Capitulo 8

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Era ya diciembre, un diciembre frío para compensar el tórrido agosto, tan frío que el pequeño tragaluz encima de nuestra escalera, en la casa de Mrs. Dendy, estaba días enteros sepultado por el hielo; tan frío que cuando despertábamos por la mañana, nuestro aliento era gris como el humo y teníamos que acostarnos con enaguas y vestirnos debajo de las sábanas.

En Midvale odiábamos el frío porque hacía mucho más penosa la faena de los pescadores. Recuerdo a mi hermano Clark sentado ante la lumbre en veladas de enero, llorando de dolor, lisa y llanamente, mientras la vida volvía a sus manos partidas y congeladas y a sus pies con sabañones. Recuerdo el dolor en mis propios dedos cuando acarreaba un cubo gélido tras otro de ostras invernales, y transvasaba el pescado, sin descanso, de agua de mar glacial a la sopa humeante.

En casa de Mrs. Dendy, sin embargo, a todo el mundo le encantaban los meses de invierno; cuanto más frío mejor, decían, porque las heladas y los vientos polares llenaban los teatros. Para muchos londinenses una entrada para el music-hall es más barata que un cubo de carbón; o si no más barata, al menos más divertida: ¿para qué quedarte en tu lúgubre salón, pateando y dando palmadas para mitigar el frío, cuando puedes visitar el Star o el Paragon, y patear y aplaudir con tus vecinos, y con Marie Lloyd acompañando? Las noches muy frías, los music-halls están llenos de niños que lloran: sus madres les llevan a las funciones para que no se duerman —y, quizás, nunca despierten— en sus cunas húmedas y expuestas a corrientes de aire.

Pero en la casa de Mrs. Dendy, aquel invierno, no nos preocupamos mucho de los bebés congelados; teníamos el ánimo alegre y desenfadado, porque se estaban vendiendo muchas entradas y todos teníamos trabajo y éramos un poquito más ricos. A principios de diciembre, Imra logró figurar en el cartel de una sala de Marylebone, y actuaba allí dos veces por noche durante todo el mes. Era agradable cotillear en el cuarto de descanso entre funciones, sabiendo que no teníamos que hacer trayectos frenéticos de un lado a otro de Londres y a través de la nieve; y los demás artistas — un grupo de malabaristas, un prestidigitador, dos cantantes, cómicos y un matrimonio de enanos, «Los Pulgarcitos»—estaban tan contentos como nosotras, y nos brindaban una jovial compañía.

El espectáculo terminó en Navidad. Quizás debería haber pasado la festividad en Midvale, porque sabía que para mis padres sería un desencanto no tenerme con ellos. Pero también sabía cómo sería la cena de Nochebuena en casa. Habría veinte primos reunidos alrededor de la mesa, hablando todos al mismo tiempo y todos robando pavo de los platos ajenos. Habría tanto jaleo y bullicio que era imposible, pensé, que me echasen de menos, mientras que Imra, al contrario, sí notaría mi ausencia si me iba con mi familia; y sabía, además, que yo notaría la suya horriblemente y que sólo serviría para hacer desgraciado a todo el mundo. En suma, que pasamos la noche juntas —con Mike presente, como de costumbre— en la mesa de Mrs. Dendy, comiendo ganso y brindando una y otra vez con champán y cerveza por el nuevo año.

Desde luego, hubo regalos: regalos de casa, que mamá me expidió con una
notita severa que no dejé que me abochornara: y regalos de Mike (un broche para Imra, un alfiler de sombrero para mí). Envié paquetes a Midvale e hice regalos a Mamá Dendy; y a Imra le compré la cosa más bonita que pude encontrar; una perla, una perla sola e intachable, engastada en plata y colgada de una cadena. Me costó diez veces más que cualquier regalo que hubiese comprado hasta entonces, y temblé al cogerla. Mrs. Dendy, cuando se la enseñé, torció el gesto. «Las perlas traen lágrimas», dijo, y meneó la cabeza: era muy supersticiosa. A Imra, sin embargo, le pareció bella y me obligó en el acto a abrochársela en el cuello, y cogió un espejo para verla colgando un palmo por debajo del hoyo de su hermosa garganta. «No me la quitaré nunca», dijo, y nunca se la quitó, sino que siempre la llevaba encima, incluso en el escenario, debajo de los fulares y las corbatas.

Ella también, por supuesto, me regaló algo. Venía en una caja con un lazo, envuelta en papel de seda, y resultó ser un vestido: el vestido más bonito que yo jamás había tenido, un largo y fino vestido de noche, de color azul muy oscuro, con una faja de satén crema alrededor de la cintura, y sendos encajes gruesos en el busto y el dobladillo; un vestido que yo sabía que era demasiado hermoso para mí. Meneé la cabeza, incrédula, cuando lo saqué de su envoltorio y lo sostuve contra mí delante del espejo.

—Es precioso —le dije a Imra—, pero ¿cómo voy a quedármelo? Es demasiado elegante. Tienes que devolverlo, Imra. Es carísimo.

Pero ella, que había observado cómo yo lo cogía, con ojos oscuros y brillantes, se rió al verme tan azorada.

—¡Bobadas! —dijo—. Ya es hora de que empieces a ponerte vestidos decentes, y no esas ropas espantosas de colegiala que te trajiste de casa. Tengo un vestuario decente, y tú también deberías tenerlo. Y desde luego que podemos permitírnoslo. Y de todos modos no puedo devolverlo, porque te lo han hecho a medida, como la zapatilla de Cenicienta, y es de una talla tan especial que no le valdría a nadie más.

¿Hecho a medida? ¡Todavía peor!
—Imra —dije—, no, de verdad. No me sentiría cómoda con él...

—Pues tienes que hacerlo —dijo ella—. Y, además —manoseó la perla que yo acababa de ponerle en el cuello y miró a otra parte—, ahora las cosas me van muy bien. No puedo consentir que mi ayudante vaya por ahí con las ropas heredadas de su hermana. No es que sea muy apropiado, ¿eh?

Lo dijo a la ligera, pero al momento vi lo ciertas que eran sus palabras. Yo tenía por entonces mis propios ingresos, había gastado el sueldo de dos semanas en la perla y la cadena, pero conservaba los escrúpulos de Midvale respecto a gastar dinero en mí misma. Me sonrojó pensar que ella alguna vez me hubiese considerado desgarbada.

Guardé el vestido en atención a ella, y me lo puse por primera vez algunas noches después. La ocasión fue una fiesta de fin de temporada en el teatro Marylebone, donde habíamos pasado un mes tan dichoso. Iba a ser una gran velada. Imra había encargado para la fiesta un vestido nuevo y precioso, de raso de China, escote bajo, manga corta y un color rosa cálido como el del corazón de un capullo de rosa. Se lo sostuve para que se lo pusiera y le ayudé a abrocharlo; miré cómo se calzaba los guantes... en todo momento herida por su belleza, pues el rosado de la seda resaltaba el rojo de sus labios y tornaba su garganta más luminosa y sus ojos y su pelo tanto más castaños y lustrosos. No lucía más joyas que la perla que yo le había regalado y el broche que le había regalado Mike. En realidad, no casaban: el broche era de color ámbar. Pero Imra habría podido llevar cualquier cosa —un collar de tapones de botellas en el cuello— y aun así, a mis ojos, parecer una reina.

Ayudarle a abrocharse los botones retrasó mi hora de vestirme; le dije que bajase sin mí. Cuando se hubo ido, saqué el vestido encantador que me había regalado y me planté ante el espejo para verme; me enfurruñó lo que vi. El vestido me transfiguraba de tal modo que en la práctica parecía un disfraz. En la media luz estaba tan oscuro como si fuese medianoche; mis ojos parecían más azules de lo que eran, y mi pelo más claro, y la falda larga y la faja en el talle me hacían más alta y delgada que nunca. No tenía en absoluto la apariencia de Imra con su vestido rosa; más bien parecía un chico que se hubiera puesto, para hacer el payaso, el vestido de baile de su hermana. Me alisé la trenza y la cepillé; como no tenía tiempo de enrollarla, la retorcí hasta formar un nudo en la nuca y clavé en él una peineta. Pensé que el moño destacaba las líneas duras de mi mandíbula y pómulos, y que ensanchaba aún más mis hombros anchos. Fruncí de nuevo el ceño y aparté la vista. Tendría que conformarme, y en todo caso valdría para que Imra, a mi lado, luciera más todavía.

Bajé a reunirme con ella. Al empujar la puerta de la sala la vi charlando con los demás; aún estaban cenando. Tootsie fue la primera que me vio, y debió de asestarle un codazo a Percy, que estaba a su lado, pues él levantó la cara del plato y al verme lanzó un silbido. Sims miró en mi dirección y fue como si nunca me hubiera visto: dejó el tenedor suspendido en el aire a mitad de camino hacia su boca abierta. Mrs. Dendy le siguió la mirada y emitió una tos tremenda.

—¡Pero, Kara! —dijo—. ¡Mira por dónde! Estás hecha una monada, como una verdadera señorita, ¡delante de nuestras propias narices!

Al oír eso, Imra también se volvió a mirarme; y puso una cara de asombro y confusión que era como si, por un segundo, ella tampoco me hubiese visto nunca; y no sé qué mejillas estaban más sonrosadas, si las suyas o las mías.

Soltó una risita tensa.

—Muy mona —dijo, y miró a otra parte; ante lo cual, pensé, desventurada, que el vestido me sentaba aún peor de lo que me había parecido, y me dispuse a pasar una velada triste.

Pero no lo fue; fue alegre, cordial, ruidosa y muy concurrida. Para que todos cupiéramos, el director hizo instalar una plataforma desde el final del escenario hasta el fondo del foso de la orquesta, y había contratado a ésta para que tocase valses y piezas escocesas, y había hecho poner en los bastidores mesas llenas de pasteles y gelatinas, barriles de cerveza y cuencos de ponche, y filas enteras de botellas de vino.

Imra y yo fuimos muy piropeadas por nuestros vestidos nuevos; y a mí, en especial, la gente me sonreía y exclamaba, llamándome a través del griterío: «¡Qué guapa estás!» Una mujer —la ayudante del prestidigitador— me cogió de la mano y dijo: «¡Querida, estás tan mayor que no te he reconocido!»; lo mismo que me había dicho Mrs. Dendy una hora antes. Sus palabras me impresionaron. Imra y yo estuvimos juntas toda la velada pero, poco después de medianoche, se separó para reunirse con un grupo que se había congregado alrededor de las mesas de champán y yo me quedé al margen, meditabunda. No tenía costumbre de considerarme una mujer adulta, pero entonces, con aquel bonito vestido de satén y encaje azul y crema, empecé por fin a sentirme como tal y a comprender, de hecho, que era una mujer hecha y derecha: tenía dieciocho años, había abandonado la casa de mis padres quizás para siempre, me ganaba el sustento y pagaba el alquiler de mi propio alojamiento en Londres. Me observé desde una cierta distancia, mientras apuraba el vino como si fuese cerveza de jengibre, y charlaba y bromeaba con los tramoyistas, que tanto miedo me daban en otro tiempo; me observé al aceptar un cigarrillo de un músico de la orquesta, al encenderlo y dar una calada con un suspiro de satisfacción. ¿Cuándo había empezado a fumar? No me acordaba. Me había acostumbrado hasta tal punto a sostener el pitillo de Imra mientras ella se cambiaba de ropa, que poco a poco había adquirido el hábito. Ahora fumaba tanto que la mitad de mis dedos — que, cuatro meses antes, habían estado continuamente rosas y arrugados, de tanto bañarlos en la cuba de ostras— tenía la punta manchada de amarillo mostaza.

El músico —creo que tocaba la corneta— dio un pasito insinuante hacia mí.
—¿Eres amiga del director? —dijo—. No te he visto nunca en el teatro.
Yo me reí.

—Sí me has visto. Soy Kara, la ayudante de Imra Ardeen. Él enarcó las cejas y se inclinó para inspeccionarme de la cabeza a los pies.

—¡Vaya! Pues sí que lo eres. Creía que eras sólo una niña. Pero ahora te he tomado por una actriz o una bailarina.

Sonreí y moví la cabeza. Hubo una pausa mientras él daba un sorbo de su copa y se limpiaba el bigote.

—Seguro que bailas de maravilla —dijo él—. ¿Qué tal esta pieza?

Señaló con un gesto el tumulto de parejas que bailaban el vals al fondo del escenario.

—Oh, no —dije—. He bebido demasiado. Él se rió.
—¡Tanto mejor!

Posó su bebida, apretó el cigarrillo entre los labios, me puso las manos en la cintura y me levantó en vilo. Lancé un grito; él empezó a girar y a agacharse, imitando con una payasada los pasos de vals. Cuanto más fuerte yo reía y gritaba, tanto más rápido él me daba vueltas. Un grupo de personas miró hacia nosotros y sonrió y aplaudió.

Al final él tropezó y estuvo a punto de caerse, y me depositó en el suelo con un ruido sordo.

—Ahora dime que no bailo el vals como un maestro —dijo, sin resuello.

—No —dije—. Me has dejado mareada como un pulpo, y... —palpé la delantera de mi vestido— ¡me has estropeado la faja!

—Yo te la arreglo —dijo, tomándome otra vez de la cintura. Con un aullido, me puse lejos de su alcance.
—¡Ni hablar! —dije—. Lárgate y déjame en paz.

Él me agarró y me hizo tantas cosquillas que empecé a reírme. Las cosquillas siempre me hacen reír, aunque me las haga alguien que no me interesa; pero al cabo de unos minutos de este tira y afloja, me dejó tranquila y se fue con sus amigos de la orquesta.

Volví a revisar mi faja con las manos. Temía que me la hubiese estropeado de verdad, pero no veía lo suficiente para estar segura. Apuré mi copa de un trago — era, supongo, la sexta o la séptima que había bebido— y me escabullí fuera del escenario. Primero me dirigí a los lavabos, y luego bajé al camerino. Lo habían abierto aquella noche para que las mujeres tuvieran un sitio donde colgar los abrigos, y estaba frío, vacío y casi a oscuras, pero tenía un espejo, y ante él me detuve, arrugando los ojos y tirando del vestido para enderezarlo.

No llevaba allí más de un minuto cuando oí un sonido de pasos en el pasillo, seguidos de un silencio. Giré la cabeza para ver quién era y descubrí que era Imra. Tenía el hombro apoyado en el marco de la puerta y los brazos cruzados. No estaba en la postura normal —la suya habitual— de quien lleva un vestido de noche. Estaba plantada como lo hacía en el escenario cuando llevaba pantalones: una actitud insolente. Tenía la cara vuelta hacia mí y yo no veía su pelo ni la prominencia de sus pechos. Estaba muy pálida; había una mancha de champán en su falda, de una copa que la había salpicado. —Salud, Imra —dije. Pero ella no me devolvió la sonrisa. Se limitó a mirarme, impávida. Volví a dirigir a la copa una mirada vacilante, y seguí arreglando mi faja. Cuando al fin habló, supe que estaba bastante borracha.

—¿Has visto algo que te gusta? —dijo. Me volví sorprendida hacia ella, y avanzó un paso hacia el interior del cuarto.

—¿Qué?

—He dicho: «¿Has visto algo que te gusta, Kara?» Parece que esta noche todo el mundo ha visto algo. Algo que le ha llamado la atención.

Tragué saliva, sin saber qué responderle. Se acercó más, se paró a unos pasos de mí y continuó mirándome de aquella forma serena y arrogante.

—Has sido muy descarada con el cornetista, ¿no? —dijo entonces.
Pestañeé.
—Estábamos bromeando.
—¿Bromeando? Te ha manoseado entera.
—Oh, Imra, ¿qué dices?

Casi me tembló la voz. Era horrible verla tan furiosa; creo que en todas las semanas que llevábamos juntas, no había mostrado ni una nota de impaciencia.

—Sí, manoseado —dijo—. Te he estado mirando, yo y la mitad de la gente. ¿Sabes cómo van a empezar a llamarte? «Miss Coqueta.»
¡Miss Coqueta! No supe entonces si reír o llorar.

—¿Cómo puedes decir una cosa así? —le pregunté.
—Porque es verdad. —De pronto su tono se volvió hosco—. No te habría comprado un vestido tan bonito si hubiera sabido que ibas a ponértelo para coquetear.

—¡Oh! —Di una patada desmañada contra el suelo; supongo que yo estaba tan bebida como ella—. ¡Oh! —Me llevé los dedos al cuello del vestido y busqué a tientas los broches—. ¡Voy a quitarme ahora mismo este maldito vestido y lo devuelves a la tienda, si eso es lo que piensas! —dije.
Al oír esto, ella avanzó otro paso y me agarró del brazo.

—No seas tonta —dijo, con un tono ligeramente contrito. Me zafé de su mano y seguí forcejeando con los botones del vestido; totalmente en vano, pues con el vino, combinado con mi rabia y mi sorpresa, no daba una a derechas. Imra me agarró otra vez; empezamos casi a pelearnos.

—¡No tolero que me llames coqueta! —dije, mientras ella me daba tirones—. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has podido? ¡Oh! Si tú supieras...

Me llevé la mano a la nuca; sus dedos siguieron a los míos, su cara se me acercó. Al ver eso, súbitamente me sentí aturdida. Creía haberme convertido en su hermana, como ella quería. Creía haber refrenado, enfriado y reprimido mis deseos lascivos. Pero en aquel momento sólo sabía que ella me rodeaba con el brazo, que tenía su mano en la mía y su aliento caliente en mi mejilla. La agarré; no para poder empujarla mejor, sino para aproximarla. Poco a poco cesó el mutuo forcejeo y nos quedamos inmóviles, con la respiración entrecortada y el corazón acelerado. Sus ojos eran redondos y verdes oscurecidos, como azabache; noté que sus dedos me soltaban la mano y se deslizaban por mi cuello.

Entonces, de pronto, se oyó un estruendo en el pasillo de fuera y el rumor de pasos. Imra se sobresaltó en mis brazos como si hubiera sonado un disparo, y retrocedió a toda prisa media docena de pasos. Una mujer —Esther, la ayudante del prestidigitador— apareció al otro lado de la puerta abierta. Estaba pálida y parecía enormemente seria. Dijo:
—Imra, Kar, no os lo vais a creer. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo aplicó a la boca—. Acaban de llegar unos chicos que vienen del hospital de Charing Cross. Dicen que allí está Gully Sutherland... —Era el cantante cómico que había actuado en la función de Imra en el Palace de Canterbury—. ¡Dicen que allí está Gully..., que se ha emborrachado y se ha matado de un tiro!

Era cierto; todos supimos, al día siguiente, por horrible que fuera, que era cierto. Yo nunca lo habría sospechado, pero me había enterado tras mi llegada a Londres de que Gully tenía fama en el gremio de empinar el codo. No había función que no terminara sin entrar en una taberna en el camino de vuelta a su casa; y la noche de nuestra fiesta había estado bebiendo en Fulham. Allí, escondido en un rincón de la cantina, había entreoído decir a un fulano en el mostrador que Gully Sutherland estaba acabado y que debía dejar paso a artistas más divertidos, que había asistido a su último espectáculo y que sus chistes ya no tenían gracia. El camarero dijo que cuando Gully oyó esto fue donde el hombre, le estrechó la mano y le invitó a una cerveza, y que luego invitó a cerveza a todo el mundo. Después se fue a su casa, cogió una pistola y se pegó un tiro en el corazón...
Nada de esto sabíamos aquella noche en Marylebone, sólo sabíamos que Gully había sufrido un ataque y que se había quitado la vida; pero la noticia puso fin a la fiesta y nos dejó a todos, lo mismo que a Esther, nerviosos y serios. Imra y yo, al saber lo ocurrido, subimos al escenario; ella me agarraba de la mano mientras subíamos a trompicones la escalera, pero ahora compungida, creo, más que efusiva. El director había hecho encender todas las luces del local y la orquesta había afinado sus instrumentos; algunas personas estaban llorando y el músico que me había hecho cosquillas rodeaba con el brazo a una chica temblorosa. Esther exclamó: «Oh, ¿no es espantoso, no es horrible?»

Supongo que el vino agravaba la conmoción general.

Yo, sin embargo, no sabía cómo reaccionar. No conseguía pensar en Gully: mis pensamientos seguían concentrados en Imra, en aquel momento en el camerino en que había sentido su mano sobre mí y creí presentir que entre nosotras surgía otra clase de entendimiento. Ella no me había mirado desde entonces, y ahora se había ido a hablar con uno de los chicos que habían traído la noticia del suicidio de Gully. Pero al cabo de un rato vi que ella meneaba la cabeza, se alejaba y me pareció que me buscaba; en cuanto me vio —esperándola en la penumbra de bastidores—, vino y suspiró.

—Pobre Gully. Dicen que se ha traspasado el corazón...
—Y pensar que fue gracias a Gully que fui a Canterbury a verte...

Imra me miró y tembló; le puse una mano en la mejilla, como debilitada por la tristeza. Pero no me atreví a moverme para consolarla; permanecí como estaba, infeliz y dubitativa.

Ella asintió cuando le dije que debíamos irnos, ya que otras personas se estaban marchando. Volvimos al camerino a buscar los abrigos: dentro, todas las luces estaba encendidas y había mujeres con la cara blanca y pañuelos delante de los ojos. Después salimos a la puerta del escenario y aguardamos a que el portero nos encontrase un coche. La espera pareció durar un siglo. Eran las dos de la mañana o más tarde cuando emprendimos el regreso a casa; sentadas en asientos separados, en silencio, Imra repetía, a cada rato; «¡Pobre Gully! ¡Hacer algo así!», y yo estaba todavía borracha, todavía aturdida, desesperadamente conmovida, pero aún insegura.

Hacía un frío glacial y una noche preciosa; perfectamente tranquila, después de haber dejado atrás la algarabía de la fiesta, y silenciosa. Había niebla en las calles, y hielo espeso en las calzadas; de vez en cuando notaba que las ruedas de nuestro coche patinaban y percibía el ruido del avance titubeante y resbaladizo del caballo y las discretas maldiciones del cochero.

A nuestro lado las aceras brillaban de escarcha, y todas las farolas resplandecían en la niebla, desde el centro de su halo amarillento. Durante largos trechos, nuestro coche era el único que circulaba por las calles; el caballo, el cochero, Imra y yo podríamos haber sido las únicas criaturas despiertas en una ciudad de piedra, hielo y sueño.
Por fin llegamos al Lambeth Bridge, donde unas pocas semanas antes Imra y yo habíamos contemplado las embarcaciones de recreo. Aquella noche, con las caras pegadas a la ventanilla, lo vimos todo completamente transformado; vimos las luces del Embankment, un cinturón de cuentas ámbar que se disolvían en la noche; y la gran mole oscura y recortada del Parlamento, asomadas al río; y al mismo Támesis, con sus barcas atracadas y silentes y su agua gris, lenta y espesa, y algo extraña.

Fue el río lo que impulsó a Imra a bajar la ventanilla y gritar al cochero, con una voz alta y excitada, que parase. Abrió la portezuela del coche, me arrastró al pretil de piedra del puente y me cogió la mano.

—Mira —dijo. Toda su pena parecía olvidada. Abajo, en el agua, había grandes bloques de hielo, de dos metros de largo, flotando y virando lentamente en la corriente agitada, como focas solazándose.
El Támesis se estaba congelando.

Miré primero al río, luego a Imra y después al puente donde estábamos. No había nadie cerca, salvo nuestro cochero, que se había subido el cuello de su capa hasta las orejas y estaba atareado con su pipa y su petaca. Miré al río de nuevo, a aquella transformación extraordinaria y ordinaria, aquella sumisión a los apremios de la ley natural, que sin embargo resultaba tan singular y perturbadora.

Parecía un pequeño milagro, realizado sólo para Imra y para mí.

—¡Qué frío tiene que estar! —dije en voz baja—. Imagínate que se congelara todo el río, que se congelara desde aquí hasta Richmond. ¿Lo cruzarías a pie?

Imra tiritó y negó con la cabeza.

—El hielo se rompería —dijo—. Nos hundiríamos y nos ahogaríamos; ¡o nos quedaríamos atrapadas y moriríamos de frío!

Yo había esperado que ella sonriera, no que me diera una respuesta seria. Vi a nosotras dos flotando en el Támesis, en dirección al mar —rebasando Midvale, quizás— sobre un pedazo de hielo no más grande que una tortita.

El caballo dio un paso y resonó la brida; el cochero tosió. Nosotras seguíamos contemplando el río, en silencio e inmóviles, y las dos, a la postre, con semblante grave.

Por fin Imra susurró:
—Qué raro es.

No contesté; miré solamente hacia donde se arremolinaba el agua cuajada, densa y díscola, en torno a los pilares del puente, a nuestros pies. Pero cuando ella tiritó otra vez, me acerqué un paso más a ella y noté que se recostaba en mí como respuesta. Hacía un frío glacial en el puente; deberíamos habernos alejado del pretil para guarecernos en el interior del coche. Pero nos resistíamos a dejar la vista del río helado; y también, quizás, a perder el calor de nuestros cuerpos ahora que lo habíamos descubierto.

Tomé su mano. Noté sus dedos tiesos y fríos dentro del guante. Me puse su mano en la mejilla; no la calentaba. Sin apartar los ojos del agua, solté el botón de su muñeca, despojé a Imra del mitón y apreté sus dedos contra mis labios para calentarlos con mi aliento.
Suspiré, con suavidad, contra sus nudillos; le giré la mano y respiré sobre la palma. No se oía nada más que el chapaleteo y el crujido insólitos del río helado. «Kar», dijo ella entonces, muy bajo.

La miré, con su mano todavía prensada contra mi boca y mi aliento todavía húmedo en sus dedos. Había levantado su cara hacia la mía, y su mirada era oscura, extraña y densa como el río de abajo.

Dejé caer la mano; ella mantuvo sus dedos sobre mis labios y luego los movió, muy lentamente, hasta mi mejilla, mi oreja, mi garganta, mi cuello. Sus facciones se estremecieron de repente y dijo, en un susurro.
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad, Kar?

Creo que suspiré: suspiré al saber —¡saber seguro, por fin!— que había algo que decir. Y entonces incliné mi cara hacia la suya y cerré los ojos.

Su boca, al principio, estaba helada, y luego muy caliente, lo único caliente, me pareció, que había en toda la ciudad helada; y cuando separó los labios —cosa que hizo al cabo de un momento, para lanzar una mirada rápida e inquieta hacia nuestro cochero, que daba cabezadas, encorvado—, sentí los míos húmedos, doloridos y desnudos en las brisas cortantes de diciembre, como si su beso los hubiese despellejado.

Permanecimos así durante un minuto, o quizás un poco más; el coche crujió, cuando el cochero cambió de postura en su asiento, y Imra se separó rápidamente. Yo no podía apartar mis manos de ella, pero me agarró de las muñecas y me besó los dedos y soltó una especie de risa nerviosa y un cuchicheo: «¡Me besarás hasta dejarme sin vida!»

Entró en el coche y yo subí detrás de ella, trémula, atontada y medio ciega creo, de agitación y deseo. Se cerró la portezuela, el cochero alertó a su poni, el carruaje dio una sacudida y un patinazo. Dejamos atrás el río helado..., ¡insulso, comparado con aquel nuevo milagro!

Estábamos sentadas juntas. Ella volvió a ponerme las manos en la cara y tirité de tal forma que la mandíbula me daba brincos debajo de los dedos de Imra. Pero no volvió a besarme: en vez de hacerlo, apoyó la cara en mi cuello, con lo que su boca quedaba fuera de mi alcance, pero caliente contra la piel de debajo de mi oreja. La mano, todavía sin el guante y blanca de frío, la deslizó en la abertura frontal de mi chaqueta; su rodilla me apretaba muy fuerte la mía. Con el balanceo del cupé sentía que sus labios, sus dedos, su muslo se volvían cada vez más pesados, cada vez más calientes y más cerca de mí, hasta que me embargaron ganas de retorcerme bajo su presión y de gritar. Pero ella no dijo palabra, ni me besó ni me acarició; y en mi temor reverencial y mi ignorancia permanecí quieta, como ella parecía desear. El trayecto en cupé desde el Támesis a Brixton fue, en consecuencia, el más delicioso y el más terrible que he hecho en mi vida.

Sin embargo, notamos que el coche viraba y que finalmente, despacio, se paraba, y oímos que el cochero golpeaba el techo con el mango de su fusta para anunciarnos que habíamos llegado a casa: estábamos tan calladas que debió de pensar que nos habíamos dormido.
Recuerdo poco de nuestra entrada en la pensión de Mrs. Dendy: las torpes tentativas de introducir la llave en la cerradura, la ascensión de la escalera a oscuras, la casa dormida y silenciosa. Recuerdo que hicimos un alto en el rellano, debajo de la claraboya por donde se veían las estrellas muy pequeñas y brillantes, y que apreté en silencio los labios contra la oreja de Imra, mientras ella se agachaba para abrir la puerta de nuestro cuarto; recuerdo que se apoyó en ella cuando la hubo cerrado y que exhaló un suspiro, extendió hacia mí la mano y me atrajo hacia ella. Recuerdo que no me permitió que acercase una vela a la lámpara de gas; en la oscuridad, me llevó trastabillando al dormitorio.

Y recuerdo, con toda claridad, todo lo que sucedió allí dentro.

El cuarto estaba gélido, tan frío que parecía un desatino quitarse la ropa y exponer al aire la piel desnuda; pero además violentaba un instinto más acuciante de conservar la ropa puesta. En el camerino del teatro yo había estado torpe, pero ahora no lo estuve. En un santiamén me quedé en bragas y camiseta y, al oír que Imra despotricaba contra los botones de su vestido, me agaché para ayudarla. Por un instante, con mis dedos tironeando de ganchos y cintas, y los suyos tirando de los alfileres que le sujetaban el pelo o la trenza, se hubiese dicho que estábamos en los bastidores de un teatro, haciendo un cambio apresurado entre un número y otro.

Por fin estuvo desnuda, sin nada más encima que la perla y la cadena en el cuello; giró en mis manos, rígida y con la piel punteada de carne de gallina, y sentí el roce de sus pezones y del vello entre sus muslos. Luego se alejó y crujieron los muelles de la cama; al oírlos, no esperé a despojarme del resto de mi ropa, sino que la seguí a la cama y la encontré tiritando debajo de las sábanas. Allí nos besamos con más comodidad, pero más ardientemente que antes; y por último se le calmó la tiritona..., pero no cesaron los temblores.

Sin embargo, en cuanto sus miembros desnudos empezaron a tensarse contra los míos, me ganó una timidez súbita, sobrecogida. Me incliné sobre ella.

—¿De verdad puedo... tocarte? —susurré. Ella emitió otra vez una risa nerviosa, y ladeó la cabeza contra la almohada.
—Oh, Kar —dijo—, ¡creo que me moriré si no lo haces!

A tientas, pues, levanté la mano y le hundí los dedos en el pelo. Le toqué la
cara: la frente, que se curvaba; la mejilla, con sus pecas; los labios, la barbilla, la
garganta, la clavícula, el hombro... Aquí, de nuevo tímida, demoré la mano... hasta
que con la cara todavía ladeada y los ojos cerrados muy fuerte, me cogió la muñeca y
suavemente condujo mis dedos hasta sus pechos. Cuando se los toqué ella suspiró y
se volvió; y al cabo de unos minutos volvió a agarrarme de la muñeca y la desplazó
más abajo.

Allí Imra estaba húmeda, y lisa como terciopelo. Por supuesto, hasta entonces yo nunca había tocado a nadie de aquella manera, excepto, algunas veces, a mí misma; pero fue como si me tocase yo misma, porque la mano resbaladiza que la acariciaba a ella parecía acariciarme a mí: sentí que mis bragas se ponían húmedas y calientes, y que mis caderas se zarandeaban como las de Imra. Enseguida abandoné mis roces suaves y empecé a friccionarla con bastante energía. «¡Oh!», dijo ella, en voz muy queda; cuando aceleré la fricción, dijo otra vez «¡Oh!». Después, «¡Oh, oh, oh!»: una andanada de «¡Ohs!» tenues, veloces y entrecortados. Imra corcoveaba, y la cama emitió un crujido de respuesta; las manos de Imra empezaron a rozar distraídamente la piel de mis hombros. No parecía haber en todo el mundo más movimiento, más ritmo que el que yo imprimía con un solo dedo húmedo entre sus piernas.

Finalmente jadeó, se puso tensa, me apartó la mano y cayó hacia atrás, pesada y fláccida. La estreché contra mí y por un momento permanecimos muy quietas. Sentía su corazón latiendo locamente en su pecho; cuando se calmó un poco, Imra se removió, suspiró y me puso una mano en su mejilla.

—Me has hecho llorar —musitó.
Me incorporé.
—¿Lo dices de verdad, Imra?
—Sí, de verdad.

Hizo una mueca que era a medias risa y a medias sollozo; volvió a frotarse los ojos y al retirarle los dedos de la cara vi que había lágrimas en ellos. Le apreté la mano, con una aprensión súbita.

—¿Te he hecho daño? ¿Te he hecho algo malo? ¿Te he hecho daño, Imra? Ella movió la cabeza, resopló y se rió con mayor libertad.

—¿Daño? Oh, no. Sólo ha sido... tan dulce. —Sonrió—. Y eres... tan buena. Y yo... —Resopló de nuevo, sepultó la cara en mi pecho y me ocultó sus ojos—. Yo... ¡oh, Kar, te quiero tanto, tantísimo!

Tumbada a su lado, la rodeé con mis brazos. Me olvidé por completo de mi propio placer, y ella no hizo ademán de recordármelo. Me olvidé también de Gully Sutherland, que tres horas antes se había disparado en el corazón porque un hombre no se había reído durante su actuación. Simplemente permanecí tumbada, y Imra no tardó en dormirse. Examiné su cara, de un color crema pálido en la oscuridad, y pensé Me ama, me ama, como una loca con una margarita, que incesantemente repite lo mismo al deshojar el último pétalo pardusco.

A la mañana siguiente nos sentimos cohibidas al principio, y me parece que Imra lo estaba más que yo.

—¡Cuánto bebimos anoche! —dijo, sin mirarme; y durante un instante terrible pensé que quizás sólo había sido el champán lo que la había arrojado en mis brazos e impulsado a decirme que me amaba tanto, tantísimo... Pero al hablar se puso colorada. Sin poder contenerme, dije:

—¡Me moriré, Imra, si te desdices de todo lo que me dijiste anoche!

Entonces ella levantó los ojos hacia los míos y vi que simplemente le inquietaba que yo hubiera estado borracha... Y luego nos miramos y remiramos; y a pesar de los miles de veces que la había mirado, era como si lo estuviese haciendo por primera vez. Habíamos vivido, dormido y trabajado juntas durante medio año; pero había habido una especie de velo entre nosotras que nuestros gritos y susurros de la noche anterior habían rasgado. Imra parecía exaltada, lavada..., recién nacida hasta tal punto que apenas me atrevía a apretar su piel por miedo a dejarle marcas; hasta el extremo de que temía, casi, besar sus labios, por miedo a lastimarlos.

Pero los besé; y luego, acostada, observé a mis anchas cómo ella se salpicaba de agua la cara y los brazos, y se abrochaba la ropa interior y el vestido, y se abotonaba los zapatos. Mientras se peinaba encendí un cigarrillo: prendí la cerilla y casi la dejé consumirse entre mis dedos, mirando cómo la llama devoraba la madera. Dije:

—Cuando te conocí, siempre que pensaba en ti me encendía toda yo, como una lámpara. Tenía miedo de que la gente lo viera... —Ella sonrió. Sacudí la cerilla—. ¿No sabías —dije después—, no sabías que yo te quería?

—No estoy segura —respondió; luego suspiró—. No me gustaba pensar en ello. —¿Por qué no?

Se encogió de hombros.
—Me parecía más fácil ser tu amiga...

—Pero, Imra, ¡eso es exactamente lo que yo pensaba! Y, ¡oh!, ¿no era durísimo? Yo creía que si tú supieras que me gustabas como..., como novia... En fin, yo nunca había oído hablar de una cosa parecida, ¿y tú?

Se colocó delante del espejo para arreglarse otra vez los alfileres de la trenza y, sin volverse, dijo:

—Es verdad que no he querido nunca a ninguna otra chica como te quiero a ti... Al decir esto vi que se le sonrojaban el cuello y las orejas, y yo, a mi vez, me sentí débil y tibia y tonta; pero asimismo capté un atisbo de algo detrás de sus palabras.
—Te ha ocurrido antes, entonces... —dije de golpe y porrazo. Se puso más colorada que nunca, pero no quiso contestarme, y guardé silencio. Lo cierto era que la amaba demasiado para preocuparme de las otras chicas a las que habría podido besar antes que a mí—. ¿Cuándo empezaste —pregunté a continuación— a pensar en mí como...? ¿Cuándo empezaste a pensar que podrías llegar a... quererme?

Ella se volvió y sonrió.

—Recuerdo cientos de veces —dijo—. Recuerdo cómo me limpiabas y ordenabas el vestuario; recuerdo cómo te ruborizabas cuando te daba las buenas noches. Recuerdo cómo me abriste una ostra en la mesa de tu padre... Creo que entonces ya te quería. La verdad es que..., me da vergüenza decirlo..., que debió de ser en aquel momento, en el Palace de Canterbury, el momento en que olí por primera vez el olor a ostras en tus dedos, cuando empecé a pensar en ti como... no hubiera debido.

—¡Oh!

—Y me da todavía más vergüenza decirte —prosiguió, en un tono ligeramente distinto— que hasta ayer por la noche, cuando te vi flirteando con aquel chico y me puse tan celosa..., no supe cuánto, cuánto...
—Oh, Imra. —Tragué saliva—. Me alegro de que lo sepas, por fin.

Ella apartó la mirada y luego vino hacia mí, me quitó el cigarrillo y me dio un beso impulsivo.
—Y yo también.

Acto seguido se agachó para lustrarse con un paño el cuero de sus botas, y yo me sorprendí bostezando: estaba cansada y tenía resaca del champán y las emociones de la noche pasada. Dije:
—¿Tenemos que levantarnos?
Imra asintió:

—Sí, porque son casi las once y Mike llegará enseguida. ¿Te habías olvidado? Era domingo, y Mike vendría, como de costumbre, para llevarnos de paseo en

coche. No lo había olvidado, pero todavía no había tenido tiempo ni ganas de pensar en cosas ordinarias. La mención de Mike me puso pensativa. Sería duro de encajar para él, ahora que aquello había sucedido.
Como si Imra supiera lo que yo estaba pensando, dijo:

—Serás sensata con Mike, ¿verdad, Kar? —Y repitió lo que había dicho la noche anterior en el puente—: No se lo dirás a nadie, ¿verdad? Tendrás cuidado, ¿eh?

La maldije en silencio por ser tan prudente, pero ella me cogió la mano y la
besó.

—He tenido cuidado desde el primer momento en que te vi. Soy la reina de la precaución. Lo seguiré siendo eternamente, si quieres, con tal de que pueda ser un poco osada algunas veces, cuando estemos solas.

La sonrisa que esbozó fue un poco distraída.
—Al fin y al cabo —dijo—, las cosas no han cambiado tanto.
Pero yo sabía que todo había cambiado... Todo.

Acabé levantándome, me lavé, me vestí y utilicé el orinal mientras Imra bajaba a la planta baja. Volvió con una bandeja de té y una tostada.
—¡No me he atrevido a mirar a Mamá Dendy a la cara! —dijo, de nuevo tímida y colorada, y desayunamos en nuestra pequeña sala, delante del fuego, besando las migas y la mantequilla en los labios de la otra.

Había un canasto lleno de trajes debajo de la ventana, que nos había enviado un modisto y que aún no habíamos examinado. Mientras aguardábamos la llegada de Mike, Imra, por hacer algo, empezó a inspeccionarlos. Sacó un frac negro muy elegante.

—¡Mira esto! —dijo. Se lo puso encima del vestido y ejecutó un pequeño baile con las piernas rectas. Luego empezó a cantar, muy suavemente:

«En una casa, en una plaza, en un patio», cantó, «en una calle, en una avenida, en una carretera; doblas a la izquierda, a la derecha, y ves dónde vive mi verdadero amor.»

Sonreí. Era una antigua canción de George Leybourne: todo el mundo la silbaba en los años setenta, y en una ocasión yo se la había oído cantar al propio Leybourne en el Palace de Canterbury. Era una de esas canciones tontas, disparatadas, pero muy contagiosa, y Imra la cantó con tanta más dulzura porque la entonaba en voz muy baja y desenfadada.
Voy allí a cortejar a mi amor y arrullarle,

como una paloma. Y a jurar, rodilla

en tierra, que, si algún día no amo,

que en los árboles crezcan cabezas

de oveja, si algún día no amo.

Escuché durante un rato y luego levanté la voz para hacerle coro.

Si algún día no amo,

si algún día no amo,

que la luna se convierta en queso verde

si algún día no amo.

Nos reímos y cantamos más fuerte. Encontré un sombrero en el canasto, se lo arrojé a Imra y saqué para mí una chaqueta, un canotier y un bastón. Enlacé del brazo a Imra e imité su baile. La canción cada vez era más tonta.

Ni por todo el dinero del banco

ni por un título de marqués o duque

cambiaría yo a la chica que amo.

Es un gozo mirarla.

Cuando la veo bailando la polka,

desmayarme podría de amor jubiloso.

¡Que el monumento se vuelva una habanera

si algún día no amo!

¡Que nunca pague el impuesto de la renta si algún día no amo!

Terminamos con un floreo, y yo intenté un revoleo... y me quedé petrificada. Imra había dejado la puerta entornada, y Mike nos miraba desde el umbral, con los ojos tan abiertos como si le hubieran dado un susto. Noté que la mirada de Imra seguía a la mía; me agarró del brazo y lo dejó caer bruscamente. Pensé aterrada en qué podría haber visto Mike. Las palabras de la canción eran idiotas, pero no cabía la menor duda de que nos las habíamos cantado mutuamente y las decíamos en serio. ¿También nos habíamos besado? ¿Había tocado a Imra donde no debía? Mis dudas persistían cuando Mike habló.

—Dios mío —dijo. Yo me mordí el labio; pero él no se enfurruñó ni lanzó un juramento como yo esperaba. En lugar de eso esbozó una gran sonrisa radiante y entró en el cuarto a poner una mano en nuestros hombros respectivos, excitado.

—Dios Santo... ¡Es eso! ¡Es eso! ¿Por qué, pero por qué no lo he visto antes? Es lo que estaba buscando. Esto, Imra —señaló con un gesto las chaquetas, los sombreros que llevábamos, y nuestra pose caballeresca—, ¡esto nos hará famosos!

Y de este modo el día en que me convertí en la enamorada de Imra fue también el día en que me sumé a su número y empecé mi carrera —mi breve, impensada y prodigiosa carrera— en la escena del music-hall.

Tipping the velvet (adaptación supercorp- saturngirl)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora