Capitulo 25

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A lo largo de los días y semanas que siguieron a la confesión de Lena advertí que las cosas habían cambiado bastante en Quilter Street. La propia Lena parecía más alegre, más animada, como si al contarme su historia se hubiese deshecho de un pesado fardo y ahora estuviese flexionando los miembros que habían estado entumecidos, agarrotados, y enderezando una espalda que hubiera estado torcida. Seguía decaída a ratos, y seguía saliendo sola a dar paseos de los que regresaba nostálgica. Pero ya no procuraba ocultar su melancolía ni de encubrir su causa, pues me había informado por ejemplo, de que en sus salidas (como yo habría podido adivinar) iba a la tumba de Samantha. Con el tiempo incluso empezó a hablar de su amiga muerta de un modo rutinario. «¡Cómo se habría reído Samantha al saber esto!», decía; o bien: «Si Sam estuviese aquí podríamos preguntárselo y seguro que lo sabía.»
Su nuevo y más dulce talante tuvo un efecto sobre todos nosotros. La atmósfera de nuestra pequeña casa —que yo siempre había creído bastante respirable, pero que ahora veía que había estado totalmente asfixiada por el recuerdo de Samantha y la tristeza de Lena y Lex— pareció despejarse y aclarar: era como si en vez de estar entrando en las nieblas y las heladas del invierno nos acercásemos a la primavera, con toda su tibieza y sus fragancias. Yo veía sonreír a Lex cuando miraba a su hermana tararear o coger a Kieran y hacerle cosquillas, y la miraba con cariño, y a veces se inclinaba para besarle feliz, la mejilla. Hasta el bebé parecía haber notado el cambio y estaba como más hermoso y más contento.
Y yo por el contrario, estaba cada vez más amargada, más reservada e inquieta. No podía evitarlo. Era como si al desembarazarse de su antiguo fardo, Lena me hubiese cargado a mí con uno nuevo; mis sentimientos, que removidos la noche de su confesión habían formado una curiosa mezcla, parecían cada vez más singulares y contradictorios a medida que transcurrían las semanas. Había compadecido a Lena y me alegraba tanto como a su hermano verla de buen humor ahora, también me agradaba y conmovía que por fin hubiese confiado en mí y me lo hubiera contado todo. Pero ay, ¡cómo deseaba que su historia hubiese sido distinta! Nunca lograría que me gustara la trágica Samantha, y tenía que tragarme la rabia cada vez que hablaban de ella con tanta reverencia. Tal vez me la imaginaba como a Imra; sin duda veía la cara de Mike siempre que pensaba en el hombre cobarde que la había abandonado, pero me enardecía y me aturdía pensar que Samantha había presidido la pasión de Lena, que dormía con ella noche tras noche y sin volver nunca la cara hacia su amiga para besarla en la boca. ¿Por qué Lena la había amado tanto? Miraba la foto de Eleanor Marx —no conseguía desprenderme de la confusa convicción de que las facciones allí estampadas eran las de Samantha— hasta que su rostro empezaba a dar vueltas delante de mis ojos. Era tan diferente de mí; ¿acaso no me lo había dicho la propia Lena? ¡Me dijo que nada le había alegrado tanto en su vida que el que yo fuese muy distinta a Samantha! Supongo que se refería a que Samantha era inteligente y buena; que conocía el significado de palabras como cooperativa y no necesitaba preguntarlo. Pero yo, ¿qué era yo? Sólo era una chica ordenada y limpia.
Bueno, creo que después de aquella noche no volví a ser tan ordenada. Desde luego no volví a sacudir el polvo de la chillona alfombra de Samantha; sonreía, en cambio, cuando la gente la pisaba y me producía un placer espantoso observar cómo se desdibujaban sus colores.
Pero entonces me imaginaba a Samantha en el paraíso, tejiendo más alfombras para que Lena llegase un día a sentarse encima y a descansar la cabeza contra su rodilla. Me la representé llenando las estanterías de ensayos y poemas para que ella y Lena caminasen una al lado de otra, leyendo juntas. La vi preparando un fogón en alguna pequeña cocina trasera del cielo, para que yo tuviese un lugar donde estofar las ostras mientras ella y Len se cogían de la mano.
Empecé a mirar las manos de Lena, cosa que hasta entonces nunca había hecho, y a imaginarme todas las ocupaciones que yo les encomendaría de haber estado en el lugar de Samantha...

Tampoco esto podía evitarlo. Me había convencido de que Lena era una especie de santa, con los miembros débiles e inconcebibles de los santos y con sus apetencias y ternuras; ahora sin embargo, tras haberme contado la historia de su gran amor, era como si de pronto ella se me hubiese mostrado sin la túnica. Y yo no lograba apartar la vista de lo que veía.
Una noche, por ejemplo —una noche oscura muy tarde, en que Lex estaba fuera con sus amigos del sindicato y Kieran estaba callado en el piso de arriba—, Lena se bañó y se lavó el pelo, y luego se sentó en la sala con la bata puesta y se quedó dormida. Yo la había ayudado a verter en el retrete el agua con jabón del baño y había ido a calentar leche a la cocina, y cuando volví con las tazas la encontré dormida delante del fuego. Estaba en una postura ligeramente torcida, con la cabeza recostada y los brazos inertes y colgantes, y tenía las manos fláccidas y cruzadas de cualquier modo en el regazo. Respiraba hondo y casi roncaba.
Me planté delante, con las tazas humeantes. Se había quitado la toalla de la cabeza y el pelo se le esparcía sobre el pedazo de encaje en el respaldo de la butaca, como la aureola de una madona flamenca. No recordaba haberle visto nunca el pelo tan denso y suelto, y la contemplé durante un largo rato. Me acordé de cuando había pensado que era de un color caoba insulso; no lo era, pues tenía mil vetas de brillo, azabache y lustre. Se le elevaba y se le rizaba, y adquiría un brillo más intenso a medida que se iba secando.
Después le miré la cara; las pestañas, la boca ancha y rosada, la línea de la mandíbula y el leve peso de la piel de debajo. Le miré las manos y recordé que las había visto agitar el aire cálido de junio en Green Street; recordé que un poco más tarde había tenido su mano en la mía; recordé la presión exacta de sus dedos contra los míos, dentro de su guante caliente de lino. La noche en Quilter Street tenía las manos rosas y todavía un poco hinchadas por el baño. Las uñas —que recordé entonces que solía morderse— estaban limpias e intactas.
Miré su garganta. Era tersa y muy blanca; con un pícaro lunar allí, debajo —apenas visible en la V que se ensanchaba en el escote de su bata— se veía asomar la incipiente prominencia de un pecho.
Miré y remiré, y noté en el mío propio un curioso movimiento, una especie de tirantez, de torsión o de flexión que me parecía no haber sentido en siglos. Casi de inmediato le siguió una sensación similar, bastante más abajo... Las tazas de leche temblaron tanto en mis manos que temí verterlas.
Me volví y las deposité con cuidado encima de la mesa; luego salí de la habitación sin hacer el menor ruido.
El movimiento en mi corazón y entre mis piernas se tornó más definido con cada paso que daba: me sentía como una ventrílocua que encierra en un baúl a las muñecas que protestan. Al llegar a la cocina me recosté en la pared; todavía temblaba, más que antes. No volví a la sala hasta que oí media hora después, que Lena despertaba y lanzaba una exclamación de sorpresa al ver las tazas de leche que yo había dejado encima de la mesa enfriándose y formando una capa de nata; yo seguía estando tan azorada y temblorosa que ella me miró y dijo: «¿Qué te pasa?» Tuve que responderle: «Nada, nada...», apartando la mirada en todo momento de aquella V blanca de piel ondulada debajo de su garganta, porque sabía que si la miraba de nuevo, no podría contener el impulso de acercarme a besarle el pecho.
Había ido a Quilter Street para ser una chica corriente; sin embargo, era más marimacho que nunca. En efecto, una vez que lo hube confesado y empecé a mirar alrededor, vi que estaba totalmente rodeada de bolleras, y no acertaba a creer que no me hubiese percatado antes. Al parecer, dos de las amigas de Lena que trabajaban en obras de caridad eran pareja: supongo que debió de informarles sobre mí, pues la siguiente vez que vinieron a casa pensé que me miraban de una forma muy distinta. En cuanto a Maggie Sawyer, cuando volví a verla me rodeó el hombro con el brazo y dijo:
—¡Kara! ¡Lenny me ha dicho que eres de las nuestras! Querida, nada me ha sorprendido menos ni me ha alegrado tanto...
Y, a pesar de lo perturbador que era mi nuevo y desconcertante interés por Len, era maravilloso sentir que todos mis deseos renacían..., notar que todas mis zonas sáficas estaban engrasadas y ronroneaban, como un mecanismo provisto de llama que se aplica a unos carbones. Una noche soñé que paseaba por Leicester Square con mi antiguo uniforme de la Guardia, el pelo cortado al estilo militar y un guante debajo de los botones de mi pantalón (de hecho, era un guante de Lena: ya no podía verlos sin ruborizarme). Salvo por el detalle del guante había tenido sueños parecidos en Quilter Street; pero en esta ocasión, cuando desperté, persistió el picor en el cráneo y el cosquilleo en la cara interior de mis muslos, y toqué con un poco de asco mis ricitos sosos y mi vestido estampado. Aquel día fui al mercado de Whitechapel; en el trayecto de vuelta a casa me entretuve ante el escaparate de una sastrería de hombres, y mi frente y las yemas de mis dedos imprimieron en el cristal marcas de sudor y anhelo...
Y bien, pensé, ¿por qué no? Entré —quizás el sastre creyó que había ido a comprar ropa para mi hermano— y compré un pantalón de molesquín, un par de calzoncillos, una camisa, un par de tirantes y unas botas de cordones; al llegar a Quilter Street, llamé a la puerta de la chica que cortaba el pelo por un penique y le dije: «¡Rápame, rápame enseguida, antes de que cambie de idea!» Ella me cortó los rizos y —los marimachos tienden a ponerse sentimentales en lo que respecta a los cortes de pelo, pero recuerdo muy nítidamente aquella sensación— no era como si la chica me estuviese cortando el pelo, sino como si yo tuviera un par de alas debajo de los omoplatos sobre las cuales hubiera crecido la piel y me las estuviese liberando a golpes de tijera...
Lena, esa noche, llegó a casa distraída y apenas se fijó en si yo tenía o no pelo en la cabeza, aunque Lex dijo, con optimismo: «¡Esto sí que es un corte de pelo!» Ella tampoco me vio en pantalones, pues yo me había prometido que en atención a los vecinos, sólo me los pondría para los quehaceres domésticos, y para cuando Lena todas las noches volvía a casa de Stratford, yo ya me había cambiado y llevaba el vestido y un delantal. Pero un día volvió más temprano. Entró por la puerta de atrás cruzando el patio que daba a la cocina, y yo estaba limpiando el cristal de la ventana. El cristal era grande dividido en recuadros: los había cubierto de espuma y los estaba limpiando uno por uno. Llevaba puestos el pantalón de molesquín y la camisa con el cuello suelto; tenía las mangas remangadas hasta los codos, los brazos llenos de polvo y las uñas negras. El hoyo de mi garganta estaba húmedo así como mi labio superior; me detuve para secarlo. Me había peinado el pelo hacia atrás pero se había soltado, y tenía que fruncir el labio para soplar o retirar con un ademán de la muñeca un mechón largo que a cada rato me tapaba los ojos. Ya había limpiado todos los cristales menos el que estaba a la altura de mi cara, y di un brinco cuando empecé a limpiarlo, porque Lena estaba al otro lado, muy quieta. Llevaba abrigo y sombrero y el bolso colgado del brazo, pero me estaba mirando como si... En fin, yo había sido objeto de tantas miradas de admiración a lo largo de los años desde que me presenté ante Imra Ardeen con un vestido de fiesta y no comprendí por qué se ruborizaba al verme, que supe por qué a Lena la turbaba mi aparición con pantalones y el pelo rapado.
Pero, al igual que a Imra, su deseo le resultaba casi tan doloroso como placentero. Cuando nuestras miradas se cruzaron agachó la cabeza y entró en casa; lo único que dijo fue: «¡Vaya, qué relucientes has dejado los cristales!» Y si bien fue una delicia saber que —por fin, ¡y sin querer!— había conseguido que me mirase y me deseara; si bien durante el segundo en que su mirada se cruzó con la mía sentí el brote de mi nueva pasión y la reacción apasionada de Lena, y aún cuando esta pasión me dejó aturdida, dolorida y excitada, en mi temblor y enervamiento hubo tanto nerviosismo como lascivia.
De todos modos, cuando la vi más tarde sus ojos turbios rehuyeron los míos, y pensé de nuevo: ¿Por qué iba a quererme a mí cuando está llorando todavía la pérdida de una chica como Samantha?
Y en éstas estábamos mientras el clima se volvía más frío. Pasé la Navidad no en Quilter Street, sino en Freemantle House, donde Lena había organizado una fiesta para sus chicas y necesitaba más manos para asar el ganso y lavar los platos. El primero de año hicimos un brindis por 1895, y otro por los «amigos ausentes» (claro está que se refería a Samantha); yo nunca le había hablado de todas las amigas que yo había perdido. En enero celebramos el cumpleaños de Lex. Por una coincidencia increíble, caía en el mismo día que el de Andrea, y cuándo yo observaba sonriente cómo Lex abría los regalos, recordé el busto de Antinus y me pregunté si seguiría presenciando con su mirada frígida las lúbricas transacciones de Felicity Place, y si Andrea lo miraba alguna vez y se acordaba de mí.
Para entonces había llegado a sentirme tan a gusto en Bethnal Green que me costaba creer que hubiese vivido en otros lugares o imaginar una época en que no me ocupara de los quehaceres de Quilter Street. Ya me había acostumbrado a la escandalera de los vecinos y al estruendo de la calle. Me bañaba una vez a la semana, como Lena y Lex, y el resto del tiempo me contentaba con lavarme en una jofaina; el cuarto de baño de Andrea se había convertido en un recuerdo extraño y lejano, como el del paraíso después de la caída. Conservé el pelo corto. Me ponía pantalones, como había proyectado, para hacer el trabajo de casa; así lo hice al menos durante un par de meses: después, como todos los vecinos me habían visto ya con pantalones, y como ya se sabía en el barrio que yo los usaba, era un lío quitármelos por la noche para ponerme un vestido. A nadie pareció importarle: al fin y al cabo, en Bethnal Green era un lujo tener ropa que ponerse, y a menudo veíamos a mujeres que se ponían chaquetas de sus maridos, y algunas veces a un hombre con un chal. Las hijas de Mrs. Monk, la vecina de al lado, echaban a correr gritando cuando me veían. Los colegas de Lex del sindicato solían mirarme de arriba abajo mientras debatían, y perdían el hilo de sus textos. Lex, sin embargo, bajaba a veces con una camisa o un chaleco de franela en la mano y me decía, distraídamente:
—He encontrado esto, Kara, en el fondo de mi armario, y no sé si a ti te serviría de algo...
En cuanto a Lena... Bueno, la pillaba cada vez con más frecuencia mirándome del modo en que me había mirado aquel día a través del cristal de la ventana; pero siempre —siempre— apartaba la vista y los ojos se le oscurecían. Yo ansiaba que los fijase en mí, pero no sabía cómo conseguirlo. Por complacer a Andrea me había vuelto una descarada; había coqueteado cruelmente con Tess; pero con Lena era como si tuviese otra vez dieciocho años y sudorosa y agitada, me asustara invadir su tristeza decreciente. Si al menos fuéramos chaperos, pensaba. Si yo volviera a ser un chapero y ella un nervioso cliente del Soho, y si pudiera llevarla a un lugar oscuro y sórdido y allí desabrocharle...
Pero no éramos chaperos; éramos sólo un par de marimachos pudorosas, dubitativas entre el deseo y el acto mientras el invierno transcurría y el año poco a poco iba avanzando, y Eleanor Marx permanecía pegada a la pared, grave, intemporal, desaliñada.
El cambio llegó en febrero, en un día normal. Fui al mercado de Whitechapel, algo que hacía a menudo. Al volver a casa entré por el patio; encontré la puerta de atrás entornada y entré sin hacer ruido. Cuando depositaba los paquetes en el suelo de la cocina oí voces en la sala: eran las de Lena y Maggie. Todas las puertas estaban entornadas y yo las oía perfectamente:
—Trabaja en una imprenta —estaba diciendo Maggie—. Es la mujer más guapa que he visto en mi vida.
—Oh, Maggie, siempre dices eso.
—No, de verdad. Estaba sentada a un escritorio mirando una página, y brillaba iluminada por la luz del sol. Cuando levantó los ojos hacia mí le tendí la mano. Le dije: «¿Eres Sue Bridehead? Me llamo Jude...»
Lena se rió: todas acababan de leer en una revista el último capítulo de aquella novela; probablemente Maggie no habría hecho esta broma si hubiera conocido el desenlace de la historia. Lena dijo:
—¿Y qué te respondió ella? ¿Que no lo sabía seguro, pero que quizás Sue Bridehead trabajaba en la otra oficina...?
—Nada de eso. Me dijo: ¡Aleluya! Me cogió de la mano y... ¡Oh, entonces supe que me había enamorado!
Len volvió a reírse, pero fue una risa pensativa. Un segundo después dijo algo que no llegué a entender, pero que hizo reír a su amiga. Maggie dijo entonces, con el mismo tono risueño:
—¿Y cómo está ese tío tuyo tan guapo?
¿Tío?, pensé avanzando unos pasos para calentarme las manos en el fogón. ¿De qué tío hablaba? No creí ser un oído indiscreto. Oí que Lena rezongaba.
—No es mi tío —dijo con toda claridad—. Ella no es mi tío, como bien sabes tú. —¿No es tu tío? —exclamó Maggie—. Una chica así..., con ese pelo..., gruñendo en tu sala con unos pantalones de gamuza como un albañil típico...
Al oír esto ya no tuve escrúpulos: di un paso rápido y sigiloso hacia el pasillo y agucé más el oído. Lena se rió otra vez.
—Te prometo que no es mi tío —dijo.
—¿Por qué no? ¿Por qué no iba a serlo? Lenny, me desesperas. No es natural lo que estás haciendo. Es como... como tener un asado en la despensa y tomar sólo mendrugos y vasos de agua. Pues si no va a ser tu tío, piensa en tus amigas y pásasela a otra que lo disfrute.
—¡No vas a disfrutarla tú!
—Yo no busco a nadie ahora que he encontrado a Sue Bridehead. Pero ¡mira por dónde, a ti sí te interesa!
—Pues claro que me interesa —dijo Lena en voz baja. Yo estaba aguzando tanto el oído que la oí parpadear, fruncir los labios.
—¡Pues entonces! Llévala al Chico mañana por la noche. —Tuve la certeza de haber oído bien—. Llévala al Chico. Te presentaré a mi amiga Miss Raymond... —No sé —respondió Lena. Tras estas palabras se instauró un silencio. Y cuando Maggie habló de nuevo, lo hizo en un tono ligeramente distinto.
—No puedes llorarla eternamente —dijo—. Ella no lo habría querido.
Lena rezongó.
—Estar enamorada no es como tener un canario en una jaula —dijo—. Cuando pierdes a tu novia no sales a buscar otra que la sustituya.
—¡Es exactamente lo que creo que deberías hacer!
—Eso es lo que haces tú, Maggie.
—Pero Lena, podrías abrir la puerta de la jaula, aunque sólo fuera un poco... Hay otro canario en tu puerta, golpeando los barrotes con su linda cabeza.
—Supón que le dejo entrar —dijo Len— y que no le quiero tanto como al anterior. Supón que... ¡Oh! —Oí un ruido sordo—. ¡Es increíble que me la estés comparando con un periquito!
Yo sabía que no se refería a mí, sino a Samantha, y aparté la cabeza, pensando que al fin y al cabo más me habría valido no haber escuchado. La sala permaneció en silencio unos segundos, y oí que Lena metía la cuchara en su taza y la removía. Antes de que yo hubiese vuelto de puntillas a la cocina, su voz me llegó de nuevo, hablando bajo.
—¿Crees que es verdad, de todos modos, lo que me has dicho del canario nuevo y los barrotes...?
Mi pie tropezó con una escoba y la derribó; no tuve más remedio que lanzar un grito y dar una palmada, como si entrara en casa en aquel mismo momento. Maggie me llamó y me dijo qué había preparado. Me dio la impresión de que Lena levantaba hacia mí una mirada algo meditabunda.
Maggie se marchó poco después y Lena estuvo atareada toda la noche con papeleo: poco tiempo antes se había agenciado unas gafas, y como el fuego del hogar se reflejaba constantemente en ellas yo no sabía hacia dónde miraba, si a mí o a sus libros. Nos despedimos como todas las noches, pero las dos permanecimos despiertas. Oía el crujido de su cama en el cuarto de arriba, y una vez bajó al retrete de fuera. Pensé que quizás se habría detenido delante de mi puerta para ver si yo roncaba. No le dije nada.
A la mañana siguiente estaba tan cansada que no pude observarla con la máxima atención pero vino a verme cuando yo ponía una sartén con bacon en el fogón. Se me acercó mucho y dijo en voz muy baja, quizás para que su hermano, que estaba en la habitación del otro lado del pasillo, no la oyera.
—Kara, ¿quieres salir conmigo esta noche?
—¿Esta noche? —dije, bostezando y mirando al bacon con el ceño fruncido, pues lo había introducido demasiado húmedo en la sartén muy caliente, y crepitaba y humeaba—. ¿Adónde? Espero que no sea a pedir suscripciones.
—No, no es eso. No es nada de trabajo, sino... de placer.
—¡Placer!
Jamás le había oído decir esta palabra que de repente me pareció sumamente lujuriosa. Tal vez Lena pensó lo mismo porque se puso un poco colorada cogió una cuchara y jugueteó con ella.
—Hay un bar cerca de Cable Street —continuó— con un reservado para mujeres. Las chicas lo llaman El Chico en la Barca...
—¿Ah, sí?
Me miró una vez y luego miró a otro lado.
—Sí. Maggie me ha dicho que estará allí con una nueva amiga suya; y quizás estén Ruth y Nora.
—¡También Ruth y Nora! —dije con ligereza; eran las dos que habían resultado ser pareja—. ¿Así que todas serán lesbianas?
Para mi sorpresa, ella asintió muy seria: «Sí.»
¡Todas bolleras! La idea me trastornó. Hacía doce meses que no había pasado una velada en una habitación llena de sáficas; ya no sabía si conservaba el tranquillo. ¿Qué me pondría? ¿Qué actitud adoptaría? ¡Todas bolleras! ¿Cómo les caería yo? ¿Y qué pensarían de Lena?
—¿Irás de todos modos si no voy? —pregunté.
—Creo que sí...
—Entonces sí iré —dije, y como tuve que ocuparme de la sartén de bacon humeante, no vi si su expresión era complacida, satisfecha o indiferente.
Pasé un día agitado, rebuscando entre mis pocos y feos vestidos y faldas, con la esperanza de encontrar entre ellos alguna joya sáfica olvidada. Por descontado, no había nada más que mis pantalones sucios por culpa del trabajo, pero los juzgué demasiado atrevidos para un público del East End —aunque habrían podido causar sensación en el Cavendish Club—, y los descarté a regañadientes en favor de una falda, una camisa de hombre y una corbata. La camisa y el cuello los lavé y almidoné yo misma, y les puse añil para que estuvieran más blancos; la corbata era de seda, una seda muy fina, con una única imperfección en su textura que Lex me había traído de su fábrica y que yo había llevado a un sastre judío para que la cosiera. La seda era azul y resaltaba mis ojos.
No me cambié por supuesto, hasta después de haber retirado las cosas de la cena, y cuando lo hice me embargó una especie de emoción inquieta con una alegría casi temblorosa, desterrando al pobre Lex y a Kieran a la cocina mientras yo me lavaba y vestía delante del fuego de la sala. A pesar de que eran faldas, ballenas y enaguas lo que me estaba poniendo, me sentía como creí que se sentiría un joven que se viste para su novia, y durante el tiempo que dediqué a abrocharme el vestido y a manipular a ciegas el gemelo del cuello y la corbata, oía un crujido de tablas y un frufrú de tela encima de mi cabeza, hasta que al final casi me pareció increíble que no fuera mi novia la que se estaba vistiendo para mí en el piso de arriba.
Cuando finalmente ella empujó la puerta de la sala y entró en la habitación, la miré parpadeando un momento muda de asombro. Se había cambiado su ropa de trabajo por una blusa, un chaleco y una falda. Ésta era de una tela gruesa de invierno, de color ciruela y aspecto cálido. El chaleco era de un tono más claro y la blusa casi roja; llevaba prendido un broche en la garganta: unas pocas esquirlas de granate rodeadas de oro. Era la primera vez en un año que la veía sin sus sobrios trajes de color negro y marrón, y parecía otra persona. Los tonos rojos y de color ciruela realzaban el arrebol de sus labios, el resplandor de su pelo rizado, la blancura de su garganta y de sus manos, las lunas pálidas y rosadas de sus dedos pulgares.
—Estás muy guapa —dije, patosamente. Ella se ruborizó.
—Me he ensanchado demasiado para mi ropa nueva —dijo, y contempló mi vestimenta—. Tú estás muy elegante. Qué bien te sienta esa corbata..., ¿no crees? Pero la tienes torcida. Espera.
Vino hacia mí y me tocó el nudo para enderezarlo; noté al instante que el pulso en mi garganta latía contra mis dedos, y emprendí una búsqueda vana en mis caderas de unos bolsillos donde introducir las manos.
—¿No puedes estarte quieta? —dijo con voz benévola como si le hablara a Kieran, pero advertí que sus mejillas no habían palidecido y que su voz no sonaba todo lo firme que debiera.
Retrocedió unos pasos cuando acabó de manipular mi corbata.
—Sólo me falta el pelo —dije. Cogí los cepillos, los humedecí en una jarra de agua y me retiré el pelo de la cara hasta dejarlo aplastado y lustroso; después me unté las palmas de macasar —que ahora tenía— y me las pasé por la cabeza hasta notar que el pelo se pegaba y el olor llenaba la habitación pequeña y excesivamente caldeada. Y en todo este tiempo Lena me observaba, apoyada en el quicio de la puerta de la sala; cuando terminé, se rió.
—¡Válgame Dios, qué par de bellezas! —exclamó Lex, que en aquel instante llegó por el pasillo, con Kieran gateando a sus pies—. No las hemos reconocido, ¿verdad, hijo?
El bebé extendió los brazos hacia Lena, y ella le levantó con un gruñido. Lex le puso una mano en el hombro y dijo, con un tono mucho más suave:
—Qué bonita estás, Len. No te he visto tan guapa desde hace más de un año. Ella ladeó la cabeza grácilmente: por un momento podrían haber sido el retrato medieval de un caballero y su dama. Lex miró hacia mí y sonrió, y no supe entonces a quién de los dos le quería yo más, si a él o a su hermana.
—¿Te arreglarás con Kieran, eh? —dijo Lena preocupada cuando devolvió el niño a Lex y empezó a abrocharse el abrigo.
—¡Yo diría que sí! —dijo su hermano.
—No volveremos tarde.
—Volved todo lo tarde que queráis; no nos extrañará. Pero andad con ojo. Tenéis que atravesar calles peligrosas...
En el trayecto desde Bethnal Green hasta Cable Street tuvimos que atravesar en efecto, algunos de los barrios más violentos, pobres y sórdidos de la ciudad, y que normalmente no eran nada alegres. Yo conocía el camino porque lo había recorrido a menudo con Lena: sabía cuáles eran los patios más lúgubres, las fábricas que explotaban más ferozmente a sus obreros y los edificios que albergaban a las familias más tristes y desamparadas. Pero aquella noche salíamos juntas, como la propia Lena había admitido, por motivos de placer y por extraño que parezca, el itinerario nos resultó agradable y el entorno nos pareció distinto del que recorríamos en otras ocasiones. Pasamos por garitos y tugurios, cafetines y tabernas: aquella noche no eran los lugares siniestros y lóbregos que solían ser, sino que resplandecían de luz, animación y color, rebosantes de risas y gritos y apestaban a hedores de cerveza, sopa y salsa. Vimos a parejas que se besuqueaban y a chicas con cerezas en el sombrero y los labios del mismo color; vimos a niños encorvados delante de fritangas humeantes de callos, pies de cerdo y patatas asadas. A saber a qué tristes hogares volverían al cabo de una o dos horas. De momento sin embargo, irradiaban un extraño encanto, así como las calles —Diss Street, Sclater Street, Hare Street, Fashion Street, Plumbers Row, Coke Street, Pinckin Street, Little Pearl Street— por las que pululaban.
—¡Qué alegre parece la ciudad esta noche! —dijo Lena, admirada.
Es por ti, quise contestarle: por ti y por tu vestido nuevo. Pero me limité a sonreírle y la tomé del brazo.
—¡Mira esa chaqueta! —dije al cruzarnos con un chico que llevaba una amarilla de fieltro que, en las sombras de Brick Lane, brillaba como un farol—. A una chica que conocí le hubiera encantado esa chaqueta...
Después no tardamos mucho en llegar a Cable Street. Allí doblamos a la izquierda y luego a la derecha y al fondo de la calle vi el bar que supuse que era nuestro destino: un edificio bajo, de tejado plano, con una lámpara de gas con una pantalla de color ciruela encima de la puerta, y un letrero chabacano —The Frigate— que me recordó lo cerca del Támesis que nos había conducido nuestro itinerario.
—Es por aquí —dijo Lena algo cohibida. Sobrepasamos la puerta y dimos la vuelta al edificio hasta llegar a una entrada más pequeña y oscura que había en la parte de atrás. Por unos escalones bastante empinados y de aire traicionero se descendía a lo que debía de haber sido un sótano; al pie de la escalera había una puerta de cristal esmerilado, y detrás de ella el reservado que buscábamos: recordé que lo llamaban El Chico en la Barca.
No era una habitación amplia, pero sí bastante oscura, y me llevó tiempo calibrar su longitud y su altura y discernir los espacios de penumbra entre las diversas zonas luminosas: el fuego crepitante, las lámparas de gas, el resplandor de latón, cristal, espejo y peltre en el mostrador. Calculé que habría unas veinte personas en aquel recinto; estaban sentadas en una hilera de taburetes o recostadas de pie contra el mostrador, o congregadas en el rincón más alejado y visible, en torno a lo que parecía una mesa de billar. No me paré a mirarlas con detenimiento, pues al hacer nuestra aparición todas las miradas convergieron en nosotras y me sentí extrañamente intimidada por ellas y por la impresión que yo les causaría.
Así que con la cabeza gacha seguí a Lena hasta el mostrador. Lo atendía una mujer de mentón cuadrado que estaba limpiando un vaso de cerveza con un paño; al vernos llegar dejó el vaso y el paño y sonrió.
—¡Vaya, Lena! ¡Qué alegría verte otra vez por aquí! ¡Y qué guapetona vienes!
Extendió la mano para coger los dedos de Lena y la inspeccionó con deleite. Luego volvió la vista hacia mí.
—Te presento a mi amiga Kara Danvers —dijo Len, no sin cierta timidez—. Ésta es Mrs. Swindles, la dueña del local.
La señora y yo intercambiamos saludos y sonrisas. Me quité el abrigo y el sombrero y me pasé la mano por el pelo; cuando ella me vio hacer esto, arqueó un poco la ceja y yo esperé que estuviera pensando lo mismo que Maggie Sawyer: ¡Bueno, Lena ya tiene otro tío estiloso!
—¿Qué quieres tomar Kara? —me preguntó Lena. Dije que tomaría lo mismo que ella y tras un titubeo, pidió dos vasos de ron caliente—. Vamos a sentarnos.
Atravesamos el bar —pisando con las botas la arena que cubría las tablas del suelo— para llegar a una mesa colocada entre dos bancos. Nos sentamos una enfrente de otra y removimos el azúcar de nuestras bebidas.
—¿Venías aquí antes con frecuencia? —le pregunté a Len.
—Sí —asintió—. Hacía siglos que no venía.
—¿No?
—No desde que Sam murió. A decir verdad, es un sitio un tanto frívolo. No tenía ánimos para venir...

Yo miraba dentro de mi vaso. De improviso, del taburete a mi espalda nos llegó una carcajada que me sobresaltó.
—Le dije —dijo una voz de chica—: «Yo sólo hago eso, señor, con mis amigas.» «Emily Pettinger», me dijo él, «me contó que te dejaste follar por ella durante hora y media», lo cual es mentira, por otra parte. «Follar es una cosa, señor» le dije, «y esto es otra distinta. Si quiere que la... —aquí debió de hacer un gesto— tendrá que pagarme, amigo mío.»
—¿Y te pagó? —dijo otra voz. La otra, la que había hablado antes hizo una pausa, quizás para dar un sorbo de su bebida, y luego dijo:
—Que me aspen si el bastardo no se metió la mano en el bolsillo, sacó un soberano y lo dejó encima de la mesa, tan campante...
Miré a Lena y ella sonrió.
—Son prostitutas —dijo—. La mitad de las que vienen aquí lo son. ¿Te importa? ¿Cómo iba a importarme cuando yo también lo había sido? Bueno, prostituto, en todo caso. Dije que no con la cabeza.
—¿Y a ti? —le pregunté.
—No. Sólo me da pena que tengan que hacer esto...
No la escuché: estaba demasiado interesada por el relato de la chica, que ahora estaba diciendo:
—Follamos a tope durante media hora; después le lustré la perla mientras el señor miraba. Luego Suise sacó un par de vamps y...
Miré de nuevo a Lena, frunciendo el ceño.
—¿Son francesas o qué? —le pregunté—. No entiendo nada de lo que están diciendo. Y en verdad así era, porque nunca había oído aquellas palabras, en toda mi época de trotacalles.
—Lustrar la perla: ¿qué quiere decir eso? Suena como a jerga de teatro... Lena se sonrojó.
—Podrías intentarlo en un teatro —dijo—, pero creo que el director de escena te expulsaría del escenario...
Yo aún conservaba mi expresión interrogante cuando ella abrió los labios y me enseñó la punta de la Lengua mientras lanzaba una mirada muy rápida a mi regazo. Nunca le había visto hacer una cosa así, y me produjo a la vez una conmoción y una excitación tremendas. Fue como si realmente me hubiera hundido los labios entre los muslos: noté que se me humedecían las bragas y que las mejillas se me ponían rojas como un tomate, y para ocultar mi confusión tuve que mirar a otro lado.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora