Capitulo 16

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A pesar de toda la extrañeza de aquellos primeros días y noches en Felicity Place, no tardé en asumir mi papel en la casa y en buscarme una nueva rutina. Era una pauta igual de indolente que la que había disfrutado en casa de Mrs. Milne; la diferencia, por supuesto, residía en que mi indolencia tenía ahora una patrona, una señora que me mantenía bien alimentada, bien vestida y descansada, y que sólo exigía a cambio que mi vanidad tuviera por principal destinatario su persona.

En Green Street tenía por costumbre despertarme bastante temprano. Muchas veces Grace me traía el té a eso de las siete y media; con frecuencia, de hecho, se subía a la cama caliente y, tumbada a mi lado, hablaba hasta que su madre nos anunciaba el desayuno; más tarde yo me lavaba en el gran fregadero de la cocina de abajo, y a veces Grace me peinaba. En Felicity Place, nada me instaba a levantarme. Me servían el desayuno y yo lo recibía al lado de Andrea, o bien en mi cama, si la noche anterior me había despedido de la suya. Mientras ella se vestía yo tomaba un café y fumaba un pitillo, bostezaba y me frotaba los ojos; a menudo sucumbía a un sueño ligero del que sólo despertaba cuando ella volvía, con abrigo y sombrero, deslizaba una mano enguantada por debajo de la colcha y me despertaba con un pellizco o una caricia lúbrica.

—Despierta y dale a tu señora el beso de los buenos días —decía—. No volveré hasta la cena. Diviértete tú sola hasta mi vuelta.

Yo fruncía el ceño y refunfuñaba.
—¿Adónde va?
—A visitar a una amiga.
—¡Lléveme!
—Hoy no.

—Esperaré en el cupé mientras hace la visita...
—Preferiría que te quedases a esperarme aquí.
—¡Qué cruel es usted!

Ella sonreía y me besaba. Y después se iba y yo volvía a sumirme en la estupidez.

Cuando por fin me levantaba, pedía que me preparasen un baño. El cuarto de baño de Andrea era magnífico: podía pasarme allí una hora o más, empapada de agua perfumada, separándome el pelo, poniéndome la gomina y examinándome delante del espejo en busca de imperfecciones o lunares. En mi antigua vida me había conformado con jabón, crema de limpieza facial, aroma de espliego y el ocasional toque de cosmético en los ojos. Ahora, desde la coronilla hasta la curva de los dedos de los pies, tenía un ungüento para cada parte de mi cuerpo: aceite para los párpados y blanc-de-perle; esmalte para las uñas y un bastoncillo escarlata para enrojecer la boca; pinzas para arrancar los pelos de los pezones y una piedra para eliminar la piel áspera de mis talones.

Era igual que vestirse para el music-hall, salvo que allí, naturalmente, tenía que cambiarme entre bastidores mientras la orquesta cambiaba de tempo; ahora disponía de días enteros para acicalarme. Andrea era mi público exclusivo y las horas en que no estaba con ella eran como un tiempo en blanco. No podía hablar con las sirvientas: con la extraña Mrs. Hooper, de miradas veladas y resbalosas, ni con Eve, que me aturullaba con sus reverencias y su costumbre de llamarme «señorita»; ni con la cocinera, que me mandaba la comida y la cena, pero nunca asomaba la cara fuera de la cocina. Oía sus voces alzándose de alegría o en disputa, si me paraba ante la puerta de paño verde que llevaba al sótano; pero me sabía separada de ellas, y tenía que ceñirme a mi estricto territorio: los dormitorios, la sala de Andrea, el gran salón y la biblioteca. Mi ama había dicho que no le gustaría que saliera de la casa sin acompañante; de hecho, ordenaba a Mrs. Hooper que cerrase la gran puerta principal: yo la oía girar la llave cada vez que se acercaba a cerrarla.

No lamentaba mucho mi falta de libertad; como he dicho, el calor, el lujo, los besos y el sueño me estaban entonteciendo y me volvían más perezosa que nunca. Vagaba de una habitación a otra, sin hacer ruido y sin pensar en nada, y me paraba quizás a contemplar los cuadros de las paredes; o las calles y los jardines apacibles de St. John's Wood; o a mí misma, en los diversos espejos de Andrea. Era como un espectro; como el fantasma, imaginaba a veces, de una muchacha hermosa que había muerto en la casa y seguía recorriendo sus pasillos y aposentos, buscando sin cesar recordatorios de la vida que allí había perdido.

«¡Qué susto me ha dado, señorita!», decía la criada, con la mano en el corazón, cuando topaba de golpe conmigo, apostada en una curva de la escalera o en las sombras de una cortina o de un hueco; pero yo le sonreía y le preguntaba qué tarea tenía que cumplir allí o bien si sabía qué clase de día hacía, si despejado o nublado, y ella se limitaba a sonrojarse y a poner una expresión asustada; «No lo sé, señorita, no sabría decirle.»

El punto culminante de mis días, el suceso al que tendían de forma natural mis pensamientos, y que daba rumbo y sentido a las horas precedentes, era el regreso de Andrea. Tenía que haber teatro en la elección de la alcoba y en la pose que adoptaba para ella. Podía encontrarme rimando en la biblioteca o dormitando, con algunos botones desatados, en la sala; fingía sorpresa al verla entrar, o dejaba que ella me despertase si simulaba que estaba dormida. Sin embargo, el placer que su aparición me producía era genuino. Perdía al instante aquella sensación espectral, aquel sentimiento de espera entre bastidores, y recobraba el calor y la sustancia ante la llama de su atención. Le encendía un cigarrillo o le servía una copa. Si estaba cansada la llevaba a una silla y le acariciaba las sienes; si le dolían los pies —usaba botas altas, negras, con los cordones muy prietos—, le desnudaba las piernas y se las frotaba hasta que la sangre retornaba a sus dedos. Si estaba cariñosa —como ocurría a menudo—, la besaba. A veces me hacía acariciarla en la biblioteca o en el salón, sin hacer el menor caso de las criadas que pasaban por delante de la puerta cerrada, o que bien llamaban y, al percibir nuestro silencio entrecortado de respuesta, se retiraban por su propia iniciativa. O bien ella daba orden de que no la molestaran y me llevaba a la sala, al cajón secreto donde guardaba la llave que abría el arcón de palisandro.

Abrirlo me embelesaba y me excitaba todavía, aunque enseguida me había acostumbrado a manejar su contenido. Eran artilugios, quizás, algo blandos. Estaba, por supuesto, el consolador que ya he descrito (aunque, imitando a Andrea, aprendí a llamarlo el aparato o el instrumento: creo que a ella le agradaba este eufemismo innecesario, con su olor a cirugía o a correccional; sólo cuando estaba muy caliente lo llamaba por su nombre exacto, e incluso entonces era probable que lo llamase Monsieur Olisbos o Monsieur a secas). Aparte de esto había un álbum de fotos de chicas de grandes nalgas y con las partes velludas que lucían plumas; también una colección de folletos y novelas eróticos, todos ellos loando las delicias de lo que yo llamaría amor de tortilleras pero que los libros, al igual que Andrea, llamaban pasión sáfica. Supongo que eran bastante soeces en su género, pero yo nunca había visto nada parecido, y los miré muerta de vergüenza hasta que Andrea se echó a reír. Luego había cordones, correas y mechones postizos, la clase de cosas, ciertamente nada rudas, que me imagino que habría en el armario de una institutriz estricta. Por último había más cigarrillos de filtro rosa como los que fumaba Andrea. Contenían, tal como yo había adivinado muy pronto, un tabaco francés muy aromático y mezclado con hachís, y eran, a mi entender, los objetos más agradables de todos, ya que, combinados con los demás adminículos, volvían más interesantes todavía sus efectos.

Ya podía estar cansada o aturdida; podía estar mareada de tanta bebida; podía tener las caderas doloridas por la menstruación, pero abrir aquel arcón, como ya he dicho, me excitaba siempre: era como un perro que se retuerce y babea para que su ama le grite ¡Hueso!
Y cada contorsión, cada babeo, complacía más a Andrea.

—¡Qué orgullosa estoy de mi pequeño tesoro! —decía, mientras yacíamos fumando en las sábanas manchadas de la cama. Podía ocurrir que ella no llevase encima nada más que un corsé y un par de guantes púrpura; yo tenía el consolador atado, quizás con un collar de perlas enrollado en él. Ella extendía la mano hacia el pie de la cama y pasaba la mano por el arcón entreabierto, y se reía—. De todos los regalos que te he hecho —dijo una vez—, éste es el mejor, ¿a que sí, a que sí? ¿Dónde encontrarías algo igual en Londres?

—¡En ninguna parte! —respondía yo—. ¡Eres la guarra más descocada de la ciudad!

—¡Sí!

—Eres la guarra más descocada y con el chocho más experto. Si follar fuera un país..., pues que me follen, ¡tú serías la reina...!

Tales palabras empleaba yo ahora, espoleada por mi señora; palabras lascivas que me chocaban y me inflamaban cuando las decía. Nunca se me había ocurrido emplearlas con Imra. Yo no la había follado, no habíamos jodido; sólo nos habíamos besado y estremecido. No tenía un chocho o un coño entre las piernas; de hecho, en todas las noches que pasamos juntas, creo que ni siquiera le pusimos nombre...

Si me viese ahora, pensaba, tumbada al lado de Andrea, mientras aseguraba el collar de perlas alrededor del consolador y Andrea alargaba de nuevo la mano para acariciar el arcón y después se inclinaba para acariciarme a mí.

—¡Mira las cosas de las que soy dueña! —decía, con un suspiro—. ¡Mira, mira lo que poseo!

Yo fumaba hasta que la cama parecía escorarse; me tendía y reía, mientras ella se me montaba encima. En una ocasión dejé caer un pitillo sobre la colcha de seda, y sonreí al verlo consumirse mientras follábamos. Otra vez fumé tanto que vomité. Andrea tocó la campanilla para llamar a Eve, y cuando ella llegó exclamó:

—¡Mira a mi furcia, Eve, resplandeciente hasta en su miseria! ¿Has visto alguna vez un animal tan bello? ¿Lo has visto?

Eve respondió que no; después empapó de agua un paño y me limpió la boca.

Fue la vanidad de Andrea la que al final rompió el hechizo de mi reclusión. Llevaba un mes en su casa —sólo la había abandonado para pasear por el jardín y en todo aquel tiempo no había puesto ni siquiera la puntera de mi bota en una calle de Londres— cuando una noche declaró que había que raparme. Levanté la vista del plato, pensando que se refería a llevarme al Soho para que lo hicieran; de hecho, se limitó a llamar a las criadas: tuve que permanecer sentada en una silla, con una toalla alrededor del cuello, mientras Eve empuñaba el peine y el ama de llaves manejaba las tijeras. «¡Con mucha suavidad, suave!», decía Andrea, observando. Mrs. Hooper estuvo a punto de cortarme el flequillo, y noté su aliento, acelerado y caliente, sobre mi mejilla.

Pero el corte de pelo resultó ser sólo el preludio de algo mejor. A la mañana siguiente, al despertar en la cama de Andrea, vi que ya estaba vestida y que me miraba con su antigua sonrisa enigmática. Dijo:

—Tienes que levantarte. Tengo un regalo para ti hoy. Dos regalos, en realidad.
El primero está en tu cuarto.

—¿Un regalo? —Bostecé; la palabra casi había perdido su aliciente para mí—. ¿Qué es, Andrea?

—Es un traje.
—¿Qué tipo de traje?
—Un traje para presentarte en sociedad.
—¿Presentarme...?
Me levanté pitando.

Desde la primera vez en que me puse pantalones, en casa de Mrs. Dendy, había usado una cantidad increíble de trajes de hombre. Los había lucido todos, y muy bien y con estilo, desde el sencillo hasta el pantomímico, desde el militar al afeminado, desde el castaño burdo hasta el velvetón amarillo: de soldado, marinero, criado, chapero, recadero, dandy y duque de comedia. Pero el traje que aquel día me aguardaba en mi cuarto de la mansión de Andrea en Felicity Place era el más suntuoso y el más bonito que jamás me había puesto; todavía lo recuerdo, en toda su magnificencia.

Constaba de una chaqueta y unos pantalones de lino color hueso y un chaleco algo más oscuro, con la espalda de seda. Todas estas prendas venían en una caja forrada de terciopelo; en un envoltorio distinto encontré tres camisas de piqué, cada una de ellas de un tono más claro que la anterior, y las tres tan finas y de un tejido tan denso que brillaban como satén, o como la superficie de una perla.

Luego había cuellos tan blancos como dientes nuevos; los gemelos del cuello eran de ópalo, y los de los puños, de oro. Había una corbata y un fular de moaré color ámbar: relucieron y se ondularon cuando los saqué del papel de seda, y resbalaron como serpientes de mis dedos hasta el suelo. En un estuche plano de madera había guantes: un par de cabritilla, con botones forrados, y otro de piel de gamo y fragante como almizcle. En una bolsa de terciopelo encontré medias, bragas y camisetas, no de franela, como hasta entonces había sido mi ropa interior, sino de seda tejida. Para la cabeza había un sombrero de fieltro de color crema, con una cinta a juego con las corbatas; de calzado, un par de zapatos de un cuero castaño tan cálido y lustroso que no pude contener el impulso instantáneo de aplicarlos a la mejilla, después a los labios y, por último, de tocarlos con la Lengua.

A punto estuvo de pasarme inadvertido un último y frágil paquete: contenía un conjunto de pañuelos, tan finos y ligeros como las camisas de piqué y que llevaban bordadas unas diminutas y elegantes iniciales: K. Z. El traje me embelesó, con todos sus componentes y sus texturas y tonos delicados y armónicos; pero este último detalle, y el sello inconfundible de permanencia que prestaba a mis relaciones con el ama apasionada y generosa de mi curioso nuevo hogar..., en fin, este último detalle fue el que más me satisfizo.

Después me bañé y me vestí delante del espejo; luego cerré los postigos, encendí un cigarrillo y me contemplé mientras fumaba. Creo que puedo decirlo sin vanidad: estaba hecha una monada. El traje, como toda la ropa cara, tenía un porte y una elegancia propias: con él puesto, casi todo el mundo habría estado guapo. Pero Andrea había sido juiciosa al encargarlo. El lino blanqueado complementaba el oro mate de mi pelo y el tono que ya languidecía de mis muñecas y mejillas de chapero. La llama de ámbar en mi garganta realzaba mis ojos azules y mis pestañas sombreadas. Los pantalones, con su raya vertical, hacían que mis piernas pareciesen más largas y más esbeltas que nunca, y se abultaban en los botones, donde yo había enrollado uno de los guantes de gamo perfumados. Vi que estaba casi turbadoramente atractiva. Encuadrada por el marco de madera del espejo, con la pierna izquierda ligeramente doblada, una mano colgando fláccida a la altura del muslo y la otra con el pitillo a mitad de camino hacia mis labios pintados de un carmín tenue, no parecía yo misma en absoluto, sino una especie de cuadro viviente, un lord rubio o un ángel al que un artista envidioso hubiese plasmado o petrificado detrás del cristal. Estaba sobrecogida.

Hubo un movimiento en la puerta. Me volví y vi a Andrea; me había estado observando mientras yo me contemplaba; había estado tan absorta en mi prestancia que no había advertido su presencia. Sostenía en la mano un ramillete de flores y se acercó a prendérmelo en la chaqueta. Dijo: «Deberían ser narcisos; no lo he pensado.» Las flores eran violetas. Agaché la cabeza para verlas mientras ella me las ponía en el ojal, y aspiré su perfume; un capullo se desprendió del tallo y cayó ondeando al suelo, donde lo aplastó el tacón de Andrea.

En cuanto hubo acabado su trabajo en mi pecho, me cogió el cigarrillo para fumarlo ella y retrocedió para supervisar su obra: lo mismo que Mike había hecho, tanto tiempo atrás, en casa de Mrs. Dendy. Al parecer, era mi destino que otros me vistieran, me acicalasen y me admirasen. Me daba igual. Me acordé sólo del traje de sarga azul de aquella época inocente, y se me escapó la risa.

La risa imprimió dureza a mis ojos, que chispearon. Andrea lo vio y asintió complacida.

—Causaremos sensación —dijo—. Te adorarán, lo sé. —¿Quiénes? —pregunté—. ¿Para quién me ha vestido?

—Voy a llevarte a conocer a unas amigas. Voy a llevarte a mi club —dijo, poniéndome una mano en la mejilla.

El club se llamaba Mujeres de Cavendish, y estaba en Sackville Street, justo encima de Piccadilly. Conocía bien la calle, las conocía bien todas, pero nunca me había fijado en el edificio de fachada gris, esbelto, al que Andrea ordenó a Shilling que nos llevara. Su escalón, supongo, es bastante oscuro, y su placa es pequeña, y la puerta estrecha; tras haberlo visitado una vez, sin embargo, siempre supe encontrarlo.

Vayan a Sackville Street hoy, si quieren, y traten de localizarlo: recorrerán tres o cuatro veces toda la longitud de la acera. Pero cuando encuentren el edificio de fachada gris, dediquen un momento a contemplarla; y si ven a una dama franquear su oscuro umbral, fíjense bien en ella.

Entrará —como yo con Andrea aquel día— en un vestíbulo: es elegante, y sentada en él, detrás de un escritorio, hay una mujer sencilla, fea, sin edad. La primera vez que fui, esta mujer se llamaba Miss Hawkins. Estaba apuntando las entradas en un libro cuando llegamos, pero levantó la vista al ver a Andrea y esbozó una sonrisa. Al verme a mí, la sonrisa se encogió. Dijo:

—Mrs. Rojas, señora, ¡qué gusto! Mrs. Jex la espera en la sala de estar, creo. Andrea asintió y extendió la mano para firmar su nombre en una hoja. Miss Hawkins volvió a mirarme.
—¿El caballero la esperará aquí? —dijo.
La pluma de Andrea se desplazó con fluidez y no levantó los ojos. Dijo:
—No sea pesada, Hawkins. Ella es Miss Zor-el, mi compañera.
Miss Hawkins me miró con más dureza y se ruborizó.

—Bueno, verá, Mrs. Rojas, no puedo hablar por las señoras, pero algunas podrían considerar esto un poco... irregular.
—Estamos aquí —respondió Andrea, enroscando la pluma— por gusto a lo irregular.

Se volvió para inspeccionarme y levantó una mano para tirarme de la corbata, se mojó la punta de un dedo enguantado para alisarme la frente y, por último, me quitó el sombrero de la cabeza para arreglarme el pelo.

Dejó que Miss Hawkins se ocupase del sombrero. Después, con decisión, enlazó su brazo con el mío y me llevó por un tramo de escaleras hasta la sala de estar.

Esta habitación, al igual que el vestíbulo de abajo, era suntuosa. No sabría decir de qué color la tienen ahora; en aquella época estaba revestida de damasco dorado, y sus alfombras eran de color crema, y sus sofás azules... Estaba engalanada, en suma, de todos los colores que exhibía mi propia indumentaria; o, mejor dicho, yo estaba engalanada a tono con ellos. Debo confesar que esta idea era desconcertante; por un segundo, empezó a parecerme que la generosidad de Andrea no era sólo el cumplido que yo había pensado que era al posar aquella mañana delante del espejo.

Pero recordé que todos los actores se visten en sintonía con su escenario. ¡Y qué escenario aquél, y qué público!

Habría, creo, como unas treinta personas: todas ellas mujeres, todas sentadas a mesas, con bebidas, libros y papeles en las manos. No te habrían llamado la atención si te hubieras cruzado con ellas en la calle, pero el efecto combinado de su apariencia era más bien extraño. No vestían de un modo extraño, sino diferenciado. Llevaban falda, pero una clase de falda como la que habría confeccionado un sastre, por una apuesta, para coserle un polisón a un caballero. Muchas parecían vestir traje de paseo o ropa de montar a caballo. Muchas llevaban quevedos o monóculos atados a una cinta. Una o dos lucían peinados extravagantes, y había más corbatas de las que había visto nunca en una reunión exclusivamente femenina.

No reparé en todos estos detalles a la vez, por supuesto; pero la sala era grande y como Andrea se tomó su tiempo para atravesarla en mí compañía, tuve ocasión de mirar alrededor. Caminamos por entre un silencio espeso como un terciopelo fruncido, pues al hacer nuestra aparición en la puerta, las mujeres habían girado la cabeza para vernos y luego habían abierto los ojos como platos. No sabría decir si, al igual que Miss Hawkins, me tomaron por un caballero o si —como Andrea— habían descubierto mi disfraz al instante. Fuera cual fuese el caso, hubo una exclamación, «¡Válgame Dios!», seguida de otra, más pausada: «Qué cosa...» Noté que Andrea se envaraba a mi lado, de pura satisfacción.

Luego se oyó otro grito, cuando se puso en pie una mujer sentada a una mesa, en la esquina más alejada. «¡Andrea, libertina! ¡Por fin lo has hecho!» Dio una palmada. A su lado, otras dos mujeres miraron, con la cara rosa. Una de ellas portaba un monóculo, y se lo aproximó al ojo.

Andrea me colocó delante de aquel público y me presentó, con más gentileza que al presentarme a Miss Hawkins, pero de nuevo como «su compañera», y las damas se rieron. La primera, la que se había levantado para recibirnos, me tomó la mano. Sus dedos sujetaban un puro corto y grueso.

—Querida Kara, te presento a Mrs. Jex —dijo mi ama—. Es mi amiga más antigua en Londres... y la de peor fama. Todo lo que te diga tiene por fin corromper.
Le hice una reverencia.
—Eso espero, en efecto —dije. Mrs. Jex lanzó una carcajada.

—¡Pero si habla! —exclamó—. Con todo esto —señaló mi cara, mi atuendo—, ¡y la criatura hasta sabe hablar! Andrea sonrió y enarcó una ceja.

—A su manera —dijo. Yo parpadeé, pero Mrs. Jex retuvo mi mano y la apretó. —Andrea es brutal contigo, Miss Kara, pero no debe importarte. Aquí, en el Cavendish, hemos estado jadeando por verte y que seas nuestra amiga especial. Debes llamarme «María» —lo pronunció a la antigua usanza—, y ésta es Evelyn, y ésta Dickie. A Dickie, como ves, le gusta considerarse el chico del club.

Les hice una reverencia por turnos. La primera de las nombradas me esbozó una sonrisa; la que se llamaba Dickie (era la que tenía monóculo: estoy segura de que era de puro cristal) sólo inclinó la cabeza, con una expresión altiva.
—Así que ésta es la nueva Calisto, ¿no? —dijo.

Llevaba una camisa de pechera y una pajarita, y su pelo, aunque largo y recogido, estaba lustroso de aceite. Tendría unos treinta y dos o treinta y tres años, y su cintura era gruesa; pero su labio superior, al menos, era oscuro como el de un chico. Supongo que hacia 1880 la habrían considerado guapísima.

María volvió a apretarme los dedos y puso los ojos en blanco; ladeó la cabeza, y cuando me incliné hacia ella, pues era bastante baja, dijo:

—Ahora, querida mía, tienes que satisfacer nuestro apetito. Queremos que nos cuentes de cabo a rabo la sórdida historia de tu encuentro con Andrea. Ella no va a contarnos nada; sólo que hacía una noche cálida, que las calles estaban populacheras, que la luna se tambaleaba entre las nubes como una borracha en busca de amantes. ¡Cuéntanos, Miss Kara, cuéntanos! ¿Se tambaleaba de verdad la luna como una borracha en busca de amantes?

Dio una calada de su puro y me examinó. Evelyn y Dickie se inclinaron, aguardando. Las miré y luego a María; tragué saliva.

—Sí, si Andrea lo dice —dije por fin.

Y al oír esto, María soltó una carcajada baja y alta y rápida como el traqueteo de una perforadora; y Andrea me cogió del brazo, me hizo un hueco en el sofá y llamó a una camarera para que nos trajera algo de beber.

Las mujeres que estaban en las demás mesas seguían mirando: no pude por menos de observar que algunas lo hacían de un modo quisquilloso. Había habido murmullos y cuchicheos; también algunas risas disimuladas y algún grito ahogado. Ninguna de las presentes prestó la más mínima atención a ellos. María mantenía los ojos clavados en mí, y cuando llegaron las bebidas, me lanzó por encima de su vaso una sonrisa lasciva: «¡Por los dos extremos del violín!», dijo, y me guiñó un ojo. Andrea había girado la cara para oír una historia que le contaba la mujer llamada Evelyn. Estaba diciendo:

—¡Un escándalo, Andrea, como nunca has visto! Se había prometido a siete mujeres, y las ve a todas en días distintos: ¡una de ellas es su cuñada! Se ha hecho un álbum..., ¡casi me muero al verlo, querida!..., lleno de trozos y pedazos de cosas que les ha cortado o les ha arrancado: pestañas y recortes de uñas de los pies..., compresas usadas, por lo que pude ver; y tiene vello...

—Vello, Andrea —le interrumpió Dickie, insinuante.

—Vello con el que ha hecho rizos y copetes. Lord Myers vio un broche y le preguntó dónde lo había comprado, y Susan le dijo que era de la cola de un zorro, y que le haría uno ¡para que él se lo regalase a su mujer! ¿Te imaginas? ¡Y ahora Lady Myers se presenta en todas las fiestas de postín con un mechón en el pecho que ha salido del chocho de la cuñada de Susan Dacre!

Andrea sonrió.
—¿Y el marido de Susan sabe todo esto y no le importa?

—¿Importarle? ¡Él es el que paga las facturas del joyero! Anda jactándose, yo misma le he oído, de que tiene pensado rebautizar la finca Nuevo Lesbos.

—¡Nuevo Lesbos! —exclamó Andrea, suavemente. Después bostezó—. Si esa lesbiana latosa de Susan anda metida en el asunto, bien podría ser que fuese el nombre original... —Se volvió hacia mí y bajó una octava el tono de voz—. Enciéndeme un cigarrillo, ¿quieres, niña?

Saqué dos pitillos de la pitillera de carey que llevaba en el bolsillo del pecho, los encendí los dos juntos en mis labios y le pasé uno a Andrea. Las mujeres me miraban: de hecho, incluso mientras se reían y charlaban, observaban todos mis movimientos, todas mis hechuras. Cuando me incliné para tirar la ceniza del cigarro, parpadearon. Cuando me pasé la mano por el pelo rapado del flequillo, se sonrojaron. Cuando separé las piernas y mostré el bulto que había entre ellas, María y Evelyn, las dos a la vez, se removieron en su asiento, y Dickie estiró el brazo hacia su copa de brandy y apuró su contenido de un trago salvaje.

Al cabo de un momento, María se me acercó otra vez. Dijo:
—Vamos, Miss Kara, seguimos esperando a que nos cuentes tu historia.
Queremos saberlo todo de ti, y hasta ahora nos has dejado con las ganas.
—No hay nada que saber —dije—. Pregunte a Andrea.

—Andrea habla por la voz de la inteligencia, no de la verdad. Dime —su voz se había vuelto confiada—, ¿dónde naciste? ¿En un lugar de penuria? ¿En un cuchitril, donde dormíais diez hermanas en la misma cama?

—¿Un cuchitril? —Pensé de golpe, y más intensamente de lo que había hecho en meses, en el antiguo salón que había en nuestra casa; en el paño cuyos flecos colgaban, aleteando, sobre el hogar. Dije—: Nací en Kent, en Midvale —María me miraba fijamente. Repetí—. En Midvale, donde hay viveros de ostras.

Al oírlo, echó hacia atrás la cabeza.

—¡Vaya, querida, eres una sirena! Andrea, ¿lo sabías? ¡Una sirena de Midvale! Aunque, por suerte —y aquí me puso la mano libre en la rodilla, y le dio una palmada—, por suerte, sin cola. No quedaría bien, ¿eh?

No pude responder. Cálida en mi memoria, tras la imagen de nuestra sala había surgido el recuerdo de Imra, en la puerta de su camerino. Miss Sirena, me había llamado; y lo había repetido aquel día en Stamford Hill en que me oyó llorar y vino a besar mis lágrimas...
Tragué saliva y me llevé el cigarrillo a los labios. Estaba casi terminado y poco faltó para que me los quemara; al manipular con él, se me cayó. Cayó en el sofá, rebotó y rodó entre mis piernas. Quise cogerlo, ante lo cual las mujeres volvieron a mirar e hicieron muecas, pero estaba atascado, todavía encendido, entre mi nalga y la silla. Me levanté de un brinco, di por fin con el pitillo y estiré el lino que me tapaba el trasero. Dije:

—¡Demonios, por poco me agujerea los malditos pantalones!

Las palabras me salieron en un tono más alto de lo que había pretendido, y hubo una exclamación de respuesta en la habitación que yo tenía a mi espalda.

—La verdad, Mrs. Rojas, ¡esto es intolerable! —Una mujer se había levantado y se dirigía hacia nuestra mesa—. Debo protestar, Mrs. Rojas —dijo cuando llegó a ella—. ¡Debo protestar en serio, en nombre de todas las damas presentes, y también de las ausentes, por el gran daño que está infligiendo a nuestro club!

Andrea elevó hacia ella unos ojos lánguidos.
—¿Daño, Miss Bruce? ¿Se refiere a la presencia de mi compañera, Miss Zor-el?
—Sí, señora.
—¿No le gusta?
—¡No me gusta su Lenguaje, señora, ni su ropa!

Ella, por su parte, vestía una falda de seda con faja y un fular; en el fular lucía un alfiler de plata en forma de la cabeza de un caballo. Se colocó expectante al lado de Andrea, y ésta, al cabo de un momento, suspiró.

—Bueno —dijo—. Veo que tenemos que acatar el gusto de las socias. Se levantó, me acercó a su lado y se colgó ostentosamente de mi brazo. —Kara, querida —dijo—, por lo visto tu traje resulta demasiado atrevido para

el Cavendish. Parece que tengo que llevarte a casa para quitártelo. Bueno, ¿quién nos lleva a Felicity Place para ver el espectáculo...?

Hubo un alboroto en la sala. María se levantó de inmediato y cogió su bastón. —¡Tantivy, tantivy! —exclamó, y a continuación—: ¡Hala, Satin!

Oí un gañido, y de debajo de su silla salió un hermoso y joven galgo enano, con una correa de piel de cerdo, al que yo no había visto antes, porque estaba dormitando detrás de la cortina de las faldas de María.

Dickie y Evelyn también se levantaron. Andrea inclinó la cabeza ante Miss Bruce y yo le hice una reverencia más completa. Todas las miradas nos habían seguido cuando hicimos nuestra entrada; todos los ojos nos siguieron mirando cuando nos dirigimos hacia la salida. Oí que Miss Bruce volvía a su asiento, y que alguien le decía: «¡Muy bien hecho, Vanessa!» Pero otra mujer me sostuvo la mirada cuando pasé por delante, y me lanzó un guiño; y de una mesa cerca de la puerta se levantó una mujer para decirle a Andrea que esperaba que los pantalones de Miss Zor-el no se hubiesen chamuscado sin remedio...

El estropicio en los pantalones era bastante grave; ya en Felicity Place, Andrea me hizo caminar e inclinarme ante María, Evelyn y Dickie, para que ellas lo examinaran. Dijo que me encargaría otro par exactamente igual.

—¡Qué hallazgo, Andrea! —dijo María, mientras Evelyn palmeaba la tela. Lo dijo como podría haberlo dicho de una estatua o un reloj que Andrea hubiera descubierto por cuatro chavos en un mercado mugriento. Le importó un comino que yo oyera o no su comentario. ¿Qué más daba que lo oyese? ¡Hablaba en serio, en serio! Había admiración en sus ojos. Y ser admirada por unas damas de buen gusto... En fin, yo sabía que no era lo mismo que ser amada. Pero ya era algo. Y yo valía para aquello.

¡Quién hubiera pensado que valiese tanto!

—Quítate la camisa, Kara —dijo Andrea entonces—, y que las señoras vean tu ropa interior.

Obedecí, y María exclamó de nuevo:
—¡Qué hallazgo!

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora