Capitulo 17

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Creo que el círculo más amplio de amistades de Andrea juzgaba fantástica nuestra unión. A veces veía cómo nos miraban y entreoía sus murmullos: «El caprice de Andrea», me llamaban, como si yo fuera un plato de comida suculenta, de la que se cansaría un paladar sensible. Andrea, sin embargo, después de haberme encontrado parecía cada vez menos dispuesta a separarse de mí. Con aquella breve y única visita al Club Cavendish me había dado el espaldarazo en mi cometido de compañera permanente. Ahora hacíamos más excursiones, más visitas, más desplazamientos, y me compraba más trajes que ponerme. Yo estaba satisfecha. En otro tiempo había estado desplomada en la silla de su sala, a la espera de que me mandase a casa con un soberano en el bolsillo. Ahora, cuando las mujeres cuchicheaban «ese engendro de Andrea Rojas», me cepillaba la pelusa de la manga de mi chaqueta, sacaba del bolsillo el pañuelo con mis iniciales y sonreía. Pasó el otoño de 1892, llegó el invierno y luego la primavera del 93, y como yo aún conservaba mi puesto de privilegio al lado de Andrea, cesaron los cuchicheos de las damas. Al final pasé a ser no el capricho de Andrea sino su chico a secas.

«Ven a cenar, Andrea.»
«Ven a desayunar, Andrea.»
«Ven a las nueve, Andrea, y trae a tu chico.»

Yo siempre la acompañaba, en efecto, como un chico, incluso cuando nos aventurábamos en el mundo público, el mundo corriente que había fuera del círculo de las sáficas de Cavendish, el de las tiendas y cenas y paseos en coche por el parque. A cualquiera que preguntase por mí, me presentaba audazmente como «Mi pupilo, Neville Zor-el»; creo que varias damas con hijas casaderas le pidieron que me las presentara. Ella declinaba las peticiones; «Es anglo católico, señora», les decía, «y destinado a la Iglesia. Es su última temporada antes de recibir las santas órdenes...»

Fui con Andrea con quien volví al teatro; intimidada de que me llevase a un palco junto a las candilejas, y acobardada también cuando atenuaban la luz de las arañas. Pero los teatros que ella prefería eran los fastuosos. Tenían luz eléctrica en lugar de gas, y los espectadores guardaban silencio. Yo no veía dónde estaba el placer. Las obras me gustaban, pero la mayor parte del tiempo paseaba la mirada por el público y, por supuesto, siempre había un montón de ojos y de lentes que se apartaban del escenario para clavarse en mí. Vi varias caras que conocía de mis tiempos de chapero. Una vez en que estaba lavándome las manos en los urinarios de un teatro, noté que un caballero me observaba: no se acordaba de que yo ya le había puesto los labios encima, en un callejón que salía de Jermyn Street; más tarde le vi entre el público, con su esposa. En otra ocasión vi también a Dulce Alex, el mariquita que había sido tan bueno conmigo en Leicester Square. Estaba sentado en otro palco, y al reconocerme me sopló un beso.

Estaba con dos caballeros: yo alcé las cejas y él puso en blanco los ojos. Entonces vio a mis acompañantes —Andrea y María— y se me quedó mirando. Yo me encogí de hombros, él pareció pensativo y volvió a poner los ojos en blanco, como diciendo: ¡Vaya conquistas!

A todos aquellos sitios, como he dicho, iba vestido de chico; en realidad, las únicas veces en que me vestía de chica era cuando íbamos al Cavendish. Era el único lugar de la ciudad donde Andrea me habría hecho ir en pantalones sin que le importara quién lo supiera; pero después de la queja de Miss Bruce habían introducido una nueva regla, y desde entonces me presenté siempre con faldas. A tal efecto Andrea había encargado algo para mí, ahora no me acuerdo de qué corte y color. En el club yo me sentaba a beber y fumar, María me cortejaba y las otras socias me miraban mientras Andrea departía con amigas o escribía cartas. Lo hacía muy a menudo, pues tenía un renombre de filántropa —supongo que, en cierto modo, yo debería haberlo adivinado—, y las mujeres la solicitaban para intrigas. Daba dinero a algunas entidades benéficas. Enviaba libros a chicas encarceladas. Participaba en la publicación de una revista en pro del sufragio femenino que se llamaba Shafts. Se ocupaba de todo eso en mi compañía. Si yo me inclinaba para coger un periódico o una lista y los leía con desgana, ella me quitaba la hoja de las manos, como si mirar muy fijamente a tantas palabras pudiese cansarme. Al final me conformaba con los dibujos del Punch.

Tales eran, pues, mis apariciones públicas. No eran muy frecuentes; estoy hablando de un período que duró como un año. Andrea me mantenía cerca la mayor parte del tiempo, y me exhibía en casa. Decía que le gustaba limitar el número de mujeres que me veían; decía que tenía miedo de que me difuminase como una fotografía de tanto manosearme.

Cuando digo «exhibir», naturalmente, lo digo en serio; formaba parte del misterio de Andrea convertir en reales las palabras que otras personas empleaban como metáfora o en son de burla. Yo había posado para María, Dickie y Evelyn con los pantalones chamuscados y mis bragas de seda. Cuando vinieron otra vez, acompañadas de otra mujer, Andrea me hizo posar para ellas con un traje distinto. Después de esto, se convirtió en una especie de juego para ella cambiarme de ropa y hacerme desfilar delante de sus invitadas, o bien entre ellas, escanciando bebidas y encendiendo cigarrillos. Un día me vistió de lacayo, con bombachos y una peluca empolvada. Era más o menos el atuendo que llevaba en La cenicienta, aunque en el Brit los pantalones no habían sido tan ceñidos ni tan anchos en la ingle.

El engendro con bombachos la inspiraba más. Se cansó de los trajes de hombre; empezó a exhibirme disfrazada; me tenía preparada detrás de una pequeña cortina de terciopelo de la sala. Esto ocurría una vez o dos cada semana. Venían a comer unas damas y yo comía con ellas, en pantalones, pero mientras se entretenían con el café y los pitillos, yo las dejaba, me deslizaba fuera del comedor e iba a mi cuarto a cambiarme de ropa. Para cuando se dirigían al salón yo estaba ya detrás de la cortina, adoptando una pose, y cuando Andrea estaba lista tiraba de un cordón con una borla y revelaba mi presencia.

A veces yo era Perseo, con una espada curva y una cabeza de Medusa, y sandalias con tiras que me llegaban a las rodillas. A veces era Cupido, con alas y un arco. Una vez hice de San Sebastián, atado al tronco de un árbol; recuerdo el trabajo que nos dio atar las flechas para que no se cayeran.

Otra noche yo era una amazona. Llevaba el arco de Cupido, pero esta vez un pecho al descubierto; Andrea me puso colorete en un pezón. La semana siguiente — ella dijo que si había enseñado uno, daba igual que enseñase los dos— representé a la Marianne francesa, con un gorro frigio y una bandera. La semana después fui Salomé; llevaba otra vez una cabeza de Medusa, pero sobre una bandeja y con una barba pegada; y mientras las señoras aplaudían yo me desvestí bailando hasta quedarme en bragas.

Y la semana siguiente... fue la semana en que yo era Hermafrodito. Lucía una corona de laurel, un capa de maquillaje plateado y... nada más, excepto, atado a mis caderas, el Monsieur Olisbos de Andrea. Las damas lo miraron boquiabiertas.
Les producía temblores.

Y éstos ejercieron sobre mí la influencia habitual y me acordé de Imra. Me pregunté si seguiría poniéndose un traje y una chistera, si seguiría cantando canciones como «Sweethearts and Wives».

Entonces se me acercó Andrea y me puso un cigarrillo rosa entre los labios, y me paseó entre las señoras para que acariciasen el cuero. No sé si entonces me acordé de Imra o más bien de Andrea. Creo que pensé que era de nuevo un chapero en Piccadilly; o, si no un chapero, el cliente de uno: pues cuando me removía y gritaba había sonrisas en la penumbra; y cuando me estremecía y lloraba, oía risas.

No estaba en mi mano evitar todo esto. La instigadora era Andrea. Era tan osada, tan apasionada, tan diabólicamente inteligente. Era como una reina con toda su extraña corte: yo lo veía en aquellas fiestas. Las mujeres la buscaban y la observaban. Le llevaban regalos, «para tu colección»: ¡una colección tan envidiada y de la que hablaba todo el mundo! Cuando ella hacía un gesto, levantaban la cabeza para captarlo. La escuchaban cuando hablaba. Creo que era su voz lo que las cautivaba: aquel timbre musical que en una ocasión me había raptado de mis vagabundeos sin rumbo a medianoche para introducirme en su propio universo oscuro. Una y otra vez, yo oía discusiones zanjadas por un grito o un murmullo de la garganta de Andrea; una y otra vez, las conversaciones dispersas de una habitación llena de gente se apagaban y morían, y una vez tras otra renunciaban las finas hebras de alguna anécdota u ocurrencia para captar las cadencias más imperiosas de Andrea.

Su audacia era contagiosa. Las mujeres que se le acercaban se aturdían. Era como una cantante que hace añicos los cristales. Era como un cáncer, era como un moho. Era como una heroína de uno de sus cuentos soeces: si la hubieras metido en un aposento con una monja y una institutriz, al cabo de una hora se habrían arrancado el pelo para fabricarse un látigo.

Hablo como si estuviera harta de ella. No lo estaba entonces, ¿cómo iba a estarlo? Formábamos una pareja perfecta. Ella era lasciva, atrevida, pero ¿quién hacía visible aquel atrevimiento? ¿Quién daba testimonio de su pasión, de su poder cordial, de la rara, encantada atmósfera de su casa en Felicity Place, donde las reglas y las conductas normales parecían en suspenso y reinaba un disipado desorden?

Yo era la prueba de todos sus placeres. Yo era la mancha que dejaba su lujuria.
Tenía que retenerme o lo perdería todo.

Y yo debía conservarla o quedarme sin nada. No me imaginaba una vida distinta a la trazada por ella. Había despertado en mí singulares apetitos, ¿y dónde, pensaba yo, sino con Andrea, en compañía de las sáficas; dónde podría haber saciado aquellas singulares apetencias?

He hablado de la cualidad extrañamente intemporal de mi nueva vida, de la supresión de las pautas ordinarias de las horas, los días y las semanas. Andrea y yo muchas veces hacíamos el amor hasta el alba y desayunábamos al atardecer; o bien despertábamos a la hora normal, pero seguíamos en la cama, con las cortinas corridas, y almorzábamos a la luz de unas velas. Una vez llamamos a Eve, que acudió en camisón: eran las tres y media de la mañana y la habíamos despertado de su sueño. Otro día me despertaron los trinos de un pájaro: amusgando los ojos, miré la línea de luz alrededor de los postigos y caí en la cuenta de que no había visto el sol desde hacía una semana. En una casa caldeada por el trabajo de las criadas, y con un coche que nos recogía para trasladarnos a donde quisiéramos, hasta las estaciones perdían su sentido o adquirían otros nuevos. Sólo sabía que el invierno había llegado porque la ropa de calle de Andrea cambiaba de la seda a la pana, y porque sus capas pasaban del color granadina al azabache; y cuando el astracán, el tweed y el pelo de camello abultaban las perchas de mi ropero.

Pero había un aniversario del antiguo orden de cosas que yo no podía olvidar, ni siquiera en la atmósfera hechizada de Felicity Place, rodeada de tanto lujo narcótico. Un día, cuando ya hacía poco menos de un año que era la amante de Andrea, me despertó el susurro de las hojas de un periódico. Mi ama estaba a mi lado con el matutino, y al abrir los ojos vi un titular. «Ley de autogobierno», decía. «Los irlandeses se manifiestan el 3 de junio.» Lancé un grito. No era la noticia lo que me había atraído; no significaba nada para mí. La fecha, sin embargo, me era tan familiar como mi nombre. El 3 de junio era mi cumpleaños; al cabo de una semana cumpliría veintitrés.

—¡Veintitrés! —dijo Andrea, con cierto deleite, cuando se lo dije—. ¡Qué edad más gloriosa! Con la juventud todavía fresca en ti, como un amante que jadea; y con la cara del tiempo fisgando alrededor de la cortina.

Sabía hablar así, incluso a primera hora de la mañana; yo sólo bostecé. Pero luego dijo que había que celebrarlo, y entonces me animé un poco.

—¿Qué haremos que no hayamos hecho? —dijo—. ¿Dónde voy a llevarte...? Al final, el lugar que eligió fue la ópera.
La idea me pareció horrible, aunque preferí no traslucirlo; aún no me había enfurruñado con ella, como más adelante haría. Y yo seguía siendo lo bastante niña como para que mi cumpleaños me encantara cuando por fin llegó; por supuesto, hubo regalos... y los regalos nunca perdieron su encanto.

Los recibí durante el desayuno, en los paquetes dorados. El primero era grande y contenía una capa: era una capa especial, y magnífica, para ir a la ópera, pero como la esperaba apenas la consideré un obsequio. El segundo paquete, sin embargo, resultó más maravilloso. Era pequeño y liviano: supe al instante que tenía que ser una pieza de joyería; quizás un par de gemelos, o un broche para mi fular, o un anillo. Dickie llevaba uno en el dedo meñique de la mano izquierda y yo lo había admirado muchas veces; sí, estaba segura de que sería un anillo como el de ella.

Pero no lo era. Era un reloj de plata, insertado en una correa delgada de cuero. Tenía dos agujas oscuras que indicaban los minutos y las horas, y una más veloz para los segundos. La esfera estaba recubierta de cristal; las agujas las movía la cuerda. Di vueltas al reloj en mis manos, y Andrea sonreía entretanto.

—Es para la muñeca —dijo al fin.

La miré maravillada —en aquella época nadie llevaba relojes de pulsera, era de un exotismo prodigioso— y luego intenté sujetarme el reloj en el brazo. No lo conseguí, naturalmente: como con tantas otras cosas en Felicity Place, hacía falta una criada para hacerlo como se debía. Al final me lo puso Andrea, y las dos nos quedamos mirando la esfera y la aguja de los segundos y escuchando el tictac. Dije:

—¡Andrea, es lo más maravilloso que he visto en mi vida!

Ella se ruborizó y pareció complacida; era una perra, pero también era humana. Más tarde, cuando María vino a visitarnos, le enseñé el reloj y ella asintió,

sonriente, y acarició mi muñeca por debajo de la correa de cuero. Después se rió. —¡Querida, no es esa hora! Tu reloj marca las siete, ¡y sólo son las cuatro y

cuarto!

Miré al dial otra vez y fruncí el ceño, por la sorpresa. Yo sólo lo llevaba a modo de pulsera; no se me había ocurrido pensar que también sirviera para indicar la hora. Para dar gusto a María, moví las agujas hasta el 4 y el 3, pero no había la menor necesidad, por descontado, de que yo le diese cuerda.

El reloj fue el regalo más bonito; pero recibí otro de la propia María: un bastón de ébano, con una borla en el mango y una contera de plata. Iba muy bien con mi nueva ropa de ópera; de hecho, Andrea y yo, aquella noche, formamos una pareja muy vistosa, pues ella llevaba un vestido blanco, negro y plata, a juego con mi traje. Lo había comprado en Worth's: pensé que debía de parecer que habíamos salido de las páginas de una revista de modas. Al caminar, me aseguré de mantener muy recto el brazo izquierdo para que el reloj se viera.

Cenamos en un reservado del Solferino. Cenamos con Dickie y María; ésta llevó a Satin, su galgo, y le daba exquisiteces de su plato. Informados de que era mi cumpleaños, los camareros daban vueltas a mi alrededor, ofreciéndome vino. «¿Cuántos cumple hoy su joven caballero?», le preguntaron a Andrea, y por el modo de preguntarlo supe que me creían más joven de lo que era. Supongo que quizás pensasen que Andrea era mi madre; por diversas razones, la idea no era muy agradable. Un día, con todo, me había parado ante un limpiabotas mientras Andrea y sus amigas se quedaban cerca para observarnos, y el hombre —al ver a Dickie y detectar bollerismo, al igual que lo detecta mucha gente normal, como una especie de parecido de familia— me preguntó si Dickie era mi tía que me llevaba a pasar el día fuera; y sólo por la cara que ella puso, valió la pena que el hombre me tomara por un colegial. Un par de veces, Dickie había intentado competir conmigo en cuestión de trajes. La noche de mi cumpleaños, por ejemplo, llevaba una camisa con gemelos y, encima de la falda, una esclavina de hombre. En la garganta, sin embargo, lucía una chorrera; yo jamás me habría puesto algo tan afeminado. Ella no lo sabía —¡le hubiera horrorizado enterarse!—, pero parecía, ni más ni menos, un mariquita viejo y cansino, de ésos a los que se ven a veces ligando con jovencitos en Piccadilly: llevaban tanto tiempo de chaperos que les llamaban reinonas.

Nuestra cena fue muy lenta, y cuando acabamos de cenar Andrea mandó a un camarero a buscar un coche. Ya he dicho que su plan no me parecía apetecible, pero aun así no pude por menos de emocionarme cuando nuestro cupé se sumó a la fila de carruajes que se balanceaban a la puerta de la Royal Opera, y nosotras — Andrea, María, Dickie y yo— hicimos nuestra entrada entre el gentío de damas y caballeros agolpados en el vestíbulo. Yo no había estado nunca allí; nunca, a lo largo de un año en que había hecho de acompañante ocasional, había formado parte de un grupo de personas tan ricas y guapas; los hombres, al igual que yo, todos con sus capas y sombreros de seda, y todos con sus gafas; las mujeres enjoyadas con diamantes, y portando unos guantes tan altos y finos que se diría que habían tenido los brazos hundidos hasta aquel momento, hasta los sobacos, en bañeras de leche.

Permanecimos un momento apretujadas en el vestíbulo; Andrea intercambiaba gestos de saludo con algunas mujeres a las que reconocía, María sujetaba a Satin contra su pecho para protegerlo de los tacones, las colas y el revuelo de capas. Dickie dijo que iba a buscarnos una bandeja de bebidas, y se marchó a buscarlas. Andrea dijo: «Llévanos los abrigos, Neville, ¿quieres?», señalando a un mostrador donde dos hombres de uniforme recogían las capas. Se volvió para que yo pudiera quitarle el abrigo, María hizo lo propio y yo me abrí paso entre la gente acompañada por ambas, e hice un alto para desatar mi capa, pensando todo el tiempo únicamente en la hermosa reunión allí congregada, ¡y en lo bien que yo encajaba en ella!, y asegurándome de que los abrigos que llevaba no me cayeran encima de la muñeca y me deslustrasen el reloj de pulsera. Ante el mostrador había una cola, y mientras aguardaba miré, por hacer algo, a los hombres cuyo trabajo consistía en recoger las capas de los caballeros y entregarles un billete. Uno de ellos era flaco y con la cara cetrina: podría ser italiano. El otro era negro. Cuando por fin llegué al mostrador y él volvió la cara hacia las prendas que yo le tendía, vi que era Billy-Boy, mi antiguo camarada de tabaco en el teatro Britannia.

Al principio sólo me quedé mirándole; en realidad, creo que estaba pensando en la mejor manera de escabullirme antes de que me viese. Pero después, cuando él tiró de los abrigos y vio que yo no los soltaba, alzó los ojos y supe que no me reconocía en absoluto, y que se preguntaba por qué yo dudaba; y aquello me dio una pena tremenda. Dije: «Bill», y él miró con mayor atención. Luego dijo: «¿Señor?»
Tragué saliva y repetí:

—Bill. ¿No te acuerdas de mí? —Inclinándome hacia él, bajé la voz—. Soy Kar —dije—, Kara Zor-el. Le cambió la cara. Dijo:
—¡Dios mío!

Detrás de mí, la cola era más larga; alguien gritó: «Pero ¿por qué no avanzan?» Bill me cogió por fin los abrigos, se apresuró a colgarlos de un gancho y me dio un billete. Se hizo un poco a un lado, dejando que su amigo trajinase un momento él solo con las capas. Yo también me aparté de los hombres que empujaban y los dos nos miramos de frente, por encima del mostrador, meneando la cabeza. Bill tenía la frente perlada de sudor. Su uniforme constaba de una chaqueta blanca y una pajarita barata, de color escarlata. Dijo:

—¡Cielo santo, Kar, qué susto me has dado! Pensé que eras alguien al que debo dinero. —Miró mis pantalones, mi chaqueta, mi pelo—. ¿Qué estás haciendo aquí, vestida de ese modo? —Se secó la frente y miró alrededor—. ¿Has venido con un agente? No actuarás en la función, ¿verdad, Kar?
Moví la cabeza y luego dije, en voz muy baja:

—No me llames «Kar» ahora, Bill. La cosa es... —La cosa era que no había pensado qué decirle. Titubeé, pero era imposible mentirle—. Bill, ahora vivo como un chico.
—¿Como un chico?

Lo dijo en voz alta, y a continuación se tapó la boca con la mano. Aun así, uno o dos de los hombres que gruñían en la cola giraron la cabeza. Me alejé un poco más de ellos y repetí:

—Ahora vivo como un chico con una mujer que se ocupa de mí... Y al oír esto, por fin, pareció comprender mejor y asintió.

Detrás de él, al italiano se le cayó un sombrero, y su propietario le chistó. —¿Me esperas? —dijo Bill, y acudió en ayuda de su amigo, cogiendo otro par

de abrigos. Después se me acercó otra vez. El italiano tenía un semblante agrio. Lancé una ojeada hacia Andrea y María. El vestíbulo se había vaciado un poco;

me estaban esperando. María había dejado a Satin en el suelo, y el perro le estaba arañando la falda. Andrea se volvió para mirarme. Yo miré a Bill.

—¿Cómo estás tú? —le pregunté.
Pareció afligido, y levantó la mano: en ella había una alianza de casado.
—Bueno, ¡para empezar me he casado! —dijo.

—¿Casado? ¡Oh, Bill, cuánto me alegro! ¿Con quién? ¿Con Flora? ¿Te has casado con Flora, nuestra antigua ayudante?

El asintió; se había casado con ella.

—Trabajo aquí por ella —añadió—. Tiene un empleo a la vuelta de la esquina, un mes en el Old Mo. Flora sigue, ya sabes... —de repente le costaba explicarse—, ya sabes que sigue vistiéndole a Imra...
Le miré de hito en hito. Hubo más murmullos en la cola, y más miradas agrias del italiano, y Bill se retiró de nuevo para ayudarle con las capas, los sombreros y los billetes. Yo levanté una mano hasta la cabeza y me pasé los dedos por el pelo, tratando de comprender lo que acababa de decirme. Se había casado con Flora y Flora seguía vistiendo a Imra; e Imra tenía un número en el Middlesex music-hall. Y este local estaba unas tres calles más lejos de donde yo estaba.

Imra, por supuesto, se había casado con Mike.

¿Son felices?, quise preguntarle a Bill. ¿Habla de mí alguna vez? ¿Piensa en mí? ¿Me echa de menos? Pero cuando él volvió, más agitado y con la frente más húmeda que antes, sólo le dije:
—¿Qué tal..., qué tal es su número, Bill?

—¿El número? —Respiró—. No tan bueno, me parece. No tan bueno como en los viejos tiempos...

Nos miramos. Le miré con atención y vi que había engordado un poco debajo de la barbilla, y que la piel en torno a sus ojos era algo más oscura que cuando le conocí. Entonces le llamó el italiano: «Bill, ¿puedes venir?» Y Bill me dijo que tenía que irse.

Asentí y le tendí la mano. Al estrecharla pareció que dudaba de nuevo. Luego dijo, muy deprisa:

—Sabrás que a todos nos entristeció mucho que te marcharas de sopetón del Brit. —Me encogí de hombros—. Imra —prosiguió—, bueno, Imra fue la que más lo sintió. Puso anuncios con Mike en el Era y el Ref, semana tras semana. ¿No viste los anuncios?

—No, Bill, no los vi nunca.
Meneó la cabeza.

—¡Y aquí estás tú, vestida como un dandy! —Pero lanzó a mi traje una mirada dubitativa y añadió—: Seguro que te va bien, ¿verdad?

No le respondí. Me limité a mirar de nuevo a Andrea. Ella ladeaba la cabeza para verme; a su lado estaban María, Satin y Dickie. Ésta sostenía la bandeja de bebidas y se había puesto el monóculo en el ojo. Dijo: «El vino se va a calentar, Andrea», con un tonillo quisquilloso: la oí perfectamente, porque quedaba poca gente en el vestíbulo.

Andrea volvió a escorar la cabeza:
—¿Qué está haciendo ese chico?
—¡Está hablando con el negro del guardarropa! —respondió María.

Noté que se me inflamaban las mejillas y me apresuré a mirar de nuevo a Bill. Su mirada había seguido la mía, pero la había atrapado un caballero que le tendía un abrigo, y Bill estaba levantando la prenda por encima del mostrador y ya se volvía con ella hacia la hilera de ganchos.

—Adiós, Bill —dije, y él asintió por encima del hombro y me esbozó una sonrisa triste de despedida. Retrocedí un paso..., pero entonces, a toda velocidad, volví al mostrador y le puse la mano en el brazo—. ¿Qué puesto ocupa Imra en la cartelera del Mo?

—¿Puesto? —Lo pensó, mientras doblaba otro abrigo—. No estoy seguro. Segunda parte, cerca del comienzo, a eso de las nueve y media...
Entonces se alzó la voz de María.

—¿Algún problema con la propina, Neville?

Sabía que si me entretenía más tiempo con Bill habría una escena horrible. Sin volver a mirarle, regresé al instante junto a Andrea y dije que disculpase, que no pasaba nada. Pero cuando ella levantó una mano para alisarme el pelo que se me había despeinado, me azoré al notar los ojos de Bill en mí; y cuando Andrea enlazó mi brazo con el suyo, y María pasó por detrás de mí para tomarme del otro brazo, sentí una especie de escalofrío en la espalda, como si me apuntara una pistola.

Apenas miré el teatro, que era magnificente y grandioso. No teníamos un palco —no había habido tiempo para reservarlo—, pero nuestras localidades eran muy buenas, en el centro de las primeras filas de butacas. Yo había retrasado a mi comitiva, y casi todas las butacas estaban ya ocupadas; tuvimos que pasar a trompicones por encima de veinte pares de piernas para llegar a nuestros asientos. Dickie derramó el vino. Satin lanzó una tarascada a una mujer con una piel de zorro alrededor del cuello. Andrea, cuando por fin nos sentamos, frunció los labios, cohibida: no era en absoluto la clase de entrada que había planeado que hiciéramos.

Yo me senté, ajena a ella, ajena a todo aquello. Pensaba sólo en Imra. En que ella seguía actuando en music-halls, acompañada de Mike. En que Bill la veía a diario; la vería más tarde, después de la función, cuando fuese a recoger a Flora. En que en aquel mismo momento en que se maquillaban los actores de la ópera que íbamos a ver, ella se maquillaba también, sentada en un camerino a tres calles de distancia.

Mientras pensaba todo esto apareció el director de orquesta y le aplaudieron; atenuaron las luces y los espectadores guardaron silencio. Miré al escenario con una especie de estupor, cuando arrancó la música y por fin levantaron el telón. Y me encogí cuando empezaron a cantar. La ópera era Las bodas de Fígaro.

Apenas recuerdo nada de la obra. Pensaba sólo en Imra. El asiento me resultaba sumamente estrecho y duro, y me removía y retorcía en él, hasta que Andrea se inclinó para susurrarme que debía estarme quieta. Pensé en todas las veces en que había vagado por la ciudad, temerosa de toparme con Imra al doblar una esquina; pensé en el disfraz que había adoptado para evitarla. Eludir a Imra, en efecto, se había convertido, en mis tiempos de chapero, en una segunda naturaleza para mí, por lo que había zonas enteras de Londres por las que, automáticamente, jamás pasaba, calles en las cuales no tenía que pararme a pensar antes de dar media vuelta para entrar en otra. Era como un hombre con una magulladura o un miembro roto que aprende a caminar entre la multitud de tal manera que nadie le roce la herida. Ahora, al saber que Imra estaba tan cerca, era como si me sintiera impelida a apretar la moradura, a retorcer yo misma el miembro dolorido. Subió el volumen de la música y me empezó a doler la cabeza; mi asiento parecía más estrecho que nunca. Consulté mi reloj, pero las luces eran demasiado tenues para ver la hora; tuve que ladearlo para que su esfera captara el fulgor del escenario, y al hacerlo mi codo chocó con el de Andrea, que suspiró de rabia y me miró furiosa.
El reloj marcaba las nueve menos cinco: ¡cuánto me alegré de haberle dado cuerda! La ópera estaba en ese punto ridículo en que la condesa y la criada han obligado a ponerse un vestido a la mujer que interpreta a un joven, y la han encerrado en un armario, y el canto y el alboroto alcanzan su pésimo paroxismo. Me volví hacia Andrea.

—Andrea —le dije—, no puedo soportarlo. Tendré que esperarte en el vestíbulo. Ella extendió la mano para agarrarme del brazo, pero yo me zafé, me levanté y

diciendo «¡Perdón! ¡Oh, perdone!» a cada dama que me chistaba y a cada caballero sobre cuyas piernas me apoyaba o cuyos pies pisaba, recorrí vacilante la fila y me encaminé hacia el acomodador y la puerta.

Fuera, el vestíbulo estaba maravillosamente silencioso después de toda la estridencia del escenario. En el guardarropa, el italiano estaba sentado leyendo un periódico. Cuando me acerqué, bufó.

—No está aquí —dijo cuando le pregunté por Bill—. No se queda cuando la función empieza. ¿Quiere su capa?

Le dije que no. Salí del teatro y me dirigí a Drury Lane, muy consciente de mi traje, el lustre de mis zapatos y la flor en el ojal. Al llegar al Middlesex, encontré fuera a un grupo de chicos consultando el programa y comentando los números. Atisbé por encima de sus hombros, buscando los nombres que quería ver, y un número concreto.

Mike Mathews e Imra, vi por fin: me conmocionó saber que Imra había perdido su apellido Ardeen y que trabajaba con el antiguo nombre escénico de Mikes. Tal como Bill me había dicho, estaban cerca del comienzo de la segunda parte, en el puesto catorce de la lista, después de una cantante y de un mago chino.

En la taquilla de dentro estaba sentada una chica con un vestido violeta. Fui a la ventanilla y señalé con un gesto la sala.

—¿Quién está actuando? —le pregunté—. ¿En qué número están?
Ella alzó la vista y al ver mi traje se rió con disimulo.
—Se ha perdido, querido —dijo—. La ópera está a la vuelta de la esquina.
Me mordí el labio y no dije nada, y a ella se le borró la sonrisa.

—Muy bien. Lord Albert —dijo entonces—. Es el número doce, la Belle Baxter, cantante cockney.

Compré una entrada de seis peniques; ella hizo una mueca, por supuesto: «Creí que tendríamos que sacar la alfombra roja, como mínimo.» Lo cierto era que no me atrevía a aventurarme demasiado cerca del escenario. Me figuré que Billy-Boy habría ido al teatro y le habría dicho a Imra que me había visto y cómo iba vestida. Recordé lo cerca que podía parecer el público cuando te aproximabas a las candilejas, y con mi abrigo y mi pajarita, naturalmente, ella no tardaría en verme. ¡Que horrible sería que Imra me viese mientras yo la miraba, que tuviera los ojos clavados en mí al mismo tiempo que le cantaba a Mike!

Conque subí al gallinero. La escalera era estrecha; al doblar una esquina y encontrar a una pareja besuqueándose, tuve que sortearles pasando muy cerca de ellos. Me miraron el traje como la taquillera había hecho y, lo mismo que ella, soltaron una risa ahogada. Oía a través del muro el estruendo de la orquesta. Al llegar a la puerta que había en la cima de la escalera, el ruido sonó más alto y el corazón pareció que me latía contra al pecho al compás de los instrumentos. Di un traspié, casi, cuando por fin entré en el gallinero, en la media luz grosera, el calor, el humo y el hedor del público vociferante.

En el escenario, una chica con un vestido color llama se subía la falda a tirones para mostrar sus medias. La oí terminar una canción mientras me agarraba a una columna para no perder el equilibrio, y luego empezó otra. El público, al parecer, se la sabía. Hubo aplausos y silbidos, y antes de que hubieran amainado recorrí el pasillo hacia un asiento vacío. Resultó que estaba en el extremo de una fila de chicos: fue una mala elección, ya que, por supuesto, al verme con la flor y mi traje de ópera se dieron codazos y empezaron a reírse. Uno estornudó contra la palma de su mano, pero el estornudo sonó como «¡Litri!». Aparté la cara de ellos y centré mi atención en el escenario. Al cabo de un rato saqué un cigarrillo y lo prendí. La mano me temblaba al encender la cerilla.

La cantante, por fin, terminó su actuación. Hubo aplausos, seguidos de una breve pausa punteada de gritos, de arrastrar de pies y de susurros, basta que la orquesta atacó la introducción del número siguiente: el tintineo de una melodía china, lo que impulsó a un chico de la fila a levantarse y gritar: «¡Camelo!» El telón se alzó y apareció un mago y una chica, y un armario lacado de negro, no muy diferente del que había en el dormitorio de Andrea. El mago chasqueó los dedos y hubo un fogonazo, un estallido y una vaharada de humo púrpura; ante lo cual, los chicos se llevaron los dedos a los labios y silbaron.

Yo había visto —o creía haber visto— miles de números parecidos, y presencié aquél con el cigarrillo bien prensado entre los labios, cada vez más mareada e insegura. Me acordé de cuando me sentaba en el palco del Canterbury Palace, con el corazón palpitante y los guantes con lazos: parecía una época inconmensurablemente lejana y extraña. Pero, al igual que hacía entonces, me aferré al terciopelo pringoso del asiento y miré al lindero donde, con un vislumbre de cuerda colgante y de tablones polvorientos, el escenario daba paso a los bastidores, y pensé en Imra. Ella estaba allí, en alguna parte, justo detrás del borde del telón, enderezándose, quizás, la vestimenta que llevara; charlando quizás con Mike o con Flora; quizás con expresión de asombro, porque Billy-Boy le habría hablado de mí, quizás sonriendo o llorando o diciendo sólo, con voz suave: «¡Figúrate!», para olvidarme luego...

Pensaba todo esto mientras el mago ejecutaba su último truco. Hubo otro fogonazo y más humo: éste llegó hasta el gallinero y todo el mundo tosió, pero eran toses alegres. Cayó el telón, hubo otra pausa mientras cambiaban el número, y luego un temblor azul, blanco y ámbar cuando el luminotécnico cambió el filtro de su foco. Yo había terminado un pitillo y saqué otro. Como esta vez me vieron hacer esto los chicos de mi fila, les ofrecí tabaco y todos se sirvieron. «Muy generoso.» Pensé en Andrea. ¿Y si la ópera había acabado y me esperaba, maldiciendo, golpeándose el muslo con el programa? ¿Y si volvía a Felicity Place sin mí?

Pero entonces sonó la música y el crujido del telón. Miré al escenario... y allí estaba Mike.

Parecía muy ancho, más de lo que yo le recordaba. Tal vez hubiese engordado; tal vez llevase un traje un poco acolchado. Se había peinado los bigotes de tal modo que sobresalían de una forma cómica. Vestía pantalones de cuadros y una chaqueta de terciopelo verde; en la cabeza llevaba una gorra y en el bolsillo una pipa. Detrás de él había una tela con un dibujo que representaba una sala. Al lado de Mike había una butaca en la que se apoyó mientras cantaba. Estaba solo. Nunca le había visto vestido con ropa de teatro y maquillado. Era tan distinto de la figura que yo seguía viendo a veces en mis sueños —la figura con la camisa desabrochada, la barba humedecida, la mano sobre Imra—, que fruncí el ceño al observarle; mi corazón apenas había reaccionado cuando apareció en el escenario.

Tenía una voz de barítono bajo, nada desagradable; había habido una salva de aplausos cuando apareció en escena y hubo otra de palmas satisfechas y unas cuantas ovaciones. Su canción, sin embargo, era algo extraña: hablaba de un hijo que había perdido y que se llamaba «Pequeño Adamie». Cada estrofa de versos terminaba con el mismo estribillo; era algo como: «Oh, pero ¿dónde, dónde estará ahora el Pequeño Adamie?» Me pareció raro que cantase aquella canción solo. ¿Dónde estaba Imra? Di una calada profunda. No veía cómo encajaría ella en aquel número, con un sombrero de seda, una pajarita y una flor...

De repente empezó a formarse en mi mente una idea terrible. Mike había sacado un pañuelo del bolsillo y con él se estaba enjugando los ojos. Su voz se elevó sobre el coro consabido, y al que no pocos espectadores se unieron: «Oh, pero ¿dónde, dónde estará ahora el Pequeño Adamie?» Me removí en mi asiento. Pensé: ¡Que no sea eso! ¡No, por favor, que el número no sea eso!

Pero era. Cuando Mike entonó su quejumbrosa pregunta, una voz aflautada respondió desde bastidores: «¡Aquí está, padre, tu pequeño Adamie! ¡Aquí!» Salió corriendo al escenario una figura que le tomaba la mano y se la besaba. Era Imra. Vestía un traje de marinero; una blusa blanca holgada con una faja azul, bombachos blancos, medias y zapatos sin tacón marrones: y llevaba a la espalda un sombrero de paja colgado de una cinta. Tenía el pelo bastante largo y peinado con rizos. La orquesta atacó otra melodía y Imra unió su voz con la de Mike en un dueto.

El público la aplaudió, sonriente. Ella dio un brinco, Mike se agachó y le ofreció una flor, y le gente se rió. Le gustaba esta escena. Le gustaba ver a Imra —a mi encantadora, pícara y arrogante Imra— jugar como un niño con su marido, con medias hasta la rodilla. Los espectadores no me veían ruborizarme y retorcerme; no habrían sabido por qué lo hacía; yo tampoco lo sabía bien: tan sólo me sentía presa de una horrorosa vergüenza. No me habría sentido peor si la hubieran abucheado o arrojado huevos. ¡Les gustaba Imra!

La miré con mayor atención. Entonces me acordé de mis prismáticos, los saqué del bolsillo y me los apliqué a los ojos, y la vi delante, tan cerca como en un sueño. Su pelo, aunque más largo, seguía siendo de color avellana. Tenía las pestañas tan largas como antaño, y seguía estando delgada como un sauce. Se había recubierto con cosmético sus pecas encantadoras, y en lugar de ellas había unas pocas manchas cómicas, pero a mí —que tantas veces había recorrido con los dedos los contornos de las pecas— me pareció que podía reconocer la forma que tenían por debajo de los polvos. Conservaba los labios carnosos, que brillaban mientras ella cantaba. Levantó la boca y depositó un beso, entre verso y verso, en los bigotes de Mike...

Al ver esto dejé caer los prismáticos. Vi que los chicos de la fila los miraban con envidia y se los pasé; creo que al final fueron a parar a una chica de la galería. Cuando volví a mirar al escenario, Imra y Mike me parecieron muy pequeños. Él se había sentado en una silla y había acercado a Imra para que se sentara sobre su rodilla; ella tenía las manos cruzadas sobre el pecho y columpiaba los pies calzados con zapatos sin suelas, de chico. Pero no pude aguantar más. Me levanté. Los chicos me gritaron algo; no entendí lo que dijeron. Recorrí dando tumbos el pasillo oscuro y encontré la salida.

En la Royal Opera, los cantantes seguían aullando en escena y las trompas retumbaban todavía. Pero yo lo oí desde la puerta; no me atreví a abrirme camino por las butacas hasta la de Andrea para encarar su expresión de desagrado. Entregué el billete al italiano del guardarropa y me senté en una silla de terciopelo del vestíbulo a observar la calle que se iba llenando de cupés a la espera de sus pasajeros, de floristas, de furcias y de chaperos.

Finalmente se oyeron los gritos de «¡Bravo!» y las ovaciones a la soprano. Abrieron las puertas de par en par, el vestíbulo se llenó de gente que charlaba y al poco tiempo aparecieron Andrea, María, Dickie y el perro, me vieron esperando y se acercaron a bostezar, reñirme y preguntarme qué había pasado. Dije que había vomitado en los urinarios de caballeros. Andrea me tocó la mejilla.

—Las emociones del día han podido contigo —dijo.

Pero lo dijo con bastante frialdad, y guardamos silencio durante el largo trayecto de regreso a Felicity Place. Cuando hubimos entrado y Mrs. Hooper pasó el cerrojo de la puerta grande de la calle, acompañé a Andrea hasta su dormitorio, pero al llegar allí pasé de largo hacia el mío, y ella, al verme, me agarró del brazo:
—¿Adónde vas? —dijo.
Liberé el brazo.

—Andrea —dije—. Me siento muy mal. Déjame sola. Ella me agarró otra vez. —Te sientes muy mal —dijo, con desdén en la voz—. ¿Crees que me importa

cómo puedas sentirte? Entra ahora mismo en mi dormitorio, pequeña puerca, y desvístete.

Yo titubeé, y después dije:
—No, Andrea. Se me acercó.
—¿Qué?

Los ricos tienen una manera muy suya de decir ¿Qué?; la palabra es afilada y tiene punta, sale de su boca como una daga de su funda. Así lo dijo Andrea en aquel pasillo poco iluminado. Sentí que me perforaba y me hizo flaquear. Tragué saliva.

—No, Andrea —dije. No fue más que un susurro, pero cuando ella lo oyó me agarró de la camisa y me zarandeó. Dije—: ¡Suéltame, me haces daño! ¡Suéltame, suelta! ¡Andrea, vas a romperme la camisa!

—¿Cuál? ¿Esta camisa? —respondió y, diciendo esto, metió los dedos por debajo de los botones y tiró de la tela hasta desgarrarla y hasta que mis pechos emergieron desnudos. Luego agarró la chaqueta y también me la arrancó, jadeando sin parar y con los miembros pegados a los míos. Trastabillé, me apoyé en la pared y me tapé la cara con el brazo: pensé que iba a golpearme. Pero cuando volví a mirarla,

vi que tenía las facciones lívidas, pero no de cólera, sino de lujuria. Me cogió la mano y me puso los dedos en el cuello de su vestido y, desdichada de mí, cuando comprendí lo que ella quería que hiciera, sentí que la respiración se me aceleraba y que el coño me brincaba. Tiré del encaje y oí que unas costuras se rasgaban; este sonido obró en mí como la punta de un látigo que chasquea contra la grupa de un caballo. Le desgarré el vestido negro y blanco y plata que había comprado en Worth's a juego con mi traje, y cuando estuvo destrozado y pisado en la alfombra, me hizo arrodillarme sobre él y follarla hasta que se corrió y volvió a correrse.

Después, de todos modos, me mandó a mi cuarto.

Tumbada en la oscuridad, temblando, me tapé la boca con las manos para no llorar. Sobre la mesilla al lado de mi cama, reluciente donde le alcanzaba la luz de las estrellas, estaba mi regalo de cumpleaños, el reloj de pulsera. Lo cogí y lo noté frío entre mis dedos; pero al pegarlo contra la oreja me estremecí... porque lo único que decía era: Imra, Imra, Imra...

Entonces lo solté y me puse la almohada contra los oídos para ahogar aquel sonido. No iba a llorar. ¡No lloraría! Ni siquiera pensaría. Me sometería para siempre a la rutina despiadada e intemporal de Felicity Place.

Eso pensé entonces; pero mis días allí estaban contados. Y las agujas de mi elegante reloj los iban dejando atrás.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora