Capitulo 26

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Miré a Mrs. Swindles en el mostrador y a las jarras de peltre que colgaban sobre ella, en una larga hilera reluciente; después miré al grupo de figuras alrededor de la mesa de billar. Al cabo de un momento, las observé con más atención y le dije a Lena:
—Creo que me dijiste que aquí sólo había bolleras. Hay unos tíos allí. —¿Tíos? ¿Estás segura?
Miró hacia donde yo le indicaba y observó conmigo a los que jugaban al billar. Armaban bastante ruido, y la mitad de ellos vestía pantalón y chaleco y lucía un pelo al rape carcelario. Pero Lena se rió después de haberlos examinado.
—¡No son tíos! Kara, ¿cómo has podido pensarlo?
Parpadeé y volví a mirarles. Empecé a ver que... No eran hombres, sino chicas... y eran bastante parecidas a mí... Tragué saliva. Dije:
—¿Viven como hombres, esas chicas?
Lena se encogió de hombros sin advertir la carraspera en mi voz.

—Creo que algunas. Casi todas se visten como les apetece y viven como otros les piden que vivan. —Captó mi mirada—. ¿Sabes? Pensaba que tú debías de haber hecho lo mismo que hacen ellas...
—¿Me creerías muy tonta si te dijera que yo pensaba que era la única...? — respondí.
Entonces ella suavizó la mirada.
—¡Qué extraña eres! —dijo con dulzura—. Nunca has lustrado la perla...
—No he dicho que no lo haya hecho nunca; sólo he dicho que nunca lo he llamado así.
—Bueno. Entonces emplearás toda clase de expresiones raras. Parece que nunca hayas visto a una bollera en pantalones. La verdad Kara, a veces..., a veces pienso que debiste de nacer adulta..., como Venus en la concha en ese cuadro...
Puso un dedo contra un lado del vaso, para frenar un reguero de ron azucarado, y a continuación se llevó el dedo a los labios. Noté que la garganta se me tornaba aún más ronca, y el corazón me dio un vuelco extraño. Respiré por la nariz y miré de nuevo a las lesbianas en pantalones que estaban junto a la mesa de billar. Al cabo de un segundo, dije:
—Pensar que, al fin y al cabo, habría podido ponerme mi pantalón de molesquín...
Lena se rió. Seguimos sentadas un rato con nuestras bebidas; llegaron más mujeres y el local se animó aún más y se llenó de ruido y humo. Fui al mostrador a pedir otra consumición y cuando volví con ellas a nuestra mesa encontré allí a Maggie en compañía de Ruth y de otra chica rubia y bonita que me fue presentada como Miss Raymond. «Miss Raymond trabaja en una imprenta» dijo Maggie, y yo tuve que fingir que acababa de enterarme. Cuando como una media hora después, Miss Raymond fue a los urinarios Maggie nos hizo cambiar de sitio para poder sentarse a su lado.
—¡Rápido, rápido! —ordenó— ¡Volverá enseguida! ¡Kara, ponte aquí!
Me vi sentada entre Lena y la pared y durante largos ratos deliciosos en los cuales las otras charlaban, yo saboreaba la presión de su muslo envuelto en tela de color ciruela contra el mío, más escueto y delgado. Cada vez que ella se volvía hacia mí, notaba su aliento en mi mejilla, caliente, azucarado y aromatizado de ron.
A medida que transcurría la velada empecé a pensar que nunca había pasado una más placentera. Al mirar a Ruth y Nora las veía muy juntas, riéndose. Miré a Maggie: tenía su mano sobre el hombro de Miss Raymond y los ojos fijos en su cara. Miré a Lena y ella me sonrió. «¿Todo bien, Venus?», dijo. El pelo se le había desprendido de las horquillas y se le rizaba alrededor del cuello.
Nora contó entonces una de aquellas historias: «Escuchad lo de la chica que ha venido hoy a la oficina...», y yo bostecé y miré hacia las jugadoras de billar; me sorprendió mucho descubrir que el grupo de mujeres se había despegado de la mesa y me miraba. Al parecer deliberaban sobre mí: una asentía, otra meneaba la cabeza, otras amusgaba los ojos para verme y golpeaba enfáticamente contra el suelo su taco de billar. Comencé a sentirme incómoda: quizás, ¿quién sabía?, mi pelo corto y mi falda transgredían alguna etiqueta sáfica. Aparté la mirada; cuando volví a mirarlas, una de las chicas se había separado del resto y se encaminaba con paso decidido hacia nuestra mesa. Era una mujerona y llevaba las mangas remangadas hasta los codos. Lucía en el brazo un tatuaje tosco, tan verde y sucio que habría podido ser una magulladura. Llegó a donde estábamos, descansó el brazo tatuado en el respaldo del reservado y se inclinó para verme.
—Perdona, monada —dijo en voz bastante alta—, pero Jenny mi colega, se empeña en que eres Kara Zor-el en persona, la que actuaba en music-halls con Imra Ardeen. Le he apostado un chelín a que no lo eres. ¿Nos sacas de dudas?
Lancé una mirada rápida en torno a la mesa. Lena y Maggie tenían una expresión de sorpresa. Nora, que había interrumpido su relato, sonrió y dijo:
—Yo sacaría el máximo provecho de esa Kara. A lo mejor hay una copa gratis. Miss Raymond se rió. Nadie creía que yo pudiese ser Kara Zor-el y yo por
descontado había pasado cinco años ocultando aquella época, negando que era ella. Pero el ron, la efusión, mi nueva y callada pasión parecieron obrar en mí como el aceite en una cerradura herrumbrosa. Me volví hacia la mujerona.
—Me temo que vas a perder la apuesta —dije—. Sí soy Kara Zor-el.
Era la verdad, pero me sentí como una impostora, como si acabase de decir: «Soy Lord Rosebery.» No miré a Lena, aunque por el rabillo del ojo vi que estaba boquiabierta. Miré a la mujer tatuada y me encogí un poco de hombros, con modestia. Ella a su vez había retrocedido; asestó a nuestro banco una palmada que lo removió y llamó riéndose a su amiga.
—¡Jenny, has ganado la moneda! ¡La tía dice que sí es Kara Zor-el!
Al oír estas palabras, el grupo junto al billar profirió un grito colectivo, y la mitad del local guardó silencio. Las chaperas del reservado contiguo se levantaron para inspeccionarme; oí que en todas las mesas susurraban: «¡Es Kara Zor-el, está aquí Kara Zor-el!» Jenny, la amiga del marimacho, se acercó y me tendió la mano.
—Miss Zor-el —dijo—, sabía que eras tú en cuanto te vi entrar. ¡Qué buenos ratos pasé en el Paragon viendo tu espectáculo con Imra Ardeen!
—Muy amable de tu parte —dije estrechando su mano. Al hacerlo sorprendí la mirada de Lena.
—Kara, ¿qué es todo esto? —preguntó—. ¿De verdad trabajaste en music-halls? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Fue hace muchísimo tiempo...
Ella meneó la cabeza y me miró de arriba abajo.
—No me digas que no sabías que tu amiga era una estrella del escenario —le preguntó Jenny, que nos había oído.
—No sabíamos que era una estrella de nada —dijo Maggie.
—Ella y Imra Ardeen..., ¡qué pareja! No ha habido un par de tenorios como ellas...
—¡Tenorios! —dijo Lena.
—Pues sí —contestó Jenny, y añadió—: Espera un segundo... Creo que hay algo por aquí que...
Se abrió camino hacia el mostrador entre los grupos de mujeres pasmadas, y la vi llamar la atención de la camarera y señalar hacia la pared que había detrás de las hileras de botellas boca abajo. Allí había un tapete descolorido lleno de postales y billetes antiguos; vi que Mrs. Swindles rebuscaba entre las capas de papel arrugado y que sacaba algo pequeño y doblado. Se lo entregó a Jenny; en un santiamén ella me lo puso delante y me vi mirando una fotografía: Imra y yo, borrosa pero inconfundible, con canotier y bombachos. Tenía mi mano posada sobre su hombro y un cigarrillo sin encender entre los dedos.
Miré la foto una y otra vez. Recordaba con toda claridad el peso y el olor de aquel traje, el tacto del hombro de Imra debajo de mi mano. Aun así me estremecí, como si contemplara un pasado ajeno.
La primera que me arrebató la postal fue Lena —que la examinó con la cabeza baja casi con tanta atención como yo—, seguida de Ruth y Nora, luego de Maggie y Miss Raymond, y por último de Jenny, que se la pasó a sus amigas.
—Figúrate que la teníamos todavía en la pared —dijo—. Me acuerdo de la chica que la puso ahí: estaba muy encariñada contigo. La verdad es que en el Chico siempre fuiste muy popular. A la chica se la vendió una mujer de Burlington Arcade. ¿Sabías que había allí una mujer que vendía fotos como la tuya a tías interesadas? Moví la cabeza... estupefacta, al pensar en la cantidad de veces que había

recorrido Burlington Arcade en busca de tíos interesados, sin que nunca me hubiera fijado en aquella vendedora.
—Qué maravilla, Miss Zor-el, encontrarla aquí... —gritó otra.
Hubo un murmullo general mientras se digerían las insinuaciones contenidas en este comentario.
—No es que no me quedara el gusanillo de la duda —dijo alguna otra.
Jenny se me acercó de nuevo y ladeó la cabeza.
—¿Qué ha sido de Imra Ardeen si no te importa que te lo pregunte? Me han dicho que ella también tenía pinta de bollera.
—Es cierto —dijo otra chica—. Yo también lo oí decir. Yo vacilé.
—Pues oísteis mal —dije, al fin—. No lo era.
—¿Ni siquiera un poco...?
—Ni una pizca.
Jenny se encogió de hombros.
—Bueno, pues qué lástima.
Bajé los ojos hacia mi regazo, con repentino disgusto; lo peor, sin embargo, estaba por llegar, ya que en aquel momento una de las chaperas se interpuso entre Ruth y Nora para interpelarme.
—Oh, Miss Zor-el, ¿por qué no nos cantas algo?
Una docena de gargantas se sumó a su petición. «¡Oh, sí, canta, Miss Zor-el!», y como en una pesadilla apareció de pronto como por ensalmo, un piano viejo y desvencijado que empujaron rodando por el suelo arenoso. De inmediato una mujer se sentó al piano, chasqueó los nudillos y tocó una escala.
—¡No puedo, en serio! —dije. Despavorida miré a Lena que me escudriñaba como si nunca me hubiese visto la cara. Jenny gritó, con desparpajo:
—Oh, vamos Kara, sé buena con las chicas y el Chico. ¿Cómo era aquélla que cantabas..., la de guiñar un ojo a las mujeres bonitas, con una moneda de un soberano en la mano...?
Un coro de voces empezó a entonarla. Maggie estuvo a punto de atragantarse con el sorbo de cerveza que acababa de dar.
—¡Dios! —dijo, enjugándose la boca—. ¿Tú cantabas esto? ¡Te vi una vez en el Holborn Empire! Me tiraste una moneda de chocolate; estaba casi derretido por el calor de tu bolsillo. ¡Me lo comí y pensé que me moría! ¡Oh, Kara!
La miré y me mordí el labio. Todas las jugadoras de billar habían depositado los tacos y se habían congregado alrededor del piano; la pianista estaba tocando los acordes de la canción y unas veinte mujeres la cantaban. Era una canción idiota, pero recordé la voz de Imra elevándose sobre el coro y prestando a la melodía una especie de dulzura líquida, como si la estúpida letra se convirtiese en miel sobre su Lengua. Sonaba muy distinta en aquel antro zafio, pero aun así conservaba una cierta autenticidad y poseía una dulzura nueva y propia. Escuché la bulla que armaban las chicas y sin darme cuenta empecé a tararear... Al instante siguiente me había arrodillado encima del banco y uní mi voz a las suyas; después, cuando me ovacionaron y aplaudieron, no tuve más remedio que apoyar la cabeza en mi brazo y morderme el labio para que no se me saltaran las lágrimas.
Empezaron a cantar otra canción que no era mía ni de Imra, sino otra que yo no conocía, y esta vez no pude acompañarlas. Me senté y recosté la cabeza en el respaldo del banco. Una chica se presentó en un extremo de nuestra mesa con una empanada de cerdo en una bandeja enviada por Mrs. Swindles y que corría «a cuenta de la casa». Mordisqueé un rato la corteza y me tranquilicé un poco. Ruth y Nora con los codos hincados en la mesa y la cabeza apoyada en la barbilla me miraban, olvidadas de su idilio. Alcancé a oír en las pausas de la canción nueva, que Maggie le estaba explicando a una Miss Raymond incrédula:
—No, te lo juro, no teníamos ni idea. Llegó a la puerta de Lenny con un ojo morado y un ramo de berros, y allí vive desde entonces. Nos ha salido rana...
Lena por su parte, tenía la cara vuelta hacia mí y los ojos en las sombras. —¿Es verdad que eras famosa? —me preguntó, en tanto yo buscaba un cigarrillo y lo prendía—. ¿Y que cantabas?
—Cantaba y bailaba. Y una vez actué en una pantomima en el Britannia. —Me di una palmada en el muslo—. «Señores, ¿dónde está el príncipe, nuestro amo?»
Ella se rió, pero yo no.
—¡Cómo me gustaría haberte visto! ¿Cuándo fue todo eso?
Lo pensé un momento y dije:
—En mil ochocientos ochenta y nueve.
Ella proyectó un labio hacia fuera.
—Ah. Huelgas continuas; no había tiempo para el music-hall. Alguna noche debí de estar en la puerta del Britannia, recaudando dinero para los estibadores... — Sonrió—. Pero me hubiera gustado que me dieran un soberano de chocolate.
—Bueno, seguro que yo te hubiera lanzado uno... Se llevó el vaso a los labios y pensó en otra cosa.
—¿Qué ocurrió para que dejaras el teatro? —preguntó—. Si te iba tan bien, ¿por qué lo dejaste? ¿Cuál fue el motivo?
Yo había confesado algunas cosas, pero no estaba dispuesta a confesarlo todo.
Empujé mi bandeja hacia ella.
—Cómetela tú —dije. Me incliné y, por delante de ella, llamé al otro extremo de la mesa—. Oye, Maggie. Pásame un cigarrillo, ¿quieres? Éste es una birria.
—Puesto que eres una celebridad...
Lena se comió la empanada con ayuda de Ruth. Las cantantes junto al piano se cansaron de cantar con su voz ronca y volvieron a la mesa de billar. Las chaperas de la mesa contigua se levantaron y recogieron sus sombreros; supuse que se marchaban a trabajar en los bares más vulgares de Wapping y Limehouse. Nora bostezó y al verla todas la imitamos; Lena lanzó un suspiro.
—¿Nos vamos? —preguntó—. Creo que es muy tarde.
—Es casi medianoche —dijo Miss Raymond. Nos levantamos y nos abrochamos el abrigo.
—Quiero hablar un segundo con Mrs. Swindles —dije— para darle las gracias por la empanada.
Una vez hecho esto y tras haber sido agarrada y saludada en el camino por media docena de mujeres, me encaminé al rincón del billar donde estaba Jenny.
—Buenas noches —le dije—. Me alegro de que ganaras la apuesta.
Ella me cogió la mano y me la estrechó.
—¡Buenas noches Miss Zor-el! El chelín no ha sido nada comparado con el placer de tenerte entre nosotras.
—¿Volveremos a vernos, Kara? —me preguntó su amiga, la del tatuaje.
—Espero que sí —asentí.
—Pero la próxima vez tienes que cantarnos una canción de las tuyas, con todas tus ropas de hombre.
—¡Oh, sí, desde luego!
Sonreí, sin contestarles, y me alejé un paso; de pronto recordé algo e hice una seña a Jenny para que se aproximase.
—Esa foto —le dije en voz baja cuando estuvo cerca—. ¿Tú crees que a Mrs. Swindles le importaría...? ¿Crees que podría quedármela?
Se metió la mano en el bolsillo, sacó la foto descolorida y arrugada y me la entregó.
—Tómala —dijo; no pudo evitar preguntarme, un tanto extrañada—. Pero ¿tú no tienes ninguna? Yo habría pensado...
—Entre tú y yo —dije—, dejé el oficio de sopetón perdí un montón de cosas y no he vuelto a pensar en ellas hasta ahora. Pero esto... —Miré la foto—. ¿Qué daño puede hacerme guardar este pequeño recordatorio?
—Ninguno, espero —respondió amablemente. Miró a Lena y a las otras—. Tu chica te está esperando —dijo con una sonrisa. Guardé la foto en el bolsillo de mi abrigo.
—Ya sé —dije, distraída—. Ya sé.
Me reuní con mis amigas, cruzamos el local atestado y subimos por la resbaladiza escalera hasta el frío cortante de la noche de febrero. Fuera del Frigate la calle estaba oscura y silenciosa; de Cable Street no obstante, llegaba el rumor lejano de una reyerta. Clientes de todos los demás bares y tabernas se disponían a emprender como nosotras, su achispado regreso a casa.
—¿No hay problemas ni tensiones —pregunté, cuando emprendimos la marcha— entre las mujeres del Chico y los vecinos de aquí?
Maggie se alzó el cuello del abrigo contra el frío y luego tomó el brazo de Miss Raymond.
—A veces —dijo—. A veces. Un día unos chicos disfrazaron a un cerdo con un gorro y lo tiraron por la escalera del sótano.
—¡No!
—Sí —dijo Nora—. Y a una mujer una vez, le abrieron la cabeza en una riña. —Pero fue por culpa de una chica —dijo Lena bostezando—, y el que le pegó era el marido de la chica...
—La verdad es —continuó Maggie— que en estos barrios hay un revoltijo tal entre judíos e hindúes, alemanes y polacos, socialistas, anarquistas, salvacionistas..., que la gente está curada de espanto.
No había terminado de hablar cuando dos tipos salieron de una casa al fondo de la calle y al vernos, al ver a Maggie y Miss Raymond cogidas del brazo, a Ruth y a Nora de la mano y el hombro de Lena apretado contra el mío, rezongaron con desprecio. Uno de ellos carraspeó según pasábamos y escupió; el otro, gritando y riendo, se cubrió con la mano ahuecada la bragueta.
Maggie me miró y se encogió de hombros. Miss Raymond para hacernos sonreír, dijo:
—Me gustaría saber si alguna vez le romperán la cabeza a una mujer por mi culpa...
—Sólo le romperán el corazón Miss Raymond —dije galantemente, y tuve la satisfacción de ver que tanto Maggie como Lena me miraban con cara enfurruñada.
El grupo se redujo a medida que avanzábamos, pues Ruth y Nora se despidieron en Whitechapel para alquilar un coche que las llevase a su piso en la City, y al llegar a Shoreditch donde vivía Miss Raymond, Maggie se miró la punta de la bota y dijo:
—Bueno, como es tan tarde creo que voy a acompañar a Miss Raymond hasta su puerta; vosotras seguid que enseguida os alcanzo...
De modo que Lena y yo nos quedamos a solas. Caminábamos a paso ligero porque hacía mucho frío, y Lena se mantenía muy junta, rodeándome el brazo con las manos. Al llegar al final de Quilter Street nos paramos como yo había hecho la primera vez que llegué allí a contemplar un momento las torres oscuras y fantasmagóricas del mercado de Columbia, y a mirar el cielo londinense sin estrellas ni luna, congestionado de niebla y de humo.
—No creo que Maggie nos alcance —murmuró Lena, mirando atrás hacia Shoreditch.
—No —dije—. Tampoco yo lo creo...
El aire de la casa cuando entramos, parecía caliente y recargado, pero no tardamos en quedarnos heladas después de habernos quitado los abrigos y visitado el retrete. Lex me había dejado la carriola hecha y una nota en la repisa de la chimenea diciendo que teníamos una tetera dentro del horno. Así era; el té estaba tan espeso y pardo que parecía salsa, pero lo tomamos, a pesar de todo. Llevamos las tazas a la sala donde hacía más calor, y extendimos las manos delante de los últimos carbones relucientes en el hogar ceniciento.
Lex había retirado las butacas para hacer sitio a mi cama y no sin cierta timidez, nos sentamos encima, una al lado de la otra; al hacerlo las ruedas se desplazaron un poco y Lena se rió. Aparte de una lámpara tenue que había encima de la mesa, la sala estaba a oscuras. Bebiendo el té mirábamos los carbones a ratos la ceniza bullía un poco en la parrilla y un carbón saltaba.
—Después del Chico, ¡qué callado está esto! —dijo Lena, en voz baja.
Yo tenía las rodillas pegadas al mentón —la cama baja se elevaba muy poco por encima de la alfombra— y giré la cara para sonreírle.
—Me alegro de que me llevaras —dije—. Creo que no he pasado una noche tan agradable desde..., no sé.
—¿No lo sabes?
—No, porque la mitad de mi placer ha sido verte contenta. Ella sonrió, y luego bostezó.
—¿No te ha parecido guapísima Miss Raymond? —me preguntó.
—Muy guapa.
No tanto como tú habría querido decirle volviendo a mirar las facciones que en otro tiempo me habían parecido simples. Oh, Len, ¡no hay nadie más guapa que tú! pero no lo dije. Y, entretanto, ella había sonreído.
—Me acuerdo de otra chica a la que Maggie cortejaba. Vivía aquí con nosotros, porque Maggie estaba compartiendo alojamiento con su hermana. Dormían aquí, y Samantha y yo estábamos arriba; y hacían tanto ruido que Mrs. Monks vino a preguntar si había alguien enfermo. Tuvimos que decirle que a Sam le dolían las muelas, cuando en realidad había estado durmiendo tan tranquila a mi lado...
Bajó la voz. Me llevé la mano al cuello para aflojar la corbata: me amargaba la idea de Len acostada junto a Samantha, arrebatada por una pasión inútil. Dije:
—¿No era difícil compartir la cama con alguien a quien amabas tanto? —¡Era durísimo! Pero también maravilloso. —¿No... la besaste nunca?
—A veces la besaba mientras ella dormía; le besaba el pelo. Tenía un pelo precioso...
Tuve entonces un vivo recuerdo de cuando yo estaba acostada con Imra, en los días en los que todavía no habíamos hecho el amor. Dije cambiando un poco de tono:
—¿Le mirabas la cara mientras dormía, con la esperanza de que soñase contigo? —¡Encendía una vela sólo para contemplarla!
—¿No tenías ganas de tocarla cuando estaba tumbada a tu lado?
—¡Pensaba en tocarla! Pero al pensarlo me moría de miedo.
—¿Pero algunas veces no te tocabas tú misma, pensando que ojalá fueran sus dedos...?
—¡Oh, y luego me avergonzaba! Una vez me apreté contra ella en la cama y ella dijo dormida: «¡Jim!» Era el nombre de su novio. Y después repitió, «¡Jim!». Con una voz que no le había oído nunca. No supe si llorar o no, pero lo que de verdad quería, ¡oh, Kara!, lo que quería era que siguiese dormida como si estuviera en trance, para poder tocarla y que creyera que yo era Jim y volviera a llamarle con aquella voz...
Respiró hondo. Un carbón de la lumbre cayó con un chasquido, pero ella no lo miró, ni yo tampoco. Nos miramos fijamente: era como si sus palabras tan tiernas, hubiesen fundido nuestras miradas y no pudiésemos despegarlas. Dije, casi riendo: «¡Jim! ¡Jim!» Ella parpadeó, y casi tiritó. Yo también me estremecí y luego sólo dije: «Oh, Len...»
Y entonces, como en virtud de algún poder oculto, la distancia entre nuestros labios pareció reducirse y desaparecer, y nos estábamos besando. Levantó la mano para tocar la comisura de mi boca: sus dedos se interpusieron entre nuestros labios prensados; sabían todavía a azúcar. Empecé a temblar tan fuerte que tuve que apretar los puños y decirme a mí misma: «¡Para de temblar! ¡Va a pensar que nunca has besado a nadie!»
Sin embargo, cuando levanté mis manos hacia ella, descubrí que Lena temblaba igual de fuerte, y cuando un momento después desplacé los dedos desde su garganta hacia la prominencia de sus pechos, se revolvió como un pez, para luego sonreír y acercarse aún más a mí. «¡Apriétame más fuerte!», dijo.
Caímos sobre la cama cuyas ruedas la deslizaron otro palmo sobre la alfombra, y desaté los botones de su camisa y apreté mi cara contra su busto y le succioné un pezón a través del algodón de su corpiño, hasta que se puso enhiesto y Len empezó a atiesarse y jadear. Volvió a ponerme las manos en la cabeza para colocarme en una posición donde poder besarme; me tumbé y me moví encima de ella y noté que Lena se movía debajo de mí, sentí sus pechos contra los míos y supe que si no me corría iba a desmayarme, pero entonces ella me dio media vuelta me levantó la falda y me puso la mano entre las piernas y me acarició con tanta suavidad y tan despacio, de un modo tan excitante, que deseé no correrme nunca...
Por fin sentí que su mano se asentaba en la más húmeda de las humedades de mi cuerpo, y me susurró algo al oído: «¿Te gusta dentro?», murmuró. La pregunta era tan gentil, tan galante, que casi me hizo llorar. «¡Oh!», exclamé, y ella volvió a besarme y al cabo de un momento noté que se movía dentro de mí, primero con un dedo, después con dos supuse, luego con tres... Tras unos segundos de presión, acabó metiendo la mano hasta la muñeca. Creo que grité; creo que temblé, jadeé y chillé al sentir la delicadeza con que torcía y retorcía sus dulces dedos debajo de mi útero...
Al alcanzar el clímax sentí una erupción y descubrí que con mi flujo le había mojado el brazo desde la punta de los dedos hasta el codo, y que ella se había corrido como por simpatía, y que con todo su peso yacía desmadejada contra mí, con las faldas mojadas. Al liberar su mano —lo que me causó otro estremecimiento—, se la agarré, la acerqué a mi cara y la besé; después nos quedamos muy calladas con los miembros muy juntos, como maquinarias que se enfrían, hasta que apaciguado el pulso, quedamos sosegadas.
Cuando Lena se levantó, se dio un coscorrón contra la mesa; sin que nos diéramos cuenta, la cama había traqueteado desde un extremo al otro de la sala. Se rió. Nos desvestimos, ella apagó la lámpara y nos metimos en enaguas debajo de las mantas. Cuando se quedó dormida le toqué las mejillas y le besé el punto de la frente donde se había lastimado.
Al despertar descubrí que todavía era de noche, aunque había aclarado. No sabía lo que me había desvelado; sin embargo al mirar alrededor vi que Lena se había incorporado un poco en la almohada y que me miraba al parecer plenamente despierta. Busqué de nuevo su mano, se la besé y sentí una especie de convulsión en mis entrañas. Ella sonrió, pero en su sonrisa había una incertidumbre que me produjo un escalofrío.
—¿Qué pasa? —murmuré. Ella me acarició el pelo.
—Sólo estaba pensando...
—¿Qué?
Ella no respondió; me incorporé a su lado, totalmente despierta yo también. —¿Qué, Lena?
—Te estaba mirando en la oscuridad; nunca te había visto dormir. Me has parecido una extraña. Y entonces he pensado que lo eres...
—¿Una extraña? ¿Cómo puedes decirme eso? ¡Has vivido conmigo más de un año!
—¡Y hasta anoche no supe que habías sido una estrella del music-hall! — contestó—. ¿Cómo has podido mantener en secreto una cosa así? ¿Por qué lo has hecho? ¿Qué más has hecho que yo no sepa? Por lo que yo sé, quizás has estado en la cárcel. Has podido estar loca. ¡Has podido ser una chapera!
Me mordí el labio pero a continuación, recordando lo amable que ella había sido con las mercenarias del Chico, dije rápidamente:
—Len, tuve una época de trotacalles. No me odiarás por eso, ¿verdad? Ella retiró al instante la mano.
—¡Trotacalles! ¡Dios mío! Claro que no te odio, pero... ¡Oh, Kara! Pensar que has sido como una de esas tristes chicas...
—No era triste —dije, y miré a otro lado—. Y si te digo la verdad..., bueno, tampoco era una chica.
—¡Tampoco una chica! —dijo—. ¿Qué quieres decir?
Rasqué con la uña el borde de seda de la manta. ¿Le contaría mi historia, la historia que había mantenido tan callada tanto tiempo? Vi su mano encima de la sábana y al sentir otro vuelco en el estómago, recordé sus dedos que me abrían, recordé su puño dentro, girando lentamente. Respiré.
—¿Alguna vez has estado en Midvale...?
Una vez que empecé, no pude parar. Se lo conté todo: de mi vida como ostrera, de Imra Ardeen por quien había abandonado a mi familia y que me había abandonado a mí a su vez, por Mike Mathews. Le hablé de mi locura; de mi mascarada; de mi vida con Mrs. Milne y Grace en Green Street donde ella me había conocido. Y por último le hablé de Andrea, de Felicity Place y de Tess.
Cuando terminé de hablar casi había amanecido; hacía más frío que nunca en la sala. Lena había escuchado en silencio todo mi relato; había empezado a fruncir el entrecejo cuando llegué a mi actividad de chapero, tras lo cual había torcido aún más el gesto. Su expresión era muy seria.
—Querías saber mis secretos... —dije. Ella apartó los ojos.
—No creí que hubiese tantos.
—Has dicho que no me odiarías por lo de venderme.
—Duele tanto pensar que hiciste esas cosas... por divertirte. Y, oh, Kara, ¡por divertirte de un modo tan cruel!
—Hace muchísimo tiempo.
—Pensar en toda la gente que has conocido... y que no tengas amigos.
—Los dejé atrás a todos.
—A tu familia. Cuando llegaste aquí dijiste que tu familia te había abandonado. ¡Pero fuiste tú la que les abandonó a ellos! ¡Cuánto pensarán en ti! ¿Nunca piensas en ellos?
—A veces, a veces.
—Y aquella señora que se encariñó tanto contigo, en Green Street, ¿no piensas en visitarlas a ella y a su hija?
—Se trasladaron e intenté encontrarlas. De todos modos estaba avergonzada, porque las había descuidado...
—Descuidado por aquella... ¿Cómo se llamaba?
—Andrea.
—Andrea. ¿La querías tanto entonces?
—¿Quererla? —Me incorporé sobre un codo—. ¡La odiaba! ¡Era una especie de diablo! Ya te lo he dicho...
—Pero te quedaste con ella mucho tiempo...
De pronto me sentí asfixiada por mi propia historia y por el sentido que Lena extraía de ella.
—No puedo explicarlo —dije—. Tenía un poder sobre mí. Era rica. Tenía... cosas.
—Primero me dijiste que un hombre te había expulsado de su casa. Luego, que fue una mujer. Pensé que habías perdido a una chica...
—La había perdido, pero era Imra y hacía años de eso.
—Y Andrea era rica, y le dejaste que te golpeara y te pusiera un ojo morado. Y luego te puso de patitas en la calle porque... besaste a su criada. —Su tono había ido endureciéndose—. ¿Qué fue de ella?
—No lo sé. ¡No lo sé!
Guardamos silencio un rato y la cama, de repente, pareció estrechísima. Lena miró al cuadrado de luz en la cortina de la ventana y yo miré a Lena desconsolada. Se llevó un dedo a la boca para morderse una uña y yo levanté la mano para impedírselo, pero ella me apartó de un empujón el brazo y se levantó.
—¿Adónde vas? —pregunté.
—Arriba. Quiero sentarme a pensar un poco.
—¡No! —exclamé, y en aquel momento Kieran despertó en su cuna de arriba y empezó a llamar a su madre. Me lancé sobre Lena, le agarré de la muñeca y sin hacer caso del llanto del bebé, la tumbé de espaldas y la presioné contra la cama—.
—Ya sé lo que vas a hacer —dije—. ¡Quieres pensar en Samantha!
—¡No puedo evitar pensar en ella! —respondió, compungida—. No puedo evitarlo. Y tú..., tú eres exactamente igual sólo que no lo sabes. No me digas..., ¡no me digas que anoche no pensabas en ella, en Imra, cuando me besabas!
Respiré hondo... y titubeé. Era verdad lo que ella decía. Imra había sido la primera a la que había besado con todo mi ardor; y era como si después tuviera impresos en mis labios el sabor y el color y la forma de sus besos. Ni el esperma ni las lágrimas de todos aquellos cabrones lacrimosos de Soho ni el vino y las caricias húmedas de Felicity Place habían borrado el rastro de sus besos. Yo siempre lo había sabido, pero no me había importado con Andrea ni con Tess. ¿Por qué habría de importarme con Lena?
¿Por qué preocuparme de en quién pensara ella mientras me besaba?
—Lo único que sé —dije por fin— es que nos habríamos muerto si no nos hubiéramos acostado esta noche. ¿Y ahora me dices que no debemos acostarnos nunca más después de esto, que ha sido tan maravilloso...?
Aún la tenía aprisionada contra la cama y Kieran seguía llorando; pero de golpe, en virtud de algún milagro, su llanto cesó... y Lena por su parte, se ablandó entre mis brazos y apretó la cabeza contra mí.
—Me gustaba imaginarte como a Venus en una concha —dijo quedamente—. No he pensado nunca en las novias que has tenido antes de venir aquí...
—¿Por qué tienes que pensar en ellas ahora?
—¡Porque piensas tú! ¿Y si Imra apareciera y te pidiese que volvieras con ella? —No aparecerá. Imra se ha ido Len. Como Samantha. Créeme, ¡no hay ninguna posibilidad de que Samantha vuelva! —Comencé a sonreír—. Y si lo hace, puedes irte con ella y no diré una palabra. Y si Imra viene a buscarme a mí tú harás lo mismo. Y supongo que entonces las dos tendremos nuestro paraíso... y nos saludaremos desde nuestras nubes separadas. Pero hasta entonces, hasta entonces, Len, ¿no podemos seguir besándonos y estar contentas?
Sabiendo cómo son las promesas de amor, me figuro que aquélla fue bastante curiosa: pero éramos chicas con historias curiosas, chicas con un pasado similar a una caja cuya tapadera encaja mal. Teníamos que cargar con ella pero transportarla con mucho cuidado. Nos iría muy bien pensé, mientras Lena suspiraba y levantaba los brazos hacia mí, todo iría bien siempre que no se derramase el contenido de las cajas.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora