Capitulo 13

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Podría parecer curioso el salto de un donjuán de music-hall a chapero. En realidad, el mundo de los actores y artistas no es tan distinto del mundo de mercenarios en que acabé trabajando. La patria de ambos es Londres, y el West End su capital. Los dos son una mezcla singular de magia y necesidad, de sudor y encanto. Los dos tienen sus arquetipos: sus ingénues y grandes dames, sus estrellas en ascenso, sus estrellas en declive, sus reyes y sus pajes...

Aprendí todo esto lenta pero continuamente, en las primeras semanas de mi aprendizaje, del mismo modo que había aprendido el oficio del music-hall con Imra. Tuve la suerte de encontrar a un amigo y consejero, un chico con el que entablé conversación una noche en que nos guarecimos juntos de un chaparrón súbito en el portal de un edificio en la esquina de Soho Square. Era un joven muy afeminado —lo que llaman una auténtica «nena»— y, al igual que muchos de ellos, se había puesto un nombre de chica: Alex.

—¡Así se llama mi hermana! —dije, cuando me lo dijo, y él sonrió: también era el nombre de su hermana, sólo que su hermana, me dijo, había muerto. Le dije que yo ignoraba si la mía estaba viva o muerta, y que me daba lo mismo, cosa que no le sorprendió.

Calculé que aquella Alex era más o menos de mi edad. Era tan guapo como una chica; más guapo, en realidad, que la mayoría (yo incluida), porque tenía un lustroso pelo rojizo y una cara en forma de corazón, y unas pestañas increíblemente largas, oscuras y espesas. Me dijo que se alquilaba desde los doce años; la vida mercenaria era la única que conocía, pero no le desagradaba.

—De todos modos, es mejor que trabajar en una tienda o en una oficina — dijo—. Creo que si tuviera que trabajar en el mismo cuartucho todo el día, sentado en el mismo taburete y mirando a las mismas caras insulsas, ¡me volvería loco de remate!

Cuando me preguntó por mi historia, le dije que había venido a Londres desde Kent, que una persona me había tratado bastante mal y que ahora me veía obligada a buscarme la vida en la calle; todo lo cual era, a su manera, bastante cierto. Creo que se apiadó de mí, o quizás sólo le caí simpática por la coincidencia del nombre de nuestras hermanas respectivas, pero el caso fue que empezó a cuidarme un poco, y a pasarme soplos y advertencias. A veces nos reuníamos en los tenderetes de café de Leicester Square, y o bien nos jactábamos o despotricábamos un poco de nuestra fortuna. Y mientras charlábamos los ojos se le disparaban de un lado para otro, buscando nuevos o antiguos clientes, o novios y amigos. «Polly Shaw», decía, inclinando la cabeza cuando un joven menudo pasaba por delante, sonriente. «Un encanto, un verdadero encanto, pero nunca le dejes engatusarte para que le prestes una libra.» O bien, más arteramente: «¡Qué veo! ¡Pero ese puto siempre se liga a la flor y nata!», cuando otro chico llegó en un coche de caballos y se metió en el Alhambra del brazo de un caballero con un ribete de seda roja en la capa.

Al final, por supuesto, su mirada errática se asentaba y se endurecía, y hacía un pequeño gesto o guiñaba un ojo, y precipitadamente posaba su taza. «¡Epa!», decía, «veo a un portero que quiere picar el billete de la dulce Alex. Adieu, chérie. ¡Mil besos en tus maravillosos ojos!» Se tocaba la yema de un dedo con los labios y luego lo posaba con suavidad en la manga de mi chaqueta; a continuación le veía dirigirse cauteloso a través de la plaza concurrida hacia el tipo que le había hecho la seña.

Antes, cuando me había preguntado cómo me llamaba, le dije que me llamaba Imra.

Fue Dulce Alex quien me presentó a varios tipos de chaperos y me explicó su vestimenta, sus costumbres y sus habilidades. Los primeros de ellos, por supuesto, eran los femeniles, los otros chicos como él, a los que se les veía recorriendo de arriba abajo el Haymarket a cualquier hora del día y de la noche, con carmín en los labios y la garganta empolvada, y con pantalones tan prietos y reveladores, casi, como las carnes de una bailarina. Aquellos chicos llevaban a sus clientes a pensiones y hoteles; su ambición era que se fijase en ellos algún caballero joven y viril, y que les instalara como a una querida en un apartamento propio. Más de los que se pensaría veían cumplida esta aspiración.

Luego estaban los de aspecto más corriente, los oficinistas y dependientes; despreciaban un poco a las «nenas» y se iban con hombres —o eso afirmaban— más por el dinero que por gusto; creo que algunos estaban casados o tenían novia. La aristocracia o la vanguardia de esta variedad especial del oficio eran los soldados de la Guardia Real: yo me había vestido como ellos cuando me puse el uniforme escarlata; con la mayor inocencia, desde luego, porque entonces no sabía nada de la reputación que tenían en este sentido. Me aseguraron que aquellos hombres, casi exclusivamente, meneaban y chupaban pollas. De vez en cuando se tiraban a un tío que les caía en gracia, pero no consentían que les acariciasen o besaran sus partes. A este respecto eran orgullosos hasta un punto maniático, dijo Dulce Alex.

Mi propio personaje de chapero, era, por necesidad, una curiosa mezcla de varios tipos. Como no era un chico muy viril, no atraía a los caballeros a quienes les gusta que les metan una mano ruda por la abertura de los calzoncillos, o recibir alguna bofetada en la penumbra; tampoco, sin embargo, podía permitirme que me vieran como uno de esos mozos puros como un lirio que atraen a los obreros y con los que se sienten a sus anchas. En esto también era exigente. Había muchos tíos con apetitos especiales en las calles de alrededor de Leicester Square; pero no todos eran del género que yo buscaba. A decir verdad, la mayoría se va con un mercenario del mismo modo que ustedes o yo entraríamos en una taberna al volver a casa desde el mercado; pasan un buen rato, sueltan un eructo y no piensan más en ello. Pero también hay algunos —suelen ser caballeros; aprendí a detectarlos desde lejos— que son quejosos, sentimentales o románticos, y que, como hizo el de Burlington Arcade, ceden al impulso de besarme, de agradecerme y hasta de llorar mientras les manipulo.

Y, cuando lo hacían, cuando se tensaban, jadeaban y me susurraban sus deseos en algún callejón, patio o mingitorio chorreante, tenía que girar la cara para ocultar mi sonrisa. Tanto mejor si se parecían a Mike. Si no se le parecían..., pues bueno, todos eran señores y (tuvieran la opinión que tuvieran al respecto) con la bragueta abierta todos parecían iguales.

Despertar su lascivia no excitaba la mía. Ni siquiera necesitaba las monedas que me daban. Era como una persona a la que le han robado todo lo que posee y ama y que se vuelve a su vez una ladrona, no para disfrutar de los bienes de sus vecinos, sino para estropearlos. Lo único que lamentaba era que mis magníficas actuaciones diarias no tuvieran público. Miraba en derredor al sombrío y lóbrego lugar donde mi cliente y yo estábamos resollando, y deseaba que los adoquines fueran las tablas de un escenario, los ladrillos el telón y las ratas escabulléndose las luces brillantes de unas candilejas. Anhelaba que una —¡sólo una!— iluminase nuestros acoplamientos: una mirada entendida y osada que viera lo bien que yo interpretaba mi papel y lo embaucado y humillado que estaba mi compañero insensato y crédulo.

Lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias, era de todo punto imposible.

Todo continuó sin percances durante, quizás, unos seis meses: mi vida en casa de Mrs. Best era tan monótona como mis visitas al West End y mi actividad de chapero. Mis escasas reservas de dinero disminuyeron hasta agotarse, y como alquilarme era lo único que sabía hacer y me gustaba, empecé a vivir exclusivamente de lo que ganaba en las calles.

Seguía sin tener noticias de Imra, ¡ni una palabra! Llegué a la conclusión de que se habría ido al extranjero, a probar suerte con Mike: a Norteamérica, quizás, donde habían proyectado ir. Mis meses en los escenarios de los music-halls me parecían ya muy lejanos y totalmente irreales. Alguna que otra vez, en mis callejeos por la ciudad, veía a alguien conocido de los viejos tiempos: a un tipo con el que habíamos compartido cartel en el Paragon, o a la encargada de la guardarropía del Bedford, en Camden Town. Una noche en que estaba apoyada en una columna de Great Windmill Street, vi a Dolly Arnold —que había interpretado a Cenicienta frente al príncipe encarnado por Imra en el Britannia— salir por la puerta del Pavillion y subir a un coche de caballos. Me miró, parpadeó y miró a otro lado. Tal vez pensó que mi cara le resultaba conocida; quizás creyó que era un chico con quien había trabajado; quizás sólo pensó que yo era un pobre travestido que acechaba en las sombras a algún cliente. Sé, en todo caso, que no me reconoció como Kara Zor-el; y si tuve el apremio de dirigirme hacia ella, revelarle quién era y pedirle noticias de Imra, duró sólo un momento, y entretanto el cochero azuzó a los caballos y el coche partió traqueteando.

No, ahora mi único contacto con el teatro era como puto. Descubrí que los music-halls de Leicester Square —los mismos a los que Imra y yo habíamos mirado, esperanzadas, dos años antes— eran bastante famosos entre el puterío como lugares de exhibición y de contacto. El Empire, en especial, estaba siempre lleno de sodomitas; recorrían el paseo al lado de las furcias o, formando pequeños corros, contaban chismorreos, comparaban fortunas y se saludaban agitando las manos y con un vocerío exagerado.

Nunca miraban al escenario, no ovacionaban ni aplaudían, sino que se limitaban a mirarse en el espejo o en las caras empolvadas de los otros, o —más encubiertamente— miraban a los señores que, con paso vivo o remolón, pasaban por delante.

Me encantaba pasear con ellos, observarles y que me observaran. Me encantaba pasear alrededor del Empire, la sala más bonita de Inglaterra, como Mike la había descrito —¡la sala cuya invitación Imra había anhelado tan ardientemente y tan en vano!— me encantaba pasear de espaldas a su espléndido escenario dorado, con mi traje vistoso debajo del fulgor hostil de sus arañas eléctricas, el pelo brillante, los pantalones abultados, los labios rosas, mi figura y mi pose apestando —como dicen los travestidos— a espliego, y cuya insinuación era atrevida, inconfundible... y falsa. No miraba ni una sola vez a los cantantes y a los cómicos. Había roto para siempre con aquel mundo.

Todo transcurría sin tropiezos, como he dicho; entonces, en las primeras semanas de calor de 1891 —es decir, más de un año después de haber huido de Imra—, se produjo una fastidiosa interrupción de mi pequeña rutina.

Volví al burdel después de una velada de bastante ajetreo y descubrí que la dueña no estaba, que su silla estaba volcada y que la puerta de mi cuarto estaba astillada y abierta de par en par. Nunca supe con certeza lo que había sucedido; al parecer se habían llevado o ahuyentado a la madama, aunque nadie parecía saber si había sido la policía o una alcahueta rival. En suma, los ladrones se habían aprovechado de su ausencia para robar en la casa, asustar y amenazar a las chicas y a sus clientes y arramblar con todo lo que pudieron llevarse: las alfombras y los colchones resudados, los espejos rotos, los pocos muebles desvencijados, así como mis vestidos, zapatos, sombrero y bolso. Para mí no suponía una gran pérdida, pero significaba que tendría que volver a casa con mi indumentaria masculina —llevaba un canotier y mis viejos bombachos— y tratar de ganar mi habitación sin que Mrs. Best me pillara.

Era bastante tarde y fui andando muy despacio a Smithfield con la esperanza de que todos los Best estuviesen acostados y durmiendo para cuando yo llegase; y, en efecto, cuando llegué a la casa las ventanas estaban oscuras y todo parecía en silencio. Entré y empecé a subir sin ruido la escalera, acordándome de la última vez horrible en que había entrado con sigilo en una casa donde todos dormían, y de lo que había deparado mi entrada furtiva. Acaso fue este recuerdo lo que me indujo a cometer una pifia, pues a mitad de camino me llevé la mano a la cabeza y mi sombrero cayó por la barandilla y fue a aterrizar sonoramente en el pasillo de abajo. Me detuve, maldiciendo. Sabía que tenía que bajar a buscarlo; justo cuando estaba a punto de volverme para iniciar el descenso, oí el crujido de una puerta y vi el resplandor fluctuante de una vela.

—Miss Danvers... —Era la voz de mi casera, que sonaba baja y quejumbrosa en la oscuridad—. ¿Es usted, Miss Danvers?

En vez de parar a contestarle, subí a toda velocidad los peldaños que quedaban y corrí a mi habitación. Tras cerrar la puerta, me arranqué la chaqueta de los hombros y los pantalones de las piernas y los metí, junto con la camisa y los calzones, en el pequeño nicho tapado con una cortina donde colgaba mi ropa. Busqué un camisón y me lo puse; pero cuando me estaba abrochando los botones de la garganta, oí lo que había temido: el sonido de unos pasos rápidos y pesados en la escalera, seguidos de un aporreo en mi puerta y de la voz alta y estridente de Mrs, Best.

—¡Miss Danvers! ¡Miss Danvers! Le agradecería que me abriera la puerta. ¡He encontrado una prenda especial en el pasillo de abajo y creo que tiene ahí a alguien que no debería estar!
—¿Qué quiere decir, Mrs. Best? —respondí.

—Ya sabe lo que quiero decir, Miss Danvers. ¡Le prevengo de que tengo a mi hijo aquí conmigo!

Aferró el pomo de la puerta y lo agitó. Encima de nuestras cabeza se oyeron más pasos; el bebé se había despertado con el ruido y empezó a llorar.

Giré la llave y abrí. Mrs. Best, en camisón y con un chal de cuadros, me hizo a un lado e irrumpió en el cuarto. Detrás de ella, con camisa y un gorro de dormir, estaba su hijo. Tenía un carácter pésimo.
Me volví hacia la casera. Ella miraba alrededor, frustrada.

—¡Sé que aquí hay un hombre en alguna parte! —gritó. Retiró las ropas de la cama y miró debajo. Al final, naturalmente, se encaminó hacia el nicho. Me precipité para impedírselo, y ella curvó el labio, satisfecha—. ¡Ya lo tenemos! —dijo. Extendió la mano, descorrió la cortina y retrocedió, con un grito ahogado. Había dentro unos cuatro trajes, aparte del que acababa de quitarme—. ¡Caray con la ramera! — exclamó—. ¡Así que estaba planeando una señora gorgía!

—¿Una gorgía? ¿Una gorgía? —Me crucé de brazos—. Son telas remendadas, Mrs. Best. ¿Es un delito, acaso, coser ropa para caballeros?

Cogió el par de calzones que yo me había quitado un momento antes y los olisqueó.

—¡Todavía están calientes! —dijo—. Del calor de la aguja, va a decirme, ¿no? ¡Del calor de su aguja, más bien! —Abrí la boca, pero no encontré una respuesta para aquello. Mientras yo titubeaba ella se acercó a la ventana y se asomó a la calle—. Por aquí han escapado, me figuro. ¡Maleantes! Bueno, ¡no irán muy lejos vestidos como vinieron al mundo!

Miré de nuevo a su hijo, que me estaba mirando los tobillos que asomaban por debajo del camisón.

—Lo siento, Mrs. Best —dije—. ¡No lo volveré a hacer, se lo prometo! —¡Naturalmente que no lo volverá a hacer en esta casa! Quiero que se vaya,

Miss Danvers, mañana por la mañana. Siempre me ha parecido una huéspeda sospechosa, no me importa confesarlo..., ¡y ahora intenta dármela con queso! ¡No se lo permito, desde luego que no! Ya se lo advertí cuando llegó.

Agaché la cabeza; ella se dio media vuelta. A su espalda, el hijo, finalmente, me miró con desdén. «Puta», dijo. Escupió y se perdió con su madre en la oscuridad.

Como no estaba precisamente sobrecargada de cosas que empacar, a la mañana siguiente abandoné la casa nada más lavarme. Mrs. Best torció el labio cuando pasé por delante. Mary, sin embargo, me miró con una especie de admiración, como sobrecogida e impresionada por el hecho de que al final yo hubiera resultado ser normal, tan espectacularmente normal. Le di un chelín y una palmada en la mano. Después di una última vuelta por el mercado de Smithfield. Era una mañana calurosa, y el hedor de las carcasas era horrible y el zumbido de las moscas que las circundaban tan profundo y constante como el de un motor; sentí, no obstante, una especie de afecto triste por el lugar que tantas veces había contemplado en mis semanas de locura.

Por fin me marché, dejando a las moscas con su desayuno. Tenía sólo la más vaga idea de adonde dirigirme, pero había oído que en las calles en torno a King Street había muchas pensiones, y pensé que quizás debería probar suerte en aquella zona. Pero ni siquiera tuve que ir tan lejos. En la vitrina de una tienda en Gray's Inn Road vi una pequeña tarjeta: Señora respetable busca una inquilina, y una dirección. Miré la tarjeta unos cuantos minutos. Lo de respetable era desalentador. No podría soportar a otra Mrs. Best. Pero había algo atractivo en lo de inquilina. Vi que yo encajaba dentro del guión.

Memoricé la dirección. Era en una calle llamada Green Street, que resultó que estaba maravillosamente cerca: en una callejuela que salía de la misma Gray's Inn Road, con una hilera de casas en buen estado en una acera y en la otra una casa de vecinos bastante deprimente. El número que buscaba estaba en la hilera y tenía un aspecto agradable, con un tiesto de geranios en el escalón y, a su lado, el garito de la casa que se limpiaba la cara. El animal dio un salto cuando me acerqué, y levantó la cabeza para que se la acariciase.

Tiré de la campanilla y me recibió una señora de rostro bondadoso y pelo blanco, con un delantal y zapatillas; me hizo pasar cuando le expliqué el motivo de mi visita, se presentó como «Mrs. Milne» y dedicó un momento a juguetear con el gato. Mientras lo hacía parpadeó al mirarme. La entrada estaba casi tan llena de fotos como el salón de Mrs. Dendy. Pero aquéllas no eran de teatro; de hecho, hasta donde pude distinguir, sólo tenían en común el hecho de que todas eran de un tono muy brillante. La mayoría eran vulgares —algunas habían sido recortadas de libros y periódicos y clavadas sin enmarcar a la pared—, pero había un par de imágenes famosas. Encima del paragüero, por ejemplo, colgaba una copia del cuadro chabacano La luz del mundo; debajo había una pintura india de un esbelto dios azul con los ojos sombreados y una flauta en las manos. Me pregunté si Mrs. Milne sería una fanática religiosa: una teósofa o una convertida al hinduismo.

Pero cuando me vio mirar a las paredes sonrió de un modo muy cristiano.
—Cuadros de mi hija —dijo, como si esto lo explicase todo—. Le gustan los colores.

Asentí y luego subí tras ella la escalera.

Me llevó directamente a la habitación que estaba en alquiler. Era una alcoba agradable y normal, y en su interior todo estaba limpio. Su principal atractivo era la ventana: una puertaventana, dividida en el centro para formar dos jambas de cristal que daban a un balconcito de hierro desde el cual se veía Creen Street y, enfrente, la casa de vecindad destartalada.

—El alquiler son ocho chelines —dijo Mrs. Milne mientras yo miraba alrededor. Asentí—. Usted no es la primera chica que ha venido, pero, a decir verdad, esperaba a una mujer mayor —continuó—. Quizás una viuda. Mi sobrina ha vivido aquí hasta hace poco, pero nos ha dejado para casarse. ¿Usted también planea casarse pronto?

—Oh, no —dije.
—¿No tiene novio?
—No.
Esto pareció complacerla. Dijo:
—Me alegro. Verá, aquí sólo vivimos mi hija y yo, y ella es una chica muy poco corriente y confiada. No me gustaría tener a jovencitos que entran y salen...
—No tengo novio —dije con firmeza.

Ella volvió a sonreír; después pareció que vacilaba.

—¿Podría preguntarle..., podría decirme... por qué se ha marchado de su dirección actual?

Esta vez fui yo la que vaciló, y su sonrisa se hizo menos amplia.

—Si le soy sincera —dije—, he tenido un pequeño problema con mi casera... —Ah.

Se atiesó un poco y comprendí que al decirle la verdad había metido la pata. —Quiero decir... —empecé, pero vi que ella estaba cavilando. ¿Qué pensaría? Probablemente, que mi casera me había sorprendido besando a su marido. —Verá —empezó a decir, apenada—, mi hija...
La hija debía de ser una auténtica belleza, pensé —o bien una erotómana redomada—, para que su madre estuviese tan ansiosa de tenerla a salvo y encerrada, lejos de las miradas de los hombres. Y, sin embargo, del mismo modo que me había atraído aquella tarjeta con un guión mal puesto en el escaparate de una tienda, algo en la casa y en su propietaria, inexplicablemente, me gustaba.

Tenté a la suerte.

—Mrs. Milne —le dije—, lo cierto es que tengo una profesión curiosa, una profesión teatral, diríamos, que a veces me obliga a vestir de hombre. Mi casera me ha sorprendido con esa ropa y se lo ha tomado a mal. Tengo la seguridad de que si vivo aquí no traeré nunca a un joven a su puerta. Se preguntará por qué estoy tan segura, pero sólo le puedo decir que lo estoy. No me retrasaré en el pago del alquiler; seré discreta y apenas notará que soy su huéspeda. Si usted y su hija no tienen reparo en verme con bombachos y corbata de vez en cuando..., creo que podría ser la inquilina que busca.
Había hablado en serio —más o menos— y Mrs. Milne se quedó pensativa. —Con ropa de hombre —dijo, no en un tono hostil o incrédulo, sino más bien

de interés. Asentí, desaté la cuerda de mi petate y saqué una casaca: resultó ser la de mi uniforme de Guardia Real. La sacudí y me la coloqué sobre el pecho, esperanzada.

—Qué veo —dijo ella, cruzándose de brazos—; qué preciosidad. A mi niña le gustaría él.

—Hizo un gesto hacia la puerta—. Si me permite... —Salió al rellano y llamó—: ¡Gracie! —Oí abajo el ruido de pasos. Mrs. Milne ladeó la cabeza—. Es una pizca tímida —dijo en voz baja—, pero no le haga caso si se pone un poco tonta. Ella es así.

Sonreí, dubitativa. Un segundo después, Gracie empezó a subir la escalera; un par de segundos más y estaba en la habitación, al lado de su madre.

Yo me esperaba una beldad extraordinaria, Gracie Milne no era una beldad, pero vi al instante que era extraordinaria. Era difícil calcular su edad. Pensé que podría tener entre diecisiete y treinta años; pero tenía el pelo rubio y fino como el lino, que le colgaba suelto hasta los hombros, como el de una chica. Vestía una extraña combinación de colores; una falda corta azul, y un pichi amarillo, y debajo unas medias con dibujos y zapatillas de terciopelo rojo. Sus ojos eran grises y sus mejillas pálidas. En sus facciones había una extraña tersura, como si su cara fuese un dibujo al que alguien hubiese aplicado con desgana un pedazo de caucho. Habló con una voz pastosa, como un ligero cacareo. Entonces comprendí lo que podría haber adivinado: era un tanto simplona.

Vi todo esto, naturalmente, en un santiamén. Gracie se había enlazado del brazo con su madre y, en efecto, al serme presentada había retrocedido con timidez. Pero ahora miraba con evidente placer la casaca que yo sostenía en las manos, y vi que se moría de ganas de agarrar su manga roja y acariciarla.

Y, en definitiva, era una casaca preciosa. Le pregunté:
—¿Te gustaría probártela?

Ella asintió y miró a su madre. «Si puedo.» Mrs. Milne dijo que podía. Levanté la casaca para que se la pusiera y me moví alrededor de Grace para atar los botones. La sarga escarlata y el ribete dorado calzaban, curiosamente, con su pelo, sus ojos, su vestido y sus medias.

—Pareces una mujer de circo —dije, y su madre y yo retrocedimos para examinarla—. La hija del maestro de ceremonias.

Ella sonrió; hizo una reverencia patosa. Mrs. Milne se rió y aplaudió.
—¿Puedo quedármela? —preguntó Gracie. Moví la cabeza.
—La verdad, Miss Milne, creo que no puedo prescindir de ella. Si tuviera dos iguales...
—Vamos, Gracie —dijo su madre—, por supuesto que no puedes quedártela.
Miss Danvers necesita el traje para sus funciones.
Grace torció el gesto, pero no pareció seriamente consternada. Su madre me
miró.

—A lo mejor podría prestársela, quizás, de vez en cuando... —susurró. —Puedo prestarles todos mis trajes ahora mismo, por lo que a mí respecta —dije, y cuando Grace levantó la mirada le guiñé un ojo, sus mejillas pálidas se sonrosaron un poco y agachó la cabeza.

Mrs. Milne chistó suavemente y se cruzó de brazos, complacida.
—Creo que, después de todo, Miss Danvers, usted nos viene muy bien.

Me mudé de inmediato. Pasé la primera tarde desempacando mis pocas pertenencias, mientras Gracie, a mi lado, lanzaba exclamaciones al verlas, y Mrs. Milne traía más y más té con bizcocho. Para la hora de la cena me llamaban «Kara»; y la propia cena —una empanada con guisantes y salsa, seguida de crema en un molde— fue la primera que tomaba en familia desde la última noche que pasé en Midvale, más de un año antes.

Al día siguiente, Gracie se probó mis trajes, en todas sus combinaciones, y su madre aplaudía. Hubo salchichas para cenar, y después bizcocho. Tras haberlo comido, me cambié para ir al Soho, y cuando Mrs. Milne me vio vestida de sarga y terciopelo, aplaudió de nuevo. Me había hecho una copia de la llave para que no las despertara al volver tarde a casa...

Era como vivir con unos ángeles. Llevaba los horarios que quería, me ponía la ropa que se me antojaba y Mrs. Milne no decía nada. Si yo volvía con el cuello de la chaqueta pringoso a causa de la impetuosa erupción de un hombre, me quitaba la chaqueta con sus manos nerviosas y lo lavaba en el grifo: «¡No he visto nunca a una chica tan descuidada con la ropa!» Si volvía abatida, asediada de recuerdos, me apilaba más cosas en la bandeja del desayuno, sin preguntar nada. Era tan simple, a su manera, como su propia hija; era buena conmigo en atención a Gracie, porque ésta me gustaba y era amable con ella.

Era paciente, por ejemplo, respecto al interés que Grace mostraba por las cosas de colores. No podías no advertirlo si pasabas tres minutos en aquella casa; pero al cabo de tres días empecé a intuir en su manía una especie de método que, si yo hubiera tenido costumbres fijas, como una chica cualquiera, habría podido resultar exasperante. Cuando bajé a desayunar, el primer miércoles que pasé allí, con un chaleco amarillo, Mrs. Milne se asustó:

—A Gracie no le gusta nada ver amarillo un miércoles en casa —dijo.

Tres días después, sin embargo, tomamos el té con natillas: al parecer, los sábados, tenía que haber amarillo o nada...

Mrs. Milne estaba tan habituada a estas manías que ya casi no las notaba; y, con el tiempo, como he dicho, yo también me acostumbré a ellas, y preguntaba: «¿Qué color toca hoy, Grace?», cuando me vestía por la mañana, o: «¿Puedo ponerme el traje de sarga azul, o tienen que ser los bombachos?» «¿Vamos a cenar grosellas o pastel?» Llegó a convertirse en una especie de juego, y pensé que los caprichos de Gracie eran una filosofía tan válida como muchas otras. Y comprendía muy bien su pasión básica por los colores vivos y brillantes, ya que había, en efecto, muchos colores hermosos en la ciudad, y en cierto modo ella me aleccionaba a verlos como si fueran nuevos. Mientras recorría calles, me fijaba en cuadros y ropas que sabía que le gustarían, y se los llevaba a casa. Tenía una serie de álbumes enormes en los que pegaba recortes y papelitos: le buscaba revistas y libros pequeños que ella recortaba con sus tijeras; le compraba flores en los puestos de floristas: violetas, claveles, espliego y nomeolvides azules. Cuando se las daba —sacándolas con un floreo de debajo del abrigo, como un mago— se ruborizaba de placer y a veces me hacía una pequeña reverencia juguetona. Mrs. Milne presenciaba la escena, más contenta que unas pascuas, pero movía la cabeza y fingía que me regañaba.

—¡Chss! —me decía—. ¡Uno de estos días le va a volver del revés la cabeza a esta chica, se lo juro!

Y yo me paraba a pensar en lo raro que era que ella —que tanto cuidado había tenido en mantener a su hija a salvo de las miradas de codicia de los jóvenes— nos alentase a Grace y a mí, tan alegremente y con tanta despreocupación, en apariencia, a jugar a que éramos novias.

Pero era imposible pensar muy a fondo en algo en aquella casa, donde la vida era tan monótona, dulce y ociosa.

Y como después de haber perdido a Imra, pensar era la actividad que menos me apetecía, aquello me venía de perilla.

Iban pasando los meses. Llegó mi cumpleaños: el año anterior no lo había festejado, pero esta vez hubo regalos y una tarta con velas verdes. La Navidad trajo más regalos y una cena. Rememoré con una porción pequeña e insistente del cerebro las dos alegres Navidades que había pasado con Imra; y luego pensé en mi familia. Suponía que Clark ya se habría casado y que sería padre: y entonces yo era ya tía. Alex había cumplido veinticinco años. Todos estarían celebrando el fin del año sin mí; quizás se preguntasen dónde estaba y qué hacía; y Imra y Mike quizás hiciesen lo mismo. Pensé: Que se pregunten. Cuando Mrs. Milne levantó su copa en la mesa y deseó para las tres toda la suerte de las fiestas y del nuevo año, yo le sonreí y la besé en la mejilla.

—¡Qué Navidad! —dijo— Aquí estoy con mis dos mejores chicas a mi lado. ¡Qué día de suerte Kara, fue para mí y para Grace el día en que llamaste a la puerta!

Los ojos le brillaron un poco; no era la primera vez que decía estas palabras, pero nunca tan sentidamente. Yo sabía lo que estaba pensando. Sabía que había empezado a considerarme como una hija; o como una hermana, en todo caso, para su hija, una amable hermana mayor a quien confiar, acaso, el cuidado de Gracie cuando ella hubiera muerto...

La idea, en aquel momento, me estremeció; y sin embargo yo no tenía otros planes, ya no tenía otra familia ni una hermana, y, desde luego, tampoco una enamorada.

—¡Qué día de suerte para mí! —respondí, por tanto—. ¡Si todo fuera para siempre así!

Mrs. Milne parpadeó para enjugar las lágrimas y cogió mi blanda mano blanca en la suya, senil y endurecida. Gracie nos miraba, contenta pero distraída por los esplendores del día, con el pelo reluciente como el oro a la luz de la vela.

Aquella noche, como de costumbre, fui a Leicester Square. Allí hay gente buscando putos incluso en Navidad.
No obstante, en los meses de invierno no hay mucha clientela. Las nieblas y la oscuridad temprana son clementes con el furtivo, pero a nadie le gusta desabrocharse cuando hay carámbanos en la pared, ni a mí tampoco me agradaba arrodillarme sobre adoquines resbaladizos, o callejear por el West End con una chaqueta corta por el mero gusto de enseñar mi bonito culo y el pañuelo enrollado en mi entrepierna. Me alegraba de tener una casa confortable: en enero, los gays caen enfermos como bolos, con fiebres, gripe o algo peor; Dulce Alex tosió durante todo aquel invierno; dijo que tenía miedo de toser cuando se lo estaba haciendo de rodillas a un cliente y arrancarle la polla de un mordisco.

Con el retorno de la primavera, sin embargo, las noches se hicieron más calurosas y más fácil mi curiosa carrera a la luz de las farolas; pero también más perezosa. Pasaba más tiempo en mi cuarto que recorriendo las calles: no durmiendo, sino tumbada, con los ojos abiertos y a medio vestir; o fumando, mientras la noche se espesaba y se instauraba el silencio, y una vela ardía lentamente, temblaba y se apagaba. Me habitué a abrir de par en par las ventanas para que entraran las voces de la ciudad: el traqueteo de coches y carros en Grays Inn Road; los silbatos, vibraciones y silbidos procedentes de King's Cross; retazos de peleas, confidencias y saludos de transeúntes: «¡Qué tal, Jenny!» «Hasta el martes, hasta el martes...» Cuando llegó el bochorno de junio ponía una silla en mi pequeño balcón sobre Green Street y permanecía mucho tiempo sentada en el frescor de la noche.

Así pasé unas cincuenta noches aquel verano, y hasta diría que ni cinco de ellas se distinguieron de todas las demás. Pero una de aquellas noches la recuerdo muy bien.

Había colocado, como de costumbre, la silla en el balcón, pero con el respaldo mirando hacia la calle, y estaba sentada a horcajadas en ella, indolentemente, con un brazo sobre el otro y la barbilla encima de los brazos. Recuerdo que llevaba pantalones de lino y una camisa con el cuello abierto, y un sombrero marino de paja que me había puesto para protegerme del fuerte sol de la tarde avanzada y que había olvidado quitarme. A mi espalda, la habitación estaba ya oscurecida; supuse que, aparte del resplandor intermitente y móvil de la punta de mi cigarrillo, debía de ser totalmente invisible contra sus sombras. Tenía los ojos cerrados, sin pensar en nada, y de repente oí música. Alguien había empezado a tocar un instrumento gangoso y de sonido suave —no era un banjo ni una guitarra—, y sobre las brisas vespertinas se elevaba una cadenciosa melodía gitana. Pronto una voz de mujer, dulce y temblorosa, se alzó para acompañarla.

Abrí los ojos para localizar el origen de la música; no venía, como había supuesto, de la calle de abajo, sino del edificio de enfrente, de la vieja casa de vecinos que solía estar vacía y lúgubre, y que tanto contrastaba con la agradable hilera de casas en la que mi casera tenía la suya. Hacía más de un mes que unos obreros trabajaban en ella, y yo tenía una vaga conciencia de su presencia mientras martilleaban y silbaban, encaramados a escaleras; estaban reparando y remozando el edificio. En todo el tiempo que había vivido en Green Street, las ventanas de enfrente de la mía habían estado oscuras. Pero aquella noche las habían abierto y habían descorrido las cortinas de detrás. De allí procedía la alegre tonadilla: las cortinas descorridas me permitían una visión perfecta de la curiosa escena que se estaba desarrollando dentro.

Tocaba el instrumento —vi entonces que era una mandolina— una hermosa joven que llevaba una chaqueta de buen corte, una blusa blanca, una corbata y gafas; la tomé al instante por una oficinista o una universitaria. Sonreía mientras cantaba, y se reía cuando la voz no le llegaba a las notas más altas. Había atado un manojo de cintas al mástil de la mandolina, que se agitaban y relucían mientras la tocaba.

El corro de gente para quien cantaba, sin embargo, no era en absoluto tan alegre. Sentado a su lado, un hombre vestido con un traje bastante tosco asentía con una sonrisa fija y expectante; sobre sus rodillas tenía a una niña encantadora, con un mandil y un vestido remendados, y a cuyas manos el hombre obligaba a dar palmadas, al compás, más o menos, de la melodía. En el hombro del hombre se recostaba un chico, con el pelo cortado al rape alrededor de su cuello estrecho y sus orejotas coloradas. Detrás de él había una mujer de rostro adusto y expresión cansada —la esposa, supuse—, que apáticamente sostenía a otro niño contra el pecho. Al último miembro del grupo, una chica fornida, con una chaqueta bastante elegante, sólo se le veía parcialmente más allá del borde de la cortina. Tenía la cara oculta, pero vi sus manos, esbeltas y más bien pálidas, con singular claridad; sostenían una tarjeta o un folleto y lo movían como un abanico en el aire caliente e inmóvil.

Todas estas figuras estaban congregadas en torno a una mesa, sobre la cual había un jarrón con margaritas mustias y las sobras de una cena modesta: té y cacao, fiambres y encurtidos y un bizcocho. A pesar de las caras largas y las sonrisas forzadas, había algo festivo en la escena. Supuse que se trataba de una fiesta de inauguración de la vivienda, aunque no acerté a captar la relación existente entre la mandolinista y la pobre y apocada familia para la que tocaba. Tampoco se me ocurrió nada sobre la otra chica, la de las manos pálidas; pensé que habría podido pertenecer a cualquiera de los dos grupos.

La canción cambió y presentí la inquietud que se adueñó de la familia. Encendí un cigarrillo y observé la escena: pensé que tanto daba mirar aquella o cualquier otra. Al final, la chica tapada por la cortina dejó su abaniqueo intermitente y se levantó. Abriéndose camino por entre los presentes, se acercó a la ventana: como la mía, daba a un pequeño balcón, en el que entró y desde donde oteó, con una mirada distraída y un bostezo, la calle tranquila que había a sus pies.

No nos separaban más de doce metros y estábamos casi a la misma altura, pero, como yo había presumido, mi sombra se fundía con la del interior del cuarto, y ella no me había visto. Yo no le había visto aún la cara. La ventana y las cortinas la enmarcaban bellamente, pero toda la luz se hallaba a su espalda. Le iluminaba el pelo, que parecía rizado como un sacacorchos, y le prestaba una especie de aureola llameante, como la de un santo en la vidriera de una iglesia; la oscuridad, empero, le envolvía la cara. La observé. Cuando cesó la música hubo un conato de aplausos cohibidos, seguidos de un poco de charla desganada, pero ella permaneció en el balcón y no se giró para mirar.

El cigarro se consumió, casi hasta la yema de mis dedos, y lo tiré a la calle. Ella captó el gesto; dio un respingo, amusgó los ojos para verme y se puso rígida. Su confusión —no obstante la oscuridad, vi cómo se le enrojecían las puntas de las orejas— me desconcertó hasta que me acordé de mi ropa masculina. ¡Me tomó por un voyeur insolente! La idea me produjo una extraña mezcla de vergüenza y turbación no exentas, lo confieso, de placer. Toqué mi sombrero de paja y lo levanté, cortésmente.

—Buenas noches, mi amor —dije, en voz baja y perezosa. Era la clase de cosas que los tipos rudos de la calle, los fruteros y los peones camineros, dicen continuamente a las mujeres que pasan. No sé por qué, precisamente entonces, se me ocurrió imitarles.

La chica esbozó otro tic y abrió la boca como para pronunciar una réplica hosca; pero en aquel momento su amiga se acercó a la ventana. Llevaba un sombrero y se estaba calzando los guantes.

—Tenemos que irnos, Lena —dijo. El nombre, en la penumbra, sonó muy romántico—. Es hora de que los niños vayan a la cama. Mr. Mason dice que nos acompaña hasta King's Cross.

La chica no volvió a mirar en mi dirección, sino que entró rápidamente en el cuarto. Allí besó a los niños, estrechó la mano de la madre y se despidió con cortesía; desde el balcón la vi a ella, a su amiga y a la tosca carabina de ambas, Mr. Mason, salir del edificio y dirigirse hacia Grays Inn Road. Pensé que quizás se volviera para ver si yo seguía mirando, pero no lo hizo—, ¿y qué más me daba? Cuando la luz de la farola alumbró por fin su cara vi que no era nada guapa.

Podría haberla olvidado totalmente de no ser porque, unos quince días después de haberla visto en la oscuridad, volví a verla: pero esta vez a plena luz del día.

Era otro día de calor y me había despertado bastante temprano. Mrs. Milne y Grace habían salido de visita, y en consecuencia yo no tenía absolutamente nada que hacer ni nadie más de quien ocuparme que de mí misma. Antes de que el dinero se me acabase, me había comprado un par de vestidos decentes, y aquel día llevaba puesto uno de ellos. También lucía mi antigua trenza falsa: parecía maravillosamente natural a la sombra del ala rígida de un sombrero de paja negro. Tenía pensado ir andando a un parque: a Hyde Park, pensaba, y luego quizás a Kensington Gardens. Sabía que los hombres me darían la lata a lo largo del trayecto, pero había descubierto que los parques están llenos de mujeres: llenos de niñeras que empujan cochecitos, de ayas que sacan a bebés de paseo y de dependientas que almuerzan en la hierba. Sabía que una chica con un vestido bonito y una sonrisa podría trabar conversación con cualquiera de ellas, y aquel día tenía el antojo —un antojo curioso— de gozar de compañía femenina.

Tenía este talante, estos planes y aquel vestido cuando vi a Lena.
La reconocí en el acto, a pesar de lo mal que la había visto antes. Yo acababa de salir de casa y me había entretenido un momento en el escalón más bajo, bostezando y frotándome los ojos. Ella salía a la luz del sol de un pasadizo en el otro lado de Green Street, un poco más abajo y a mi izquierda, y llevaba una chaqueta y una falda de color mostaza: fue esta ropa, iluminada por el sol y reluciente, lo que me había llamado la atención. Ella hizo un alto, igual que yo; tenía una hoja de papel en la mano y parecía consultarla. El pasadizo conducía a los apartamentos de la casa de vecinos, y supuse que habría visitado a la familia que celebró la fiesta. Me pregunté ociosamente qué camino seguiría. Si se encaminaba hacia King's Cross, la perdería de vista.

Por fin guardó el papel en una cartera que llevaba colgada en bandolera sobre el pecho, y giró: a su izquierda, hacia mí. No aceleré el paso y la observé, como aquella noche; poco a poco fue llegando a mi altura, hasta que sólo nos separaba la anchura de la calle. Vi que sus ojos destellaron una vez hacia los míos, luego se apartaron y, al sentir la tenacidad de mi mirada, volvieron a mirarme. Sonreí; ella redujo el paso y, con expresión de incertidumbre, me devolvió la sonrisa, pero advertí que no tenía la menor idea de quién era yo. No podía desperdiciar la ocasión. Me llevé la mano a la cabeza, levanté el sombrero y dije, con el mismo tono bajo que había empleado la vez anterior; «Buenos días.»
Se sobresaltó, como la otra vez. Miró al balcón que estaba encima de mi cabeza.
Y se ruborizó.
—¡Oh! Así que eras tú...

Sonreí de nuevo e hice una pequeña reverencia. Mis ballenas crujieron; parecía impropio galantear vestida con una falda, y tuve el temor repentino de que me tomase no por un voyeur impertinente, sino por una idiota. Al alzar los ojos hacia ella, sin embargo, su sonrojo se estaba apagando y su cara no mostraba desprecio ni desconcierto, sino una expresión divertida. Ladeó la cabeza.

Pasó un furgón entre nosotras, seguido de un carro. Al saludarla con mi sombrero sólo había pensado, y vagamente, en corregir el malentendido anterior y, quizás, en hacerla sonreír. Pero cuando la calle volvió a quedar despejada y ella siguió parada donde estaba, pareció una especie de invitación. Crucé la calle y me planté ante ella.

—Siento haberte asustado la otra noche —dije. El recuerdo pareció incomodarla, pero se rió.

—No me asustaste —dijo, como si no se asustara nunca—. Sólo me sobresaltaste. Si hubiera sabido que era una mujer... ¡bueno!

Se sonrojó de nuevo, o quizás fuese el mismo rubor de antes. Miró a otra parte y guardamos silencio.

—¿Dónde está tu amiga, la música? —dije al fin. Rasgueé un par de notas en una mandolina imaginaria, delante de mi cintura.

—Miss Derby —dijo, con una sonrisa—. Ha vuelto a la oficina. Hago un poco de caridad, buscando casas a familias pobres que han perdido la suya. —Tenía, más o menos, un acento vulgar del East End, pero su voz era profunda y un poquito entrecortada—. Llevábamos siglos intentando pillar algún apartamento en esta manzana, y aquella noche en que me viste habíamos instalado a la primera familia... Era un éxito modesto, no tenemos muchos medios, y Miss Derby pensó que había que celebrarlo.

—¿Ah, sí? Bueno, toca muy bien. Deberías decirle que venga a cantar por aquí más a menudo.

—¿Vives ahí, entonces? —preguntó, señalando hacia la casa de Mrs. Milne. —Sí. Me gusta sentarme en el balcón...

Levantó la mano para retirarse un mechón de pelo debajo del sombrero.
—¿Y siempre usas pantalones? —me preguntó de golpe, y yo parpadeé.
—Sólo a veces.

—¿Pero siempre miras a las mujeres y las asustas? Volví a parpadear dos o tres veces.

—No se me había ocurrido antes de verte —dije. Era la pura verdad, pero ella se rió, como diciendo: «Ah, ya.» Su risa, y el diálogo que la había causado, eran perturbadores. La examiné con mayor atención. Como había visto la primera noche, era lo que podríamos llamar una belleza. Tenía el talle fino, casi angelical, la cara angulosa y la barbilla firme. Sus dientes eran parejos, del todo blancos; tenía los ojos de color verde, pero las pestañas no eran tan largas; sus manos, sin embargo, parecían gráciles. El pelo era de ese tipo que todas hemos agradecido no tener, pues aunque lo llevaba recogido en un moño, los rizos se le disparaban y se le esparcían por la cara. Con la lámpara detrás, me había parecido de un tono caoba, pero sería más exacto decir que era azabache.

Creo que preferí que no fuese más guapa. Y si bien había algo deliciosamente intrigante en su serenidad ante mi extraña conducta —como si las mujeres llevaran continuamente pantalones de hombre; como si coqueteasen con chicas en balcones con tanta frecuencia que estuviese acostumbrada y lo considerase una mera travesura—, creo que no vi en ella aquel toque, aquel algo furtivo que yo había reconocido en otras chicas. Nadie, desde luego, pensaría al verla en adoptar un aire despectivo y llamarla ¡marimacho! Que así fuese me alegraba. Había abandonado el rollo de los corazones y los besos; ¡por entonces yo me dedicaba a un negocio totalmente distinto!

Aun así, ¿qué daño me haría, al cabo de canto tiempo, tener una... amiga?
—Oye, ¿me acompañas al parque? —dije—. Iba hacia allí cuando te he visto.
Ella sonrió, pero movió la cabeza.
—No puedo, estoy trabajando.
—Hace demasiado calor para trabajar.

—Pero hay que hacer el trabajo, ¿sabes? Tengo una visita en Old Street: una mujer que Miss Derby conoce quizás pueda cedernos algunas habitaciones. Ya debería estar allí.

Y miró con el ceño fruncido un pequeño reloj que le colgaba como una medalla de una cinta en el pecho.

—¿No puedes avisar a Miss Derby y decirle que vaya ella? Me parece terrible para ti. Apuesto a que está sentada en el despacho con los pies encima del escritorio, tocando una canción con la mandolina, y aquí estás tú apechando con toda la caminata al sol. Necesitas un helado, por lo menos. Hay una italiana en Kensington Gardens que vende los mejores helados de Londres, y a mí me los vende a mitad de precio... Ella volvió a sonreír.

—No puedo. ¿Qué sería, si no, de nuestras familias pobres?

A mí me importaban un bledo, pero me importaron, de pronto, al pensar en que podría perder a Lena.

—Bueno, entonces tengo que verte la próxima vez que vengas a esta calle — dije—. ¿Cuándo vendrás?

—Ah, pues... verás —dijo—. No vendré. Dejo este puesto dentro de unos días, y tengo que ayudar a dirigir un albergue en Stratford. Para mí es mejor, porque está cerca de donde vivo, y conozco a la gente de allí, pero eso significa que pasaré casi todos los días en el este...

—Oh —dije—. ¿Y después ya no vendrás nunca a la ciudad? Ella dudó; dijo:

—Bueno, vengo a veces, por la noche. Voy al teatro o a conferencias en el Athenaeum Hall. Podrías acompañarme a alguno de estos sitios...

Yo sólo iba ya al teatro como chapero; no volvería a sentarme, ni siquiera por
Lena, en un asiento de terciopelo delante de un escenario. Dije:

—¿El Athenaeum Hall? Lo conozco. Pero conferencias... ¿A qué te refieres? ¿Cosas de la Iglesia?
—Políticas. Ya sabes, la cuestión de clases, la cuestión Irlandesa... Noté que el corazón se me oprimía. —La de la mujer...
—Exactamente. Hay oradores y conferencias, y después debates. Mira. —Metió la mano en la cartera y sacó un folleto delgado y azul. Series de conferencias de la sociedad Athenaeum Hall, se titulaba; Las mujeres y el trabajo: ponencia de..., y ponía un nombre que he olvidado, seguido de un breve texto explicativo y de una fecha que era de cuatro o cinco días más tarde.

«¡Señor!», dije, de una forma ambigua. Ella levantó la cabeza, me cogió el folleto y dijo:
—Bueno, quizás, al fin y al cabo, prefieras el carro de helados de Kensington... Hubo un retintín en estas palabras que descubrí que no soportaba. Me apresuré a decir:
—¡Cielo santo, no! ¡Esto parece de lo más interesante!
Pero añadí que si no vendían helados en la sala, antes tendríamos que tomar un refrigerio. Me habían dicho que había una pequeña taberna en el chaflán de King's Cross con Jude Street, con una salita para mujeres al fondo donde daban una cena muy rica y nada cara. La conferencia empezaba a las siete: ¿podríamos vernos antes? ¿A las seis, por ejemplo? dije —porque pensé que le agradaría— que quizás necesitase un poco de instrucción sobre los intríngulis de la cuestión de la mujer.

Al oír esto resopló y me lanzó otra mirada cómplice, aunque no sé muy bien qué pensaría ella que sabía. Accedió, sin embargo, a una cita, advirtiéndome que no la dejara en la estacada. Dije que de ningún modo lo haría, y le tendí la mano: y pof un segundo noté sus dedos, muy firmes y calientes dentro de sus guantes grises de lino, estrechar los míos.

Hasta después de habernos despedido no caí en la cuenta de que no nos habíamos dicho nuestros nombres respectivos, pero para entonces ella ya había doblado la esquina de Green Street y se había ido. Pero yo tenía, al menos, como un secreto conocimiento de nuestro anterior y más oscuro encuentro, su romántico nombre de pila. Y además sabía que volvería a verla al cabo de una semana.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora