Capitulo 15

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Supe en su momento que la mujer se llamaba Andrea: Andrea Rojas. Era una viuda sin hijos, rica y atrevida, y en consecuencia —aunque en una escala notablemente más grande— tan consumada como yo en el hábito de procurarse placer, y asimismo tan dura de corazón. En aquel verano de 1892 debía de tener treinta y ocho años, es decir, era más joven que yo ahora, aunque a mí, a mis veintidós años de entonces, me parecía viejísima. Creo que su matrimonio había sido una unión sin amor, porque no llevaba anillo de boda ni tampoco de duelo, ni había un solo retrato de Mr. Rojas en ninguna habitación de aquella casa espaciosa y espléndida. Nunca pregunté por él, y ella no me interrogó nunca sobre mi pasado. Al volverme a crear, los viejos días oscuros no significaban nada para ella.

Y tampoco debían significar nada para mí, naturalmente, a partir del momento en que cerramos el trato. La primera y feroz mañana de mi estancia en la casa, ella volvió a besarme, me ordenó bañarme y ponerme otra vez el uniforme de la Guardia; y mientras yo me vestía, se apartó a un lado para examinarme. Dijo:

—Tendremos que comprar más trajes. A pesar de todos sus encantos, éste no durará mucho tiempo. Mandaré a Mrs. Hooper a buscar a un sastre.

Me abotoné los pantalones y estiré los tirantes por encima de mis brazos.
—Tengo otros trajes en casa —dije.
—Pero más vale que tengas otros nuevos. Fruncí el ceño.

—Claro, pero tengo que recoger mis cosas. No puedo dejarlas sin haber seleccionado lo que quiero y lo que no.

—Podría mandar a un chico a buscarlas.
Me puse la guerrera.
—Debo un mes de alquiler a mi casera.

—Le mandaré el dinero. ¿Cuánto tengo que mandar? ¿Una libra? ¿Dos libras? No contesté. Sus palabras me hicieron comprender de nuevo la magnitud del

cambio que se me venía encima; y pensé, por vez primera, en la visita que tendría que hacer a Mrs. Milne y a Gracie. Difícilmente podía eludir este deber enviando a un chico con una carta y dinero... ¿Podía hacer eso? Sabía que no.

—Tengo que ir yo misma —dije por fin—. Verá, me gustaría despedirme de mis amigas. Ella enarcó una ceja.

—Como quieras. Mandaré a Shilling que saque el coche esta tarde.
—Podría ir en tranvía...

—Mandaré a Shilling. —Se me acercó, me puso la gorra en la cabeza y me cepilló las hombreras escarlatas—. Me parece muy feo por tu parte que quieras separarte de mí. Al menos, ¡tengo que asegurarme de que volverás enseguida!
Mi visita a Green Street fue punto por punto tan triste como había previsto. En cierto modo, no podía permitir que el cupé me llevara hasta el portal de Mrs. Milne, y le pedí a Shilling —el taciturno cochero de Andrea— que me dejara en Percy Circus y me aguardase allí. Así pues, cuando entré en la casa con mi llave, fue como si acabara de volver de una expedición de compras o un paseo, como hacía la mayoría de los días; la duración de mi ausencia era el único indicio que Mrs. Milne y su hija tenían de mi tremendo cambio de fortuna. Cerré la puerta sin hacer el menor ruido; no obstante, el agudo oído de Grace debió de captar el débil sonido, pues la oí — estaba en el salón— lanzar un grito de «¡Kara!», y al instante siguiente ya había bajado torpemente la escalera y me estaba abrazando con tal vioKaracia que habría podido romperme el cuello. Su madre la siguió enseguida hasta el rellano.

—¡Querida! —llamó—. ¡Gracias a Dios, ya ha vuelto a casa! Nos hemos estado preguntando como tontas dónde estaría metida, ¿verdad, mi amor? La pobre Gracie estaba muerta de nervios, pero yo le he dicho: «No te preocupes por Kara, niña. Habrá encontrado a alguna amiga que la haya hospedado, o habrá perdido el último autobús a casa y pasado la noche en alguna pensión. Pero volverá sana y salva mañana, ya verás.»

Y según hablaba iba bajando despacio la escalera, hasta que estuvimos a la misma altura. Me miró con verdadero afecto. Pero pensé que sus palabras estaban teñidas de reproche. Me sentí aún más culpable de la noticia que tenía que darle: pero también un poco rencorosa. Yo no era su hija ni el novio de Gracie. No les debía nada, me dije, salvo el alquiler.

Me distancié con todo cuidado de Grace y asentí a su madre. Dije:

—Tiene razón, me encontré con una amiga. Una amiga muy antigua a la que no veía desde hacía mucho tiempo. ¡Qué sorpresa encontrarla! Su alojamiento está en Kilburn. Era demasiado lejos para volver tan tarde.

La historia me sonaba hueca, pero a Mrs. Milne pareció resultarle convincente. —¿Lo ves, Gracie? ¿Qué te había dicho? —dijo—. Ahora baja y pon la tetera en
el fuego. Seguro que Kara querrá tomar un té.

Me sonrió otra vez, mientras Gracie, obedientemente, se iba a la cocina; después Mrs. Milne se volvió para subir la escalera, y yo la seguí.

—La cosa es, Mrs. Milne —empecé—, que esta amiga que le digo está un poco apurada. Resulta que su compañera de cuarto se le fue de repente la semana pasada —Mrs. Milne se detuvo un instante, y luego reemprendió la ascensión— y no puede reemplazarla, y no puede pagar el alquiler ella sola, porque la pobre sólo tiene un trabajo a tiempo parcial en una sombrerería...

Habíamos llegado al salón. Mrs. Milne se volvió hacia mí, con los ojos empañados.

—Es una lástima —dijo, sentidamente—. En estos tiempos es difícil encontrar una buena huéspeda, bien lo sé yo. Por eso, y ya se lo he dicho antes, como usted sabe, por eso yo y Gracie hemos apreciado tanto tenerla con nosotras. En fin, si alguna vez tuviera que dejarnos, Kara...
Era la peor situación para decírselo, pero no tuve más remedio que hacerlo. —¡Oh, no diga eso, Mrs. Milne! —dije, desdramatizando—. Porque verá,

lamento decirle que tengo que marcharme. Mi amiga me lo ha pedido y, bueno, le he dicho que ocuparé el lugar de la otra chica... Sólo para echarle una mano, ¿entiende?

La voz se me apagó. Mrs. Milne se puso lívida. Se desplomó en una silla y se llevó una mano a la garganta.
—Oh, Kara...

—No se lo tome así —dije, tratando de parecer jovial—, ¡no, por favor! Válgame Dios, no soy una huéspeda tan especial, y no tardará en encontrar otra chica que me sustituya.

—No me importa tanto por mí como por Gracie —dijo—. Ha sido tan buena con ella, Kara; no hay muchas personas que la entiendan tan bien como usted, muy pocas se tomarían la molestia de disculpar sus rarezas como usted.

—Pero vendré a visitarlas —dije, con ánimo razonable—. Y Grace... —Tragué saliva al decir eso, porque sabía que Gracie nunca sería bien recibida en la quietud y elegancia de la mansión de Andrea—. Grace podrá venir a visitarme. La cosa no es tan grave.

—¿Es por el dinero, Kara? —dijo ella—. Sabe que no tengo mucho... —No, por supuesto que no es por el dinero —dije—. De hecho...

Me había acordado de la moneda que llevaba en el bolsillo: una libra depositada en él por los propios dedos de Andrea. Saldaba con creces el alquiler que debía y el aviso con quince días de antelación que estaba estipulado. Se la ofrecí; pero ella se limitó a mirar la moneda con expresión sombría y no hizo ademán de tomarla. Me encaminé con paso inseguro hacia la repisa de la chimenea y la deposité con suavidad encima.

Hubo un silencio sólo interrumpido por los suspiros de Mrs. Milne. Tosí. —En fin —dije—. Será mejor que vaya a recoger mis cosas... —¿Qué? ¿No irá a marcharse hoy? ¿Tan pronto?

—Se lo he prometido a mi amiga —dije, procurando sugerir por mi tono que toda la culpa se le podría atribuir a mi amiga.

—Pero ¿se quedará a tomar un té, por lo menos?

La sola idea de la estampa deprimente que formaríamos las tres, con Mrs. Milne decepcionada y lívida, y Gracie, con toda seguridad, llorando, si no algo peor, me causó consternación. Me mordí el labio.
—Más vale que no —dije.
Mrs. Milne se enderezó; se le achicó la boca. Movió la cabeza despacio.
—A mi pobre hija se le va a partir el corazón.

Hubo en su tono una severidad más aterradora y más condenatoria que su tristeza de un momento antes, pero de nuevo descubrí que me embargaba un vago despecho. Había abierto la boca para proferir alguna broma espantosa cuando se oyó un arrastrar de pies en la puerta y apareció Grace. «¡El té está caliente!», canturreó, sin sospechar nada. No pude soportarlo. Le sonreí, hice un gesto a ciegas hacia la madre y me escapé. Su voz —«Oh, mamá, ¿qué pasa?»— me persiguió por la escalera, seguida de los murmullos de Mrs. Milne. En un instante estaba de nuevo en mí habitación, encerrada con llave.

Mis pertenencias, por supuesto, podían empacarse en un santiamén, en mi petate de marino y en una bolsa hecha con tela de alfombra que me había regalado Mrs. Milne. Plegué la ropa de cama y la coloqué pulcramente al pie del colchón, y sacudí la alfombra por la ventana abierta; despegué de la pared las pocas imágenes que había clavado en ella y las quemé en el fuego. Tiré al cubo de la basura mis artículos de aseo: una jaboneta amarilla y rajada, un tarro medio gastado de polvo de dientes, un tubo de crema facial que olía a violeta. Sólo conservé el cepillo de dientes y la brillantina; los guardé en la bolsa junto con una caja sin abrir de cigarrillos y una tableta de chocolate, aunque —tras un momento de vacilación— volví a sacar la tableta y la dejé en la repisa de la chimenea, con la esperanza de que Gracie la encontrase. Al cabo de media hora el cuarto recobró el aspecto que tenía cuando lo ocupé. De mi estancia en él no había más huellas que el conjunto de agujeros en el empapelado donde había clavado mis ilustraciones y la marca de una quemadura en la mesilla donde una vez, al adormecerme mientras leía una revista, había dejado caer una vela. Parecía una idea desdichada, pero no quise entristecerme. No fui a la ventana para una última visión sentimental del panorama. No registré los cajones ni hurgué debajo de la cama ni levanté los almohadones de la silla. Sabía que Andrea suplantaría con algo mejor las cosas de las que hubiese podido olvidarme.

Abajo reinaba un silencio agorero, y al llegar al salón encontré la puerta cerrada. Llamé y giré el picaporte, con el corazón acelerado. Mrs. Milne estaba sentada a la mesa, tal como yo la había dejado. Estaba menos lívida que antes, pero todavía con el semblante sombrío. La tetera se enfriaba en su bandeja, sin que el té hubiera sido servido; las tazas estaban amontonadas en sus platos. Gracie estaba sentada en el sofá, rígida y recta, con la cara vuelta trabajosamente a un lado y la mirada clavada —inflexible, pero asimismo, pensé, ciega— en la vista de fuera de la ventana. Yo había esperado que llorase al conocer la noticia; por el contrario, parecía haberla enfurecido. Tenía los labios apretados y exangües.

Mrs. Milne, por lo menos, parecía haberse reconciliado un poco con mi partida, pues me dirigió la palabra con un esbozo de sonrisa.

—Me temo que Gracie no es del todo ella misma —dijo—. La noticia la ha trastornado. Le he dicho que vendrá a vernos, pero..., bueno..., es muy testaruda.

—¿Testaruda? —dije, fingiendo asombro—. ¿Nuestra Gracie?

Di un paso hacia ella y extendí una mano. Ella me rechazó con una especie de aullido, y se desplazó hacia el extremo más alejado del sofá, con la cabeza ladeada todo el tiempo en aquella postura tiesa y forzada. Nunca hasta entonces me había mostrado tanto desagrado; cuando le hablé lo hice con verdadero sentimiento.

—Ah, no seas así, Gracie, por favor. ¿No me vas a decir nada ni a darme un beso antes de que me vaya? ¿Ni siquiera vas a estrecharme la mano? Te echaré mucho de menos, y detestaría que nos separásemos de mala manera, después de los buenos ratos que hemos pasado juntas.
Y proseguí hablando de esta guisa, mitad súplica y mitad reproche, hasta que
Mrs. Milne se levantó, me tocó el hombro y dijo en voz baja:

—Más vale que la deje, Kara, y que se vaya. Vuelva a verla otro día. Para entonces, sin duda, ya se habrá recuperado.

Así que al final tuve que marcharme sin que Grace me diera un beso de despedida. Su madre me acompañó a la puerta de la calle, y allí permanecimos sin saber qué decirnos, delante de La luz del mundo y el afeminado ídolo azul, ella con los brazos cruzados sobre el pecho, y yo cargada con bolsas y todavía vestida con mis trapos escarlatas.

—Siento que todo haya sido tan precipitado, Mrs. Milne —tanteé, pero ella me impuso silencio.

—No importa, querida. Tiene que seguir su propio camino.

Era demasiado bondadosa para mantenerse severa mucho tiempo. Le dije que había dejado la habitación ordenada; que le mandaría mi nueva dirección (¡no lo hice nunca, nunca!), y, por último, que era la mejor casera de toda la ciudad, y que si la inquilina siguiente no la apreciaba yo me encargaría de averiguar por qué.

Ella sonrió con seriedad, y nos abrazamos. Pero al separarnos intuí que algo la turbaba, y cuando yo estaba ya en el peldaño para la despedida definitiva, Mrs. Milne habló.

—Kara —dijo—, perdóneme la pregunta, pero... esa amiga suya: ¿es de verdad una chica?

Resoplé.

—¡Oh, Mrs. Milne! ¿De verdad ha pensado que...? ¿Ha pensado de verdad que yo...?

Que yo me iba a vivir con un hombre: era lo que ella había pensado: ¡yo, con pantalones y el pelo rapado! Se ruborizó.

—Sólo pensaba que, en los tiempos que corren, a una chica puede pescarle un tipo de un voleo. Y al marcharse así, tan de repente, casi estaba convencida de que algún caballero le habría hecho un montón de promesas. No era una idea acertada.

Mi risa sonó un poco hueca, al pensar en lo cerca que había estado de la verdad su presunción, y a la vez tan lejos.

Así mis bolsas con mayor firmeza. Le había dicho que me dirigía a la parada de coches que había en Kings Cross Road, pues era la dirección que debía seguir para reunirme con el cochero de Andrea. Sus ojos, que habían permanecido secos en los primeros momentos de la conmoción por la noticia, ahora empezaron a humedecerse. No se movió del umbral mientras yo emprendía mi Lento y patoso descenso de Green Street. «¡No nos olvide, cariño!», gritó, y me volví para decirle adiós. Una figura había aparecido en la ventana del salón. ¡Grace! Se había asomado lo suficiente para verme partir. Ensanché el arco de mi saludo, levanté mi gorra y la agité hacia ella. Dos chicos que daban volteretas sobre una barandilla rota interrumpieron su juego para efectuar una salutación jocosa: supongo que me tomaron por un soldado al que se le había terminado el permiso, y a Mrs. Milne por mi llorosa y anciana madre de pelo blanco, y a Grace, sin duda por mi mujer o mi hermana. Pero por mucho que agité la mano y le soplé besos, ella no respondió con seña alguna, sino que se quedó con la cabeza y las manos apoyadas en el cristal de la ventana, que formó un círculo más blanco en el centro de su frente pálida y en la yema de cada dedo entumecido. Al fin aminoré el movimiento de mi brazo y lo dejé caer.

—No le quiere mucho —dijo uno de los chicos, y cuando aparté la vista de él para mirar a la casa, Mrs. Milne había desaparecido.

Gracie, sin embargo, seguía en la ventana. Su mirada —fría y dura como alabastro, penetrante como un alfiler— me persiguió hasta la esquina de Kings Cross Road. Fue como si sus ojos compungidos me pincharan la piel de la espalda mientras yo subía la cuesta empinada de Percy Circus, desde donde no se ven ya las ventanas de Green Street. No me sentí liberada ni vi despejado el camino de mi nueva vida hasta que me senté en la penumbra interior del coche de Andrea y cerré el picaporte de la portezuela.

Pero incluso entonces hubo otro recordatorio de mis deudas impagadas con la vida anterior, pues cuando recorríamos Euston Road y nos aproximamos a la esquina de Judd Street, me acordé de pronto de la cita que había concertado con mi reciente amiga Lena. La cita era el viernes, y caí en la cuenta de que era aquel día. Le había dicho que la encontraría a las seis en punto en la entrada de la taberna, y en aquel momento debían de ser las seis pasadas... Cuando lo estaba pensando, el tráfico frenó la marcha del cupé y la vi allí aguardándome, un poco más abajo de la calle. El coche rodaba más despacio aún; desde detrás de las cortinas de encaje la veía perfectamente, mirando ceñuda a derecha y a izquierda, agachando la cabeza para consultar el reloj en su pecho, y después alzando una mano para colocarse un mechón en su sitio. Su cara me pareció muy fea y bondadosa. Tuve el impulso súbito de abrir la portezuela y correr a su encuentro; pensé que como mínimo podría pedirle al cochero que detuviese al caballo para que yo le gritase a Lena alguna disculpa...

Pero mientras titubeaba, intranquila, el tráfico se volvió fluido, el coche dio una sacudida y en un instante dejamos atrás Judd Street y a la dulce y bondadosa Lena. Ya no tuve arrestos para pedir al adusto Shilling que diera media vuelta, a pesar de que yo era su ama aquella tarde. Y, además, ¿qué le diría a Lena? Supuse que no dispondría de libertad para volver a verla, y era impensable la perspectiva de que viniera a visitarme a casa de Andrea. Pensé que le extrañaría que yo no me presentara, y que se enfadaría: era la tercera mujer a la que yo decepcionaba aquel día. Lo lamenté, pero, al volver a pensarlo, no me apenó tanto. En absoluto lo lamenté tanto.

Cuando regresé a Felicity Place —pues entonces vi que así se llamaba la plaza donde mi señora tenía su domicilio— fui recibida con regalos. Encontré a Andrea en la sala de arriba, ya bañada y vestida, con trenzas en el pelo y una trama compleja de horquillas. Estaba guapa con su bata gris y carmesí, y tenía el talle muy estrecho y la espalda muy recta. Recordé los encajes y lazos que la noche anterior yo había desatado a tientas: no había ya la menor traza de ellos por debajo de la tela lisa de su corpiño. Me excitó pensar en aquel lino y aquella corsetería invisibles que los dedos serenos de una criada habrían atado y escondido y que mis propias manos temblorosas, destaparían y desatarían más tarde. Me acerqué, le puse encima las manos y la besé fuerte en la boca hasta que ella se rió. Me había despertado cansada y dolorida; había pasado un mal rato en Green Street, pero ya no estaba deprimida: me sentía ágil y rijosa. Si hubiera tenido polla, ahora la tendría tiesa.

Nuestro abrazo duró uno o dos minutos; después ella se separó y me cogió la mano.

—Ven conmigo —dijo—. Te han preparado una habitación.

Al principio me desalentó un poco saber que no compartiría la de Andrea, pero el desaliento me duró poco. El cuarto al que me llevó —un trecho más allá a lo largo del pasillo— era apenas menos suntuoso que el suyo e igual de espacioso. Tenía las paredes desnudas y de color crema, las alfombras eran doradas y el biombo y el armazón de la cama eran de bambú; además, el tocador estaba repleto de objetos: una pitillera de carey, un par de cepillos y un peine, un broche de marfil y diversos tarros y frascos de aceites y perfumes. Una puerta al lado daba acceso a un retrete alargado y de techo bajo; allí, colgada de un par de hombreras de madera, había una bata de seda carmesí, que combinaba con la verde de Andrea; y allí también estaba el traje que me había prometido: un terno precioso de estambre gris, tremendamente pesado y elegante. Junto a él había una serie de cajones con rótulos que decían gemelos y corbatas, cuellos y botones. Estaban todos llenos; y en otra estantería que anunciaba ropa blanca, había un pliegue tras otro de camisas de batista blancas.

Miré todo aquello y después le di a Andrea un beso impetuoso; en parte, lo confieso, con la esperanza de que cerrase los ojos y no advirtiera el temor reverencial que me inspiraba. Pero en cuanto se marchó, bailé de placer sobre el suelo dorado. Cogí el traje, una camisa, un cuello y una corbata y los puse por orden encima de la cama. Bailé otra vez. Transporté al reservado las bolsas que me había llevado de casa de Mrs. Milne y las tiré, sin abrir, al rincón más alejado.

Me puse el traje para la cena: sabía que me sentaba muy bien. Andrea, sin embargo, dijo que el corte no era perfecto y que al día siguiente mandaría a Mrs. Hooper que me tomase las medidas exactas para dárselas al sastre. Se me antojó extraordinaria la fe que tenía en la discreción de su ama de llaves, y cuando ésta nos hubo dejado —pues, al igual que en el almuerzo, ella nos sirvió los platos y nos escanció los vasos, y aguardó con una compostura grave y (a mi juicio) crispante hasta que la ordenaron retirarse—, se lo dije a Andrea. Ella se rió.

—La cosa tiene un secreto —dijo—; ¿no lo adivinas?
—Le paga una fortuna, me figuro.

—Bueno, quizás. Pero ¿no has visto el disimulo con que te miraba mientras te estaba sirviendo la sopa? ¡Caray, prácticamente se le caía la baba en tu plato!

—¿Quiere decir..., imposible..., quiere decir que ella es... como nosotras? Andrea asintió.

—Pues claro. Y en cuanto a la pequeña Eve..., en fin, la rescaté a la pobre de la celda de un reformatorio. La encerraron allí por corromper a una criada...

Volvió a reírse, y yo la miré pasmada. Ella se inclinó para limpiarme con la servilleta una salpicadura de salsa en mi mejilla.

Habíamos comido chuletas y mollejas, todas muy sabrosas. Yo las comí sin parar, como había tomado el desayuno. Andrea, sin embargo, bebió más que comió, y fumó más de lo que había bebido; y más aún que fumar, miraba. Guardamos silencio después del diálogo sobre las sirvientas: descubrí que muchas de las cosas que yo decía causaban una especie de tic en sus labios y en su frente, como si mis palabras —perfectamente sensatas para mis oídos— la divirtieran; así que opté por no decir nada, y como ella tampoco hablaba, lo único que se oía era el débil silbido de las espitas de gas, el tictac regular del reloj encima de la chimenea y el tintineo del cuchillo y el tenedor contra mi plato. Pensé sin querer en las alegres comidas con Grace y Mrs. Milne en el salón de Green Street. Pensé en la cena que habría podido tomar con Lena, en la taberna de Judd Street. Pero ya había terminado de comer y Andrea me lanzó uno de sus cigarrillos rosa, y cuando ya el tabaco me tenía mareada vino hacia mí y me besó. Y entonces me acordé de que no me habían contratado precisamente para las tertulias de la sobremesa.

Aquella noche hicimos el amor con una cadencia más pausada, y casi con ternura. No obstante, me sorprendió que me agarrase del hombro cuando yo ya estaba al borde del sueño —con mi cuerpo deliciosamente saciado y mis brazos y piernas entrelazados con los suyos— y que me despabilara. Para mí había sido un día de enseñanzas; en aquel momento recibí la última.

—Puedes irte, Kara —dijo, exactamente con el mismo tono que había empleado con la criada y con el ama de llaves—. Esta noche quiero dormir sola.

Era la primera vez que me hablaba como a una sirvienta, y sus palabras disiparon totalmente de mis miembros el calor residual del sueño. Con todo, me despedí sin quejarme y recorrí el pasillo hasta la habitación blanca donde me aguardaba mi propia cama fría. Me gustaban sus besos, me gustaban más todavía sus regalos, y si para conservarlos tenía que obedecer a Andrea, que así fuera. Estaba acostumbrada a servir a clientes en el Soho, a una libra la mamada; la obediencia —a una señora como ella, y en semejante mansión— parecía en aquel momento una tarea nimia.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora