poco de ese burbujeo dentro, Miss Ardeen, que tanto parece gustarle.

El restaurante al que nos llevó era uno frecuentado por gente de teatro; no estaba muy lejos y había muchos caballeros con chalecos de fantasía como Mathews, y de chicas o chicos como Imra, con manchas de maquillaje en los puños y vestigios de pintura en los rabillos de los ojos. Mathews tenía, al parecer, un amigo en cada mesa, y todos le saludaron al pasar; pero no se entretuvo charlando con ellos, sino que agitó el sombrero a modo de saludo general, nos llevó a un reservado vacío y llamó a un camarero para que nos recitara la lista del menú. Hecho esto, y elegidos los platos, pidió al camarero que se le acercara y le murmuró algo; el hombre se retiró y volvió un minuto después con una botella de champán que Mathews, ostentosamente, procedió a descorchar. En eso hubo un aplauso en las otras mesas, y una mujer empezó a cantar, en medio de muchas risas y aplausos, que no pediría jerez ni pediría cerveza ni pediría champán porque sabía que se pondría mala...

Pensé en la postal que escribiría al volver a la pensión: «He cenado en un restaurante de gente de teatro. Imra se ha estrenado en el Star y dicen que ha sido un triunfo...»

Entretanto ella y Mathews charlaban, y cuando volví a concentrarme en su conversación comprendí que era bastante seria.

—Ahora voy a pedirle que haga algo —estaba diciendo Mathews— que me avergonzaría pedirle si yo no fuera un caballero que además es agente teatral. Voy a pedirle que salga de paseo por la ciudad, y usted debe acompañarla, Miss Danvers — añadió al ver que yo miraba—. Tienen que pasear las dos por la ciudad ¡y fijarse en los hombres!

Miré a Imra, parpadeando, y ella me devolvió una sonrisa dubitativa.
—¿Fijarnos en los hombres? —dijo.

—¡Estudiarlos!—dijo Mathews, cortando una chuleta—. Captar su carácter, sus pequeñas costumbres, sus gestos y sus andares. ¿Qué historia tienen? ¿Qué secretos? ¿Tienen ambiciones? ¿Tienen esperanzas y sueños? ¿Han tenido novias y las han perdido? ¿O sólo son pies doloridos y barrigas vacías? —Agitó el tenedor—. Tienen que averiguarlo, tienen que imitarles y transmitírselo al público.
—¿Se refiere a cambiar el número de Imra? —pregunté, sin entenderle.

—Me refiero, Miss Danvers, a ampliar su repertorio. Su donjuán es un tipo muy simpático, pero Imra no puede andar toda la vida por la Burlington Arcade con sus guantes de color espliego. —Miró de nuevo a Imra, se limpió la boca con una servilleta y adoptó un tono más confiado—. ¿Qué me dicen de una casaca de policía? ¿O de una guerrera de marino? ¿Qué tal unos pantalones con pinzas o una chaqueta de perlas? —Se volvió hacia mí—. ¡Solamente imagine, Miss Danvers, todas las bonitas prendas masculinas que languidecen en el fondo del canasto de un modisto, esperando, nada más que esperando a que Imra Ardeen se las ponga y les preste vida! Piense por un instante en todas esas telas tan hermosas, en esos estambres de marfil, esas sedas salvajes, esos terciopelos carmesí y esas lanas escarlatas; oiga sólo el tijeretazo del sastre, el pinchazo de la aguja de la costurera; imagínese qué éxito Imra vestida de soldado, de mercachifle o de príncipe...

Hizo una pausa, por fin, y Imra sonrió.

—Mr. Mathews —dijo—, con esa labia creo que convencería a un manco de que hiciera trucos malabares.

Él se rió y golpeó la mesa de tal modo que la cubertería tintineó: resultó que tenía entre su clientela a un malabarista manco, y le anunciaba, con un gran éxito, como «El segundo Cinquevalli: ¡mitad de capacidad, doble destreza!».
Y todo salió como él prometió y organizó. Nos mandó a ver a modistos y sastres, e hizo que Imra se disfrazara con diferentes indumentaria de hombre; y cuando los trajes ya estuvieron hechos, nos mandó a estudios de fotógrafos para que plasmaran la semejanza cuando ella se llevaba a los labios el silbato de un policía, o posaba con un fusil al hombro o con la soga de un marinero. Mathews encontró canciones que calzaban con cada atavío, y él mismo las llevó a Ginebra Road para tocarlas en el pésimo piano de Mrs. Dendy y que Imra ensayara y los demás juzgáramos al escucharlas. Y —lo que era más importante— consiguió contratos en salas de Hoxton, de Poplar, Kilburn y Bow. Quince días después, la carrera de Imra en Londres estaba totalmente lanzada. Ya no se ponía su ropa corriente de chica cuando terminaba su actuación en el Star; en vez de eso, yo tenía preparados su chaqueta y su cesto y cuando salía del escenario corríamos juntas hasta la puerta donde nos esperaba el cupé para llevarnos con intermitencias, a través del tráfico urbano, al teatro siguiente. En lugar de un solo traje durante todo su número, se ponía tres o cuatro; y mi labor de ayudante cobraba pleno sentido, pues le soltaba botones y gemelos mientras la orquesta tocaba entre las canciones y el público esperaba, a medio camino entre la expectación y la impaciencia, a que ella reapareciese.

Nuestro horario, por supuesto, era bastante especial, pues mientras Imra siguió trabajando en dos, tres o cuatro salas por noche, volvíamos a Ginebra Road a las doce y media o a la una de la madrugada, cansadas y doloridas, pero todavía mareadas y acaloradas por nuestra travesía por la ciudad a la luz de la luna y por los ratos de espera nerviosa en camerinos y entre bastidores. Al volver encontrábamos a Sims, a Percy, a Tootsie y a los amigos y amigas de ésta, todos frescos y colorados y alegres
como nosotras, preparando té y cacao, tostadas de queso derretido y tortitas en la cocina de Mrs. Dendy. Luego aparecía la propia casera —porque había tenido inquilinos del teatro durante tanto tiempo que también había empezado a vivir según los horarios teatrales— y proponía una partida de cartas, una canción o un baile. En aquella casa no era posible mantener en secreto durante largo tiempo, que a mí me gustaba cantar y que tenía una voz bonita, por lo que algunas veces hacía un par de coros con Imra. Nunca me acostaba antes de las tres de la mañana ni me levantaba antes de las nueve o diez, hasta tal punto y con tal rapidez me había olvidado de mis antiguas costumbres de ostrera.

No olvidé, por descontado, a mi familia ni mi casa. Les enviaba postales, como he dicho; les mandaba noticias de las funciones de Imra y chismes del teatro. Me contestaban con cartas y pequeños paquetes y, por supuesto, toneles de ostras que yo le entregaba a Mrs. Dendy para que nos las sirviera en la cena. Y sin embargo, de una forma u otra, mis cartas a casa se hicieron más infrecuentes y respondía cada vez más tarde y más brevemente a sus noticias y regalos. «¿Cuándo vienes a vernos?», me escribían al final de sus misivas. «¿Cuándo vienes a Midvale?» Y yo respondía: «Pronto, pronto...», o: «Cuando Imra no me necesite...»

Pero Imra me necesitaba siempre. Pasaron las semanas, cambió la estación; las noches eran más largas, oscuras y frías. Midvale, en mi recuerdo, se volvió... no más tenue, sino eclipsado. No era que no pensase en mis padres, en Alex, en Clark y en mis primos..., sino sólo que pensaba más en Imra y en mi nueva vida...

Pues no faltaban las cosas en que pensar. Yo era la ayudante de Imra, pero también su amiga, su consejera, su acompañante en todo momento. Cuando aprendía una canción yo le sostenía la partitura, para apuntársela si no se acordaba. Cuando los sastres le probaban un traje yo observaba y asentía, o movía la cabeza si el corte no era el correcto. Yo la acompañaba cuando ella se dejaba guiar por el inteligente Mathews —o «Mike», debería decir, pues ahora le llamábamos por su nombre de pila, del mismo modo que para él éramos «Imra» y «Kar»— y nos pasábamos horas, tal como él había aconsejado, en tiendas, plazas de mercado y estaciones de tren estudiando a los hombres; y aprendimos juntas la manera de andar del alguacil, el contoneo cansino del vendedor ambulante y el paso ligero del soldado de permiso.

Y al hacer esto parecía que aprendíamos los usos y costumbres de la revoltosa ciudad entera; y yo estaba cada vez más a gusto en Londres y también con Imra; tan a gusto como eternamente fascinada y hechizada por ella. Visitamos los parques, aquellos grandes parques y jardines preciosos, que son tan extraños y verdeantes en medio de tanto polvo, aunque también poseen algo de la presteza de los pavimentos. Recorríamos el West End; nos sentábamos a contemplar todas aquellas vistas maravillosas, no sólo las célebres y grandiosas de Londres, los palacios y monumentos y museos, sino también los dramas más modestos y fugaces: el vuelco de un coche de caballos; la fuga de una anguila de la carretilla de un anguilero; el robo de un bolsillo, el tirón de un bolso.

Visitamos el río: fuimos al puente de Londres y al de Battersea y a todos los puentes que hay entre ellos, sólo para contemplar, pasmadas, su cauce vasto y maloliente. Yo sabía que era el Támesis, en cuyo estuario se ensanchaba para formar la bahía agradable, clara y fértil en ostras donde yo había crecido. Me daba un pequeño escalofrío mientras miraba a los barcos de recreo debajo del puente Lambeth saber que había viajado contra la corriente, que había recorrido al revés el trayecto desde la metrópolis palpitante hasta el apacible y sencillo Midvale. Sonreía únicamente cuando veía gabarras que traían pescado de Kent; no me despertaban añoranza. Y tampoco envidiaba a los gabarreros cuando hacían el trayecto de vuelta a lo largo del río.

Y en tanto paseábamos, mirábamos y nos sentíamos cada vez más fraternales y contentas, el año se acercaba a su término; seguíamos perfeccionando el número, y Imra alcanzó un éxito relativo. Los contratos que Mike le agenciaba eran más duraderos y más generosos; pronto tuvo la agenda completa y hubo de rechazar ofertas. Tenía admiradores: caballeros que le mandaban flores e invitaciones a cenar (de las que se reía, para mi secreto deleite, y que ponía aparte); chicos que le pedían una foto; chicas que se congregaban en la puerta del escenario para decirle lo guapa que era, chicas a las que yo no sabía si compadecer, auspiciar o temer, pues se me parecían tanto que fácilmente habrían podido ocupar mi puesto y yo el de ellas.

Y sin embargo, a pesar de todo esto, Imra no lograba convertirse en lo que anhelaba ser, lo que Mike le había prometido que sería: una estrella. Seguía trabajando en salas de las afueras y en las mejores del East End (y alguna que otra vez en escenarios que no estaban tan bien, como el Foresters y el Sebright, donde el público arrojaba botas y huesos de pies de cerdo a los números que no le gustaba). Su nombre no ascendió en la lista ni tuvo letras más grandes en los carteles de music-hall; sus canciones no las tarareaban ni silbaban en las calles. Mike dijo que el problema no estaba en la propia Imra, sino en la índole de su número. Tenía demasiadas rivales; los travestidos —en otro tiempo tan especializados como un artesano del metal— se habían convertido de repente, y de una forma inexplicable, en una rutina cruelmente manida.

—¿Por qué todas las jovencitas que quieren en estos tiempos abrirse camino en las tablas tienen que actuar con pantalones? —nos preguntaba Mike, exasperado, cada vez que otra travestida hacía su debut en el circuito londinense—. ¿Por qué todas las cómicas absolutamente respetables quieren cambiar de pronto su espectáculo y se ponen pantalones de campana y bailan una danza de marineros? Imra, tú has nacido para hacer de chico, eso lo ve hasta el más tonto; si actuaras en el teatro serio, serías Rosalind, o Viola, o Portia. Pero esas travestidas de tres al cuarto, Fannie Leslie, Fanny Robins, Bessie Bonehill, Millie Hylton, parecen tan naturales con su esmoquin como yo lo estaría con un polisón o un miriñaque. Me enfurece — hablaba sentado en nuestra salita, y al decir esto golpeó el brazo de su silla y las costuras vetustas de la misma exhalaron una ventosidad de polvo y pelo—, me enfurece ver que chicas con la décima parte de tu talento consiguen todos los contratos que deberían ser tuyos, ¡y todavía peor!, toda la fama. —Se levantó y colocó las manos en los hombros de Imra—. Estás al mismo borde del estrellato —dijo, dándole un pequeño empujón que obligó a Imra a agarrarse de sus brazos para no caerse—. Tiene que haber algo, algo que podamos hacer para impulsarte, ¡algo que podamos añadir a tu espectáculo para distinguirte de todas esas colegialas y sus cabriolas!

Pero, por más que lo intentamos, no pudimos encontrarlo; y entretanto Imra continuaba trabajando en los teatros inferiores, en los barrios más humildes — Islington, Marylebone, Battersea, Peckham, Hackney—, circundando Leicester Square, cruzando el West End en sus trayectos nocturnos de una sala a otra, pero sin entrar en los palacios que ella y Mike soñaban: el Alhambra y el Empire.

A decir verdad, a mí no me importaba mucho. Me apenaba por Imra que su nueva y gran carrera en Londres no fuese tan grandiosa como había esperado; pero también, en privado, me sentía aliviada. Sabía lo inteligente, encantadora y guapa que era, y mientras una parte de mí quería como Mike, compartir esta certeza con el mundo, otra mayor ansiaba únicamente guardársela para sí, mantenerla segura y secreta. Estaba convencida de que perdería a Imra si llegaba a hacerse muy famosa. No me hacía gracia que sus admiradores le enviasen flores o alborotasen en la puerta del teatro pidiendo fotos y besos; más fama reportaría más flores y más besos, y yo no creía que entonces ella seguiría riéndose de las invitaciones de caballeros, no creía que un día, entre todas aquellas admiradoras suyas, no hubiese una que le gustara más que yo...

Además, si se hacía más famosa sería también más rica. Podría comprarse una casa; tendríamos que abandonar Ginebra Road y a todas nuestras nuevas amistades; dejar nuestro pequeño cuarto de estar, dejar nuestra cama y ocupar alcobas separadas. Me era insufrible esta idea. Por fin me había acostumbrado a dormir al lado de Imra. Ya no temblaba, ni me ponía rígida e incómoda cuando ella me tocaba, sino que había aprendido a entregarme a sus abrazos y a aceptar sus besos castamente, sin perder el control, y hasta, en ocasiones, a devolvérselos. Me había acostumbrado a verla profundamente dormida o desvestida. No contenía la respiración de puro pasmo, al abrir los ojos y ver su cara, inmóvil y envuelta en la penumbra de la fina luz gris del alba. La había visto desnudarse para lavarse o cambiarse de vestido. Estaba tan familiarizada con su cuerpo como con el mío; más incluso, de hecho, pues su cabeza, su cuello, sus muñecas, su espalda, sus miembros (que eran tan tersos, redondeados y pecosos como sus mejillas), su piel (que ella portaba con una grácil, maravillosa desenvoltura, como si fuese otro hermoso tipo de traje, de impecable corte y agradable de llevar) eran, a mi entender, tanto más fascinantes y deliciosos que los míos.

No, yo no quería que cambiase nada; ni siquiera cuando supe algo de Mike bastante desconcertante.

Era inevitable que, a fuerza de pasar tantas horas con Mike —trabajando en las canciones al piano de Mrs. Dendy, o cenando con él después de las funciones—, hubiéramos empezado a considerarle más un amigo que el agente de Imra. Llegó un momento en que no sólo pasábamos con él los días laborables, sino también los domingos; de hecho, los domingos con Mike pasaron a ser la norma en vez de la excepción, y aguzábamos el oído en Ginebra Road para captar el traqueteo de su coche, el estrépito de sus botas en los peldaños de nuestra buhardilla, sus golpes con los nudillos en la puerta de entrada y sus insensatos y exuberantes saludos. Nos traía noticias y chismorreos; nos llevaba en coche a la ciudad o a las afueras; paseábamos juntos, Imra con la mano insertada en el codo de uno de los grandes brazos de Mike, yo con la mía en el otro codo y él como un tío bravucón, vociferante, enérgico y bondadoso.

Yo no pensaba nada a este respecto, salvo que resultaba grato, hasta una mañana en que estaba desayunando en compañía de Imra, Sims, Percy y Tootsie. Era domingo, Imra y yo nos habíamos retrasado un poco; cuando Sims se enteró de a quién estábamos esperando, lanzó una exclamación: «¡La verdad, Imra, Mike debe de esperar maravillas de ti! Nunca le he visto dedicar tanto tiempo a una de sus artistas. ¡Cualquiera pensaría que es tu pretendiente!» Pareció decirlo sin ninguna malicia; pero mientras lo decía vi sonreír a Tootsie y mirar de reojo a Percy —¡y algo peor!, vi a Imra ruborizarse y mirar a otro lado—, y de golpe comprendí lo que todos sabían, y me maldije por no haberlo intuido antes. Media hora después, Mike se presentó en la puerta de la sala, ofreció a Imra una mejilla reluciente y exclamó: «¡Bésame, Imra!», pero yo no sonreí, sino que me mordí el labio, pensativa.

Estaba un poco enamorado de ella; quizás, en realidad, más que un poco. Lo vi entonces: vi las miradas húmedas que a veces le dirigía, y la torpeza de las miradas furtivas que se apresuraba a esconder. Vi cómo no desperdiciaba ni la más tonta oportunidad de besar la mano de Imra, o de tirarle de la manga, o de rodearle los hombros esbeltos con su brazo, pesado y patoso de deseo; oí que a veces se le cascaba la voz, o se ponía pastosa, al dirigirse a ella. Ahora yo veía y oía todo esto porque — ¡era el mismo motivo que a mí me había mantenido ciega y sorda!—, porque la pasión de Mike era la mía propia, que yo me había habituado desde hacía mucho tiempo a considerar inadvertida y lícita.

Yo casi le compadecía; casi le amaba. No le odiaba, o si lo hacía, era sólo del modo en que uno aborrece al espejo que muestra sus imperfecciones con una claridad estricta y espantosa. Tampoco le guardaba rencor por su presencia en aquellos paseos y visitas que, de lo contrario, Imra y yo habríamos dado o hecho solas. Mike era mi rival, en cierto modo; pero por alguna razón extraña era casi más fácil amarla estando él que no estando. Su presencia me autorizaba a mostrarme atrevida, sentimental y alegre tal como él se mostraba; fingir que la adoraba, lo que prácticamente equivalía a poder adorarla en serio.

Y aunque aún anhelaba pero temía estrechar a Imra..., bueno, como he dicho, el hecho de que Mike sintiera lo mismo probaba que mi contención y mi amor eran naturales y auténticos. Ella era una estrella —mi estrella privada—, y yo pensé que me conformaría, igual que Mike, con girar alrededor, incondicional y para siempre, en mi órbita invariable y lejana.

No podía saber qué pronto íbamos a chocar, ni con qué dramatismo.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora