Capitulo 20

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Tras haber caído tan bajo, cabría pensar que no hubiera tenido el menor reparo en aporrear la puerta que se me había cerrado, o incluso en tratar de escalarla para suplicar desde su cima a mi antigua ama. Tal vez pensé en estas cosas en los momentos en que permanecí anonadada y gimoteando en aquel callejón oscuro y solitario. Pero había visto la mirada que me dirigió Andrea, una mirada desprovista del menor fuego, bondad o lascivia. Peor aún, había visto la expresión en la cara de sus amigas. ¿Cómo presentarme ante ellas, cómo esperar volver a caminar guapa y orgullosa en su presencia?
Lloré más todavía al pensarlo; quizás podría haber llorado delante de aquella puerta hasta el amanecer. Pero al cabo de un rato percibí un movimiento a mi lado y al alzar la vista vi a Tess allí plantada, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cara muy pálida. En mi zozobra, me había olvidado de ella. Le dije:
—¡Oh, Tess! ¡Cómo ha acabado todo! ¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué vamos a hacer? —respondió; no parecía en absoluto la misma—. ¿Qué vamos a hacer? Sé lo que voy a hacer yo. La voy a dejar aquí y espero que esa mujer vuelva a buscarla, se la lleve dentro y la trate a baqueta. ¡Se lo merece!
—Ah, pero no volverá a buscarme... ¿O sí?
—No, por supuesto que no. Tampoco vendrá por mí. ¡Mire adónde hemos llegado con sus dulces palabras! A la calle, en la noche más fría de enero, sin sombrero ni un par de bragas, ¡sin ni siquiera un pañuelo! Ojalá estuviera en un calabozo. Por su culpa he perdido mi puesto, he perdido mi reputación. He perdido las siete libras ahorradas de mi sueldo para ir a las colonias... ¡Oh! ¡Qué idiota he sido por dejarme besar! ¡Qué idiota usted al pensar que el ama no...! ¡Oh, la pegaría!
—¡Pues pégame! —grité, lloriqueando—. Ponme morado el otro ojo, ¡me lo merezco!
Pero ella se limitó a menear la cabeza, se envolvió con los brazos el cuerpo y se dio media vuelta.
Me enjugué las lágrimas en la manga y procuré serenarme un poco. Era sólo medianoche cuando salí dando tumbos del salón, todavía disfrazada de Antinus; supuse que ahora serían alrededor de la una  media..., una hora horrible, pues significaba que quedaban las más largas y frías hasta el amanecer. Dije, con la mayor humildad que pude:
—¿Qué voy a hacer, Tess? ¿Qué debo hacer?
Ella me miró por encima del hombro.
—Supongo que debería irse con los suyos. Tiene familia, ¿no? ¿Tiene amistades?
—No tengo a nadie ahora...
Me tapé la cara con la mano; ella se volvió y empezó a mordisquearse el labio. —Si de verdad no tiene a nadie —dijo por fin—, estamos en igualdad de condiciones, porque yo tampoco tengo; mi familia me dejó en la estacada cuando la historia con Agnes y la policía. —Miró mi petate de marino y lo empujó con la bota— . ¿No tiene ni una moneda encima? ¿Qué hay aquí dentro?
—Toda mi ropa —contesté—. La ropa de chico con que llegué a casa de Andrea. —¿Es buena?
—Eso creía yo. —Levanté la cabeza—. ¿Te refieres a que nos la pongamos para hacernos pasar por hombres...?
Tess se había inclinado sobre la bolsa y estaba fisgando en su interior.
—Me refiero a venderla.
—¿Venderla? ¿Vender mi uniforme de la Guardia Real y mis bombachos? No sé...
Se acercó las manos a la boca, para soplarse los dedos.
—O la vende, señorita, o baja hasta Edgware Road y se apuesta en una farola hasta que algún tipo le ofrezca una moneda...
Vendimos la ropa. Se la vendimos a un viejo ropavejero que tenía un tenderete en un mercado de Kilburn Road. Cuando Tess le encontró, el hombre estaba empacando sus bolsas; el mercado había estado abierto hasta alrededor de medianoche, pero cuando llegamos casi todas las carretillas estaban vacías y la calle estaba sembrada de basura, y estaban apagando las lámparas de nafta y vertiendo el agua de los cubos en los desagües. El hombre nos vio llegar y dijo en el acto: «Llegáis tarde, ya no vendo.»
Pero cuando Tess abrió el petate y sacó los trajes, él ladeó la cabeza y lanzó un resoplido.
—Estos trapos de soldado apenas valen para exponerlos a la venta —dijo, extendiendo la casaca encima del brazo—, pero me los quedo por la sarga, que podría servir para un chaleco de fantasía. El abrigo y los pantalones no están mal, y tampoco los zapatos. Os doy una guinea.
—¡Una guinea! —dije.
—Una guinea es el mejor precio que os harán esta noche. —Resopló otra vez—. Diría que son robados.
—De eso nada —dijo Tess—. Pero se los damos por una guinea; y si nos vende un par de lindezas femeninas y otro par de sombreros con cintas, se lo rebajamos a una libra.
Las bragas y las medias que nos dio estaban amarillentas por el uso; los sombreros eran espantosos, y además, por supuesto, todavía nos faltaban unas ballenas. Pero Tess, al menos, pareció satisfecha con el trato. Se embolsó el dinero y me llevó a un puesto de patatas cocidas. Tomamos una cada una y una taza de té entre las dos. Las patatas sabían a barro. El té era, en realidad, agua teñida. Pero en el puesto había un brasero para calentarnos. 
Ya he dicho que Tess parecía muy cambiada desde que nos habían expulsado de la casa. No temblaba —era yo la que lo hacía—, y mostraba un aire de conocimiento y autoridad, un modo de recorrer las calles como si estuviera a sus anchas en ellas. Yo también me había movido en otro tiempo como un pez en el agua; aquella noche, sin embargo, creo que la habría cogido de la mano si ella me lo hubiese permitido; sólo acertaba a pisarle los talones y a decir, como una infeliz: «¿Qué hacemos ahora, Tess?», y «¡Oh, Tess, qué frío hace!», y hasta «¿Qué crees que estarán haciendo ahora en Felicity Place? Ah, ¿puedes creerte que de verdad me haya echado de su casa?».
—Señorita —acabó diciéndome—, no se lo tome a mal, pero si no cierra el pico no tendré más remedio que zurrarla.
—Perdona, Tess —dije.
Al final trabó conversación con una chica de la vida que también había venido a calentarse al lado del brasero, y de ella obtuvo las señas de una pensión cercana que dijo que admitía huéspedes durante toda la noche. Resultó ser un lugar cochambroso, con una alcoba para las mujeres y otra para los hombres, y todo el mundo estaba tosiendo. Tess y yo dormimos en la misma cama, ella con el vestido puesto, para combatir el frío, pero yo, todavía preocupada por las arrugas del mío, lo metí debajo del colchón, con la esperanza de que durante la noche lo planchara.
Dormimos muy derechas y quietas, con la cabeza encima del mismo cabezal urticante, pero ella con la suya separada de la mía y los ojos cerrados. Las toses de las otras huéspedas, el escozor en mi mejilla y, en general, mi pánico y desdicha me mantuvieron despierta. Cuando Tess tiritó, le puse una mano encima, y como no la retiró, me acerqué un poco más a ella y le dije, muy bajito:
—¡Oh, Tess, no puedo dormir pensando en todo esto!
—Ya me figuro.
Temblé.
—¿Me odias, Tess? —dije, y ella no respondió—. No te lo reprocho si me odias. Ah, pero no sabes cuánto lo lamento.
Una mujer, en la cama contigua, lanzó tal chillido —creo que era una borracha— que nos sobresaltó, y juntamos más las caras. Tess mantenía los ojos cerrados, pero yo sabía que me estaba escuchando. Pensé en la forma tan distinta en que habíamos estado tumbadas unas horas antes. Mi desgracia, desde entonces, había disipado por completo mi ardor, pero como ninguna de las dos lo había dicho, y yo pensaba que había que decirlo, susurré:
—¡Ah, si Andrea no hubiera aparecido! Era divertido, ¿eh? Hasta que Andrea ha venido a estropearlo...
Ella abrió los ojos.
—Era divertido —dijo tristemente—. Siempre lo es hasta que te pillan.
Me miró y tragó saliva.
—No nos irá tan mal, Tess —dije—. Tú eres ahora la única bollera que conozco en Londres, y como estás sola pensé... que podríamos intentarlo, ¿no crees? Podríamos encontrar un cuarto en una pensión. Tú encontrarías trabajo de costurera o de asistenta. Yo me compraré otro traje, y en cuanto me haya cicatrizado la cara..., bueno, me sé un par de mañas para ganar dinero. Tendremos tus siete libras dentro de un mes. Conseguiremos veinte en un periquete. Y entonces tú podrás viajar a las colonias y yo... —tragué saliva— podría acompañarte. Dijiste que allí siempre necesitan caseras; sin duda, también los hombres necesitarán furcias..., incluso en Australia, ¿no?
Me miró sin decir nada mientras yo hablaba. Acto seguido agachó la cabeza y me besó una sola vez, muy levemente, en los labios. Se dio la vuelta y por fin me quedé dormida.
Cuando desperté era de día. Oí las toses y los escupitajos de mujeres que hablaban, en voz baja y quisquillosa, de las noches que habían pasado y de los días que aún las esperaban. Acostada con los ojos cerrados y la cara entre las manos, no quería verlas, ni tampoco ver una pizca del mundo sórdido que ahora no tenía más alternativa que compartir con ellas. Pensé en Tess y en el plan que le había propuesto; pensé: Será duro, durísimo, pero Tess me librará de las peores penurias. Sin ella sería muy difícil...
Retiré las manos de la cara y me volví para mirar hacia el otro lado de la cama; estaba vacía: Tess se había ido. Se había llevado el dinero. Se había levantado al alba, como era su costumbre de sirvienta y me había dejado durmiendo y sin blanca.
Curiosamente, percatarme de esto no me causó un sobresalto: creo que estaba demasiado aturdida para atolondrarme aún más, me sentía demasiado desgraciada para hundirme aún más. Me levanté, saqué de debajo del colchón mi vestido, que estaba más arrugado que antes, y me lo abotoné. La borracha de las cercanías había pagado medio penique por una jofaina de agua templada y me dejó utilizarla, después de haberse lavado, para limpiarme de la mejilla los últimos residuos de sangre y alisarme el pelo. Cuando me miré en el pedazo de espejo que había pegado a la pared, mi rostro parecía una cara de cera que hubiesen aproximado excesivamente a un quemador de alcohol. Cuando me calcé, los pies protestaron: eran unos zapatos que había usado para ejercer de chapero, pero o bien los pies me habían crecido desde entonces, o bien se habían habituado a una piel más suave; en el camino andando hasta Kilburn Road me habían salido ampollas que ahora empezaban a reventar y estaban húmedas, mientras que las medias se me deshilaban.
No permitían quedarse durante el día en el dormitorio de la pensión: a las once llegó una mujer que nos metió prisa a golpes de escoba. Acompañé un trecho a la mujer alcohólica. Al separarnos, arriba de Maida Vale, sacó una bola diminuta de tabaco, lió dos cigarrillos con algunas hebras y me dio uno. Me dijo que el tabaco era la mejor cura para una moradura. Fumé sentada en un banco hasta chamuscarme los dedos; después pensé en mi atolladero.
Mi situación, al fin y al cabo, me resultaba ridículamente conocida: había pasado tanto frío, había estado tan enferma y había sido tan desventurada como ahora cuatro años antes, después de mi huida de Stamford Hill. En aquel entonces, de todas maneras, tenía dinero y ropas bonitas; tenía comida y tabaco, tenía todo lo necesario para mantenerme, si no feliz, por lo menos viva. Ahora no tenía nada. Me entraron náuseas de hambre y de la resaca del vino; y para conseguir siquiera un penique con que comprar un cucurucho de anguilas tendría que mendigarlo, o hacer lo que Tess me había recomendado y probar suerte como ramera, recostada en una pared chorreante. La idea de mendigar se me hacía odiosa; me resultaba insufrible pensar en el modo de arrancar piedad y unas monedas a la clase de hombres que, quince días antes, habían admirado el corte de mi traje y el brillo de mis gemelos cuando pasé por delante de ellos en compañía de Andrea. La idea de que me follasen como a una chica era aún más insoportable.
Me levanté: hacía demasiado frío para estar sentada en un banco todo el día. Recordé lo que Tess me había dicho la noche anterior: que debía volver con los míos, que mi familia me acogería. Le había dicho que no tenía a nadie, pero de pronto pensé que quizás hubiese, en definitiva, un lugar al que acudir. No pensé en mi auténtica familia, la de Midvale: me parecía entonces que había terminado con ellos para siempre. Pensé, en cambio, en una mujer que había sido para mí como una madre, y también en su hija, que había sido como mi hermana. Pensé en Mrs. Milne y en Gracie. Hacía año y medio que no había tenido contacto con ellas. Les había prometido que las visitaría, pero nunca tuve libertad para hacerlo. Les había prometido enviarles mis señas, o una tarjeta para el cumpleaños de Gracie. La verdad era que, después de los primeros y extraños días en Felicity Place, no las había añorado en absoluto. Pero al recordar sus atenciones me entraron ganas de llorar. Entre Andrea y Tess me habían convertido en una paria, pero Mrs. Milne —¡estaba segura!— me acogería en su casa.
Así pues, fui desde Maida Vale a Green Street; caminaba con aire furtivo, debido a mi desgracia, mi vergüenza y el roce de las botas, como si cada paso lo diera descalza sobre el filo de una espada. Cuando por fin llegué allí, la casa me pareció destartalada, pero ya sabía lo que era cambiar un piso por una mansión y al volver encontrarla más modesta de lo que esperaba. No había flor delante de la puerta ni gatito, pero, claro, era invierno, y la calle estaba muy desapacible y fría. Yo sólo pensaba en mi desamparo, y cuando llamé al timbre y nadie vino a abrir, pensé: Bueno, me sentaré a esperar. Mrs. Milne nunca tarda en volver, y si el frío me entumece, me servirá de escarmiento...
Pero luego apoyé la cara contra el cristal al lado de la puerta y atisbé el recibidor y vi que las paredes —que antes tenían los cuadros de Gracie, La luz del mundo, el ídolo hindú y otros— estaban desnudas; que sólo había marcas en el lugar de los cuadros. Al ver esto temblé, así la aldaba y empecé a aporrear la puerta con una especie de pánico, y grité por el buzón: «Mrs. Milne, Mrs. Milne!» y «¡Gracie! ¡Gracie Milne!». Pero mi voz sonaba hueca, y el recibidor continuó oscuro.
De la casa de vecinos a mi espalda llegó un grito.
—¿Busca a la señora y a su hija? Se han marchado, ¡se fueron hace un mes!
Di media vuelta y alcé la vista. Desde un balcón sobre la calle un hombre me llamaba y me hacía señas de que me acercase a la casa. Fui hasta ella, le miré con expresión acongojada y pregunté dónde se habían ido.
Él se encogió de hombros.
—A casa de su hermana, he oído decir. La madre se puso muy mala en otoño, y como la hija era una simplona, como ya sabe usted, ¿verdad?, decidieron que no era sensato dejarlas solas. Se llevaron todos los muebles; creo que van a poner la casa en venta. —Me miró la mejilla—. Qué ojo a la virulé tiene en la cara —dijo, como si yo no me hubiera percatado—. Como en la canción, ¿eh? ¡Aunque usted sólo tiene uno!
Le miré fijamente, tiritando mientras él se reía. A su lado, en el balcón, había aparecido una niña rubia, que se agarró a la barandilla y puso los pies sobre los barrotes. Dije:
—¿Dónde vive esa hermana?
Él se dio un tirón en la oreja y pareció pensativo.
—¡Vaya, lo sabía, pero se me ha olvidado!... Creo que era en Bristol; o puede que en Bath...
—¿No vive en Londres, entonces?
—¡Oh, no, en Londres no. ¿O era en Brighton...?
Aparté de él la mirada hacia la casa de Mrs. Milne: hacía la ventana de mi antiguo cuarto y el balcón donde solía sentarme en verano. Cuando volví a mirarle el hombre tenía a la niña en brazos y el viento le columpiaba su pelo dorado en torno a las mejillas: reconocí a los dos como el padre y la hija a los que había visto dando palmadas al son de una mandolina aquella noche fragante de junio, la semana en que conocí a Andrea. Habían perdido su hogar y les habían dado otro. Les había visitado aquella muchacha de la beneficencia con aquel nombre romántico.
¡Lena! No creo que me hubiese acordado de ella. No había pensado en ella durante más de un año.
¡Si pudiera encontrarla! Ella buscaba casas para los pobres; quizás me buscase una para mí. Si había sido amable conmigo una vez, ¿no lo sería, si se lo pedía, una segunda? Pensé en su cara agraciada y en su pelo rizado. Había perdido a Andrea, había perdido a Tess, y ahora había perdido a Mrs. Milne y a Grace. En todo Londres, Lena era la persona más próxima a una amiga que tenía en aquel momento, y una amiga era la cosa que más ansiaba en el mundo.
Arriba, en el balcón, el hombre miraba a otra parte. Le llamé:
—¡Oiga, señor! —Me acerqué más al muro de la casa y levanté la vista: él y su hija estaban recostados en la barandilla; ella parecía un ángel en el techo de una iglesia. Dije—: No me reconocerá, pero yo vivía ahí, con Mrs. Milne. Estoy buscando a una chica que les visitó cuando llegaron. Trabajaba para la gente que les buscó la vivienda.
Frunció el ceño:
—¿Una chica, dice?
—Una chica de pelo rizado. Una chica pálida, que se llama Lena. ¿No la conoce? ¿No sabe el nombre de la fundación benéfica donde trabaja? La dirigía una mujer, una mujer muy despierta. Tocaba la mandolina.
El hombre seguía con el ceño fruncido y se rascó la cabeza; pero este último detalle le refrescó la memoria.
—Aquélla, sí —dijo—. Ya me acuerdo. Y la que la ayudaba, sí, era su compañera, ¿no?
Dije que sí, y añadí:
—¿Y la fundación? ¿Se acuerda de ella, de dónde tiene su sede?
—Su sede..., déjeme pensar... Yo iba allí a menudo, pero no me acuerdo del número concreto. Sé que estaba bastante cerca de Angel, en Islington.
—¿Cerca de Sam Collin's? —pregunté.
—Después de Sam Collin's, en Upper Street. No lejos de la estafeta de correos. Era una puertita en la acera izquierda, entre una taberna y una sastrería...
Fue todo lo que pudo recordar; pensé que tal vez fuera suficiente. Le di las gracias y él sonrió.
—Qué ojo a la virulé —repitió, pero esta vez hablando con su hija—. Como en la canción, ¿eh, Betty?
Para entonces me sentía como si llevara andando un mes. Sospeché que las botas me habían pelado las medias y que estaban en contacto directo con la piel desnuda de los dedos, los talones y los tobillos. Pero no me paré a sentarme en un banco y a desatarme los cordones para averiguarlo. Se había levantado un poco de viento y el cielo estaba plomizo, a pesar de que eran sólo como las dos de la tarde. No sabía a qué hora cerrarían sus despachos las entidades benéficas; no sabía cuánto tiempo tardaría en encontrar la que buscaba; no sabía si Lena seguiría trabajando en ella. Subí, pues, bastante deprisa Pentoville Hill, sin importarme que los pies se me hiciesen puré, y procuré preparar lo que le diría cuando la encontrase. No era empresa fácil. Al fin y al cabo, apenas la conocía; peor aún —no pude por menos de recordarlo—, en una ocasión había concertado una cita con ella y la había dejado plantada. ¿Se acordaría de mí, siquiera? En aquel lóbrego pasillo de Creen Street había tenido la certeza de que sí, pero a cada paso trabajoso que daba estaba cada vez menos segura.
Al final resultó que no me costó mucho tiempo encontrar la oficina. El hombre tenía buena memoria, y Upper Street, por suerte, casi no había cambiado desde la última vez en que él la había visitado: la taberna y la sastrería eran exactamente como él las había descrito, estaban cerca una de la otra en la acera izquierda de la calle, nada más pasar el music-hall. Entre las dos había tres o cuatro puertas que llevaban a las habitaciones y despachos de arriba, y en una de ellas había atornillada una pequeña placa esmaltada que decía: Viviendas modélicas Ponsonby. Directora Miss J. A. D. Derby; recordé muy bien que éste era el nombre de la mujer con la mandolina. Debajo de la placa había una nota manuscrita, perlada de lluvia, con una flecha que apuntaba a un timbre en un lado de la puerta: Llame, por favor, y entre, rezaba. Conque, no sin cierta agitación, hice ambas cosas.
El pasillo detrás de la puerta era muy largo y muy oscuro. Conducía a una ventana que daba a un panorama de ladrillos y tuberías que rezumaban humedad; desde allí sólo se podía seguir hacia arriba, por una escalera de peldaños desnudos.
La barandilla estaba pegajosa, pero la aferré y empecé a subir. Antes de llegar al tercer o cuarto escalón, se abrió una puerta en la cima de la escalera, una cabeza asomó por el hueco y una voz agradable de mujer gritó:
—¡Hola! Es bastante empinada, pero vale la pena el esfuerzo. ¿Necesita una luz?
Respondí que no y subí más deprisa. Arriba del todo, un poco sofocada, una mujer me guió hasta un cuarto minúsculo que contenía un escritorio, un armario y una serie de sillas disparejas. Me senté, obedeciendo a un gesto suyo; ella se encaramó en el borde de la mesa y se cruzó de brazos. De una habitación próxima llegaba el crak-crak intermitente de una máquina de escribir.
—Bueno —dijo—, ¿en qué podemos ayudarla? ¡Cómo le han puesto ese ojo!
Yo me había quitado el sombrero, como si fuese un hombre, y mientras ella examinaba mi mejilla —y luego, con mayor precaución, mi cabeza rapada—, yo manoseaba con torpeza la cinta del sombrero. Dijo:
—¿Tiene una cita con nosotras?
Le contesté que no buscaba una casa. Buscaba a una chica.
—¿Una chica?
—Una mujer, más bien. Se llama Lena y trabaja aquí, en la beneficencia.
Ella frunció el ceño.
—Lena —dijo—. ¿Está segura? Aquí sólo estamos Miss Derby, otra mujer y yo.
—Miss Derby —dije, rápidamente— sabe de quién hablo. Estoy segurísima de que trabajaba aquí, porque la última vez que la vi dijo..., dijo...
—¿Dijo...? —me alentó la mujer, más precavida que antes, porque yo me había quedado boquiabierta, y la mano se me había disparado hacia la mejilla hinchada, y maldije, en un acceso de furia desconsolada e impotente.
—Dijo que iba a abandonar este puesto para trasladarse a otro —dije—. ¡Qué idiota he sido! Se me había olvidado. ¡Lo cual significa que hace un año o más que Lena no trabaja aquí!
La mujer asintió.
—Ah, bueno, ya ve, eso fue antes de que yo llegara. Pero, como usted dice, Miss Derby seguro que la recuerda. Al menos esto seguía siendo cierto. Levanté la cabeza.
—Entonces, ¿puedo verla?
—Puede..., pero no hoy, y tampoco mañana, me temo. No estará hasta el viernes.
—¡El viernes! —Una tardanza terrible—. Pues tengo que ver a Lena hoy. ¡Tengo que verla! Tendrá usted una lista, un libro, algo donde diga adónde se ha ido. Alguien aquí tiene que saberlo.
La mujer pareció sorprendida.
—Bueno —dijo lentamente—, quizás lo sepamos... Pero verá, no puedo dar esa información a desconocidos. —Meditó un momento—. ¿No podría escribirle una carta para que nosotras se la hagamos llegar...?
Meneé la cabeza y noté que los ojos me escocían. Debió de verlo y lo interpretó mal, porque entonces dijo, con suavidad:
—Ah..., ¿quizás no se arregla bien con una pluma...?
Yo habría sido capaz de admitir cualquier cosa con tal de obtener una palabra amable. Moví otra vez la cabeza.
—No muy bien, no.
Ella guardó silencio un instante. Tal vez pensó que si yo no sabía leer ni escribir, no podía haber algo muy siniestro en mi búsqueda. Fuera como fuese, se levantó y dijo: «Espere aquí.» Salió de la habitación y entró en otra, al otro lado del pasillo. El ruido de la máquina de escribir aumentó durante un segundo y luego cesó por completo; en su lugar oí unos cuchicheos, el susurro prolongado de papel y, por último, el choque de un cajón contra un armario.
La mujer volvió con una página en blanco: parecía una carta.
—¡Ha habido suerte! Gracias al magnífico sistema de archivo de Miss Derby hemos localizado a su Lena o, al menos, a una Lena. Se fue de aquí en mil ochocientos noventa y dos, justo antes de que entráramos Miss Bennet y yo. Sin embargo —se puso seria—, no podemos darle su dirección privada, pero se fue de aquí para trabajar en una residencia para chicas sin amigos, y podemos decirle dónde está. La residencia se llama Freemantle House y está en Stratford Road.
¡Una residencia para chicas sin amigos! La sola idea me estremeció y debilitó. —Tiene que ser ella —dije—. Pero ¿en Stratford? ¿Tan lejos?
Moví los pies debajo de la silla y noté el roce del cuero contra mis talones ensangrentados. Las propias botas estaban embarradas; mi falda había adquirido una franja de quince centímetros de mugre en el dobladillo. La lluvia salpicaba los cristales. «Stratford», repetí, tan compungida que la mujer se me acercó y me puso la mano en el brazo.
—¿No tiene para el trayecto? —preguntó con suavidad. Moví la cabeza. —He perdido todo mi dinero. ¡Lo he perdido todo!
Me tapé los ojos con la mano y, extenuada, me recosté en el escritorio. Al hacerlo vi lo que había encima. Era la carta. La mujer la había depositado allí, con la cara hacia arriba, sabiendo —creyendo— que yo no sabía leer. Era muy breve; la firmaba la propia Lena —vi que su nombre completo era Lena Luthor— y estaba dirigida a Miss Derby. Tenga a bien aceptar mi dimisión..., decía. No leí este fragmento, pues en la esquina superior derecha de la página había una fecha y una dirección; no la de Freemantle House sino, claramente, la de la casa que no me permitían conocer. Un número seguido del nombre de la calle: Quilter Street, Bethnal Green, Londres Este. Los memoricé al instante.
La mujer, entretanto, seguía hablando afablemente. Apenas la había escuchado, pero al levantar la cabeza vi lo que estaba haciendo. Había sacado una llave pequeña del bolsillo y con ella había abierto un cajón del escritorio. Estaba diciendo: no tenemos por costumbre hacer esto, pero veo que está muy cansada. Si toma un autobús desde aquí a Aldgate, allí puede tomar otro que la llevará, creo, por la Mill End Road a Stratford. —Extendió la mano. Tenía en la palma tres peniques—. ¿Quizás en el camino se tomará una taza de té?
Cogí las monedas y musité unas palabras de agradecimiento. Entonces sonó un timbre, muy cerca de nosotras, que nos sobresaltó. Miró a un reloj de pared.
—Mis últimos clientes del día —dijo.
Capté la indirecta y me calé el sombrero. Se oyeron pasos en el pasillo de abajo y el sonido de pies en la escalera. La mujer me acompañó a la puerta y llamó a los visitantes: «Adelante, muy bien. Es empinada, pero vale la pena el esfuerzo...» De la penumbra salió un hombre joven seguido de una mujer. Los dos eran atezados — italianos, supuse, o griegos— y tenían un aspecto depauperado y pobre. Todos maniobramos torpemente un momento en la entrada del despacho, sonriendo; al fin la mujer y la joven pareja entraron y yo me quedé sola en el rellano.
Al alzar la cabeza, la mujer me miró.
—¡Buena suerte! —dijo, un tanto distraída—. Espero que encuentre a su amiga.
Como no tenía la menor intención de desplazarme a Stratford, no tomé un autobús, como ella me había recomendado, pero sí una taza de té, en un tenderete con un toldo encima, en High Street. Y cuando devolví la taza a la chica, hice un gesto:
—¿Por dónde se va a Bethnal Street? —le pregunté.
Sola y a pie, Clerkenwell era lo más lejos al este que había ido nunca. Cuando bajé cojeando City Road hacia Old Street, noté que me asaltaba un nerviosismo nuevo. Había oscurecido durante el tiempo que pasé en el despacho, y el aire se había vuelto brumoso y húmedo. Todas las farolas se habían encendido, y todos los coches llevaban una linterna colgando; City Road, empero, no era como el Soho, en cuyas aceras se proyectaba la luz de mil llamas y ventanas. Por cada diez pasos de mi trayecto que estaba iluminado por un charco de luz de gas había otros veinte sumidos en la oscuridad.
La penumbra se disipó un poco en Old Street, pues allí había oficinas y numerosas paradas de autobús y tiendas. Mientras caminaba hacia Hackney Road, sin embargo, pareció espesarse y el entorno se volvió más lúgubre. Los cruces en Angel estaban más o menos decentes; aquí, en cambio, las calles estaban tan sembradas de estiércol que cada vez que pasaba un vehículo me salpicaba basura. Los otros viandantes —que hasta entonces, habían sido trabajadores honrados, hombres y mujeres con abrigos y sombreros tan descoloridos como los míos— también eran más pobres. Llevaban trajes no sólo sucios, sino astrosos. Calzaban botas, pero sin medias. Los hombres llevaban bufandas en lugar de cuellos, y gorras en vez de bombines; las mujeres usaban chales y las chicas iban con mandiles sucios o sin delantal alguno. Todo el mundo parecía arrastrar algún peso: una cesta, un hatillo o un niño en la cadera. La lluvia arreció.
La chica del puesto en Angel me había dicho que me encaminase hacia el mercado Columbia; poco después de adentrarme en Hackney Road, me encontré de pronto en el lindero de su patio grande y sombreado. Tirité. El enorme vestíbulo de granito, con sus torres y tracerías tan complejas como las de una catedral gótica, estaba muy oscuro y silencioso. Agazapados en sus arcadas, unos tipos de apariencia ruda, con botellas y cigarrillos, se soplaban las manos para calentárselas.
Me sobresaltó un retumbo súbito en la torre del reloj. Resonaron fuera de hora unos tañidos complicados, tan quisquillosos y superfinos como el vestíbulo abandonado del mercado: eran las cuatro y cuarto. Como era demasiado temprano para visitar la casa de Lena si ella trabajaba todo el día, permanecí una hora más en uno de los arcos del mercado, donde el viento no era tan cortante ni la lluvia tan recia. Cuando las campanas dieron las cinco y media entré de nuevo en el patio y miré alrededor: para entonces, estaba ya embotada. Cerca de mí había una niña que llevaba una bandeja grande colgada del cuello y llena de racimos de berros. La abordé para preguntarle si Quilter Street estaba muy lejos, y a continuación, porque me pareció que estaba muy triste, fría y mojada —y también porque tuve la vaga idea de que no debía presentarme ante Lena con las manos vacías—, le compré el más grueso de los ramos. Me costó medio penique.
Con los berros torpemente encajados en el hueco de mi brazo rígido, recorrí el corto trecho hasta la calle que buscaba; no tardé en encontrarme en un extremo de una larga hilera de casas bajas y planas; no era una vecindad nada sórdida, aunque tampoco muy elegante, pues el cristal de algunas de las farolas estaba rajado o había desaparecido, y obstruían la acera aquí y allí, pilas de muebles rotos y montones de lo que las novelas, con delicadeza, llaman cenizas. Miré el número de la puerta más próxima: el número 1. Bajé despacio la calle. El número 5..., el 9..., el 11... Me sentía más débil que nunca..., el 15..., el 17..., el 19...
Aquí me detuve, pues ya veía con claridad la casa que buscaba. Tenía las cortinas corridas contra la oscuridad, y una farola las iluminaba; al verlas, la aprensión me produjo un mareo repentino. Apoyé la mano en la pared para reponerme; pasó un chico junto a mí, silbando, y me guiñó un ojo; supongo que pensó que yo había bebido. Cuando pasó de largo miré a mi alrededor, presa de pánico, las casas desconocidas: recordé la determinación que me había invadido en Green Street, pero ahora me parecía un impulso insensato, una escena de comedia; si se lo contaba a Lena, se reiría en mi cara.
Pero había ido hasta allí y no había retorno. Me arrastré hasta la ventana sonrosada y luego hasta la puerta; llamé y aguardé. Tenía la sensación de haber llamado aquel día a miles de umbrales, y en todos me había visto cruelmente frustrada o rechazada. Me moriría, pensé, si allí no había para mí una palabra bondadosa.
Por fin oí un murmullo y pisadas, abrieron la puerta, y Lena en persona apareció delante, muy parecida a como era la primera vez en que la había visto, atisbando la oscuridad, enmarcada a contraluz y con la misma aureola gloriosa de cabello ardiente. Lancé un suspiro que era también un temblor; entonces vi un movimiento en su cadera y vi lo que sostenía. Era un bebé. Miré después a la habitación que había detrás y vi a otra figura; la de un hombre sentado en mangas de camisa delante de un fuego crepitante, con la vista levantada del periódico que tenía en las rodillas para mirarme con una leve expresión interrogante.
Volví a mirar a Lena.
—¿Sí? —dijo ella. Vi que no me recordaba en absoluto. No me recordaba y, lo que era peor, tenía un marido y un hijo.
Pensé que no podría soportarlo. La cabeza me dio vueltas, cerré los ojos y caí desvanecida en la entrada de la casa.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora