Capitulo 21

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Cuando recobré el conocimiento estaba tumbada encima de una alfombra, al parecer con los pies descansando sobre un pequeño almohadón; a mi lado sentí el calor y el chisporroteo de un fuego, y el murmullo de voces que hablaban bajo en algún lugar cercano. Abrí los ojos: la habitación dio vueltas horriblemente y me pareció que la alfombra se hundía; volví a cerrarlos en el acto y los mantuve bien cerrados hasta que el suelo, como una moneda girando, poco a poco dejó de dar bandazos y se inmovilizó.
Después fue maravilloso yacer simplemente al resplandor del fuego, notando que la vida retornaba a mis miembros doloridos y embotados; me obligué, sin embargo, a considerar mi singular situación y a prestar a mi entorno un poco de atención reflexiva. Comprendí que estaba en la sala de Lena: ella y su marido debían de haberme recogido del umbral y acomodado delante de la lumbre. Eran sus murmullos lo que oía: estaban detrás de mí, a una cierta distancia —era evidente que no habían captado el destello de mis ojos abiertos— y hablaban de mí en un tono interrogante.
—¿Pero quién puede ser? —oí decir al hombre.
—No lo sé —dijo Lena. Hubo un crujido, seguido de un silencio, en el que percibí que ella amusgaba los ojos para observar mis facciones—. Pero —continuó— hay algo en su cara que me resulta conocido...
—Mira que mejilla —dijo el hombre, en voz más baja—. Mira su pobre traje y su sombrero. ¡Mira que pelo! ¿Crees que habrá estado en la cárcel? ¿No podría ser una de tus chicas recién salida del reformatorio? —Hubo otra pausa; tal vez Lena se encogió de hombros—. Pues yo diría que ha estado en la cárcel —prosiguió el hombre—, a juzgar por el penoso estado de su pelo...
Oír esto me indignó una pizca, y la indignación me hizo dar un respingo.
—¡Mira! —dijo el hombre—. Está despertando.
Al abrir de nuevo los ojos le vi inclinarse sobre mí. Era un hombre de rasgos muy agradables, con el pelo corto, de un color rubio rojizo, y un conjunto de bigotes y patillas que le asemejaba al marinero que aparece en los paquetes de tabaco Players. Esta idea me despertó al instante el deseo de fumar un cigarrillo, y emití una tosecilla seca. El hombre se acuclilló y me dio una palmada en el hombro.
—Oiga, señorita —dijo—. ¿Se encuentra bien, querida? ¿Se ha recuperado? Está entre amigos, ¿sabe?
Su voz y sus modales eran tan afables que —todavía débil y levemente aturdida por el desmayo— noté que las lágrimas asomaban a mis ojos y me llevé una mano a la frente para contenerlas. Al retirar la mano me pareció ver sangre; di un grito, creyendo que estaba otra vez sangrando por la nariz. Pero no era sangre; era sólo la lluvia que había empapado mi sombrero burdo y el tinte se había esparcido por mi frente en grandes vetas carmesíes y húmedas.
¡En qué macho me había convertido Andrea! Pensarlo precipitó por fin una oleada de terribles y serios sollozos de vergüenza. Al verlo, el hombre sacó un pañuelo y me palmeó de nuevo el brazo.
—Supongo —dijo— que le apetecerá tomar algo caliente.
Asentí y él se levantó y se fue. Lena ocupó su sitio. Debía de haber dejado al bebé en alguna parte, pues ahora tenía los brazos rígidamente cruzados sobre el pecho.
—¿Se siente mejor? —me preguntó. Su tono no era tan amable como había sido el del marido, y su mirada era más severa. Dije que sí con un gesto, y ella me ayudó a levantarme del suelo y a sentarme en una butaca cerca del fuego. Vi que el bebé estaba tumbado de espaldas en otra, uniendo y desuniendo sus manitas. De una habitación contigua —la cocina, supuse— llegó el tintineo de vajilla y un silbido desafinado. Me soné la nariz y me sequé la cabeza; lloré otro poco y me quedé más calmada. Miré a Lena y dije:

—Siento haberme presentado aquí en semejante estado. —Ella no dijo nada—. Supongo que se preguntará quién soy... Ella esbozó una débil sonrisa.
—Un poco, sí.
—Soy... —empecé, y tosí para encubrir mi titubeo. ¿Qué podía decirle? ¿Soy la chica que flirteó contigo un día, hace dieciocho meses? ¿Soy la chica que te invitó a cenar y te dejó plantada, sin decir una palabra, en Judd Street?—. Soy una amiga de Miss Derby —dije al fin.
Lena parpadeó.
—¿Miss Derby? —dijo—. ¿Miss Derby, la del Ponsonby Trust? Asentí.
—Sí... La vi a usted una vez, hace mucho tiempo. Pasaba por Bethnal Green para hacer una visita y se me ocurrió venir a verla. Le he traído unos berros...
Giramos la cabeza y los miramos. Los habían colocado en una mesa cerca de la puerta y tenían un aspecto mustio, porque yo, al desmayarme, había caído sobre ellos. Las hojas estaban aplastadas y negras, los tallos rotos y el papel que los envolvía mojado y verde.
—Muy amable por su parte —dijo Lena. Sonreí, algo nerviosa. Hubo un segundo de silencio; entonces el bebé dio una patada y un grito y ella se agachó para cogerle en brazos y estrecharlo contra el pecho, diciendo—: ¿Quieres que mamá te coja? Ya, ya.
El hombre reapareció con una taza de té y un plato con pan y mantequilla que depositó, con una sonrisa, en el brazo de la butaca. Lena posó la barbilla en la cabeza del bebé.
—Lex —dijo—, esta mujer es amiga de Miss Derby... ¿Te acuerdas de la Miss Derby para la que yo trabajaba?
—Santo cielo —dijo el hombre: Lex. Seguía en mangas de camisa; cogió su chaqueta del respaldo de una silla y se la puso. Yo me ocupé de la taza y el plato. El té estaba muy caliente y dulce: el mejor té, pensé, que había tomado nunca. El bebé volvió a llorar y Lena empezó a acunarle y mecerle, y a acariciarle la cabeza con la mejilla, distraídamente. Pronto el lloro se transformó en gorgoteo y enseguida en un suspiro; al oírlo, yo también suspiré, pero lo convertí en un soplo con que enfriar el té, por si acaso pensaban que iba a ponerme a llorar de nuevo.
Hubo otro silencio; luego Lena dijo:
—Me temo que he olvidado su nombre. Al parecer, nos vimos una vez — explicó a Lex. Yo carraspeé.
—Miss Danvers —dije—. Miss Kara Danvers. Lena asintió; Lex me tendió la mano y la estrechó cordialmente.
—Encantado de conocerla, Miss Danvers —dijo. Señaló con un gesto mi mejilla—.Vaya ojo que le han puesto.
—Sí, ¿verdad? —dije.
—Quizás se haya desmayado por culpa de ese golpe. Nos ha dado un buen susto.
—Lo siento. Creo que tiene razón, debió de ser el golpe. Yo... Me lo dio un hombre en la calle, con una escalera.
—¡Una escalera!
—Sí, él... se dio media vuelta de sopetón, sin verme, y...
—¡Vaya! —dijo Lex—. ¡Parece mentira que pasen esas cosas, como no sea en una comedía, en el teatro!
Le dirigí una sonrisa apagada, bajé los ojos y ataqué el pan con mantequilla. Me pareció que Lena me estaba escudriñando con mucha atención.
El bebé estornudó y, mientras su madre le ponía un pañuelo en la nariz, dije, sin gran entusiasmo:
—¡Qué niño más guapo!
Al instante sus padres volvieron los ojos hacia mí, con idénticas y tontas sonrisas de placer y de inquietud. Lena alzó en el aire al bebé y lo distanció un poco para que le diera la luz de la lámpara, y vi con sorpresa que ciertamente era muy bonito; lejos de parecerse a su madre, tenía rasgos hermosos, el pelo muy moreno y un labio diminuto, saliente y rosado.
Lex se inclinó para acariciar la cabeza de su hijo, que se bamboleaba.
—Es una monada —dijo—, pero hoy tiene más sueño que de costumbre. Durante el día le cuida una chica que vive en la acera de enfrente, y estamos seguros de que le pone láudano en la leche para que no llore. No se lo reprocho —añadió rápidamente—. Tiene que cuidar a tantos niños para ganarse el sueldo, que el ruido le ensordece cuando todos empiezan a llorar. Aun así, preferiría que no lo hiciese. No creo que sea muy saludable...
Hablamos un momento de este tema y luego admiramos al bebé un rato; después guardamos silencio.
—¿Así que es amiga de Miss Derby? —porfió Lex.
Miré velozmente a Lena. Estaba acunando de nuevo al niño, pero mantenía un semblante pensativo. —Así es —dije.
—¿Y cómo está Miss Derby? —dijo Lex.
—¡Oh, bien, usted ya la conoce!
—Igual que siempre, entonces, ¿no?
—Igual que siempre —dije—. Exactamente igual.
—¿Sigue en el Ponsonby?
—Sigue allí. Sigue haciendo buenas obras. Sigue tocando la mandolina. Levanté las manos y ejecuté con desgana unos acordes imaginarios, pero al ver esto Lena dejó de acunar al bebé y endureció la mirada. Me apresuré a volver la mía hacia Lex, que había sonreído al oír mis palabras.
—La mandolina de Miss Derby —dijo, como si le divirtiera este recuerdo—. ¡A cuántas familias sin techo habrá alegrado con ella! —Parpadeó—. Me había olvidado de eso...
—Yo también —dijo Lena, con un tono totalmente desprovisto de ironía. Mastiqué muy fuerte y muy deprisa una corteza de pan. Lex volvió a sonreír y dijo, con la mayor dulzura:
—¿Y dónde conoció usted a Len? Tragué saliva.
—Pues... —empecé.
—Creo —dijo la propia Lena—, creo que fue en Green Street, ¿verdad, Miss Danvers? En Green Street, que sale de Gray's Inn Road, ¿no?
Posé el plato y alcé la vista hacia ella. Tuve un segundo de placer al descubrir que al fin y al cabo no había olvidado a la chica que la había mirado, con tanto descaro, aquella remota noche cálida de junio; pero temblé al ver la dureza de su expresión.
—Ay —dije, cerrando los ojos y tocándome la frente—. Creo que no me siento bien después de todo.
Sentí que Lex daba un paso hacia mí y se paraba: Lena debió de detenerle con una mirada significativa.
—Creo que Kieran debería subir ya, Lex —dijo en voz baja. Oí cómo el niño pasaba de unos brazos a otros, después el sonido de una puerta que se abría y se cerraba, y por último el de botas sobre una escalera y el crujido de tablas en la habitación de encima de nuestras cabezas. Luego hubo un silencio; Lena se sentó en la otra butaca y suspiró.
—¿De veras la enfermaría mucho, Miss Danvers —dijo con una voz cansada— decirme por qué ha venido aquí? —La miré, pero no pude hablar—. No creo que Miss Derby le haya recomendado que venga.
—No —dije—. Sólo la vi aquella vez, en Green Street.
—¿Entonces quién le ha dicho dónde vivo?
—Otra señora de la oficina de Ponsonby —dije—. No me lo ha dicho, pero tenía su dirección sobre el escritorio y yo... la he visto.
—La ha visto.
—Sí.
—Y ha pensado en visitarme... Me mordí el labio.
—Estoy en un aprieto —dije—. Me acordé de usted... —Me acordé, estuve a punto de añadir, de una chica más amable de lo que está demostrando que es—. La mujer de la oficina me ha dicho que trabajaba en una residencia para chicas sin amigos...
—¡Y trabajo! Pero no aquí. Esto es mi casa.
—Pero yo no tengo amigos, no conozco a nadie —dije con la voz entrecortada—. Estoy más sola de lo que pueda imaginarse.
—La verdad es que ha cambiado mucho —dijo al cabo de un momento— desde la última vez que nos vimos.
Bajé la mirada hacia mi vestido arrugado, mis botas espantosas. Luego la miré. Entonces vi que ella también estaba cambiada. Parecía más mayor y más delgada, y la delgadez no la favorecía. El pelo, que yo recordaba tan rizado, lo tenía recogido en la nuca en un moño compacto, y el vestido que llevaba era feo y muy oscuro. En conjunto, parecía tan sobria como Mrs. Hooper, el ama de llaves de Felicity Place.
Respiré hondo para mantener firme la voz.
—¿Qué puedo hacer? —dije simplemente—. No tengo adónde ir. No tengo dinero, no tengo casa...
—Lo siento por usted, Miss Danvers —respondió, aturullada—. Pero Bethnal Green está llena de chicas en apuros. Si acogiera a todas las que vienen, ¡tendría que vivir en un castillo! Además, yo... no la conozco, no sé nada de usted.
—Por favor —dije— Sólo una noche. Si supiera cuántas puertas me han cerrado. Creo de verdad que si me echa a la calle me iré caminando hasta un río o un canal y me lanzaré al agua para ahogarme.
Ella frunció el ceño; se llevó un dedo a los labios y se mordió una uña; entonces advertí que las tenía todas muy cortas y mordisqueadas.
—¿En qué aprieto se encuentra exactamente? —dijo por fin—. Mr. Luthor ha pensado que quizás ha salido de..., en fin, de la cárcel.
Moví la cabeza y dije con voz cansina:
—La verdad es que he estado viviendo con alguien; y me han echado a la calle. Se han quedado con mis cosas... ¡Oh, unas cosas tan preciosas! Y me han dejado como a una pobre desgraciada y confundida...
La voz me sonó pastosa. Lena me observó en silencio un momento. Después dijo, tras pensárselo mucho:
—¿Y esa persona era...?
Pero yo vacilé. Si le decía la verdad, ¿qué haría ella? En una ocasión la había tomado casi por bollera, pero ahora..., bueno, quizás había sido siempre una chica corriente que me había invitado a una conferencia por pura amistad. O quizás le habían gustado las chicas en un tiempo y luego les había vuelto la espalda... ¡Como Imra! Este pensamiento me indujo a la cautela: yo sabía muy bien qué acogida dispensaría Imra a una marimacho que se presentara magullada en la puerta de su casa. Hundí la cabeza en las manos.
—Un hombre —dije, en voz baja—. He estado viviendo en la casa de un caballero, en St. John's Wood, durante año y medio. Le dejé que me hiciera... — recordé una expresión de Mrs. Milne— una ristra de promesas. Me compró toda clase de ropas. Y ahora... —Levanté la mirada hacia ella—. Debe de creer que soy una malvada. ¡Me dijo que se casaría conmigo!
Ella pareció sorprendidísima, pero también había empezado a apiadarse. —Supongo que ha sido ese individuo el que le ha puesto así el ojo, y no una escalera —dijo.
Asentí, y levanté una mano hasta la herida de mi mejilla; al recordarlo, me toqué el pelo con los dedos.
—¡Era un demonio! —dije—. Como era muy rico, hacía lo que quería. Me vio en el balcón, lo mismo que usted, con unos pantalones. Él... —Me sonrojé—. Le gustaba disfrazarme de chico, con un traje de marino...
—¡Oh! —exclamó, como si nunca hubiera oído nada tan atroz—. Los ricos son los peores, ¡se lo juro! ¿No tiene familia a la que recurrir?
—Me..., me han rechazado todos, a causa de este asunto.
Al oír esto movió la cabeza; volvió a ponerse pensativa y me lanzó una mirada rápida a la cintura.
—¿No estará...? ¿Está usted...? —preguntó, en voz baja.
—¿Si estoy...? —No pude evitarlo; era como si ella me estuviese dictando el texto para que yo se lo repitiera—. He estado —dije, con los ojos en mi regazo—, pero él arregló el problema cuando me pegó. Creo que ha sido por eso por lo que estaba tan mal hace un rato...
Entonces se le pintó en la cara una expresión extraña y bondadosa, y asintió, tragó saliva... Vi que la había convencido.
—Si de verdad no tiene ningún sitio, no importará, supongo, que se quede una noche, pero sólo una noche, aquí, con nosotros. Y mañana le diré los nombres de algunos sitios donde podría encontrar una cama...
—¡Oh! —De puro alivio, estuve a punto de desmayarme de nuevo—. Y a Mr. Luthor, ¿no le importará? —pregunté.
Resultó que Luthor no tenía el menor reparo en que yo me quedase a dormir allí: de hecho, al igual que antes, se mostró más agradable que su esposa, y se desvivió para que yo me sintiese a gusto. Cuando cenaron —porque yo les había interrumpido cuando estaban a punto de tomar el té—, él me puso el plato y me lo llenó de estofado. Fue a buscarme un chal cuando tirité, y cuando me vio entrar cojeando en la habitación, después de una visita al excusado, me hizo quitarme las botas y me trajo una palangana de agua con sal para lavar mis pies llenos de ampollas. Por último —y lo mejor de todo—, cogió de un estante de la librería una lata de tabaco, lió dos pulcros cigarrillos y me ofreció uno.
Lena, entretanto, permaneció toda la velada sentada a la mesa de la cena, un poco apartada de nosotros, despachando una pila de papeles: quise suponer que eran listas de chicas sin amigos; hojas de contabilidad, quizás, de Freemantle House. Cuando encendimos los pitillos ella alzó la cabeza y olió, pero no expresó queja alguna; de vez en cuando suspiraba o bostezaba, o se frotaba la nariz como si le doliera, y entonces su marido le dirigía unas palabras de aliento o de afecto. Una vez lloró el niño; ella ladeó la cabeza pero no se movió; fue Lex quien se levantó, sin refunfuñar lo más mínimo, para atender al bebé. Ella siguió trabajando: escribía, leía, comparaba páginas, proponía direcciones en sobres... Trabajaba mientras Lex bostezaba, hasta que al final se levantó, éste se estiró, rozó con los labios la mejilla de Lena y cortésmente nos deseó buenas noches; ella siguió trabajando mientras yo bostezaba y empezaba a adormilarme. Por fin, a eso de las once y media, recogió sus papeles y se pasó la mano por la cara. Al verme dio un respingo: creí de verdad que, en su diligencia, se había olvidado de mi presencia.
Al advertirla se ruborizó y después frunció el ceño.
—Más vale que me retire, Miss Danvers —dijo—. Espero que no le importe dormir aquí. Me temo que no tenemos otro sitio para usted.
Sonreí. No me importaba, aunque pensé que debía de haber una habitación libre arriba y me pregunté para mis adentros por qué no me instalaba en ella. Me ayudó a juntar las dos butacas y fue a buscar una almohada, una manta y una sábana.
—¿Necesita algo? —me preguntó—. El retrete está ahí fuera, como sabe. Si tiene sed, hay una jarra de agua limpia en la cocina. Lex se levantará como a las seis, y yo a las siete, o más temprano, si Kieran me despierta. Tendrá que marcharse a las ocho, cuando yo salga.
Asentí rápidamente. En aquel momento no tenía ganas de pensar en el día siguiente. Hubo un silencio embarazoso. Ella parecía tan cansada y normal que tuve el impulso insensato de darle un beso de buenas noches en la mejilla, como había hecho Lex. No lo hice, por supuesto; sólo di un paso hacia ella mientras se despedía con un gesto y se disponía a dirigirse a la escalera, y dije:
—No puedo decirle cuánto se lo agradezco, Mrs. Luthor. Ha sido muy amable conmigo, a pesar de que apenas me conoce; y sobre todo su marido, que no me conoce de nada.
Al decir yo esto ella se volvió y parpadeó. Puso la mano en el respaldo de una silla y esbozó una sonrisa extraña.
—¿Ha creído que era mi marido? —dijo. Yo vacilé, sonrojándome de pronto. —Bueno, yo...
—¡No es mi marido! Es mi hermano.
¡Su hermano! Su sonrisa se prolongó al ver mi confusión, y luego se rió: por un momento fue la chica coqueta con quien yo había hablado en Green Street, hacía tantos meses...
Pero entonces el bebé, en la habitación de arriba, lanzó un grito y las dos miramos hacia el techo; yo noté que me ruborizaba. Su sonrisa se borró al verlo.
—Kieran no es hijo mío —se apresuró a decir—, aunque digo que lo es. Su madre se hospedaba con nosotros y lo acogimos cuando ella... se marchó. Ahora le queremos mucho...
La desmaña con que lo dijo revelaba que allí había alguna historia: quizás la madre estaba en la cárcel; quizás el hijo fuese de una prima, una hermana o una novia de Lex. Tales cosas ocurrían muy a menudo en familias de Midvale: no le di mucha importancia. Me limité a asentir, luego bostecé. Y, al verme, ella bostezó también.
—Buenas noches, Miss Danvers —dijo, con la boca tapada por la mano. Ya no parecía la chica de Green Street. Sólo parecía cansada y más corriente que nunca.
Aguardé un momento mientras ella subía la escalera; oí cómo arrastraba los pies arriba y, naturalmente, supuse que debía de compartir la habitación con el bebé; cogí una lámpara y salí al retrete. El patio era muy pequeño, y sus cuatro lados estaban rodeados de paredes y ventanas oscuras; me entretuve un segundo en las baldosas heladas, mirando a las estrellas y aspirando los débiles efluvios del este de Londres, para mí desconocidos: un olor a río y a coles. Un susurro en el patio contiguo me turbó y sobresaltó, temiendo que hubiera ratas. No eran ratas, sin embargo, sino conejos: había cuatro en una conejera, y sus ojos brillaron como joyas en la luz que enfoqué hacia ellos.
Dormí en enaguas, mitad tumbada y mitad sentada entre las dos butacas, envuelta en las mantas y con el vestido encima de ellas, para tener más calor. No suena muy confortable, pero de hecho era sumamente cómodo, y a pesar de todos los motivos que tenía para sentirme enferma e inquieta, descubrí que sólo podía bostezar y sonreír al notar la blandura de los almohadones debajo de mi espalda y el calor del fuego que se extinguía a mi lado. Me desperté dos veces durante la noche: la primera, a causa del sonido de gritos en la calle, y de los portazos y el chirrido del atizador en la rejilla de la casa de al lado; y la segunda, debido al llanto del bebé en el cuarto de Lena. Éste lloró en la oscuridad, me estremeció, porque me recordó las noches espantosas que había pasado en casa de Mrs. Best, en aquella alcoba gris que daba al mercado de Smithfield. No duró mucho, sin embargo. Oí que Lena se levantaba, cruzaba el cuarto y se volvía —con Kieran, supuse— a la cama. Y después el niño no se movió más, ni yo tampoco

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora