Capitulo 23

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Una de las invitadas que había ido disfrazada de María Antonieta a la horrible fiesta de Andrea no se había vestido de reina, sino de pastora, con un cayado en la mano: yo le había oído decir a otra mujer (que la había confundido con Bo Peep, la del poema infantil) que María Antonieta tenía una casa campestre en el jardín de su palacio, y que le hacía gracia jugar allí con todas sus amigas disfrazadas de lecheras y aldeanas. Me acordé de este relato con cierta amargura en las primeras semanas que pasé en Quilter Street. Creo que me sentía un poco como la reina francesa el día en que me puse un delantal y limpié la casa de Lena y le guisé la cena; creo que hasta me sentí como aquélla el segundo día que hice esto. Para el tercero, sin embargo —el tercer día que hice la cola en la calle para que el caño borbotease su chorrito de agua turbia, que limpié con grafito la chimenea y el fogón, que blanqueé el escalón y restregué el retrete—, estaba dispuesta a colgar el cayado y volver a mi palacio. Pero, por supuesto, me habían cerrado sus puertas; ahora debía trabajar de firme. Y además debía hacerlo con un bebé que se me retorcía en los brazos —o que gateaba por el suelo, dándose coscorrones contra los muebles— o, la mayoría de las veces, lloraba a moco tendido en su cuna del piso de arriba porque quería leche o pan con mantequilla, A pesar de mis promesas a Lena, si hubiese habido ginebra en la casa se la habría dado al niño, o quizás la hubiese ingerido yo para hacer mis tareas un poco más alegre. Pero no había ginebra, y Kieran estaba espabilado y mis quehaceres eran arduos. Y no me podía quejar, ni siquiera a mí misma, pues sabía que, por deprimente que fuera, no lo era tanto como los hábitos que tendría que aprender si abandonaba Bethnal Green para probar fortuna a la intemperie, sin amigos y en invierno.
Conque no me quejaba, pero pensaba a menudo en Felicity Place. Pensaba en lo tranquila y lo bonita que era aquella plaza; en lo magnífica que era la mansión de Andrea, lo agradables que eran sus dormitorios, lo clara, cálida, perfumada, lustrosa... en suma, lo distinta que era a la casa de Lena, emplazada en uno de los barrios más pobres y ruidosos de la ciudad; tenía un cuarto oscuro que hacía las veces de alcoba, un comedor, una biblioteca y una sala; tenía ventanas que vibraban y chimeneas que humeaban, y una puerta que continuamente se abría y se cerraba o era aporreada por un puño. Se me antojaba que la calle entera era de caucho, tal era el trasiego que había de gritos y risas, de gente y olores y perros, de una casa a las vecinas. No debería haberme importado, ya que, en definitiva, me había criado en una calle parecida y en una casa donde mis primos bajaban y subían con estrépito la escalera y el salón podía estar lleno, cualquier día de la semana, de gente que bebía cerveza, jugaba a las cartas y en ocasiones reñía. Pero yo había perdido la costumbre de aguantarlo, y ahora me resultaba fatigoso.
Allí también había muchas visitas. Las que hacía, por ejemplo, la familia de Lena: su hermano con su mujer y los niños; su hermana, Lutessa. El hermano era el primogénito del retrato familiar (el mediano se había ido a Canadá); trabajaba de carnicero y a veces nos traía carne, pero era bastante engreído: se había mudado a una casa en Epping, y consideraba a Lex un idiota por haberse quedado en Quilter Street, donde toda la familia había crecido. Aquel hermano no me gustaba mucho. En cambio, me encariñé al instante de Lutessa que venía más a menudo. Tenía dieciocho o diecinueve años, y era de huesos grandes y guapa; al verla en la foto había pensado que había nacido para camarera, y por eso me hizo gracia saber que trabajaba en un bar de la City y que se alojaba con la familia propietaria, en sus aposentos encima del local. Lena se desvivía por ella: la madre de ambas había muerto cuando las hermanas eran todavía muy jóvenes (el padre ya llevaba muerto muchos años), y ella la había criado sola y como todas las hermanas mayores, estaba convencida de que a Lutessa la echaría a perder el primer hombre que le pusiera las manos encima.
—Se casará sin pensárselo dos veces —me dijo, hastiada, la primera vez que Lutessa la visitó después de haberme instalado yo en la casa—. Empezará a parir un hijo tras otro, perderá la belleza y morirá ajada a los cuarenta y tres años, como nuestra madre.
Cuando Lutessa venía a cenar se quedaba a pasar la noche; dormía en la cama de Lena, y yo oía sus murmullos y risas desde la sala donde estaba acostada: aquellos sonidos me perturbaban mucho. Pero era maravillosa la naturalidad con que Lutessa me trataba cuando me veía servir los arenques en la mesa del desayuno o pasar por el rodillo la ropa interior de su hermano un día de colada. «Muy bien, Kara, decía: me llamó «Kara» desde el principio. El día que nos conocimos yo tenía todavía el ojo morado, y ella, al verlo, silbó: «Apuesto a que eso te lo ha hecho una chica, ¿verdad? Una chica siempre busca los ojos. Un tío va por los dientes.»
Cuando la casa no se estremecía hasta los cimientos por el estruendo de los pasos de Lutessa en la escalera, temblaba ante las discusiones y las risas de las amigas de Lena, que venían asiduamente a traer libros, panfletos y algunos chismes, y se quedaban a tomar el té. Aquellas chicas formaban un grupo muy peculiar. Todas trabajaban, pero al igual que Maggie Sawyer, la inspectora de sanidad, ninguna de ellas tenía un empleo aburrido y sencillo: hacer sombreros de fieltro, o plumas de adorno o atender un comercio. Todas trabajaban en entidades benéficas o en centros de beneficencia: tenían sus listas de tullidos, inmigrantes o huérfanas, y no cejaban en su empeño de buscarles trabajo, hogares o sociedades filantrópicas. Todas las historias que contaban empezaban igual: «Hoy ha venido una chica a la oficina...»
«Hoy ha venido una chica que acaba de salir de la cárcel y a la que su madre le ha robado el bebé y se ha marchado con él...»
«Hoy ha venido una pobre mujer; la trajeron de la India para trabajar de sirvienta y ahora la familia no quiere pagarle el viaje de vuelta...»
«Hoy ha venido una mujer a la que un caballero, después de buscarle la ruina le ha propinado semejante tunda que...» Sin embargo, esta historia en concreto nunca la terminaban: la chica que la estaba contando me veía sentada en una butaca, junto al codo de Lena, se sonrojaba, se llevaba la taza a los labios y cambiaba de tema. Todos conocían mi desventura —mi relato falso— a través de Lena. Cuando no encubrían su sonrojo tras la taza de té, me llevaban aparte para preguntarme en privado si ya me encontraba bien, y para recomendarme algún hombre que podría ayudarme si decidía llevar mi caso a los tribunales, o bien un tratamiento a base de verduras que facilitaría la curación de mi mejilla...
Todos los miembros del círculo de amistades de Lex y Lena eran, de hecho, empalagosamente afables, serios y concienzudos en esta clase de asuntos. Como no pude por menos de descubrir muy pronto, los Luthor eran activistas destacados del movimiento obrero local; siempre tenían entre manos un proyecto desesperado o un plan encaminado a que se aprobase o se impidiese la promulgación de una ley; la sala, en consecuencia, siempre estaba llena de gente que celebraba reuniones de urgencia o debates monótonos. Lex era cortador en una fábrica de seda y secretario del sindicato de la seda. Lena, además de trabajar en la residencia femenina de Stratford, la Freemantle House, colaboraba con una asociación denominada Liga Cooperativa de Mujeres: era trabajo sindical (no listas de chicas sin amigos, como yo había supuesto) lo que la había atareado hasta tan tarde la noche de mi llegada a su casa, y lo que, en suma, la mantenía ocupada hasta altas horas muchas noches, equilibrando presupuestos y escribiendo cartas. En aquella primera época, alguna que otra vez yo echaba un vistazo a las páginas en las que trabajaba; pero viera lo que viese me hacía fruncir el ceño. «¿Qué significa cooperativa?», le pregunté una vez. No era una palabra que hubiese oído emplear en Felicity Place.
Y, sin embargo, había momentos en Quilter Street, cuando estaba sirviendo tazas de té, liando cigarrillos, cuidando a bebés mientras los demás discutían y reían, en que pensaba que igualmente habría podido estar en el salón de Andrea, vestida con una túnica. Allí nadie me preguntaba nunca nada, porque no creían que yo pudiese tener una opinión digna de atención; pero al menos les gustaba mirarme. En casa de Lena nadie me miraba y, lo que era aún peor, todos suponían que yo tenía que ser tan enérgica y bondadosa como ellos. Por lo tanto, vivía en un pánico constante de desengañarles sin querer; de que alguien me preguntase mi opinión sobre el SDF o el ILP, y de que mi respuesta dejase bien claro que no sólo confundía el SDF con el WLF y el ILP con el WTUL, sino que no tenía la menor idea, ni nunca la había tenido, de lo que significaban estas siglas. Un día en que confesé tímidamente, unas seis semanas después de mi llegada, que apenas sabía la diferencia entre un tory y un liberal, lo tomaron como una agudeza. «¡Qué razón tiene, Miss Danvers!», había contestado un hombre. «No hay ninguna diferencia, y si todo el mundo fuese tan lúcido como usted, nuestra labor sería mucho más fácil.» Sonreí y no dije nada más. Luego recogí las tazas y me llevé a Kieran a la cocina, y mientras aguardaba a que se calentase la tetera le canté una vieja canción del music-hall que le hizo patalear y gorjear.
Entonces apareció Lena.
—Qué canción más bonita —dijo con aire distraído. Se estaba frotando los ojos—. Lex y yo vamos a salir... ¿No te importará cuidar a Kieran? En casa de una familia al fondo de la calle... se han presentado los alguaciles. Les he dicho que iríamos, por si las cosas se ponían feas...
Siempre había algo así: algún vecino en apuros que necesitaba dinero o ayuda, o bien había que escribir una carta o presentarse ante la policía, y siempre recurrían a Lex y a Lena. No llevaba yo una semana con ellos cuando vi a Lex interrumpir su cena y correr por la calle en mangas de camisa para brindar unas palabras de consuelo y dar unas monedas a un hombre que había perdido el empleo. Esta conducta me parecía de locos. En Midvale éramos amables con nuestros vecinos, pero la amabilidad tenía límites; mamá no disponía de tiempo para esposas irresponsables o para holgazanes y borrachos. Lena y Lex, en cambio, ayudaban a todo el mundo, incluso —o sobre todo, me pareció— a los padres haraganes o a las madres abandonadas contra los que se habían indispuesto sus convecinos de Bethnal Green. Reaccioné con brusquedad al enterarme de que Lena iba a visitar a la familia que tenía a los alguaciles en casa.
—Sois un par de santos, vosotros dos —dije, llenando un cuenco de agua con jabón—. Nunca tenéis un minuto libre para vosotros. Tenéis una casa bonita, ahora que estoy yo para atenderla, y ni un momento para disfrutarla. Ganáis un sueldo decente entre los dos ¡y lo regaláis entero!
—¡Me mudaría a Hampstead si quisiera cerrar la puerta a mis vecinos y contemplar toda la noche mis preciosas paredes! —contestó, pasándose una mano por sus facciones demacradas—. He vivido toda la vida en esta casa; no hay una familia en esta calle que no haya ayudado a mi madre, en una ocasión u otra, cuando éramos niños y las cosas eran difíciles. Tienes razón: Lex y yo ganamos un salario digno entre los dos; pero ¿crees que podría disfrutar de mis treinta chelines sabiendo que Mrs. Monks, que vive al lado, tiene que apañarse con diez para sacar adelante a todas sus hijas? ¿Y que Mrs. Kenny, en la acera de enfrente, cuyo marido está enfermo, tiene que arreglarse con los tres chelines que gana dejándose las pestañas para hacer esas flores de papel todas las noches...?
—Está bien —dije. Me lanzaba con frecuencia parrafadas de este género, y yo pensaba que era como una hija del pueblo en las novelas sentimentales sobre la vida en el East End: a María Jex le gustaba leer estas novelas y Andrea se burlaba de ella. Pero no se lo dije a Lena. No le dije nada, pero cuando ella, Lex y sus amigos del sindicato se hubieron ido, me dejé caer pesadamente en una butaca de la sala. Lo cierto era que detestaba su caridad; odiaba sus buenas obras, sus misiones, a los huérfanos que protegían. Les aborrecía porque yo era uno de ellos. Yo había creído que Lena me había acogido en su casa como si me concediera una merced extraordinaria, pero ¿qué clase de distinción era aquélla cuando ella y su hermano, cada poco tiempo, recogían al primer pordiosero que encontraban tambaleándose en la calle, víctima de su mala estrella, y le daban de cenar? No era que a mí me desatendiesen. Yo sabía que Lex, por ejemplo, era el hombre más bueno que había conocido en mi vida: nadie, ni la más encallecida sáfica de la ciudad, habría podido vivir con Lex sin quererle un poco; y yo —que me tenía por una marimacho nada blanda— aprendí enseguida a quererle mucho. Lena también era afable conmigo, a su manera cansina y distraída. Pero aunque comía lo que yo guisaba, aunque me confiaba a Kieran para que le lavara, le vistiese y le acostara, y aunque, transcurrido un mes, había accedido a que me quedase en su casa si quería, y mandó a Lex al desván para que me bajara una carriola que ella dijo que sería más cómoda que las dos butacas de la sala; aunque hiciese todas estas cosas, no las hacía como si las hiciese por mí. Las hacía porque las cenas y el cuidado de Kieran le permitían dedicar más horas a otras causas. Me había dado trabajo como una señora se lo daría a una chica descarriada que acaba de salir de la cárcel.
No habría sido yo misma si su indiferencia no me hubiese despechado un poco. Había pasado dieciocho meses en Felicity Place, amoldando mi conducta a los deseos de mujeres lascivas hasta adquirir tanta pericia y sutileza en este terreno como un fabricante de guantes: no podía tirar por la borda aquellas mañas sólo porque ahora también había aprendido a limpiar una chimenea. Mis habilidades, sin embargo, no surtían efecto con Lena. «No puede ser una lesbi», me decía a mí misma, pues aunque nunca coqueteaba conmigo, por nuestra sala pasaban muchas chicas y nunca, ni una sola vez, la vi flirteando con ninguna de ellas. Pero tampoco la había visto coquetear con un hombre. Finalmente supuse que era demasiado buena para enamorarse de nadie.
Y, a fin de cuentas, yo no había ido a Quilter Street para flirtear; había ido para ser una chica corriente. Y el saber que no había ojos que seducir ni deseo que despertar me volvió aún más ordinaria. Me dejé crecer el pelo, que, de todos modos, al cabo de un par de semanas había perdido su corte militar; hasta empecé a rizarle las puntas. Mis botas prietas perdieron rigidez a medida que me las ponía, pero las troqué por un par de zapatos con lazos en un tenderete de ropa de segunda mano. Hice lo mismo con mi sombrero y mi vestido andrajoso: los cambié por un sombrero con flores engastadas en un alambre y un vestido con una cinta en el cuello. «¡Vaya, qué vestido más bonito!», me dijo Lex cuando lo estrené, pero él, por hacerme sonreír, me habría dicho que estaba guapa envuelta en una tira de papel de estraza. La verdad era que estaba hecha una facha desde que me fui de St. John's Wood, y ahora, con un vestido estampado, me había convertido en un adefesio. Había comprado el tipo de ropa que usaba en Midvale y con Imra, y me pareció recordar que en aquella época me consideraban una chica guapetona. Pero era como si el hecho de haberme travestido de hombre me hubiera incapacitado para la feminidad, como por arte de magia y para siempre; como si la mandíbula se me hubiera puesto más firme, las cejas más gruesas, las caderas más finas y las manos enormes para adaptarme a las ropas que Andrea me había puesto. El ojo morado no tardó en curarse, pero la pelea con el libro de Dickie me había dejado una cicatriz en la mejilla —todavía la tengo— que, combinada con la nueva firmeza de mis hombros y muslos, adquirida a fuerza de acarrear cubos y blanquear escalones, me daba un cierto sello de rudeza. Por las mañanas, cuando me lavaba en una palangana en la cocina y me veía reflejada desde un cierto ángulo en la ventana oscurecida, parecía un chico que se enjuaga después de un combate de boxeo en un vestuario masculino. ¡Cómo me habría admirado Andrea! Ya he dicho, sin embargo, que en Quilter Street nadie se fijaba en mi figura. Para cuando Lex y Lena bajaban a desayunar, yo ya llevaba puesto mi vestido y me había rizado el pelo; y, la mayoría de los días, Lena se tomaba el té de un trago y decía que no tenía tiempo de comer nada, pues tenía que pasar por el sindicato de camino al trabajo. Lex despachaba los arenques rojos que ella había dejado en el plato —«¡No me digas, Kieran, que no parecen riquísimos!»—, y ella se marchaba sin mirarme siquiera, enrollándose una bufanda en la garganta como una anciana de noventa años.
Por mucho que pensara en ella —y pasé muchas horas haciéndolo, pues las faenas domésticas no te permiten ocupar mucho el cerebro, y lo mismo habría podido pensar en ella que en cualquier otra cosa—, no lograba entenderla. La Lena de cuando la había conocido, la de Green Street, era una joven alegre; el pelo le formaba bucles semejantes a los muelles de una cama, llevaba faldas de colores vivos como la mostaza y se reía y enseñaba los dientes. La Lena Luthor de Bethnal Green, en cambio, era una mujer seria y abatida. Tenía el pelo lacio y se ponía vestidos oscuros o de color herrumbre, polvo o ceniza; y cuando sonreía era una sorpresa, porque no te lo esperabas, y te retraías.
Descubrí, en efecto, que tenía un carácter voluble. Era buena como un ángel con los pobres indignos de Bethnal Green, pero en casa a veces estaba deprimida y muy a menudo enfadada; yo veía a su hermano y a sus amigas pasar de puntillas a su lado para no despertarla: me parecía increíble la paciencia que todos observaban con ella. Podía ser la persona más alegre del mundo durante varios días seguidos, pero luego volvía a casa de un paseo, o bien despertaba una mañana, como de un sueño agitado, descorazonada. A mi entender, lo más extraño de todo era su modo de comportarse con Kieran, pues aunque yo sabía que le amaba como a un hijo, a veces apartaba de él la mirada o rechazaba las manos con que él se agarraba a ella, como si le odiara; otras veces le cogía y le cubría de besos hasta que él se quejaba. Llevaba yo varios meses en Quilter Street cuando la conversación, una noche, se centró en los cumpleaños, y comprendí con un respingo de sorpresa que el de Kieran debía de haber pasado sin que lo celebraran. Cuando le pregunté a Lex me dijo que, tal como yo pensaba, había sido en julio, pero que no habían creído que valiese la pena festejarlo. Dije, riéndome: «Ah, los socialistas, entonces, ¿no celebráis los cumpleaños?», y él había sonreído. Lena, en cambio, se había levantado sin decir palabra y había salido de la habitación. Volví a preguntarme qué historia se escondía detrás del bebé, pero ella no me dio la menor pista y yo no husmeé en el asunto. Pensé que si lo hacía tal vez la empujase a interrogarme de nuevo sobre el caballero que presuntamente me había rodeado de lujos y después amoratado un ojo. Ella no había vuelto a aludir a él desde la primera noche. Yo me alegraba de que no lo hubiese hecho. Era tan buena y sincera, al fin y al cabo, que hubiera detestado tener que mentirle.
Es más, habría aborrecido tener que engañarla en cualquier cosa. Andaba de un lado a otro de la habitación, retorciéndome las manos, y quería zarandearla cuando la veía trabajar tan de firme y acabar tan cansada. No era el trabajo en la residencia de chicas lo que la agotaba, sino la labor interminable de la Liga y el sindicato, las pilas de listas y libros contables que colocaba encima de la mesa cuando las cosas de la cena ya se habían retirado y que escudriñaba toda la noche, hasta que los ojos se le ponían rojos y arrugados como pasas. Como yo no tenía nada mejor que hacer, a veces me sentaba a su lado y la ayudaba escribiendo direcciones en sobres o en otras menudencias sencillas. Empecé a acompañarla cuando la Liga fundó en primavera un sindicato local de costureras y Lena visitaba a las convecinas de Bethnal Creen, mujeres pobres que trabajaban largas horas solas, en habitaciones sórdidas, por un sueldo miserable. Presenciábamos escenas muy míseras, y a las mujeres les gustaba recibir visitas, y la Liga estaba agradecida, pero en realidad yo lo hacía por Lena. No podía tolerar que ella hiciese la tarea deprimente y que recorriese sola y de noche las calles del East End.
Y luego —como ya he dicho, un ama de casa se ocuparía de todas las nimiedades para facilitarle la jornada—, empecé a trabajar para ella en la cocina. Lena estaba flaca, y la delgadez no le sentaba bien: me entristecía ver las sombras en sus mejillas. De modo que mientras la Liga asumía la causa de sindicar a todas las mujeres que trabajaban en sus casas, en el este de Londres, yo convertí en mía la de cebar a Lena con desayunos y almuerzos, meriendas y cenas, galletas y leche. Para empezar, no tuve mucho éxito, pues sí bien recorría los puestos de carne del mercado de Whitechapel para comprar albóndigas y salchichas, conejos y callos, y bolsas de sobras de lo que en Midvale llamábamos «recortes», en realidad yo era una cocinera bastante negligente, y lo mismo quemaba la carne o la dejaba cruda que me salía sabrosa; creo que Lex y Lena no lo notaban, porque no estaban acostumbrados a algo mejor. Pero un día, a finales de agosto, vi que había empezado la temporada de ostras y compré una caja de nativas y un cuchillo para abrirlas; y al aplicar la hoja a la hendidura fue como si girase una llave que abrió todas las recetas de mi madre y me las depositó en la yema de los dedos. Preparé una empanada de ostras y Lena dejó a un lado para comerla el texto que estaba escribiendo, y después clavó el tenedor en la corteza que quedaba en el bol. La noche siguiente hice buñuelos de ostra, y la siguiente sopa. Hice ostras a la parrilla, ostras escabechadas y ostras rebozadas en harina y cocidas con nata.
Lena sonrió cuando le serví un plato de esta última receta; y suspiró después de probarlo. Cogió un pedazo de pan con mantequilla y lo dobló en dos para untar con él la salsa, y el pan le dejó migas en los labios, que se lamió con la Lengua, y luego se las limpió con los dedos. Recordé que en otra ocasión, en otra sala, había servido a otra chica una sopa de ostras, y fortuitamente la había cortejado, y mientras estaba pensando en esto, Lena levantó una cucharada llena de pescado y suspiró otra vez:
—Oh —dijo—, de verdad creo que si en el paraíso sólo sirviesen un plato, un único plato, sería uno de ostras, ¿no te parece, Kara?
Nunca hasta entonces me había llamado «Kara», y nunca tampoco, en todos los meses que llevaba viviendo con ella, le había oído decir algo tan imaginativo. Me reí al oírla, y lo mismo hizo su hermano, y ella también se rió.
—Creo que sí, que sería de ostras —dije.
—En mi paraíso sería mazapán —dijo Lex; era muy goloso.
—Y tendría que haber un cigarrillo al lado del plato —añadí—. Si no, no valdría la pena comerlo.

—Es cierto. Y la mesa estaría encima de una colina, pero con vistas a una ciudad; no habría una sola chimenea; todas las casas tendrían luz y calefacción eléctricas.
—¡Oh, Lex! —dije—. ¡Piensa nada más en lo aburrido que sería que te vieran en todos los rincones! En mi paraíso no habría luces eléctricas, ni siquiera casas. Habría...ponis enanos y hadas colgadas de un alambre, quise decir, rememorando mis noches en el Britannia, pero no encontré palabras para explicarlo. Mientras yo vacilaba, Lena dijo:
—¿O sea que todos tenemos un paraíso distinto?
Lex movió la cabeza.
—Bueno, tú, por lo menos, estarías en el mío —dijo—. Y Kieran.
—Y Mrs. Besant, supongo —dijo Lena. Tomó otra cucharada y se volvió hacia mí—. ¿Quién estaría en el tuyo, Kara?
Sonrió, y yo también estaba sonriendo, pero cuando me hizo esta pregunta noté que mi sonrisa empezaba a apagarse. Me miré las manos, que descansaban encima de la mesa: se habían vuelto blancas como lirios en Felicity Place, pero ahora tenían los nudillos rojos y partidas las uñas, y olían a sosa; y, más arriba, los flecos de mis puños estaban manchados de grasa: no había aprendido a remangarme unas mangas de mujer, pues no parecía haber tela suficiente que enrollar. Tiré de uno de los puños y me mordí el labio. La verdad era que no sabía quién estaría a mi lado en el paraíso. La verdad era que nadie querría que yo estuviese a su lado en el suyo... Miré de nuevo a Lena.
—Pues me imagino que tú y Lex —dije por fin— estaríais en el paraíso de todo el mundo, enseñándoles a organizarlo.
Lex se rió. Lena ladeó la cabeza y esbozó una de sus sonrisas tristes. Un momento después, pestañeó y buscó mi mirada.
—Y tú, por supuesto —dijo—, tendrás que estar en el mío... —¿En serio, Lena?
—Pues claro..., si no, ¿quién me cocinaría las ostras?
Me habían echado piropos mejores, pero no recientemente. Noté que me ponía colorada, y agaché la cabeza.
Cuando la miré de nuevo, ella dirigía la vista hacia el rincón del cuarto. Me volví para ver lo que estaba mirando: era el retrato de familia, y supuse que estaría pensando en su madre. Pero en la esquina del marco, por supuesto, estaba la foto de la mujer de semblante grave y cejas muy tupidas. Nunca había sabido quién era. Le pregunté a Lex:
—¿Quién es esa chica, la de la foto pequeña? Necesita que le pasen un cepillo.
Me miró sin responderme. Fue Lena la que habló.
—Es Eleanor Marx —dijo, con una especie de temblor en la voz.
—¿Eleanor Marx? ¿La conozco? ¿Es esa prima vuestra que trabaja en la pollería?
Ella me miró como si, en vez de haber hecho la pregunta, la hubiese ladrado. Lex dejó el tenedor.
—Eleanor Marx —dijo— es una escritora y oradora, y una socialista grandísima...
Me sonrojé: aquello era peor que preguntar qué significaba cooperativa. Pero Lex, al ver mi rubor, dulcificó la expresión.
—No te apures. ¿Por qué ibas a saberlo? Seguro que podrías citar a una docena de escritores que has leído y que Len y yo no conocemos.
—Es cierto —dije, muy agradecida; pero aunque había leído libros decentes en casa de Andrea, en aquel momento sólo se me ocurrían los indecentes, y todos eran del mismo autor; Anónimo.
Así que no dije nada y terminamos de cenar en silencio. Y cuando volví a mirar a Lena, ella miraba a otro lado, con semblante serio. Pensé entonces que, al fin y al cabo, en realidad no querría una chica como yo en su paraíso, ni siquiera para cocinarle las ostras; y aquella idea, en aquel preciso momento, me pareció tristísima.
Pero me equivocaba totalmente con respecto a Lena. Estuviese yo o no en su paraíso, ella no se habría fijado; y no era a su madre a la que esperaba ver allí, ni tampoco a Eleanor Marx, y ni siquiera a Karl Marx. Pensaba en otra persona completamente distinta, pero no supe en quién hasta semanas más tarde, una noche del otoño de aquel año.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora