Capitulo 11

268 28 2
                                    

(1/5)

El estreno en el Brit fue el 26 de diciembre, y antes de esa fecha ensayamos durante semanas. Así pues, nos habíamos saltado la Navidad, y cuando mamá me escribió —como había hecho el año anterior— para pedirme que la pasara en casa, tuve que mandarle otra nota de disculpa diciendo que otra vez estaba muy ocupada. Hacía casi un año y medio que me había marchado: un año y medio desde la última vez que vi el mar y que había tomado una cena decente de ostras frescas. Era mucho tiempo, y por muy deprimida y rencorosa que me hubiese dejado la carta de Alex, no podía evitar añorarles y preguntarme cómo estarían. Un día de enero topé casualmente con mi viejo baúl de hojalata, con su esmaltada inscripción amarilla. Levanté la tapa... y encontré el mapa de Kent que Clark había pegado en la cara interior y en el que Midvale estaba señalado con una flecha ya descolorida. «Para enseñarme dónde estaba mi hogar, por si lo olvidaba.» Lo había dicho en broma; ninguno de ellos habría pensado que pudiera olvidarles. Ahora, sin embargo, debían de creer que lo había hecho.

Cerré de golpe el baúl; había notado que se me humedecían los ojos. Cuando Imra acudió corriendo a ver qué había sido aquel ruido, me encontró llorando.

—Eh —dijo, y me rodeó con el brazo—. ¿Qué pasa? ¿Son lágrimas?

—Me he acordado de mi casa —dije, entre sollozos—, y de repente he querido volver.

Ella me tocó la mejilla, se llevó los dedos a los labios y se los lamió.

—Agua de mar pura —dijo—. Por eso tienes añoranza. Me asombra que hayas podido sobrevivir hasta ahora lejos del mar, sin resecarte como un alga vieja. No debería haberte sacado nunca de la bahía de Midvale. Miss Sirena...
Sonreí al oír que empleaba el apodo que creí que había olvidado; luego suspiré.
—Me gustaría volver para un par de días... —dije.

—¡Un par de días! ¡Me moriré sin ti!

Se rió y miró a otro lado. Supuse que en parte estaba bromeando, pues en todos los meses que llevábamos juntas no nos habíamos separado ni siquiera una noche. Sentí aquella antigua opresión en el pecho y besé a Imra rápidamente. Ella levantó las manos para abarcarme la cara, pero de nuevo apartó la vista.

—Si te entristeces así, tienes que irte —dijo—. Me apañaré sola.

—También a mí me fastidia —dije. Mis lágrimas se habían secado; ahora era yo la que la estaba consolando—. De todos modos, no podré irme hasta que terminemos en Hoxton... y faltan unas semanas.
Ella asintió, pensativa.
Faltaban, en efecto, algunas semanas, pues La cenicienta estaba programada hasta Pascua; sin embargo, a mediados de febrero, de un modo súbito e inesperado, recobré la libertad. Hubo un incendio en el Britannia. En aquellos tiempos siempre había incendios en los teatros; salas que ardían hasta sus cimientos y luego se reconstruían mejor que antes y nadie decía nada. El incendio en el Brit había sido pequeño y no hubo ningún herido, pero habían tenido que evacuar el local y había habido problemas con las salidas; más tarde acudió un inspector, examinó el edificio y dijo que había que añadir una nueva puerta de emergencia. Cerró el teatro mientras se hacían las obras: se devolvieron las entradas, se formularon disculpas y nos dieron media semana de vacaciones.

Apremiada por Imra —porque de pronto había perdido el miedo a que me fuera—, aproveché la oportunidad. Escribí a mi madre y le dije que, si todavía estaban dispuestos a acogerme, llegaría a casa al día siguiente —era un domingo— y me quedaría hasta la noche del miércoles. Luego fui a comprar regalos para mi familia: en definitiva, me parecía emocionante la idea de volver a Midvale al cabo de tanto tiempo con un paquete de regalos de Londres...

Aun así, me costó separarme de Imra. —¿Estarás bien? —le dije—. ¿No te sentirás sola?

—Me sentiré tremendamente sola. ¡Supongo que cuando vuelvas me habré muerto de soledad!

—¿Por qué no vienes conmigo? Podríamos coger un tren más tarde... —No, Kar; tienes que ver a tu familia sin mí. —Pensaré en ti cada minuto.
—Y yo pensaré en ti...
—Oh, Imra...

Se había estado golpeteando el diente con la perla del collar; cuando junté mi boca con la suya noté la perla dura y fría entre sus labios. Me dejó besarla y luego movió la cabeza de tal forma que nuestras mejillas se tocaron; me rodeó la cintura con los brazos de una forma ardiente: como si me quisiera más que a nada en el mundo.

Cuando entré en Midvale aquella mañana, la ciudad parecía muy cambiada: muy pequeña y gris, y con un mar más vasto y un cielo más bajo y menos azul de lo que recordaba. Me asomé a la ventanilla del vagón para contemplarla y vi a mi padre y a Clark en la estación un momento antes de que ellos me vieran. Hasta ellos parecían distintos —sentí al pensarlo una ráfaga de amor entristecido y de pena extraña—: papá un poco más viejo y encogido; Clark ligeramente más robusto y con la cara más colorada.

Se acercaron corriendo por el andén cuando me vieron apearme del tren. —¡Kara! ¡Mi queridísima niña...!

Era papá; nos abrazamos torpemente, porque yo estaba cargada de paquetes y llevaba un sombrero envuelto en un velo. Uno de los paquetes cayó al suelo, él se agachó a recogerlo y se apresuró a ayudarme con los restantes. Clark, entretanto, me cogió de la mano y me besó la mejilla a través de la malla de! velo.

—Pero mírala —dijo—. De punta en blanco! Toda una señorita, ¿eh, papá?
Se le puso la mejilla más roja que nunca.

Mi padre se enderezó y me inspeccionó antes de dirigirme una amplia sonrisa que pareció tensarle un poco los rabillos de los ojos.

—Muy elegante —dijo—. A tu madre le costará reconocerte.

Supongo que, en efecto, debía de parecer un poco peripuesta, pero no había pensado en ello hasta el último momento. Toda mi ropa era de calidad en aquella época, porque hacía tiempo que me había desprendido de aquellas prendas infantiles y heredadas con que había salido de mi casa. Sólo había pretendido estar bonita aquella mañana. Pero entonces me sentí cohibida.

Este sentimiento no disminuyó mientras recorría del brazo de mi padre la pequeña distancia hasta nuestra ostrería. La casa me pareció más destartalada que nunca. Las tablas de chilla encima del restaurante enseñaban ahora más madera que pintura azul, y el letrero —Ostras Danvers, las mejores de Kent— colgaba de una charnela y el agua de lluvia, al empaparlo, lo había agrietado. La escalera que subimos era oscura y estrecha, el cuarto al que llegué más pequeño y atestado de lo que hubiera creído posible. ¡Lo peor era que la calle, la escalera, el cuarto, la gente que había dentro, todo apestaba a pescado! Era un hedor tan familiar para mí como el olor de mi propia axila, pero en aquel momento me sobresaltó pensar que siempre había vivido con él y lo había considerado normal.

Espero que mi sorpresa pasara inadvertida en el bullicio general de mi llegada. Presumía que mi madre y Alex me estarían esperando: estaban, pero también media docena de personas, cada una de las cuales lanzó una exclamación al verme aparecer y se adelantó (menos Alex) para abrazarme. Tuve que sonreír y someterme a tantos apretujones y palmadas que me quedé casi sin aliento. Allí estaba Lois —que seguía siendo la novia de mi hermano—, con una expresión más insolente que nunca; también había venido a recibirme la tía Ro, junto con su hijo, mi primo George, y su hija, mi prima Liza, y el bebé de Liza, sólo que ya no era un bebé, sino un niño con volantes. Vi que Liza estaba embarazada de nuevo; creo que me lo habían dicho en una carta, pero lo había olvidado.

Una vez terminados todos los saludos, me quité el sombrero y mi pesado abrigo. Mamá me miró de arriba abajo. Dijo:

—¡Santo cielo, Kara, qué alta y qué guapa estás! Creo que estás casi más alta que tu padre.

Yo me sentía alta en aquella habitación diminuta y abarrotada de gente; pero pensé que difícilmente podría haber crecido. Era sólo que me mantenía muy derecha. Miré alrededor —con un cierto orgullo, a pesar de mi torpeza—, encontré un asiento y sirvieron el té. Aún no había cruzado una sola palabra con Alex.

Mi padre me preguntó por Imra, y le dije que ella estaba bien. ¿Dónde actuaba ahora?, me preguntaron. ¿Dónde vivíamos?, preguntó Rosina; ¿era cierto lo que se contaba de que yo también trabajaba en el teatro...? A lo cual yo respondí solamente que «algunas veces actuaba con Imra».

—¡Vaya, fíjate!
No sabría decir qué escrúpulo me impelía a ocultarles mi éxito. Creo que era porque mi trabajo —como he dicho— estaba estrechamente asociado con mi amor; no soportaba la idea de dejarles que fisgaran al respecto, o de que pusieran mala cara o se lo contaran a otros, negligentemente...

Ahora supongo que era una especie de gazmoñería; de hecho, no llevaba con ellos más de media hora cuando George, mi primo, exclamó: «¿Qué ha pasado con tu acento, Kara? Hablas como una señoritinga.» Le miré con auténtica sorpresa y me escuché la siguiente vez que hablé. Era verdad, mi voz había cambiado. No era afectada, como él había afirmado, pero sin duda la gente de teatro tiene un cierto deje: una mezcla imprevisible y algo extraña de todos los acentos de las salas, desde el verdulero hasta el lion comique, y yo, sin darme cuenta, lo había adquirido. Hablaba un poco como Imra; de vez en cuando, incluso como Mike. No me había percatado hasta entonces.

Tomamos el té; hubo muchos mimos para el niño de Liza. Alguien me lo pasó para que le atendiera; pero cuando le cogí, empezó a llorar.

—¡Oh, pequeñín! —dijo mi madre, haciéndole cosquillas—. Tu tía Kara va a pensar que eres un niño llorón. —Le agarró del brazo y se lo zarandeó—. ¡Choca esa mano con la tía Kara, como un caballero!

Él tiraba de la cadera de mi madre, como de una gran pistola inflada que en cualquier momento pudiese dispararse, pero yo, prestamente, así sus dedos con los míos y se los apreté. Naturalmente, él se soltó de un tirón y lloró más fuerte. Todo el mundo se rió. George cogió al niño y lo levantó tan alto que rozó con el pelo el yeso agrietado y amarillento del techo.

—¿Quién es un soldadito? —dijo.
Miré a Alex y ella rehuyó mi mirada.

El niño se calmó por fin; la habitación se caldeó. Vi a Lois inclinarse hacia mi hermano y susurrarle algo; cuando él asintió, ella tosió. Dijo:

—Kara, no te habrás enterado de la buena noticia.

La miré con atención. Se había quitado la chaqueta y advertí que llevaba los pies descalzos enfundados en unas medias de lana. Parecía muy a sus anchas.

Extendió la mano. En el dedo anular de la izquierda había una fina banda de oro, con una piedra minúscula engastada: un zafiro o un diamante, era demasiado pequeña para verlo. Un anillo de pedida.
Me sonrojé —no sé por qué— y forcé una sonrisa.
—¡Oh, Lois! Me alegro. ¡Clark! Eres un encanto.

No me alegraba; no era un encanto; la idea de tener a Lois por cuñada —¡de tener una cuñada!— era especialmente horrible. Pero debí de parecer complacida, porque los dos se pusieron rosas y engreídos.
Entonces la tía Rosina señaló con un gesto mi mano.

—No hay señal de un anillo en tu dedo todavía, ¿eh, Kara? Vi que Alex se removía en su asiento y moví la cabeza: —Todavía no, no.

Mi padre abrió la boca para decir algo; me resultaba insufrible, sin embargo, que la conversación discurriera por aquel cauce concreto. Me levanté y recogí mis maletas.
—Os he comprado a todos unas cosas de Londres —dije.

Hubo murmullos y exclamaciones de sorpresa interesadas. Mamá dijo que no debería haberles comprado nada, pero buscó sus gafas y adoptó una expresión expectante. Primero me dirigí a mi tía y le entregué una bolsa llena de paquetes. «Son para el tío Jor-el, para Adam y las chicas. Esto es para ti.» Luego le tocó a George: le había comprado una petaca de plata. Luego a Liza y al bebé... Recorrí la habitación llena de gente y terminé con Alex: «Esto es para ti.» Su paquete —un sombrero dentro de su caja— era el más grande de todos. Lo tomó con la sonrisa más leve, tiesa y seria del mundo, y empezó a desatar las cintas con lentitud y afectación.
Todo el mundo menos yo tenía su regalo. Me senté a observar cómo abrían los paquetes, mordiéndome los nudillos y sonriendo a hurtadillas. Uno tras otro aparecieron los objetos, que fueron volteados y examinados a la luz del final de la mañana. En la habitación se instauró el silencio.

—Créeme, Kara —dijo mi padre—, estamos orgullosos de ti.

Le había comprado un reloj grueso y reluciente como el que llevaba Mike; lo tenía en la mano y parecía brillar más que nunca contra su palma roja y la lana desvaída de su chaqueta. Se rió.
—Con esto voy a parecer todo un señor, ¿no?

Pero su risa no sonó del todo natural.

Miré a mi madre. Su regalo era un cepillo con el dorso de plata y un espejo de mano a juego: los tenía envueltos en su regazo, como si tuviera miedo de cogerlos. Pensé al instante —lo que no se me había ocurrido en Oxford Street— en lo mal que encajarían con sus frascos de perfume baratos y de colores, su tarro de crema facial y la cómoda vieja, con sus tiradores de cristal mellados. Captó mi mirada y vi que ella había pensado lo mismo. «La verdad, Kara...», dijo, y sus palabras fueron casi un reproche.

En toda la habitación se oían murmullos de la gente comparando los regalos. La tía Rosina miraba parpadeando el par de pendientes de granate que sostenía en la mano. George tocaba su petaca y me preguntó, algo nervioso, si yo había ganado en las apuestas de caballos. Sólo Lois y mi hermano parecían muy contentos con sus obsequios respectivos. A Clark le había comprado un par de zapatos cosidos a mano y blandos como mantequilla; estaba tamborileando en las suelas con los nudillos, y luego pasó por encima de los envoltorios de papel y cuerdas para acercarse a besarme en la mejilla.

—Eres una joya —dijo—. Me los pondré el día de mi boda y seré el tío mejor calzado de Kent.

Sus palabras parecieron recordar a todos sus modales, y de repente se levantaron para besarme y darme las gracias, y hubo un arrastrar de pies general y avergonzado. Miré por encima del hombro para ver dónde estaba Alex. Había quitado la tapa de la sombrerera, pero no había sacado el sombrero, sino que la sostenía, apática, en los dedos. Clark me vio mirándola.

—¿Qué te ha regalado a ti, hermanita? —le dijo. Cuando ella, de mala gana, ladeó la caja pata que él viera lo que había dentro, Clark silbó—. ¡Qué preciosidad! Con una pluma de avestruz y un diamante en el ala. ¿No vas a probártelo?

—Sí, más tarde —dijo ella.
Todo el mundo se volvió a mirarla.

—¡Oh, qué sombrero tan bonito! —dijo Lois—. Y qué rojo más precioso, ¿Cómo llaman a este tono, Kara?

—Rojo búfalo —dije, consternada; no me habría sentido más idiota si les hubiera regalado a todos un montón de porquerías, carretes de hilo y cabos de vela, mondadientes y guijarros, envueltas en papel y cintas de seda.
Lois no lo advirtió.

—¡Rojo búfalo!—exclamó—. Anda, Alex, sé buena y póntelo para que te veamos.

—Sí, venga, Alex —dijo Rosina—. Si no, Kara pensará que no te gusta.
—No importa —dije, rápidamente—. Que se lo pruebe más tarde.

Pero George se había plantado de un salto ante la silla de Alex, le había quitado el sombrero y trataba de ponérselo en la cabeza.

—Vamos —dijo—. Quiero ver si pareces un búfalo con esto.

—¡Suelta! —dijo Alex. Hubo una escaramuza. Cerré los ojos, oí costuras que se desgarraban y cuando volví a mirar mi hermana tenía el sombrero en el regazo y George tenía la mitad de la pluma de avestruz en los dedos. La esquirla de diamantes se había desprendido y se había perdido.

El pobre George tragaba saliva y tosía; Rosina dijo con voz severa que ya podía sentirse satisfecho. Liza cogió el sombrero y la pluma y patosamente intentaba unirlos: «¡Un sombrero tan bonito», dijo. Alex empezó a respirar por la nariz, se tapó los ojos con las manos y salió corriendo de la habitación. Papá dijo: «¡Y ahora esto!»; seguía teniendo el reloj reluciente en la mano. Mamá me miró y movió la cabeza. «Qué pena», dijo. «¡Oh, Kara, qué pena!»

En su momento Rosina y los primos se marcharon y Alex, todavía con los ojos bastante hinchados, salió a visitar a una amiga. Llevé mi equipaje a mi antiguo cuarto y me lavé la cara; cuando bajé, un poco más tarde, los regalos que había llevado habían sido recogidos y guardados, y Lois ayudaba a mi madre a pelar y cocer patatas en la cocina. Me ahuyentaron cuando me ofrecí a ayudarlas, diciendo que yo era una invitada, así que me senté en compañía de mi padre y de Clark, que parecían pensar que yo me sentiría a gusto si no variaban sus costumbres y se escondían detrás de los periódicos del domingo.

Después de comer, salí a dar un paseo hasta Tankerton y me senté a tirar piedras al agua. El mar estaba gris como el plomo; a lo lejos había un par de yolas y gabarras: navegando hacia Londres, donde estaba Imra. Me pregunté qué estaría haciendo, aparte de añorarme.

A la hora del té aparecieron más primas para agradecerme los regalos y suplicarme que les enseñara mi bonita ropa nueva. Sentadas en el piso de arriba, les enseñé mis vestidos, el sombrero con velo y mis medias pintadas. Hablamos de chicos. Supe que Alex —les asombró que ella no me lo hubiese dicho— había roto con Maxwell Lord, el del Palace, y había empezado a salir con un chico que trabajaba en el astillero; era mucho más alto que Maxwell, me dijeron, pero no tan divertido. Adam, mi antiguo novio, salía con otra chica, y era probable que se casara con ella... Cuando me preguntaron, de nuevo, si tenía un pretendiente, dije que no; pero titubeé al contestar, y sonrieron. Había alguien, me apremiaron; y yo asentí, para que se callasen.

—Había un chico. Tocaba la corneta en una orquesta... Miré a otro lado, como si me apenara pensar en él, y noté que ellas cruzaban miradas significativas.

¿Y qué era de Miss Ardeen? Tenía novio, sin duda... —Sí, se llama Mike...

Me odié por decir esto, ¡pero también pensé en cuánto se reiría Imra cuando se lo contase!

Me había olvidado de que mis primas se acostaban temprano. Se fueron a las diez; a las diez y media los demás empezaron a bostezar Clark acompañó a Lois a su casa y Alex nos dio las buenas noches. Papá se levantó y se estiró; luego se me acercó y me rodeó el cuello con el brazo.

—Es una delicia tenerte otra vez en casa, Kara. ¡Y te has puesto guapísima!

Mi madre me sonrió; fue la primera sonrisa de verdad que vi en su cara aquel día, y entonces supe lo mucho que le alegraba estar de nuevo en casa con toda mi familia.

Pero esta alegría no duró mucho. Unos minutos más tarde les deseé buenas noches y por fin me encontré a solas con Alex, en nuestro —en su cuarto—. Estaba acostada, pero con la lámpara todavía encendida y los ojos abiertos. No me desvestí, sino que me quedé con la espalda recostada en la puerta hasta que ella me miró.

—Siento lo del sombrero —dijo.
—No tiene importancia.
Me acerqué a la silla junto a la chimenea y empecé a desatarme las botas.
—No deberías haber gastado tanto —continuó.
Hice una mueca.

—Ojalá no lo hubiera hecho.

Me descalcé, dejé a un lado los zapatos y empecé a soltar los ganchos de mi vestido. Ella había cerrado los ojos y no parecía tener ganas de seguir hablando. Detuve los movimientos de mi mano y la miré.
—Tu carta fue horrible —dije.
—No quiero hablar de nada de eso —respondió rápidamente, girando la cara—.
Te dije lo que pensaba. No he cambiado de opinión.
—Yo tampoco.

Tiré más fuerte de los ganchos, me quité el vestido y lo colgué del respaldo de la silla. Estaba de mal humor y en absoluto cansada. Cogí una de mis bolsas y saqué un cigarrillo, y cuando rasqué la cerilla para encenderlo, Alex levantó la cabeza. Me encogí de hombros. «Otra costumbre asquerosa que me ha enseñado Imra.» Lo dije como una corista descarada y bruja.
Me quité el resto de la ropa, me metí el camisón por la cabeza y entonces me acordé del pelo. No podía dormir con la trenza atada. Volví a mirar hacia Alex — había palidecido al oír mis palabras, pero seguía observándome— y solté las horquillas hasta aflojar el moño. Por el rabillo del ojo vi que ella se quedaba boquiabierta. Pasé los dedos por mis mechones lacios y rapados; esta acción —y el cigarrillo que acababa de fumar— me produjo un sosiego delicioso.

—No se nota que es falsa, ¿verdad? —dije.
Alex se había incorporado y aferraba las mantas delante de su cuerpo.

—No hace falta que pongas esa cara de horror —dije—. Te lo conté todo, te escribí y te lo dije: yo también actúo. Ya no soy la ayudante de Imra. Ahora salgo al escenario y hago lo que hace ella. Canto, bailo...

—No lo escribiste como si fuera cierto —dijo—. ¡Si fuera verdad nos habríamos enterado! No te creo.

—Me da igual que me creas o no.
Ella movió la cabeza.

—Cantar —dijo—. Bailar. Es una vida de furcia. No podrías. No deberías... —Lo hago —dije, y para demostrarle que hablaba en serio me levanté el

camisón y di unos pasos por la alfombra.

El baile, como la trenza, pareció asustarla. Cuando volvió a hablar fue en tono de amargura; pero las lágrimas que se le agolpaban le pusieron la boca pastosa.

—Supongo que así te levantas las faldas, ¿no? ¡Y qué enseñas las piernas en el escenario para que todo el mundo las mire!

—¿Las faldas? —reí—. Por el amor de Dios, Alex, ¡no llevo faldas! No me he rapado el pelo para llevar un vestido. Llevo pantalones. ¡Pantalones de hombre!

—¡Oh! —dijo ella. Se había echado a llorar—. ¡Qué desfachatez! ¡Qué cosa más horrible, delante de extraños!

—Te parecía estupendo cuando lo hacía Imra —dije.

—¡Imra nunca ha hecho nada bueno! Te llevó de aquí y te ha cambiado. No te conozco. ¡Ojalá no te hubieras ido con ella... o no hubieras vuelto!

Se tumbó, se subió las mantas hasta la barbilla y lloró; y como no conozco a ninguna chica a la que no le conmueva hasta las lágrimas ver llorar a su hermana, me tendí a su lado en la cama y me empezaron a escocer los ojos.
Pero en cuanto me notó cerca se despegó de un brinco.

—¡No te me acerques! —gritó, y se escabulló. Lo dijo con una pasión tan sincera, con tanto horror y congoja, que no pude por menos de obedecerla y la dejé tenderse en el borde frío de la cama. Sus temblores cesaron enseguida y guardó silencio; a mí se me secaron los ojos y se me endureció otra vez la cara. Extendí la mano hacia la lámpara y la apagué; me tumbé sin decir nada.

La cama, que había estado helada, se calentó. Empecé a desear que Alex se diese la vuelta y me hablara. Luego empecé a desear que Alex fuese Imra. Luego me puse a pensar —¡no pude evitarlo!— en todo lo que haría con Alex si fuese Imra. La fuerza súbita de mi deseo me turbó. Recordé todas las veces en que había estado allí acostada e imaginado cosas semejantes antes de que Imra y yo nos hubiésemos besado. Me acordé de la primera vez que había dormido con ella en Ginebra Road, cuando yo sólo estaba acostumbrada a compartir la cama con mi hermana. El cuerpo de Alex ahora se me hacía extraño; me parecía impropio y peregrino, en cierto modo, estar acostado tan cerca de alguien y no besarle y acariciarle...

Pensé de pronto: ¿Y si me quedo dormida, me olvido de que no es Imra y le pongo una mano o un pie encima...?
Me levanté, me puse el abrigo por encima de los hombros y fumé otro cigarrillo. Alex no se movió.

Miré mi reloj, entornando los ojos: las once y media. Me pregunté otra vez qué estaría haciendo Imra; y envié a Stamford Hill un mensaje mental a través de la noche, para que ella hiciera un alto en lo que estuviera haciendo y se acordara de pensar en mí, en Midvale.

Tras aquel pobre comienzo, mi visita no fue muy lucida. Había llegado un domingo y los días siguientes, naturalmente, eran laborables. La primera noche no me dormí hasta muy tarde, pero a la mañana desperté cuando lo hizo Alex, a las seis y media, y me obligué a levantarme y a desayunar con los demás en la mesa de la sala. Después, sin embargo, no supe si ofrecerme a asumir mis antiguas tareas en la cocina, con el cuchillo de abrir ostras; no sabía si les gustaría o esperarían que lo hiciera, y ni siquiera si yo podría soportarlo. Al final bajé con ellos y descubrí que mi ayuda ya no les hacía falta, porque tenían contratada a una chica para abrir y desbarbar las nativas, y al parecer era tan rápida como yo lo había sido. Permanecí a su lado —era bastante bonita— y abrí con un cuchillo desganado alrededor de una docena de conchas... Pero el agua me helaba y me picaban las manos, y pronto opté por sentarme a mirar; luego cerré los ojos, descansé la cabeza en mis brazos y escuché el rumor de cotilleo que venía del restaurante y el burbujeo de las ollas...

En suma, me quedé dormida, y sólo me desperté cuando mi padre, al pasar presurosamente por delante, tropezó con mis faldas y derramó una cazuela de jugo. Entonces me sugirieron que me fuera arriba; para no estorbar, quisieron decir. De modo que me pasé la tarde sola, leyendo a ratos el Illustrated Police News y a ratos caminando por la sala para mantenerme despierta, y preguntándome, con toda franqueza, para qué habría vuelto a casa.

Al día siguiente fue todavía peor, si es que era posible que lo fuese. Mamá me dijo sin rodeos que ni se me ocurriera estropear mi vestido y lastimarme las manos tratando de ayudarles en la cocina; que estaba allí de vacaciones, no para trabajar. Yo había leído el Police News de cabo a rabo; lo único que me quedaba por leer era el Fish Trades Gazette de mi padre, y no soporté la idea de pasarme un día encerrada arriba con esta revista. Volví a ponerme mi traje de viaje y salí a pasear; salí tan temprano que hacia las diez ya había recorrido el camino de ida y vuelta a Seasalter. Por fin, desesperada por encontrar un pasatiempo, cogí el tren a Canterbury, y mientras mis padres y mi hermana trabajaban en la ostrería, yo pasé el día como una turista, vagando por los claustros de una catedral que no me había molestado en visitar en todos los años que había vivido tan cerca de ella.

Pero en el trayecto a la estación pasé por delante del Palace. Me pareció muy
distinto, ahora que conocía muchas salas; y cuando me acerqué a los carteles para ver el programa, vi que todos los espectáculos eran de segunda fila. Las puertas, por supuesto, estaban cerradas, y el vestíbulo oscuro, pero no pude resistir la tentación y di la vuelta hasta la puerta del escenario y pregunté por Maxwell Lord.

Llevaba puesto mi sombrero con velo: no me reconoció al verme. Cuando por fin lo hizo, sonrió y me besó la mano.
—¡Kara! ¡Qué alegría!

Él, por lo menos, no había cambiado nada. Me llevó a su despacho y me invitó a sentarme. Dije que estaba allí de visita, y que me habían mandado que saliera a entretenerme. También le dije que lamentaba lo de su ruptura con Alex. Él se encogió de hombros.

—Sabía que nunca se casaría conmigo. Pero la echo de menos; era una preciosidad de chica, aunque no tanto, sí me permites decírtelo, como ha resultado su hermana...

No me importó, porque sólo estaba coqueteando; de hecho, era más bien agradable que me piropease un antiguo novio de Alex. Le pregunté por el teatro; qué tal iba, quién había actuado, qué canciones habían cantado. Al final, Maxwell cogió un lápiz que estaba en el escritorio y empezó a juguetear con él.

—¿Y cuándo tendremos aquí otra vez a Miss Ardeen? —preguntó—. Tengo entendido que formáis buena pareja. —Le miré fijamente y noté que se me enrojecían las mejillas; pero Maxwell, naturalmente, sólo se refería a nuestro programa—. He oído que trabajáis juntas, y que sois un buen equipo, según dicen.

Sonreí.

—¿Cómo te has enterado? Soy muy reservada con mi familia a este respecto. —Leo el Era, ¿no? «Imra Ardeen y Miss Zor-el». Sé reconocer un nombre artístico... Me reí.

—Oh, ¿no es divertido, Maxwell? ¿No es algo maravilloso? Ahora estamos haciendo La cenicienta en el Britannia. Imra es el príncipe y yo hago de Dandini. Tengo que hablar, cantar, bailar, darme palmadas en el muslo y toda la pesca, con tirantes de terciopelo. ¡Y el público se vuelve loco!

Sonrió al verme complacida; ¡era una delicia que por fin me permitiesen mostrarme satisfecha de mí misma! Después movió la cabeza.

—Por lo que he oído decir, tu familia no sabe de la misa la media. ¿Por qué no les dejas que te vean en el escenario? ¿Por qué tanto secreto?

Me encogí de hombros y luego titubeé.
—A Alex no le gusta Imra... —dije.

—Y tú y Imra: ¿ella te sigue teniendo en el bolsillo? ¿Estás tan embobada con ella como estabas? —Yo asentí; él resopló—. Entonces, es una chica con suerte...

Parecía que de nuevo estaba coqueteando, pero tuve la impresión extrañísima, también, de que sabía más de lo que decía... y de que no le importaba un comino.
—La afortunada soy yo... —respondí, y sostuve su mirada.

Él tamborileó con el lápiz en el papel secante.
—Quizás —dijo, con una mueca.
Estuve en el Palace hasta que se hizo evidente que Maxwell tenía otros asuntos que atender, y entonces me despedí. Una vez en la calle, permanecí delante de las puertas del vestíbulo, reacia a renunciar a la peste de cerveza y maquillaje y a comparar los olores totalmente distintos de Midvale, la ostrería y nuestra casa. Me había hecho bien hablar de Imra; tanto fue así que más tarde, sentada a la mesa de la cena, entre Alex callada y la odiosa Lois, con su zafiro destellante y diminuto, la añoré más todavía. Tenía que pasar otro día en familia, pero pensé que no podría aguantarlo. A la hora del postre dije que había cambiado de idea y que tomaría el tren de la mañana, en vez del de la noche; que me había acordado de que tenía cosas que hacer en el teatro y que no podía postergarlas hasta el jueves.

No pareció sorprenderles, aunque mi padre dijo que era una lástima. Más tarde, cuando les di el beso de buenas noches, él carraspeó.

—Así que te vuelves a Londres por la mañana, y apenas he tenido tiempo de echarte un buen vistazo —dijo. Yo sonreí—. ¿Lo has pasado bien con nosotros, Kara?
—Oh, sí.
—¿Y te cuidarás bien en Londres? —preguntó mi madre—. Está muy lejos.
—No tanto —dije, riéndome.
—Lo suficiente para no haberte visto en un año y medio —dijo ella.

—He estado ocupada —dije—. Las dos hemos estado ocupadísimas.
Asintió, no muy impresionada: ya se lo había dicho en mis cartas.

—Procura que no pase tanto tiempo sin volver a casa. Es muy agradable recibir tus paquetes; ha sido muy agradable que nos hagas regalos, pero preferimos tenerte a ti que un cepillo o un par de botas.

Aparté la mirada, avergonzada; todavía me duraba la sensación de idiota al pensar en los regalos. Aun así, no me parecía que ella tuviese que ser tan áspera, tan dura al recordármelo.

Habiendo tomado la decisión de partir antes, me invadió la impaciencia. Hice mi equipaje por la noche y a la mañana siguiente me levanté incluso más temprano que Alex. A las siete, cuando retiraron las cosas del desayuno, estaba ya lista para marcharme. Les abracé a todos, pero mi partida no fue tan triste ni tan dulce como lo había sido la primera vez que les dejé; y esta vez no tenía la premonición de algo venidero que la hiciera más triste. Clark estuvo amable y me hizo prometerle que asistiría a su boda, y dijo que si yo quería podría llevar a Imra, lo cual me impulsó a quererle más. Mamá sonrió, pero su sonrisa fue tensa; Alex se mostró tan fría que al final le volví la espalda. Sólo mi padre me abrazó como si realmente le apenase que me fuera; y supe que hablaba en serio cuando me dijo que me echaría de menos.
Me fui sola a la estación, pues esta vez no pudieron prescindir de nadie para que me acompañara. No miré a Midvale ni al mar cuando el tren arrancó; no pensé, desde luego, que no volvería a verlos durante años y años; y me avergüenza decir que de haberlo pensado no me habría preocupado mucho. Sólo pensaba en Imra. Eran sólo las siete y media; sabía que ella se levantaría a las diez, y tenía pensado darle una sorpresa: entrar en nuestras habitaciones de Stamford Hill y meterme sigilosamente en su cama. El tren circulaba a través de Faversham y Rochester. Ya no estaba impaciente. No necesitaba estarlo. Sentada en mi asiento, me limité a pensar en su cuerpo caliente y dormido, al que pronto abrazaría; me imaginé su placer, su sorpresa, su amor creciente al ver que yo regresaba tan pronto.

Nuestra casa, cuando la contemplé desde la calle, estaba oscura y con los postigos cerrados, como yo había supuesto. Subí los escalones de puntillas e introduje la llave en la cerradura. El pasillo estaba silencioso: hasta la casera y su marido parecían estar todavía acostados. Deposité mis bolsas en el suelo y me quité el abrigo. Había una capa colgando de la percha y le eché una ojeada: era la de Mike. Qué raro, pensé, debió de venir ayer y se la dejó. Lo olvidé enseguida, mientras subía con sigilo la escalera oscura.

Llegué al cuarto de Imra y pegué el oído a la puerta. Esperaba que hubiese silencio, pero al otro lado se oía un sonido: una especie de lameteo, como de un gatito ante un plato de leche. ¡Maldita sea!, pensé; Imra debía de estar ya despierta y tomando el té. Tuve la certeza al oír el crujido de la cama. Decepcionada, pero alegre por la expectativa de verla, giré el picaporte y entré en el dormitorio.

Estaba, en efecto, despierta: sentada en la cama, recostada en una almohada, con las mantas subidas hasta las axilas y los brazos desnudos sobre el cubrecama. La lámpara estaba encendida a su máxima potencia: la habitación no estaba nada oscura. Había una figura ante el pequeño lavabo a los pies de la cama. Mike. No tenía puesta la chaqueta ni el cuello de la camisa: ésta estaba remetida en los pantalones, pero los tirantes le colgaban casi hasta las rodillas. Encorvado ante la jofaina, se lavaba la cara: aquél era el sonido de lameteo que yo había oído. Tenía los bigotes oscurecidos y abrillantados por el agua.

Lo primero que vi fueron sus ojos. Me miró con absoluta sorpresa, con las manos levantadas y el agua que le bajaba desde ellas hasta las mangas; su cara se contrajo en un tic horrible, y al mismo tiempo, por el rabillo del ojo, vi también a Imra retorcerse debajo de la ropa de cama.

Creo que ni siquiera entonces comprendí.

—¿Qué es esto? —dije, y me reí un poco, nerviosa. Miré a Imra, esperando que ella se uniera a mi risa, diciendo; «¡Oh, Kar! ¡Qué gracioso debe de parecerte! No es nada de lo que parece.»

Pero ni tan sólo sonrió. Me miró con ojos asustados y se subió las mantas más arriba, como para ocultarme su desnudez, ¡a mí!

Fue Mike el que habló.

—Kar —dijo, vacilante; nunca le había oído un tono tan seco y escueto—. Kar, nos has sorprendido. No te esperábamos hasta esta noche.

Cogió una toalla y se frotó la cara con ella. Se acercó a toda prisa a la silla, cogió su chaqueta y se la puso. Vi que le temblaban las manos.

Nunca le había visto temblar. Dije:
—He venido en un tren que salía más pronto... —Se me había secado la boca, como a Mike; mi voz, en consecuencia, sonaba lenta y pastosa—. En realidad, pensaba que era todavía muy temprano. ¿Cuánto hace que estás aquí, Mike?

Movió la cabeza, como si la pregunta le apenara, y dio un paso hacia mí. Dijo, con cierto apremio.

—Perdóname, Kar. No tienes por qué ver esto. ¿Te importa que vayamos a hablar abajo...?
Su tono era raro y, al oírlo, lo supe.

—¡No!

Crucé las manos sobre la barriga; dentro había un revuelo caliente y agrio, como si me hubieran envenenado. Al oír mi grito, Imra se estremeció y se puso pálida. Me dirigí a ella:

—¡No es verdad! —dije—. Oh, ¡dime, dímelo, di que no es verdad! Ella no me miraba; se tapó los ojos con las manos y empezó a llorar. Mike se me acercó y me puso la mano en el brazo.
—¡Aparta! —grité, y me zafé de él para dirigirme hacia la cama—. ¿Imra?
¿Imra?

Me arrodillé ante ella, le retiré la mano de la cara y me la llevé a los labios. Le besé los dedos, las uñas, la palma, la muñeca; sus nudillos, que estaban ya humedecidos por su llanto, pronto quedaron empapados de lágrimas y sollozos. Mike me miraba horrorizado y todavía temblando.

Imra me miró por fin.
—Es verdad —susurró.

Di un respingo y un gemido; luego oí el chillido de Imra, noté en mis hombros la presión de los dedos de Mike y comprendí que la había mordido, como un perro. Retiró la mano y me miró con horror. De un empellón, me deshice de Mike y me volví para chillarle:

—¡Vete de aquí, vete! ¡Sal y déjanos!
Él titubeó; le asesté puntapiés en el tobillo hasta que se alejó.
—No eres tú, Kar...
—¡Fuera!

—Me da miedo dejarte...
—¡Fuera!
Se acobardó.
—Me quedaré fuera de la puerta...
Miró a Imra, ella asintió y él salió, cerrando la puerta muy suavemente.

Hubo un silencio sólo interrumpido por mi respiración entrecortada y el llanto débil de Imra: igual que le había visto llorar a mi hermana, tres días antes.

¡Imra nunca ha hecho nada bueno!, había dicho. Descansé la mejilla en el lugar de la colcha que cubría sus muslos, y cerré los ojos.

—Me hiciste creer que era amigo tuyo —dije—. Y luego me hiciste creer que no le importabas, por culpa de nosotras.

—No sabía qué hacer. Era sólo mi amigo. Y después, después... —Pensar que tú y él, todo este tiempo...
—No ha sido lo que piensas, hasta ayer por la noche.
—No te creo.

—Oh, Kara, es verdad, ¡te lo juro! Hasta anoche... ¿Cómo podría haber habido algo? Hasta anoche, sólo ha habido charlas y... besos.

Hasta la noche anterior. Hasta esa noche, yo había estado contenta, amada, satisfecha, segura; ¡hasta la noche anterior me sentía tan llena de amor y deseo que creí que moriría a causa de ellos! Al oír las palabras de Imra, supe que el dolor de mi amor no era la décima, ni la centésima, ni la milésima parte del dolor que sufriría por su culpa.

Abrí los ojos. Imra parecía enferma y asustada. Dije:
—Y los... besos: ¿cuándo empezaron?

Pero al hacer la pregunta adiviné la respuesta: «¡Aquella noche, en el Deacon...»

Ella vaciló; luego asintió, y lo vi todo de nuevo, y lo entendí todo: las torpezas, los silencios, las cartas. Le había compadecido a Mike: ¡compadecido!, cuando todo aquel tiempo yo había sido la idiota; cuando todo aquel tiempo se habían estado viendo, cuchicheando, acariciándose...

La idea me atormentaba. Mike era nuestro amigo; tanto mío como de ella. Sabía que él la amaba, pero... parecía tan viejo, tan paternal. ¿Imra habría podido, en verdad, llegar a querer acostarse con él? ¡Era como si la hubiese sorprendido en la cama con mi propio padre!

Empecé a llorar de nuevo.

—¿Cómo has podido? —dije entre lágrimas: parecía un marido de melodrama barato—. ¿Cómo has podido?

Sentí que se removía debajo de las mantas.

—¡No me ha gustado! —dijo, desconsolada—. A veces casi no podía soportarlo...

—¡Creía que me querías! ¡Me dijiste que me querías!
—¡Te quiero! ¡Te quiero!

—¡Dijiste que no querías a nadie más que a mí! ¡Dijiste que estaríamos juntas toda la vida!

—Nunca he dicho...

—¡Me dejaste pensarlo! ¡Me hiciste pensarlo! Me has dicho tantas veces lo contenta que estabas. ¿Por qué no habríamos podido seguir como estábamos...?

—¡Tú sabes por qué! Están muy bien estas cosas cuando eres joven. Pero cuando te vas haciendo mayor... No somos un par de fregonas que pueden hacer lo que se les antoja sin que nadie se dé cuenta. Somos conocidas; nos miran...

—¡No quiero ser conocida si significa perderte! No quiero que me mire nadie más que tú, Imra...

Me apretó la mano.

—Pero yo sí —dijo—. Yo sí. Y mientras me miran no soporto que también... se rían; o que me detesten, o que me desprecien como a un...

—¡Como a un marimacho!
—¡Sí!
—Pero podríamos tener cuidado...

—¡Nunca tendremos suficiente cuidado! Eres demasiado... Kar, te pareces demasiado a un chico...

—¿Que me parezco demasiado a un chico? ¡Nunca me has dicho eso! Soy casi como un chico... ¡pero prefieres irte con Mike! ¿Le... quieres?
Miró a otro lado.

—Es muy... agradable —dijo.

—Muy agradable, —Oí que mi voz se tornaba amarga y dura. Me incorporé y me separé de ella—. Y por eso le has hecho venir cuando yo no estaba; y ha sido agradable contigo en la cama...

Me puse en pie, súbitamente consciente de las sábanas y el colchón manchados; de que ella estaba desnuda, de que la mano de Mike la había tocado, su boca la había besado...

—¡Oh, Dios! ¿Hasta cuándo habrías seguido? ¿Me habrías dejado besarte después de él?

Alargó el brazo para alcanzar mi mano.

—Pensábamos decírtelo esta noche, te lo juro. Esta noche ibas a saberlo todo. Había algo raro en la forma en que dijo esto. Yo había estado deambulando a su

lado; me paré en seco.
—¿Qué quieres decir? —dijo—. ¿Qué significa ese todo? Ella retiró la mano.
—Vamos a... Oh, Kar, ¡no me odies! Vamos a... casarnos.

—¿Casaros? —Si hubiera tenido tiempo de pensarlo podría habérmelo esperado; pero no había tenido tiempo para nada, y la palabra me produjo un asco y un mareo más grandes—. ¿Casaros? Pero..., pero ¿y yo? ¿Dónde voy a vivir? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué pasa..., qué pasa con...? —Se me había ocurrido una idea nueva—

. ¿Qué pasa con nuestro número? ¿Cómo vamos a trabajar...? Ella miró a otra parte.

—Mike tiene un proyecto. De un nuevo número. Quiere volver a las tablas... —¿A las tablas? ¿Después de esto? ¿Contigo y conmigo...?

—No. Conmigo. Sólo conmigo. Sólo con ella. Noté que empezaba a temblar.
Dije:
—Me has matado, Imra.

Mi voz sonó extraña incluso para mi propio oído; creo que la asustó, porque miró a la puerta, un poco empavorecida, y empezó a hablar muy rápido, pero con una especie de susurro estridente.

—No debes decir esas cosas —dijo—. Ha sido un choque para ti. Pero ya verás como, con el tiempo..., volveremos a ser amigos, ¡los tres! —Extendió la mano hacia mí; su voz se volvió más estridente y a la vez más suave—. ¿No ves que es lo mejor? Si Mike es mi marido, ¿quién pensaría, quién diría que...? —Me aparté; ella me agarró más fuerte; por fin gritó, presa de una especie de pánico—: Oh, ¿no pensarás, verdad, que voy a permitir que me aparte de ti?

Al oír esto la empujé y cayó sobre la almohada. Tenía todavía el cobertor encima, pero había resbalado un poco. Vislumbré la prominencia de su pecho, el tono rosa de su pezón. Un palmo más abajo del sedoso hoyo de su garganta — brincando con cada inspiración y cada latido—, la perla que le había regalado colgaba de la cadena de plata. Me acordé de haberla besado, tres días antes; quizás, la noche anterior o aquella misma mañana, Mike la había sentido dura y fría contra su Lengua.

Avancé hacia Imra, agarré su collar y —una vez más, como si fuese un personaje de una novela o de una obra de teatro— tiré de él. La cadena emitió al instante un grato chasquido y quedó colgando de mi mano, rota. La contemplé un segundo y luego la solté y oí cómo se esparcía por las maderas del suelo.

Imra gritó; creo que gritó el nombre de Mike. En todo caso, la puerta se abrió y él apareció, pálido por encima del bigote rojizo, y con los tirantes colgando todavía por debajo del dobladillo de su chaqueta, y la camisa sin cuello ondeando en su garganta. Corrió hasta el otro lado de la cama y tomó a Imra en sus brazos.

—Si le has hecho daño... —dijo. Me reí con insolencia.

—¿Daño? ¿Daño? ¡Me gustaría matarla! Si tuviera una pistola le dispararía un tiro en el corazón... ¡y a mí también! ¡Y tú te casarías con un cadáver!

—Te has vuelto loca —dijo él—. Esto te ha enloquecido totalmente.

—¿Y acaso te extraña? ¿Sabes..., te lo ha dicho... lo que somos..., lo que éramos... una para la otra?

—¡Kar! —dijo Imra al instante. Yo mantuve la mirada clavada en Mike.
—Sé —dijo él, lentamente— que erais... como novias.

—Como novias. De las que hacen ¿qué? ¿Se cogen de la mano? ¿Has creído, entonces, que eras el primero que te acostabas con ella? ¿No te ha dicho que me la follo!

Se amedrentó; y yo también, porque la palabra sonaba horrible: nunca la había pronunciado, y no sabía que estaba a punto de emplearla. Sin embargo, Mike conservó la mirada serena: vi, con creciente desdicha, que lo sabía todo y que no le importaba; que quizás —¿quién sabe?— hasta le gustaba. Era demasiado caballero para responderme con una grosería, pero su expresión —una curiosa mezcla de desprecio, suficiencia y compasión— era elocuente. Decía: ¡Eso no era follar, tal como el mundo lo entiende. ¡La follabas tan bien que te ha dejado! Decía: ¡Puede que hayas sido la primera en follarla, pero yo voy a follármela de ahora en adelante!

Era mi rival; y a la postre me había derrotado.

Me alejé un paso de la cama y después otro. Imra tragó saliva, con la cabeza posada todavía en el pecho amplio de Mike. Tenía los ojos grandes y lustrosos de lágrimas no vertidas, y el labio rojo donde se lo había mordido; sus mejillas estaban pálidas y las pecas muy oscuras; tenía pecas, también, en la piel del hombro y del pecho, en la parte que asomaba de las mantas. Estaba tan hermosa como no la había visto nunca.

Adiós, pensé; di media vuelta y huí.

Bajé corriendo la escalera; las faldas se me enredaban en los pies y estuve a punto de caerme. Crucé corriendo la puerca de la sala, dejé atrás el perchero donde mi abrigo colgaba al lado del de Mike y la maleta que había traído de Midvale. No me paré a recogerla, ni siquiera cogí un guante o un sombrero. No podía tocar nada en aquel lugar que se había convertido en algo así como una casa apestada. Corrí hasta la puerta, la abrí de golpe y la dejé abierta de par en par mientras bajaba los escalones a la calle. Hacía mucho frío, pero el aire era seco y no había viento. No miré a mi espalda.

Seguí corriendo hasta que me dolió el costado; después continué, a medias andando y a medias trotando, hasta que remitió el dolor; después seguí corriendo. Había llegado a Stoke Newington y me dirigía al sur por la larga calle recta que llevaba a Dalston, Shoreditch y la City. Más allá, no sabía adónde iba: mi único pensamiento era alejarme de Stamford Hill, de ella, de él, todo lo posible; y seguir corriendo. Las lágrimas casi me cegaban; notaba los globos oculares hinchados y calientes en sus órbitas, tenía la cara empapada de babas y se me estaba quedando helada. La gente debía de mirarme al pasar a su lado: creo que un par de individuos extendieron la mano para cogerme del brazo, pero yo no les vi ni les oí, pasé de largo apresuradamente, tropezando con la falda, hasta que la extenuación me obligó a reducir el paso y a mirar alrededor.

Había llegado a un pequeño puente sobre un canal. Había barcazas en el agua, pero estaban todavía un poco lejos, y el agua a mis pies estaba perfectamente lisa y espesa. Pensé en aquella noche en que Imra y yo habíamos contemplado el Támesis y ella me había dejado besarla... A punto estuve de llorar al recordarlo. Coloqué las manos sobre la balaustrada de hierro; creo que, por un segundo, acaricié la idea de saltarla y recurrir a aquella escapatoria.

Pero, a mi manera, era tan cobarde como Imra. No soportaba la idea de que aquella agua parda absorbiese mi falda, cubriera mi cabeza, llenase mi boca. Me separé del pretil, me tapé los ojos con las manos y obligué a mi cerebro a detener aquel espantoso remolino. Sabía que no podía seguir corriendo todo el día. Tendría que encontrar un sitio donde esconderme. No llevaba encima más que mi vestido. Gemí en voz alta y miré a mi alrededor, pero esta vez un poco desesperada.

Contuve la respiración. Reconocí aquel puente: desde Navidad, lo cruzábamos todas las noches, en el trayecto a La cenicienta. El teatro Britannia estaba cerca, y yo sabía que había dinero en nuestro camerino.

Me puse en marcha, enjugándome la cara con las mangas y alisándome el pelo y el vestido. El portero del teatro me miró con curiosidad cuando me dejó entrar, pero fue atento conmigo. Yo le conocía bien, y muchas veces me había parado a charlar con él; esta vez, sin embargo, sólo le saludé con un gesto al coger mi llave, y pasé de largo sin sonreírle. No me importaba lo que pensase: no volvería a verle nunca.

El teatro, por supuesto, estaba cerrado todavía; se oían martillazos en la sala donde los carpinteros terminaban su trabajo, pero, por lo demás, los pasillos, la sala de descanso, todo estaba en silencio. Me alegré: no quería que me viese nadie. Me dirigí deprisa pero sin hacer ningún ruido a los camerinos y llegué a la puerta que decía Miss Ardeen y Miss Zor-el. Con el mayor sigilo —porque en mi estado febril temía a medias que Imra pudiese estar esperándome al otro lado—, metí la llave y abrí la puerta.
El camerino estaba oscuro: entré a la luz del pasillo, encendí una cerilla y con ella una lámpara de gas, y luego cerré la puerta con la mayor suavidad que pude. Sabía exactamente lo que buscaba. En un armario debajo de la mesa de Imra había una cajita de hojalata con un montón de monedas y billetes dentro: todas las semanas guardábamos allí una parte del sueldo para disponer de dinero cuando quisiéramos. La llave de la caja estaba entre las barras de maquillaje, en la vieja cigarrera donde Imra guardaba los cosméticos. La cogí y le di la vuelta: las barras cayeron junto con la llave, y vi que también caía otra cosa. Siempre había habido una hoja de papel coloreada en el fondo de la caja, y nunca se me había ocurrido sacarla. Ahora se había desprendido y debajo había una postal. La cogí con dedos temblorosos y la examiné. Estaba arrugada y manchada de maquillaje, pero la reconocí al instante. En el anverso había una foto de una barca para pescar ostras; dos chicas sonreían desde la cubierta a través de una pátina de polvos y brillantina, y en la vela alguien había escrito con tinta: «A Londres.»

Había algo más escrito en el dorso; la dirección de Imra en el Palace de Canterbury y un mensaje: «¡¡Puedo ir!!! Pero tienes que prescindir de tu ayudante durante unas noches, mientras lo preparo todo...» La firma decía: «Con cariño, tu Kar.»

Era la postal que le había enviado tanto tiempo atrás, antes de que siquiera nos hubiésemos trasladado a Brixton; y ella la había guardado en secreto como si fuese un tesoro.

Sostuve la postal entre mis dedos un momento; después volví a guardarla en la caja y coloqué encima la hoja de papel. Descansé la cabeza en la mesa y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

Abrí por fin la cajita de hojalata y cogí, sin contarlo, todo el dinero que había dentro: unas veinte libras, como supe luego, y sólo una fracción, naturalmente, de mis ingresos totales de los doce últimos meses; pero en aquel momento estaba tan aturdida que casi no se me pasó por la cabeza que volvería a necesitar dinero. Lo metí en un sobre, lo guardé en mi cinturón y me volví para irme.

No había mirado aún alrededor; lance un último vistazo. Una cosa me llamó la atención y me hizo titubear; nuestro perchero de trajes. Estaban todos allí, los que yo había vestido en el escenario al lado de Imra: los tirantes de terciopelo, las camisas, las chaquetas de sarga, los chalecos de fantasía. Di un paso hacia ellos y recorrí con la mano la hilera de mangas. No volvería a ponérmelos nunca...

La idea era insoportable; no podía dejarlos. Había cerca un par de petates viejos de marino; prendas gigantescas que habíamos utilizado algunas veces para ensayar por las tardes cuando el escenario del Britannia estaba vacío y tranquilo. Estaban llenos de trapos: a toda velocidad cogí uno de ellos, desaté la cuerda del cuello y vacié en el suelo casi todo su contenido. Fui al ropero y empecé a sacar trajes; no todos ellos, sino sólo aquellos de los que no quería separarme, el traje azul de sarga, los bombachos, el uniforme escarlata de la Guardia Real, y los metí en el petate. Cogí zapatos también, camisas y corbatas, y hasta un par de sombreros. No me paré a pensar en lo que hacía, sudando, hasta que el saco estuvo casi lleno y era casi de mi altura. Pesaba, y me tambaleé al levantarlo, pero era extrañamente placentero cargar un peso de verdad sobre mis hombros: una especie de contrapeso a mi corazón terriblemente afligido.

Así cargada, recorrí los pasillos del Britannia. No me crucé con nadie, no busqué a nadie. Sólo al llegar a la puerta del escenario vi una cara que más bien me alegró ver: Billy-Boy estaba sentado en la garita del portero, solo y con un cigarrillo entre los dedos. Levantó la vista cuando me acerqué y miró asombrado mi bolsa, mis ojos hinchados, mis mejillas manchadas.

—Cielos, Kar —dijo, poniéndose de pie—. ¿Qué demonios te pasa? ¿Estás enferma? Moví la cabeza.

—Dame tu pitillo, Bill, ¿quieres?
Él obedeció, yo di una calada y cosí. Me miró con cautela.

—No tienes buen aspecto —dijo—. ¿Dónde está Imra? Di otra chupada al cigarrillo y se lo devolví.
—Se ha ido —dije. Empujé la puerta y salí a la calle. Oí la voz de Billy-Boy, teñida de inquietud y de alarma, pero la puerta, al cerrarse, silenció sus palabras. Levanté el petate un poco más arriba del hombro y empecé a caminar. Doblé una esquina, luego otra. Pasé por delante de una sórdida casa de vecinos, entré en una calle concurrida y me uní a una multitud de peatones. Londres me absorbió, y durante un rato no pensé absolutamente en nada.

Empezamos con la maratón

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora