Capitulo 3

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Yo había estado un par de veces con Maxwell en los bastidores del Palace, pero siempre de día, cuando la sala estaba en penumbra y totalmente vacía. Ahora los pasillos que recorrí con él bullían de luz y ruido. Rebasamos una entrada que yo sabía que llevaba al escenario: vislumbré escalas, cuerdas y tuberías de gas; a chicos con delantales y gorras que acarreaban cestas y manipulaban luces. Tuve entonces la sensación —que volví a tener en los años siguientes, cada vez que me internaba entre bastidores— de que había entrado en la maquinaria de un reloj gigantesco, atravesado su elegante estuche y entrado en los engranajes polvorientos, grasientos y bulliciosos que había detrás, ocultos a las miradas ordinarias.

Maxwell me llevó por un corredor que acababa al pie de una escalera metálica, y allí hizo un alto para ceder el paso a tres hombres. Llevaban sombrero y cargaban abrigos y maletas; tenían la cara cetrina y una apariencia modesta, con una pátina de centelleo: pensé que parecían vendedores que viajaban con su muestrario. Sólo cuando hubieron pasado y les oí reír una broma con el portero del escenario me percaté de que eran el trío de acróbatas que se marchaban a pasar la noche, y que sus maletines contenían los trajes de lentejuelas. Temí de pronto que Imra Ardeen fuese, a la postre, como ellos: fea, anodina, casi irreconocible como la chica guapa a la que yo había visto contonearse en el fulgor de las candilejas. A punto estuve de decirle a Maxwell que me volviera a llevar a la salida, pero él ya había bajado la escalera, y cuando le alcancé en el pasillo de abajo estaba ante una puerta y ya había girado el picaporte. La puerta formaba parte de una hilera de puertas idénticas, pero la distinguía de las otras un número 7 de latón, muy viejo y rayado, atornillado a la altura de los ojos en el tablero central y, clavada debajo, había una tarjeta escrita a mano. Miss Imra Ardeen, decía.

La encontré sentada a una mesita delante de un espejo; estaba medio vuelta hacia un costado —en respuesta, supongo, a la llamada de Maxwell—, pero al acercarme se levantó y extendió la mano para estrechar la mía. Era un poco más baja que yo, incluso con tacones, y más joven de lo que me había imaginado: quizás de la edad de mi hermana, veintiún o veintidós años.

—Ajá —dijo, cuando Maxwell nos dejó solas; perduraba en su voz un rastro de su porte en el escenario—, ¡mi admiradora misteriosa! Estaba convencida de que venías a ver a Gully, hasta que alguien me dijo que nunca te quedabas después del entreacto. ¿De verdad era por mí? ¡No he tenido nunca una admiradora!

Mientras hablaba estaba cómodamente recostada contra la mesa, atiborrada, como pude ver, de tarros de crema y varillas de maquillaje, de naipes, cigarrillos a medio fumar y tazas de té sucias, y con las piernas cruzadas en los tobillos, y cruzada
también de brazos. Tenía aún la cara espesamente empolvada y los labios muy rojos; sus pestañas y párpados estaban negros de pintura. Llevaba los pantalones y el calzado con que había actuado, pero se había quitado la chaqueta, el chaleco y, por supuesto, el sombrero de copa. Un par de tirantes le prensaban la pechera almidonada contra la ondulación del busto, pero la pajarita desabrochada le había dejado la garganta al descubierto. Debajo de la pechera vi una orla de encaje crema. Miré a otra parte.

—Me gusta su número —dije.
—¡Ya me figuro, vienes tantas veces!
Sonreí.
—Bueno, Maxwell me deja entrar gratis...

Esto le hizo reír: su lengua parecía muy rosada, sus dientes sumamente blancos contra los labios pintados. Noté que me sonrojaba.

—Quiero decir que Maxwell me permite estar en el palco. Pero si tuviera que hacerlo pagaría una butaca en el gallinero, porque su número me gusta mucho, muchísimo, Miss Ardeen.
En vez de reírse, ahora ladeó la cabeza un poco.
—¿Sí? —respondió suavemente.
—Oh, sí.

—Dime qué es lo que te gusta tanto. Vacilé.

—Me gusta su traje —dije por fin—. Me gustan sus canciones y cómo las canta. Me gusta la forma en que habla con Damien. Me gusta su... pelo. —Aquí me aturullé, y esta vez fue ella la que pareció ruborizarse. Hubo un segundo de silencio casi embarazoso; luego, de repente, como procedente de algún lugar muy próximo, se oyó el sonido de música (el toque de un cuerno y el redoble de un tambor) y una ovación, como el bramido del viento en una gran caracola. Me sobresalté y miré alrededor; ella se rió.

—La segunda parte —dijo. Al cabo de un momento la aclamación cesó; la música, no obstante, siguió resonando, sorda, como el latido de un corazón grande.

Se despegó de la mesa y me preguntó si me importaba que fumase. Negué con la cabeza, y repetí el gesto cuando ella cogió un paquete de tabaco entre los naipes y las tazas sucias y me ofreció un cigarrillo. En la pared había un mechero de gas silbante dentro de una jaula de alambre, y aplicó la cara contra ella para encender el pitillo. Con él en la comisura de la boca, y con los ojos entornados contra la llama, parecía otra vez un chico: pero cuando apartó el cigarrillo, la boquilla estaba manchada de carmín. Al ver esto ella chistó:

—¡Y yo con toda esta pintura encima! ¿Me esperas aquí sentada mientras me limpio la cara? No es de muy buena educación, lo sé, pero tengo que darme prisa porque otra chica necesitará enseguida el camerino...

La obedecí y permanecí sentada, observando cómo ella se embadurnaba las mejillas de crema y luego se pasaba un paño. Sus movimientos eran rápidos y meticulosos, pero distraídos; y mientras se frotaba la cara me observaba en el espejo. Vio mi sombrero nuevo y dijo: «¡Qué sombrero más bonito!» Luego me preguntó cómo conocía a Maxwell: ¿era mi novio? Conmocionada, dije:
—¡Oh, no! Corteja a mi hermana.
Ella se rió. Después me preguntó dónde vivía; en qué trabajaba.
—Trabajo en una ostrería —dije.
—¡Una ostrería!

La idea pareció agradarle. Sin dejar de frotarse las mejillas, empezó a tararear y a cantar muy quedo, entre dientes.

Bajando por la calle del Obispo,

por casualidad a una ostrera he visto...

Un restregón al carmín de los labios, al negro de las pestañas.

Eché un vistazo al cesto que llevaba

para ver si había alguna ostra...

Siguió cantando; abrió de par en par un ojo y se inclinó hacia el espejo para extraer una terca partícula de pintura negra; mientras lo hacía ensanchó la boca, en una especie de simpatía con sus párpados, y su aliento empañó el espejo. Por un instante pareció que me había olvidado por completo. Examiné la piel de su cara y su garganta. De su mascarilla de polvo y cosmético había aflorado el color crema, el mismo que tenía el encaje del corpiño; pero unas pecas, castañas como su pelo, lo oscurecían en la nariz y las mejillas, y vi que hasta en el borde del labio. Yo no había sospechado la existencia de unas pecas. Me parecieron preciosas y —no sabría explicarlo— enternecedoras.

Borró del espejo el vapor de su aliento, me guiñó un ojo y me preguntó más cosas sobre mí; y como, por alguna razón, era más fácil hablarle a su reflejo que a la cara, empecé por fin a charlar con ella con toda libertad. Al principio respondía como creí que lo haría una artista: desinhibida, de un modo algo burlón, riéndose cuando yo me sonrojaba o decía una tontería. Poco a poco, sin embargo —como si se estuviese quitando la pintura no sólo de la cara, sino de la voz—, dulcificó el tono hasta adoptar uno menos insolente y apremiante. Por fin —bostezó, y se frotó los ojos con los nudillos—, por fin su voz fue una voz de chica: melodiosa, aguda y clara, pero la voz de una chica de Kent, como la mía.

Al igual que las pecas, la transformaba no en alguien vulgar, como me había temido, sino en un ser maravillosa, dolorosamente real. Al oír aquella voz, comprendí finalmente mi locura de los siete días anteriores. ¡Qué extraño es esto!, pensé; y, sin embargo, qué cosa más normal: Estoy enamorada de ti.

Su cara estuvo enseguida perfectamente limpia y su cigarro consumido hasta el filtro; entonces se levantó y se llevó los dedos al pelo.

—Debería cambiarme —dijo, casi con timidez. Capté la insinuación y dije que tenía que irme, y ella me acompañó hasta la puerta—. Gracias, Miss Danvers, por venir
a verme —dijo. Ya sabía mi nombre por medio de Maxwell. Me tendió la mano y yo levanté la mía para estrecharla; me acordé del guante, del guante con los lazos de color espliego, a juego con mi bonito sombrero, y rápidamente me lo quité para ofrecerle la mano desnuda. Al instante ella volvió a ser el chico galante de las candilejas. Enderezó la espalda, me hizo una pequeña reverencia y levantó mis nudillos hasta sus labios.

Enrojecí de placer... hasta que vi que las aletas de su nariz temblaban y supe de pronto lo que estaba oliendo: los aromas de mar apestosos, a jugo y pulpa de ostras, carne de cangrejo y buccinos, que habían sazonado mis dedos y los de mi familia durante tantos años que ya no los percibíamos. ¡Y se los acababa de meter en las narices a Imra Ardeen! Por poco me muero de vergüenza.

Hice ademán en el acto de retirar la mano, pero ella me la retuvo con la suya, todavía apretada contra sus labios, y se rió de mí por encima de los nudillos. En sus ojos había una expresión que no acerté a interpretar del todo.
—Hueles a... —empezó, con un tono lento, interrogante.

—¡A arenque! —dije, con amargura. Tenía las mejillas calientes y muy rojas; casi me asomaban las lágrimas a los ojos. Creo que ella vio mi confusión y se apiadó.

—A arenque no, qué va —dijo, dulcemente—. Pero quizás a sirena...

Y me besó los dedos como se debe, y esta vez accedí; mi rubor se disipó, por fin, y sonreí.

Volví a ponerme el guante. Mis dedos parecían hormiguear contra la tela.
—¿Vendrás a verme otra vez, Miss Sirena? —preguntó.

Lo dijo con ligereza; por increíble que pareciese, sonó como si hablase en serio. Dije: ¡Oh, sí, me encantaría!, y ella asintió con una especie de satisfacción. Después me hizo otra pequeña reverencia y nos deseamos buenas noches; cerró la puerta y desapareció.

Permanecí inmóvil ante el 7 de latón y la tarjeta escrita a mano: Miss Imra Ardeen. Era incapaz de alejarme de la puerta; tan incapaz como si fuese una sirena auténtica y no tuviera piernas para caminar, sino una cola. Había estado sudando, y el sudor y el humo del cigarrillo de Imra, actuando sobre el aceite de ricino en mis pestañas, me habían irritado los párpados. Los toqué con la mano; la mano que ella había besado; me llevé los dedos a la nariz y olí a través del lino que ella había olido, y volví a ruborizarme.

En el camerino reinaba el silencio. Por fin, muy bajo, llegó el sonido de la voz de Imra. Estaba cantando de nuevo la canción de la ostrera y el cesto. Pero ahora la cantaba a ráfagas, y comprendí, desde luego, que mientras cantaba se estaba agachando para desatarse las botas, y enderezando para quitarse los tirantes, y quizás pataleando para desprenderse de los pantalones...

Todo aquello; ¡y sólo había el grosor delgado de una puerta entre su cuerpo y mis ojos inflamados!
Fue este pensamiento el que me devolvió las piernas para marcharme de allí.
Ver actuar a Imra Ardeen en el escenario después de haber hablado con ella, y después de que me hubiera sonreído y besado la mano, fue una extraña experiencia, a la vez más y menos emocionante que antes. Su voz encantadora, su elegancia, su pavoneo: era como si con ellos se me hubiese concedido una especie de secreto compartido, y que tintaba de suficiencia cada ocasión en que el público rugía al recibirla o la reclamaba a gritos para un bis. No me lanzó más rosas; todas iban a parar, como antes, a las chicas bonitas de las primeras filas. Pero sé que me veía en el palco, porque notaba sus ojos en mí, a veces, mientras cantaba; y siempre, cuando salía del escenario, hacía aquel gesto amplio con el sombrero para toda la sala, y a mí me dedicaba un gesto de cabeza, un guiño o un asomo de sonrisa.

Pero aunque yo me sentía complacida, también estaba insatisfecha. Había visto algo más que el maquillaje y los contoneos; era durísimo tener que contemplarla con los demás espectadores mientras cantaba, y no tener de ella ni un ápice más que ellos. Ardía en deseos de visitarla de nuevo; pero también lo temía. Me había invitado, pero no había precisado cuándo, y yo, en aquellos tiempos, era tremendamente insegura y tímida. Así pues, aunque iba siempre que podía a mi palco del Palace, y escuchaba y aplaudía sus canciones, y recibía aquellas miradas y señales secretas, pasó una semana entera hasta la siguiente vez en que me dirigí a los bastidores y, toda pálida, sudorosa y dubitativa, me presenté delante de la puerta de su camerino.

Pero ella me recibió con mucha deferencia y me reprendió sinceramente por haber tardado tanto tiempo en visitarla; y una vez más nos pusimos a charlar con tanta soltura sobre su vida en el teatro y la mía en la ostrería de Midvale, que todas mis dudas se desvanecieron. Persuadida por fin de que yo le gustaba, volví a visitarla una y otra vez. Aquel mes no fui a ningún sitio que no fuera el Palace; no vi a nadie más que a ella, ni a Adam, ni a Winn, ni a mis primos, ni siquiera, casi, a Alex. Mi madre había empezado a enfurruñarse, pero cuando volví a casa y dije que había ido al camerino de Miss Ardeen invitada por ella, y que me había tratado como a una amiga, se quedó impresionada. Trabajaba más de firme que nunca en la cocina; fileteaba pescado, lavaba patatas, picaba perejil, echaba cangrejos y langostas en ollas de agua hirviendo, y todo con tal brío que apenas tenía aliento para cantar algo que encubriera sus gritos. Alex decía con bastante hostilidad que mi manía por determinada persona me volvía torpe; pero yo no hablaba mucho con ella por aquellas fechas. Todas las jornadas de trabajo terminaban para mí cambiándome a toda prisa, cenando muy rápido y corriendo a la estación para coger el tren a Canterbury; y cada viaje concluía en el camerino de Imra Ardeen. Pasaba más tiempo en su compañía que mirándola actuar en el escenario, y la veía más veces sin maquillaje, sin el traje y sin su desparpajo en escena que con ellos.

Cuanto más amigas nos hacíamos más libre se volvía, y más confiada.
—Tienes que llamarme Imra —dijo poco después—, y yo te llamaré... ¿Cómo?
Kara no, porque así te llama todo el mundo. ¿Cómo te llaman en casa? Kara, ¿no?

¿O Kar?
—Kara —dije.
—Entonces te llamaré Kar... ¿Puedo?

¡Que si podía! Asentí y sonreí como una idiota: por la emoción de que ella me dirigiera la palabra de buena gana habría perdido mi nombre y adoptado otro, o prescindido de nombre por completo.

Conque enseguida fue «¡Bueno, Kar...!» esto, y «¡Por favor, Kar!» lo otro; y, poco a poco: «Kar, encanto, alcánzame las medias...» Aún le daba mucho reparo cambiarse en mi presencia, pero una noche, al llegar, descubrí que había hecho instalar un pequeño biombo plegable, y a partir de entonces se metía detrás mientras hablábamos, y me pasaba prendas de su vestuario mientras se desvestía, y yo le entregaba las de su ropa de mujer del gancho donde las había colgado antes de la función. Me encantaba ser tan servicial con ella. Cepillaba y doblaba su traje con dedos temblorosos, y secretamente apretaba contra mi mejilla sus diversas telas: el lino almidonado de la pechera, la seda del chaleco y de las medias, la lana del pantalón y la chaqueta. Recibía cada prenda calentada por su cuerpo y con su aroma propio y especial; cada una parecía cargada de un extraño poder, y hormigueaba o relucía (o eso me imaginaba) en mi mano.

Sus enaguas y vestidos estaban fríos y no cosquilleaban; pero todavía me ruborizaba tocarlos, porque no podía por menos de pensar en todos los lugares blandos y secretos que pronto envolverían o rozarían, o que calentarian y humedecerían en cuanto se los hubiese puesto. Cada vez que salía de detrás del biombo vestida de chica, menuda y delgada y curvilínea, con una falsa trenza que mitigaba los bordes desiguales y deliciosos de su pelo corto, yo tenía la misma sensación: una punzada de desencanto y pena que al instante se convertía en placer y amor doliente; un deseo tan fuerte de tocar, de abrazar y acariciar que tenía que apartarme o cruzar los brazos por miedo a que volaran hacia ella o la atrajeran hacia mí.

Acabé siendo tan útil con sus ropas que ella me propuso que la visitara antes de salir a escena, para ayudarla a arreglarse, como una ayudante de verdad. Lo dijo con una especie de indiferencia calculada, como si temiera a medias que yo no quisiera; supongo que no podía saber lo monótonas que eran las horas que tenía que pasar lejos de ella... Pronto llegó el momento en que yo no entraba ya en el teatro, sino que todas las noches me dirigía a los bastidores, media hora antes de que Imra actuara, para ayudarla a ponerse la pechera, el chaleco y los pantalones que yo le había quitado la noche anterior; para sostenerle la polvera mientras ella se empolvaba las pecas, humedecer los cepillos con los que aplastaba el rizo de su pelo y prenderle la rosa en el ojal.

La primera vez que hice todo esto salí después con ella al escenario y me quedé entre bastidores mientras ella actuaba, mirando asombrada a los electricistas que cruzaban, ágiles como acróbatas, los listones de las bambalinas; y sin ver nada del escenario, salvo un espacio de tablado polvoriento en cuyo extremo había un chico con el brazo sobre la manivela que hacía girar la cuerda para bajar el telón. Imra había estado nerviosa, como todos los artistas, y su nerviosismo me había contagiado; pero cuando salió de escena al final de su acto, perseguida por pateos y gritos de «¡Hurra!», estaba colorada, contenta y triunfal. A decir verdad, a mí no me gustaba cuando estaba así. Me agarró del brazo, pero sin verme. Era como una mujer narcotizada o en el primer arrebato de un abrazo, y yo me sentía como una tonta a su lado, tan silenciosa, sobria y celosa del público, que era su amante.

Más adelante solía quedarme sola en su camerino los veinte minutos aproximados que duraba su número, escuchando el ritmo de las canciones a través del techo y las paredes, y contentándome con oír a lo lejos los aplausos del público. Le preparaba té: a ella le gustaba mezclado con leche condensada, oscuro como una nuez y espeso como jarabe; sabía por el cambio de tempos de su programa en qué momento exacto poner la tetera en el fuego para que la taza estuviera lista a su llegada. Mientras el té hervía a fuego lento yo limpiaba la mesita, vaciaba los ceniceros y quitaba el polvo del espejo; ordenaba la caja de puros agrietada y descolorida donde ella guardaba sus barras de maquillaje. Eran actos de amor, aquellas pequeñas y humildes atenciones, y de placer, y hasta puede que de una especie de auto-placer, pues me sentía extraña y encendida y casi avergonzada al realizarlos. Mientras ella estaba embelesada por la admiración del público, yo daba vueltas por el camerino y contemplaba sus pertenencias y las acariciaba, o casi, manteniendo los dedos a un palmo de ellas, como si poseyeran un aura, así como una superficie, acariciable. Amaba todo lo que Imra había dejado allí: sus enaguas y sus perfumes, y las perlas que se prendía en los lóbulos de las orejas; pero también los pelos enredados en los peines, las pestañas pegadas a las barras de cosmético, y hasta la marca que dejaban sus dedos y labios en las colillas. El mundo me parecía transfigurado desde que Imra Ardeen había entrado en mi vida. Antes de ella era común y corriente; ahora estaba lleno de los extraños espacios eléctricos que ella creaba, resonantes de música o radiantes de luz.

Cuando volvía al camerino yo ya lo había ordenado y organizado todo. Su té, como he dicho, ya estaba listo; a veces, incluso, tenía un cigarro ya encendido para ella. Imra había perdido su expresión virulenta y distraída y se mostraba alegre y amable. «¡Qué público!», decía. «¡No me dejaban marcharme!» O bien: «Un poco lerdo esta noche, Kar; creo que iba por la mitad de "Good Cheer, Boys, Good Cheer", ¡y todavía no se habían dado cuenta de que yo era una chica!»

Se soltaba la pajarita y colgaba la chaqueta y la chistera; daba un sorbo de té, fumaba su pitillo y —puesto que actuar la volvía locuaz— hablaba conmigo, y yo la escuchaba con toda atención. Así conocí un poco de su historia.

Dijo que había nacido en Rochester, en una familia de faranduleros. Su madre (no mencionó al padre) había muerto cuando ella era un bebé, y se había criado con su abuela; que ella recordase, no tenía hermanos, hermanas ni primos. Había hecho sus primeras reverencias en un escenario a los doce años, como «Kate Straw, la cantante prodigio», y había cosechado algún que otro éxito en ferias de tres al cuarto y music-halls, y en las salas y teatros más ínfimos. Pero dijo que era una vida mísera, «y llegó un momento en que ya no era una niña. Cada vez que se abría un local había un montón de chicas haciendo cola en la puerta, todas iguales que yo, o más bonitas, o más descaradas... o más famélicas y por tanto más dispuestas a besar al director a
cambio de la promesa de una temporada de trabajo, o sólo una semana, o hasta una sola noche». Su abuela había muerto; ella había ingresado en una compañía de baile con la que hizo una gira por ciudades costeras de Kent y del sur, dando tres funciones cada noche. Arrugaba el entrecejo al hablar de aquella época, y su tono era amargo o fatigado; se ponía una mano debajo de la barbilla, descansaba en ella la cabeza y cerraba los ojos.

—Ah, era duro —decía—, durísimo... Y nunca hacías amigos, porque nunca te quedabas el tiempo suficiente en el mismo sitio. Y todas las vedettes tenían demasiadas ínfulas para hablar contigo o tenían miedo de que les copiaras sus números. Y el público era cruel, te hacía llorar... —Sólo pensar en Imra llorando me entraron ganas de llorar a mí también; y al verme tan afectada ella me sonreía, me guiñaba un ojo y decía, con su mejor acento de donjuán—: Pero aquellos tiempos, ya ves, están muy lejos ahora y estoy en el camino hacia la fama y la fortuna. Como me he cambiado de nombre y soy un tenorio todo el mundo me quiere, y el que más Damien Lord, ¡y para demostrarlo me paga como a un príncipe!

Y entonces nos reíamos juntas, pues las dos sabíamos que si ella fuera un tenorio de verdad el sueldo de Damien apenas le alcanzaría para champán; pero en mi sonrisa había un poco de pesadumbre, porque sabía también que su contrato expiraba a finales de agosto, y entonces tendría que ir a otro teatro, a Margate, quizás, dijo, o a Broadstairs, si la admitían. Me resultaba insufrible pensar en qué haría yo cuando ella se fuera.

No sé muy bien lo que pensaba mi familia de mis viajes al camerino ni de mi nueva posición maravillosa como amiga y ayudante oficiosa de Imra Ardeen. He dicho ya que estaban impresionados; pero también inquietos. Les tranquilizaba que fuese una auténtica amistad, y no un simple capricho de colegiala, lo que me empujaba a viajar tan a menudo al Palace y a gastar todos mis ahorros en los billetes de tren; y, sin embargo, creo que les oí preguntarse qué clase de amistad podía haber entre una artista de music-hall inteligente y bonita y la chica del público que la admiraba. Cuando dije que Imra no tenía novio (porque lo había sabido antes, cuando me contó cosas de su vida), Clark dijo que tenía que llevarla a casa y presentarle a su apuesto hermano, aunque sólo lo dijo cuando Lois lo oía, para hacerla rabiar. Cuando expliqué que le preparaba la tetera y le ordenaba la mesa, mamá entrecerró los ojos:

—Veo que te está sacando partido. Aquí, en casa, no nos vendría mal un poco más de ayuda con el té y las mesas...

Presumo que era cierto que yo descuidaba un tanto mis tareas en casa por culpa de mis visitas al Palace. Recaían en Alex, aunque rara vez se quejaba al respecto. Creo que mis padres la juzgaban generosa, al darme libertad a costa de la suya. Creo, la verdad, que le daba apuro mencionar a Imra, y sólo por esto yo sabía que ella era la que estaba más preocupada de todos. No le había dicho nada de mi pasión. No había dicho nada a nadie de mi nuevo, extraño y candente deseo. Pero ella, por supuesto, me veía tumbada en la cama; y como dirá cualquiera que haya estado enamorado, es en la cama donde uno sueña; en la cama, a oscuras, cuando nadie ve que se te ponen coloradas las mejillas, aflojas el manto de represión que mantiene tu pasión atenuada a lo largo del día, y la dejas brillar un poco.

¡Cómo se habría ruborizado Imra si hubiera sabido el papel que interpretaba en mis sueños vehementes, la desvergüenza con que utilizaba mis recuerdos de ella y el modo en que les extraía un indecente provecho! Todas las noches ella me daba en el Palace un beso de despedida; en mis sueños sus labios permanecían en mi mejilla — tiernos, calientes— y se desplazaban hacia mi frente, mi oreja, mi garganta, mi boca... Solía acercarme a ella para atarle el alzacuello o cepillar sus solapas; en mis ensueños, hacía lo que anhelaba hacer en aquel momento: me inclinaba para posar mis labios en los bordes de su pelo; le deslizaba las manos por debajo de la chaqueta, donde sus pechos se prensaban cálidos contra su pechera de hombre y se alzaban para venir al encuentro de mis caricias...

¡Y todo esto —lo cual me dejaba muda de perplejidad y de placer— al lado de mi hermana! Todo esto con la respiración de Alex sobre mi mejilla, o sus miembros calientes apretados contra los míos; o con un brillo frío y apagado en sus ojos, en los que había luz de estrella y sospecha.

Pero ella no decía nada, no me preguntaba nada; y para el resto de la familia, cuando menos, mi amistad continuada con Imra pasó a ser una fuente no de asombro, sino de orgullo. «¿Han estado en el Palace de Canterbury?», le oía decir a mi padre a los clientes, mientras les retiraba los platos. «Nuestra hija menor es íntima de Imra Ardeen, la estrella del espectáculo...» Hacia finales de agosto, cuando recomenzó la temporada de ostras y de nuevo pasábamos todo el tiempo en la ostrería, empezaron a incitarme a que llevara a Imra a casa, para que la conocieran.

—Siempre estás diciendo lo amigas que sois —dijo papá una mañana durante el desayuno—. Y, además, sería un crimen que haya estado tan cerca de Midvale y no haya probado un solo té de ostras. Tráela aquí antes de que se vaya.

La idea de pedir a Imra que viniese a cenar con mi familia me parecía horrible; y como mi padre habló con semejante indiferencia de que ella pronto se marcharía a otro teatro, le respondí algo hiriente. Un poco más tarde mamá me llamó aparte. ¿Era la casa de mi padre tan mala para Imra Ardeen, me dijo, que no podía invitarla? ¿Acaso me avergonzaba de mis padres y de su negocio? Sus palabras me entristecieron; estuve callada y decaída con Imra aquella noche, y cuando después de la función ella me preguntó por qué, me mordí el labio.

—Mis padres quieren que te invite a tomar el té en casa —dije—. No hace falta que vengas, puedo decir que estás ocupada o enferma. Pero les he prometido que te lo diría, y eso es lo que he hecho —concluí, abatida.
Me cogió la mano.

—Pero, Kar —dijo, asombrada—, ¡si me encantaría ir! ¡Ya sabes lo aburrido que es Canterbury para mí, sin nadie más con quien hablar que Mrs. Pugh y Sandy!

Mrs. Pugh era la casera de la pensión de Imra; Sandy era el vecino del rellano: tocaba en la orquesta en el Palace, pero Imra dijo que bebía y que a veces se ponía tonto y pesado.

—¡Ah, qué bonito sería —prosiguió— volver a estar en una sala como es
debido, con una familia auténtica, y no en un simple cuarto con una cama y una alfombra sucia, y un papel de periódico en la mesa en lugar de un mantel! Y qué bonito ver dónde vives y trabajas; y subir a tu tren y conocer a gente que te quiere y tenerlos a tu lado todo el día...

Tragué saliva, inquieta, al oírla hablar así, con toda naturalidad, de lo mucho que me quería; aquella noche, sin embargo, ni siquiera tuve tiempo de ruborizarme, pues mientras ella hablaba llamaron a la puerta: un golpe seco, alegre, autoritario que la hizo parpadear, envararse y levantar los ojos, sorprendida.

A mí también me sobresaltó. En todas las veladas que había pasado con ella, no recibió más visitas que las del traspunte, el chico que la avisaba cuando tenía que salir a escena, y las de Maxwell, que a veces asomaba la cabeza por la puerta para darnos las buenas noches. Ya he dicho que Imra no tenía novio; no tenía otros «admiradores», ninguna amiga, creo, aparte de mí; y a mí siempre me había alegrado que así fuera. Miré cómo se dirigía a la puerta y me mordí el labio. Me gustaría decir que tuve una corazonada, pero no la tuve. Sólo sentí rabia de que se abreviara nuestro tiempo juntas, ¡que ya consideraba demasiado breve!

El visitante era un caballero; un desconocido, evidentemente, para Imra, porque le saludó con cortesía, pero con cierta cautela. El hombre llevaba un sombrero que se quitó al verla, y al verme a mí acechando detrás de ella en el cuartito, y apoyó contra el pecho.

—Miss Ardeen, supongo —dijo; ella asintió y él la saludó, inclinándose—. Mike Mathews, señorita. A su servicio.

Tenía una voz honda, agradable y clara, como la de Damien. Mientras hablaba sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Yo le examiné durante los segundos que Imra tardó en cogerla y exclamar «¡Oh!» con sorpresa. Era muy alto, incluso sin el sombrero, y vestía a la moda, con pantalón de cuadros y un chaleco de fantasía. Le cruzaba el estómago una leontina de oro tan gruesa como el rabo de una rata; y advertí que en sus dedos destellaba más oro. Tenía la cabeza grande, el pelo de un rojizo mate; del mismo tono —y algo imponentes y al mismo tiempo cómicas— eran las patillas que arrancaban del labio superior y le llegaban a las orejas; y también las cejas y el vello de la nariz. Su piel era tan clara y brillante como la de un chico. Tenía los ojos azules.

Cuando Imra le devolvió la tarjeta, él le preguntó si podía hablar con ella un momento, y ella en el acto se hizo a un lado para dejarle pasar. Con su presencia, el camerino parecía muy lleno y caluroso. Me levanté, con desgana, me puse los guantes y el sombrero y dije que tenía que irme, y entonces Imra me presentó —«Mi amiga, Miss Danvers», me llamó, lo cual me animó un poco— y Mathews me estrechó la mano.

—Dile a tu madre —dijo Imra, acompañándome a la puerta— que iré mañana, a la hora que ella quiera.
—Ven a las cuatro —dije.

—¡A las cuatro, entonces! —dijo; me tomó la mano un instante y me besó en la mejilla.
Por encima de su hombro vi al peripuesto caballero acariciarse las patillas, pero mirando educadamente hacia otro lado.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora