Capitulo 18

203 24 0
                                    

A la mañana siguiente del día de mi cumpleaños dormí hasta tarde; y cuando desperté y toqué el timbre para que Eve me trajera el café, descubrí que Andrea había salido mientras yo dormía.
—¿Salido? —dije—. ¿Adónde? ¿Con quién?
Eve hizo una reverencia y dijo que no lo sabía. Me incorporé, recostada en la almohada, y cogí la taza de su mano.
—¿Cómo iba vestida? —pregunté.
—Llevaba el traje verde, señorita, y también su bolso.
—Su bolso. Entonces quizás haya ido al Club Cavendish. ¿No ha ido dicho que iba a su club? ¿No ha dicho cuándo volvería?
—Por favor, señorita, no ha dicho nada. A mí nunca me dice nada. Debería preguntárselo a Mrs. Hooper...
Debería, pero Mrs. Hooper tenía una manera de mirarme cuando yo estaba en la cama que no me gustaba un pelo. Dije:
—No, da igual.
Luego suspiré, mientras Eve se agachaba para limpiar la chimenea y preparar un fuego. Pensé en los ásperos besos de Andrea la noche anterior; en cómo me había excitado y me había asqueado porque mi corazón seguía suspirando por Imra. Gemí; cuando Eve alzó la vista dije, con una especie de desgana:
—¿No te cansas, Eve, de servir a Mrs. Rojas?
La pregunta le coloreó de rosa las mejillas. Volvió la mirada a la chimenea y dijo:
—Me cansaría igual de cualquier ama, señorita.
Respondí que me lo imaginaba. Después, como era una novedad hablar con ella, y como Andrea se había ido sin despertarme y yo estaba picajosa y aburrida, dije:
—¿Así que no crees que Mrs. Rojas sea un ama dura?
Ella volvió a sonrojarse.
—Todas lo son, señorita. Si no, ¿cómo serían amas?
—Bueno, pero... ¿te gusta esto? ¿Te gusta ser criada en esta casa?
—Tengo una habitación para mí sola, que es más de lo que tiene la mayoría de las sirvientas. Además —se levantó y se limpió las manos en el delantal—, Mrs. Rojas paga un sueldo decente.
Pensé en que traía el café todas las mañanas, y todas las noches llegaba con jarras de agua para las palanganas. Dije:
—No me tomes por una maleducada, pero... ¿cómo te lo gastas?
—¡Lo estoy ahorrando, señorita! —dijo—. Quiero emigrar. Mi amiga dice que en las colonias una chica puede poner una pensión con veinte libras, y tener criadas propias.
—¿Ah, sí? —Ella asintió—. ¿Y te gustaría tener una pensión?
—¡Oh, sí! Siempre necesitan pensiones en las colonias para la gente que va a vivir allí.
—Bueno, eso es verdad. ¿Y cuánto has ahorrado?
Se ruborizó de nuevo.
—Siete libras, señorita.
Asentí. Luego pensé y dije:
—¡Pero en las colonias, Eve! ¿Aguantarías el viaje? Tendrías que vivir en un barco, ¿y si hubiese tormentas? Ella recogió el cubo de carbones.
—¡Oh, no me importaría, señorita!
Me reí, y ella también. Nunca habíamos hablado con tanta libertad. Me había acostumbrado a llamarla sólo «Eve», como hacía Andrea; me había acostumbrado a sus reverencias y a que me viese como estaba en aquel momento: con los ojos y la boca hinchados, desnuda en la cama con la sábana hasta el pecho y las marcas de los besos de Andrea en la garganta. Me había habituado a no mirarla, a no verla en absoluto. Mientras se reía, me sorprendí mirándola por fin, sus mejillas rosas y sus pestañas, que eran castañas, y pensando: ¡Oh!, pues en verdad era bastante guapa.
Y, mientras pensaba esto, resurgió la cohibición entre nosotras. Levantó un poco más arriba el cubo y luego vino a recoger la bandeja y me preguntó:
—¿Quiere que haga alguna cosa más?
Respondí que me gustaría que me preparase un baño, y ella asintió con una reverencia.
Y cuando estaba sumergida en el baño oí el portazo en la puerta de la calle. Era Andrea. Subió a verme. Había estado en el Cavendish, pero sólo para llevar una carta que tenía que firmar otra señora.
—No he querido despertarte —dijo, hundiendo la mano en el agua.
Me olvidé de Eve y de lo guapa que era.
Olvidé a Eve, de hecho, durante un mes o más. Andrea organizaba cenas y yo posaba y lucía trajes; visitábamos el club y la casa de María en Hampstead. Todo discurría como de costumbre. Yo estaba a veces de mal humor, pero al igual que la noche de la función de ópera, ella encontraba maneras de sacar un provecho lascivo de mi talante hosco; al final, yo no sabía bien si estaba enfadada de verdad o si sólo fingía estarlo para despertar su deseo sexual. En un par de ocasiones deseé que ella me enfureciera; descubrí que follarla con ira podía ser, en el momento adecuado, más excitante que follarla con ternura.
En cualquier caso, proseguimos como estábamos. Más tarde, una noche tuvimos una pelea por culpa de un traje. Estábamos vistiéndonos pata cenar en casa de María y yo no quise ponerme la ropa que ella me había elegido. «Muy bien», dijo. «¡Puedes ponerte lo que te plazca!» Subió a su coche y se fue a Hampstead sola. Yo lancé una taza contra la pared y luego llamé a Eve para que la limpiara. Y cuando se presentó, recordé lo grato que había sido conversar con ella; la hice sentarse a mi lado y le pedí que me dijera algo más de sus planes.
Y a partir de entonces venía a pasar un par de minutos conmigo cada vez que Andrea estaba ausente; y Eve se volvió más desenvuelta conmigo y yo más libre con ella. Y por fin le dije:
—Caray, Eve, me vacías el orinal desde hace más de un año ¡y ni siquiera sé cómo te llamas!
Ella sonrió, y de nuevo estaba guapa. Su nombre de pila era Tess.
Se llamaba Tess y su historia era triste. Me la contó una mañana de otoño de aquel año, cuando yo estaba acostada en la cama de Andrea y ella vino, como de costumbre, a traerme el desayuno y a ocuparse del fuego. Andrea había madrugado y había salido. Al despertar vi a Tess arrodillada ante la lumbre, depositando carbones sin el menor ruido para no despertarme. Me moví debajo de las sábanas, más perezosa que un oso. Mi breva —a su manera inteligente— seguía muy resbalosa, de la pasión de la víspera.

La observé desde la cama. Tess levantó una mano para rascarse la frente, y al retirarla dejó una mancha de hollín en ella. Su cara, en contraste con la marca, parecía muy pálida y pachucha. Dije: «Tess», y ella se sobresaltó: «¿Sí, señorita?»
Vacilé; después repetí «Tess», y añadí:
—Perdona que te pregunte algo, pero no se me quita de la cabeza. Andrea me dijo una vez..., en fin, que habías salido de la cárcel. ¿Es verdad?
Se volvió de nuevo hacia la chimenea y continuó apilando carbones sobre el fuego, pero vi que las orejas se le ponían rojas como la grana.
—Se llama reformatorio —dijo—. No es una cárcel.
—Pues un reformatorio. Pero es verdad que estuviste en uno. —Ella no respondió—. A mí no me importa —me apresuré a añadir.
Sacudió la cabeza y dijo:
—No, a mi no me importa, ahora...
Si una cosa así, con aquel tono, se la hubiera dicho a Andrea, creo que ésta la habría abofeteado. De hecho, Tess me miró un poco asustada, pero entonces yo hice una mueca.
—Perdona —dije—. ¿Te parezco muy grosera? Es sólo..., bueno, es lo que Andrea dijo de que te habían tenido allí encerrada. ¿Es verdad lo que dijo? ¿O es una de sus historias? ¿Es cierto que te metieron allí porque... besaste a una chica?
Ella dejó caer las manos sobre el regazo y luego se sentó sobre los talones y miró a la parrilla sin llama. Volvió la cara hacia mí y emitió un suspiro.
—Estuve un año en el reformatorio —dijo—, cuando tenía diecisiete años. Era un sitio cruel, supongo, aunque no tan duro como otras cárceles de las que he oído hablar; la directora es una señora a la que Mrs. Rojas conoce del club, y por eso me contrató. Me mandaron al reformatorio debido al testimonio de una chica que era amiga mía en una casa de Kentish Town. Las dos servíamos allí.
—¿Eras sirvienta antes de venir aquí?
—Me pusieron a servir de fregona cuando tenía diez años: mi padre era muy pobre. Limpiaba en una casa de Paddington. A los catorce fui a la casa de Kentish Town. Era, en conjunto, un sitio mejor. Yo era ya doncella, y allí me hice íntima de otra chica que se llamaba Agnes. Ella tenía un novio y lo dejó por mí, señorita. Tan íntimas éramos...
Se miró con gran tristeza las manos en el regazo, y en la habitación reinó el silencio, y a mí me embargó la pena. Dije:
—¿Y fue Agnes la que contó la historia por la que te mandaron al reformatorio? Ella movió la cabeza.
—¡Oh, no! Lo que ocurrió fue que la señora despidió a Agnes porque Agnes no le gustaba. Se fue a una casa en Dulwich, que, como usted sabrá, está muy lejos de Kentish, pero no tanto como para que no pudiéramos vernos los domingos, y nos enviábamos notitas y paquetes por correo. Pero entonces..., bueno, llegó otra chica. No era tan maja como Agnes, pero me cogió mucho cariño. Creo que era un poco corta de sesera, señorita. Fisgaba en mis cosas y, por supuesto, encontró mis cartas y todo lo demás. ¡Quiso que la besara! Y cuando por fin le dije que no, porque amaba a Agnes..., fue a ver a la señora y le dijo que yo la había obligado a besarme, y que la había tocado de una forma especial. ¡Y había sido ella, ella y nadie más...! Y como la señora no sabía si creerla o no, la chica fue a coger mi cajita de cartas y se las enseñó.
—¡Oh! —dije—. ¡Qué guarra!
Tess asintió.
—Eso es lo que era, desde luego; sólo que no me gustaba decir esa palabra. —¿Y fue la señora, entonces, la que te envió al reformatorio?
—Sí, acusada de toqueteos y corrupción. Y se aseguró, además, de que a Agnes la echaran de su trabajo, y también la habrían mandado a la cárcel conmigo..., pero se encariñó otra vez de un muchacho muy listo. Y ahora está casada con él y he oído que la trata a baqueta.
Meneó la cabeza, y yo la imité. Dije:
—Bueno, ¡está visto que algunas mujeres te jugaron una buena trastada!
—¿Verdad que sí? Le guiñé un ojo.
—Ven aquí. Vamos a fumarnos un pitillo.
Ella se acercó a la cama y yo encontré dos cigarrillos; durante un rato fumamos en silencio, de cuando en cuando suspirando, chistando y meneando la cabeza.
Al final vi que me miraba con expresión pensativa. Al mirarle a los ojos, se sonrojó y miró a otro lado. Dije:
—¿Qué te pasa?
—Nada, señorita.
—No, te pasa algo —dije, sonriendo—. ¿Qué estás pensando?
Dio otra calada, fumando como se ve fumar en la calle a hombres rudos, con los dedos cerrados alrededor del pitillo y la punta ardiendo, a punto de chamuscarle la palma. Luego dijo:
—Bueno, pensará que soy más atrevida de lo que debería.
—¿Tú crees?
—Sí. Pero tengo unas ganas tremendas de saberlo, desde la primera vez que la vi—Respiró—. Trabajaba en music-halls, ¿no? Actuaba con Imra Ardeen, y se hacía llamar Kara Zor-el a secas. ¡Qué sorpresa me llevé la primera vez que la vi! Nunca había servido a ninguna famosa.
Examiné la punta de mi cigarrillo y no le contesté. Sus palabras me habían producido un sobresalto; no eran en absoluto lo que yo había previsto. Dije, con un asomo de risa:
—Bueno, ya ves. Ahora no soy famosa. De aquello hace ya mucho tiempo. —No tanto —dijo ella—. Recuerdo que la vi en Camden Town, y otra vez en el Peckham Palace. Yo estaba con Agnes... ¡Cómo nos reímos! —La voz se le apagó un poco—. Fue justo después cuando empezaron mis problemas...
Yo me acordaba muy bien del Peckham Palace, pues Imra y yo sólo habíamos actuado allí una vez. Fue el diciembre anterior a nuestro estreno en el Brit, de modo que cerca del comienzo de mis propios problemas. Dije:
—Pensar que tú estabas allí sentada, con Agnes a tu lado, y yo en el escenario, con Imra Ardeen...
Debió de captar algo en mi voz, porque levantó la mirada hacia la mía y dijo: —¿Y ya no ve nunca a Miss Ardeen...?
Yo moví la cabeza y ella adoptó una expresión cómplice. —Bueno —dijo—, ¡ya es algo haber sido una estrella de la escena! Suspiré.
—Supongo que sí. Pero... —yo había pensado en otra cosa— que Mrs. Rojas no te oiga decir eso. A ella, bueno, no le gusta nada el music-hall.
Tess asintió. —Ya me figuro.
Entonces dio la hora el reloj que había encima de la chimenea y ella se levantó, aplastó la colilla y agitó la mano delante de la boca para disipar el olor del humo.
—¡Dios santo, míreme! —exclamó—. Me va a matar Mrs. Hooper.
Cogió mi taza de café, recogió la bandeja y fue a buscar el cubo de carbones. Después se volvió y se puso colorada de nuevo. Dijo:
—¿Alguna cosa más, señorita?
Nos miramos por espacio de un par de latidos. Ella tenía aún la mancha de carbón en la frente. Yo me moví debajo de las sábanas y noté otra vez aquel punto resbaladizo entre mis muslos; sólo que ahora estaba más húmedo que nunca. Había estado follando a Andrea casi todas las noches desde hacía un año. Follar se había convertido para mí en algo como estrechar una mano; podías hacerlo, como una cortesía, con cualquiera. Pero si la hubiese llamado a la cama, ¿Tess me habría dejado besarla?
No lo sé. No la llamé. Sólo dije: —Gracias, Tess; nada más, por ahora. Ella recogió el cubo y se fue.
Yo tenía todavía mis remilgos en estas cuestiones. Y sabía que Andrea se habría enfurecido.
He dicho ya que esto ocurrió en el otoño de aquel año. Recuerdo muy bien aquella época, y los dos o tres meses siguientes, porque fueron muy agitados: era como si mi estancia con Andrea estuviese adquiriendo una especie de intensidad febril, como dicen que les pasa a algunos enfermos, a medida que se aproximaba a su fin. María, por ejemplo, dio una fiesta en su casa. Dickie organizó otra en un barco: lo alquiló para que nos llevara desde Charing Cross a Richmond, y bailamos hasta las cuatro de la mañana, amenizadas por una orquesta cuyos miembros eran todos chicas. La Navidad la paImraos en Kettner's, comiendo ganso en un reservado: el Año Nuevo lo celebramos en el Cavendish: en nuestra mesa reinaba un ambiente tan ruidoso y procaz que Miss Bruce se nos acercó de nuevo para quejarse de nuestros modales.
Y en enero llegó el cuarenta cumpleaños de Andrea, y la convencieron de que lo celebrara con un baile de disfraces en su propia casa de Felicity Place.
Lo llamamos baile, pero en realidad no fue tan grandioso. En cuanto a la música sólo hubo una mujer al piano; y en cuanto al baile —en el comedor, con la alfombra enrollada—, fue bastante modoso. Nadie, sin embargo, acudió por el gusto de bailar un vals. Vinieron a causa de la reputación de Andrea y de la mía. Vinieron por el vino, la comida y los cigarrillos de filtro rosa. Vinieron por el escándalo.
Y se quedaron maravilladas.
Para empezar, decoramos la casa a lo grande. Colgamos terciopelos de las paredes y Lentejuelas de los techos; apagamos todas las lámparas e iluminamos las habitaciones nada más que con velas. Despejamos de muebles el salón y dejamos sólo la alfombra turca, sobre la cual colocamos almohadones. Sembramos de rosas el vestíbulo de mármol; las pusimos también sobre el fuego, para que humearan; al final de la noche su fragancia mareaba. Hubo champán, brandy y vino con especias: Andrea hizo que lo calentaran en un bol de cobre colocado sobre un quemador de alcohol. Encargó al Solferino toda la comida. Le prepararon un asado frío al estilo romano, ganso relleno de pavo relleno de pollo relleno de codorniz; creo que la codorniz tenía una trufa dentro. También había ostras, dispuestas encima de la mesa en un tonel que decía Midvale; sin embargo, una dama que no estaba acostumbrada al manejo de las conchas trató de abrir una con un cortapuros. La hoja resbaló y se cortó el dedo casi hasta el hueso; y después de que hubo sangrado sobre el hielo, nadie mostró interés por las ostras. Andrea mandó que las retirasen.
La mitad del Club Cavendish asistió a la fiesta y, además de las socias, otras mujeres, francesas y alemanas y hasta una de Capri. Era como si Andrea hubiese enviado una invitación a todos los círculos pudientes del mundo, aunque, por supuesto, la tarjeta rezaba: Sólo sáficas. Éste era el primer requisito; el segundo exigía, como he dicho, que acudieran disfrazadas.
El resultado fue desigual. Muchas damas estimaron que la velada era una oportunidad de dejar por fin sus casacas de montar en casa y ponerse pantalones. Dickie fue una de ellas: vino vestida con un frac y un ramito de lilas en la solapa, y dijo que era «Dorian Gray». Hubo atuendos, no obstante, más espléndidos. María Jex se embadurnó la cara y se puso bigotes, y vino vestida con una túnica de pachá turco. Evelyn, la amiga de Andrea, llegó disfrazada de María Antonieta, aunque más tarde apareció otra y después una tercera. Lo cual, de hecho, constituyó uno de los aprietos de la velada: conté cinco Safos completas y distintas, todas con su lira; y había seis Ladies de Llangollen; yo ni siquiera había oído hablar de estas mujeres antes de conocer a Andrea. Por otra parte, las que fueron más audaces en su indumentaria corrieron el riesgo de que nadie las reconociese. «¡Soy la reina Ana!», le oí decir a una, muy enfadada, cuando María no logró identificarla, pero cuando ésta abordó con este mismo título a otra que portaba una corona, la dama se ofendió aún más. Resultó que era la reina Cristina de Suecia.
Andrea, por su parte, estuvo más guapa que nunca aquella noche. Se vistió como su tocaya griega, con una túnica y sandalias que mostraban el dedo largo del pie, y con el pelo recogido hacia arriba y una media luna prendida en él; y encima del hombro llevaba un carcaj con flechas y un arco. Afirmó que las flechas eran para lanzárselas a caballeros, aunque más tarde le oí decir que eran para perforar corazones de jovencitas.
Yo mantuve en secreto mi disfraz y no se lo quise enseñar a nadie; mi plan consistía en exhibirme cuando todas las invitadas hubiesen llegado, y en rendir homenaje a mi ama. No era un atavío muy picante, pero me pareció inteligentísimo, porque tenía relación con el regalo que le había comprado a Andrea para su cumpleaños. El año anterior le había suplicado que me diese el dinero para comprarle un regalo, y le compré un broche. Creo que le gustó bastante. Este año, sin embargo, creí que me había superado. Le había comprado, por correo y en secreto, un busto de mármol del paje romano Antinus. Había leído su historia en un periódico del Cavendish, y al leerla había sonreído porque —aparte, desde luego, del detalle de que Antinus fuese tan desdichado que al final se había arrojado al río Nilo— pensé que se parecía a la mía. Le había entregado el busto a Andrea durante el desayuno, y ella lo había adorado al instante y lo había colocado sobre un pedestal en el salón. «¡Quién hubiera dicho que el chico fuera tan listo!», dijo un rato más tarde. «María, se lo has escogido tú, ¿verdad?» Mientras todas las damas estaban congregadas en la fiesta de abajo, yo permanecí en el dormitorio, temblando ante el espejo y vistiéndome de Antinus. Tenía una toga minúscula que me llegaba a las rodillas, ceñida por un cinturón romano: lo que ellos llamaban un cíngulo. Me había empolvado las mejillas para que parecieran lánguidas, y me había sombreado los ojos. Me cubrí el pelo por completo con una peluca de azabache que se me rizaba a la altura de los hombros. En el cuello me puse una guirnalda de flores de loto; puedo asegurarles que estas flores habían sido lo más difícil de encontrar en Londres en el mes de enero.
Tenía otra guirnalda para dársela a Andrea; me la puse también alrededor del cuello. Luego fui a la puerta, escuché y, cuando me pareció el momento oportuno, corrí al ropero de Andrea y saqué una capa suya, me envolví con ella y alcé la capucha. Y entonces bajé al salón.
En el vestíbulo encontré a María.
—¡Kara, chico querido! —exclamó. Tenía los labios muy rojos y húmedos donde se veían, por la rendija de sus bigotes de pachá—. Andrea me ha mandado a buscarte. ¡El salón está repleto de mujeres jadeantes por echar un vistazo a tu pose plastique!
Sonreí —un público concurrido era precisamente lo que yo quería— y le dejé que me condujera a la sala, todavía con la capa puesta, y que me escondiese en el nicho que había detrás de la cortina de terciopelo. Después, en cuanto me quité la capa y adopté una pose, la avisé con un murmullo y ella tiró del cordón con borla, descorrió la cortina y me expuso a las miradas. Según caminaba entre las invitadas todas se callaban con un aire cómplice, y Andrea, que estaba justo donde a mí me habría gustado que estuviera, junto al busto de Antinus en su pedestal, arqueó una ceja. Las mujeres suspiraban y murmuraban al verme con mi toga y mi cíngulo.
Les concedí un momento y luego me encaminé hacia Andrea, me levanté del cuello la guirnalda sobrante y se la puse en el suyo. A continuación me arrodillé, le cogí la mano y se la besé. Ella sonrió; las mujeres cuchichearon otra vez y después, encantadas, empezaron a aplaudir. María se acercó a mí y tocó con la mano el dobladillo de mi toga.

—Esta noche estás hecha una joyita, Kara, ¿verdad, Andrea? ¡Cómo te admiraría mi marido! ¡Pareces un dibujo de una antología de maricones!
Andrea se rió y dijo que así era. Extendió la mano, sus dedos me tocaron la barbilla y me besó... tan fuerte, que sentí sus dientes sobre la carne blanda de mis labios.
Entonces sonó la música en el cuarto que había al fondo del salón. María me trajo una copa del vino caliente y especiado y, para acompañarla, un cigarrillo de la pitillera especial de Andrea. Una de las María Antonietas se abrió camino entre las invitadas para cogerme la mano y besarla.
—Enchantée —dijo; era la francesa auténtica—. ¡Qué espectáculo nos habéis preparado! No se ven estas cosas en los salones de París...
Toda la velada resultó encantadora; de hecho, fue quizás el punto culminante de mi triunfo como chico de Andrea. No obstante, a pesar de todos mis preparativos, del éxito de mi disfraz y de mi cuadro vivo, la fiesta no me causó placer alguno. La propia Andrea —era su cumpleaños, al fin y al cabo— parecía distante y preocupada por otras cosas. Apenas un par de minutos después de haberle puesto en el cuello la guirnalda de flores de loto, ella se la quitó, diciendo que no casaba con su disfraz; la colgó de un borde del pedestal, de donde no tardó en caerse, y más tarde vi a una mujer con algunas de sus flores en la solapa. No sabría decir por qué —¡Dios sabe que había sufrido desaires más graves a manos de Andrea, y los había encajado con una sonrisa!—, pero su indiferencia hacia la guirnalda me puso de mal humor. Además, en la habitación hacía un calor horrible y estaba terriblemente perfumada; y la peluca me daba todavía más calor y me picaba, pero no podía quitármela por miedo a estropear mi atuendo. Después de la María Antonieta, se acercaron más mujeres a decirme lo mucho que me admiraban; pero cada una estaba más borracha y más rijosa que la anterior, y empecé a encontrarlas fastidiosas. Bebí copa tras copa de vino especiado y de champán en mi afán de sentirme tan desenfadada como ellas, pero el vino —o, más probablemente, el hachís que había fumado— pareció volverme más cínica que alegre. Aparté de un empujón violento a una mujer que estiró la mano para acariciarme un muslo cuando pasaba a mi lado. «¡Qué bestezuela!», exclamó, encantada. Al final me refugié en las sombras, medio escondida, observando y frotándome las sienes. Mrs. Hooper, apostada en la mesa, servía el vino caliente: vi cómo me miraba y la especie de sonrisa que esbozaba. A Tess le habían ordenado que deambulara entre las invitadas con una bandeja de manjares, pero miré a otra parte cuando pareció que ella quería mirarme. Aquella noche me sentía lejos incluso de ella.
Casi me alegré, por tanto, cuando a eso de las once cambió el humor de la fiesta. Dickie pidió que encendieran más luces, que la pianista dejara de tocar y que todas las mujeres presentes, formando un corro a su alrededor, prestaran atención.
—¿Qué es esto? —exclamó una—. ¿Por qué hay tantas luces?
Evelyn dijo:
—Vamos a escuchar la historia de Dickie Reynolds, contada en un libro escrito por un médico.
—¿Un médico? ¿Está enferma?
—¡Es su vie sexuelle!
—¡Su vie sexuelle!
—Querida, yo ya me la conozco, es soporífera...
Dijo esto una mujer que estaba a mi lado en la penumbra, disfrazada de monje; cuando me volví hacia ella bostezó y luego se escabulló del salón en silencio en busca de otro pasatiempo. Las demás invitadas, sin embargo, parecían tan ávidas como Dickie podía desear. Estaba al lado de Andrea; ésta tenía en las manos el libro que había mencionado Evelyn: era pequeño, negro y de letra prieta, sin una sola ilustración; no era para nada la clase de cosas que la gente solía regalar a Andrea para su colección. No obstante, ella lo estaba hojeando, fascinada. Una mujer agachó la cabeza para leer el título en el lomo, y gritó:
—¡Pero si está en latín! Dickie, ¿de qué sirve una historia cochina si la maldita está escrita en latín?
Dickie se mostró entonces un poco gazmoña.
—Sólo está en latín el título —respondió—, y además no es un libro cochino, es un libro valiente. Lo ha escrito un hombre para intentar explicar cómo somos nosotras, para que el mundo normal nos entienda.
Una dama disfrazada de Safo se sacó el puro de la boca y escudriñó a Dickie con un semblante algo incrédulo. Dijo:
—Este libro, que va a llegar al público, ¿cuenta tu historia? ¿La historia de tu vida como amante de mujeres? Pero Dick, ¿te has vuelto loca? ¡Este hombre parece un pornógrafo de la peor especie!
—Ella aparece con un nom de guerre, por supuesto —dijo Evelyn.
—Aun así. ¡Es una locura, Dickie!
—No lo entiendes —dijo Dickie—. Es algo totalmente nuevo. Este libro va a ayudarnos. Nos dará publicidad.
Algo como un estremecimiento colectivo recorrió el salón. La Safo con el puro meneó la cabeza.
—Nunca he oído hablar de una cosa semejante —dijo.
—Pues en adelante oirás hablar más, créeme —dijo Dickie, con un tono rotundo.
—¡Queremos oírlo ahora! —exclamó María, y alguna otra dijo: «Sí, Andrea, léenos algo, ¡por favor!»
Así pues, trajeron más velas y las colocaron junto al hombro de Andrea. Las mujeres se sentaron en posturas cómodas y empezó la lectura.
Ahora no recuerdo el texto. Sé que, tal como Dickie había prometido, no era nada obsceno; en realidad, era más bien árido. Con todo, la misma monotonía de la prosa en que el libro estaba escrito le confería una cierta lubricidad al relato. Durante todo el tiempo en que Andrea leyó, las damas hicieron comentarios salaces. Una vez terminada la historia de Dickie, leyeron otra que era más lasciva. Después leyeron una muy picante, de la sección dedicada a caballeros. Al final el aire estaba más espeso y más caliente que nunca; hasta a mí, que estaba huraña, empezaron a cosquillearme las descripciones ñoñas del doctor. El libro pasó de mano en mano mientras Andrea se encendía otro cigarrillo. Una mujer dijo:
—Eso se lo tienes que preguntar a Bo; estuvo siete años con los hindúes.
—¿Qué? ¿Qué es lo que tiene que preguntar? —intervino Andrea.
—¡Estamos leyendo la historia —gritó en respuesta la otra, de una mujer con un clítoris tan grande como la polla de un niño! Dice que se contagió la enfermedad una criada india. Digo que si Bo Holliday estuviera aquí podría confirmarlo, pues era uña y carne con los hindúes en los años que pasó en Indostán.
—No es verdad eso de la chicas indias —dijo otra mujer—. Pero sí de las turcas. Las crían así, para que puedan darse placer en el serrallo.
—¿Es cierto eso? —dijo María, acariciándose la barba.
—Sí, sin duda alguna.
—¡Pues también les pasa a nuestras chicas pobres! —dijo otra—. Se crían veinte juntas en una misma cama. La fricción constante les hace crecer el clítoris. Lo sé a ciencia cierta.
—¡Patrañas! —dijo la Safo con el veguero.
—Te aseguro que no —contestó la otra, acalorada—. Y si hubiera aquí entre nosotras una chica de los barrios bajos, le bajaría las bragas para demostrártelo.
Estas palabras fueron festejadas con risas, y luego se restauró el silencio. Miré a Andrea, y ella giró la cabeza despacio para mirarme. «Tal vez...», dijo, pensativa, y una o dos mujeres, al oírla, empezaron a estudiarme. Sentí un ligero tirón en el estómago. Pensé: ¡No lo hará! Y en tanto lo pensaba, otra mujer distinta dijo:
—Pero, Andrea, ¡si tienes la criatura que necesitamos! Tu criada creció en una barriada, ¿no? ¿No la sacaste de una cárcel o algo así? ¡Me figuro que se frotan hasta que la cosa se les pone como un champiñón de grande!
Andrea apartó la mirada de mí y dio una calada de su pitillo con filtro rosa; después sonrió.
—¡Mrs. Hooper! —llamó—. ¿Dónde está Eve?
—Está en la cocina, señora —respondió el ama de llaves desde su puesto ante el bol de vino—. Está cargando la bandeja.
—Ve a buscarla.
—Sí, señora.
Mrs. Hooper salió. Las damas se miraron entre sí y luego miraron a Andrea. Ésta se mantenía muy tranquila y serena junto al busto del frío Antinus, pero cuando elevó la copa hasta sus labios, vi que la mano le temblaba levemente. Desplacé mi peso de un pie al otro, ya desvanecida mi breve llamarada de lujuria. Al cabo de un momento, Mrs. Hooper regresó con Tess. Andrea la llamó y ella avanzó pestañeando hacia el centro del salón. Las mujeres se apartaron para abrirle paso y cerraron filas a su espalda cuando hubo pasado. Andrea dijo:
—No estamos preguntando algo sobre ti, Eve.
Tess volvió a pestañear.
—¿Señora?
—Nos hacemos preguntas sobre tu estancia en el reformatorio. —Tess se ruborizó—. Nos preguntamos cómo matabas el tiempo. Creemos que debías de tener alguna ocupación a la que dedicabas tus dedos ociosos en tu celda solitaria.
Tess vaciló. Al cabo dijo:
—Por favor, señora, ¿se refiere a coser bolsas?
Nada más oír esto, las mujeres soltaron una carcajada que intimidó a Tess; se puso más colorada y se llevó una mano a la garganta. Andrea dijo, muy despacio:
—No, niña, no me refiero a coser bolsas. Me refiero a que debías de manosearte en tu pequeña celda. A que debías de frotarte hasta que el coño se te quedaba escocido. A que tuviste que frotarte tanto tiempo y tan fuerte que te forjaste una polla. Creemos que debes de tener un pito, Eve, dentro de las bragas. ¡Queremos que te levantes la falda y que nos lo enseñes!
Las mujeres volvieron a reírse. Tess las miró y luego miró a Andrea.
—Por favor, señora —dijo, y empezó a temblar—. ¡No sé de qué me habla! Andrea dio un paso hacia ella.
—Creo que sí sabes —dijo. Había cogido el libro que Dickie le había entregado y ahora lo abrió y lo puso tan opresivamente cerca de Tess que ésta se asustó—. Estamos leyendo un libro lleno de historias de chicas como tú —dijo—. Y ahora, ¿qué insinúas? ¿Que el doctor que escribió este libro, este libro que me ha regalado Miss Reynolds por mi cumpleaños, es un idiota?
—¡No, señora!
—Pues entonces. El doctor dice que tienes una polla. ¡Venga, levántate las faldas! ¡Válgame Dios, chica, sólo queremos mirarte...!
Había puesto la mano en la falda de Tess, y vi que las otras mujeres, enardecidas por su osadía, se aprestaban a ayudarla. La escena me puso enferma. Salí de la penumbra y dije:
—¡Déjala, Andrea! ¡Por lo que más quieras, déjala en paz!
Al instante se hizo el silencio en la sala. Tess me miró despavorida, y Andrea se volvió y parpadeó. Dijo:
—¿Quieres levantarle tú la falda?
—¡Quiero que la dejes tranquila! Vamos, Eve —le dije a Tess—. Vuelve a la cocina.
—¡Quédate donde estás! —le gritó Andrea—. Y en cuanto a ti —dijo, clavándome una mirada afilada, negra y brillante—, ¿crees que eres el ama para dar órdenes a mis criadas? ¡Tú también eres una! ¿Qué te importa que le pida a mi chica que me enseñe el trasero? ¡Tú me lo has enseñado de sobra! ¡Vuelve a meterte detrás de tu cortina! Quizás, cuando hayamos terminado con la pequeña Eve, todas le echemos un tiento a Antinus

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora